CUATRO
Ya había pasado una hora desde el amanecer cuando Honsou vio los primeros rayos de luz aparecer por encima de los parapetos. Su sensación de urgencia aumentó con la subida del sol y la luz rojiza se derramó por todo el valle, haciendo que la sombra de la ciudadela cruzase el foso y que su armadura metálica brillase como plata manchada de sangre. Los artilleros imperiales y los tanques de asedio de los Guerreros de Hierro estaban librando un duelo de artillería que llenaba el aire de surtidores de tierra y columnas de humo. Era una lucha desigual, ya que los tanques estaban destruyendo los cánones de las murallas uno por uno.
Honsou y sus hombres se mantuvieron agazapados detrás de los tanques de asedio. El rugido de la batalla era estruendoso y el suelo se estremecía por la potencia de los disparos. En pocos momentos atacaría con sus guerreros el revellín Primus, capturaría sus defensas e impediría que sus armas dispararan por el flanco contra los guerreros de las compañías de Forrix y de Kroeger. A Forrix le habían concedido el honor de atacar la brecha de la muralla, mientras que Kroeger y sus berserkers se encargarían de asaltar el agujero abierto en el bastión Mori. Pero era evidente que ambos ataques no podrían tener éxito si no caía el revellín.
En cuanto tomase el revellín debía hacer cruzar el foso a sus hombres y seguir a Forrix por la brecha. Después de eso, cualquier intento de plan o de estrategia era irrelevante, ya que los guerreros estarían tan inmersos en la ferocidad del asalto y poseídos por el ansia de combate que casi nada podría parar una matanza de proporciones colosales. Honsou lo estaba deseando.
Forrix y sus hombres estaban preparados en la trinchera de aproximación que discurría en zigzag desde la tercera paralela. Honsou se fijó en que el veterano comandante se iba acostumbrando a su cuerpo mecanizado con cada paso que daba. Al otro lado de la paralela se encontraba Kroeger, inmóvil delante de la banqueta del parapeto. Miraba fijamente la brecha que tendría que atacar a los pocos minutos. Lo habitual en Kroeger hubiera sido que se dedicara a pasearse a lo largo de la paralela fanfarroneando sobre su habilidad para matar y burlándose de Honsou, pero no hacía nada de eso en aquellos momentos, tan sólo protagonizaba un silencio siniestro.
Honsou se había acercado a Kroeger al amanecer, y sintió más que nunca el cambio que había sufrido su némesis.
—El Forjador te ha honrado, Kroeger —le dijo, pero Kroeger no le contestó. Ni siquiera pareció darse cuenta de que estaba allí—. ¿Kroeger? —repitió Honsou, y alargó una mano para agarrarlo por el borde de la hombrera.
En cuanto la mano de Honsou tocó el metal de la armadura, Kroeger la agarró para separarla y echarla atrás. Honsou gruñó de furia y echó mano a la espada, pero Kroeger se dio la vuelta y el mestizo tuvo el presentimiento de que atacar a Kroeger sería un suicidio. Alrededor del casco de Kroeger se veía un pálido nimbo de luz y, aunque no estaba seguro del todo, Honsou hubiera jurado que esa misma luz también surgía a través del visor. Aquel resplandor sugería una malignidad atávica. Honsou soltó la espada, dio media vuelta y regresó junto a su compañía.
Sacudió la cabeza para apartar aquel hecho de su mente y cambió el peso del cuerpo de un pie a otro impaciente por que comenzara el ataque. El retumbar de los Vindicators cesó de repente y los tanques de asedio dieron marcha atrás con un rugido de motores. Aquélla era la señal que había estado esperando. Honsou se puso en pie y alzó la pistola y la espada por encima de la cabeza.
—¡Muerte al Falso Emperador! —rugió antes de lanzarse a la carrera hacia el hueco de la barbeta en el parapeto. Bajó trastabillando por el otro lado de la defensa y sus guerreros lo siguieron por aquel hueco y por el resto de aberturas similares.
La cuesta llena de escombros del foso estaba a menos de diez metros y Honsou continuó corriendo hacia allí mientras el chasquido de las armas de pequeño calibre resonaba procedente de la muralla medio en ruinas y de los flancos de ambos bastiones. Los rayos cruzaron el aire a su alrededor, brillantes ráfagas de disparos láser que le rozaban la armadura o vaporizaban trozos de tierra en torno a él. Honsou lanzó un rugido de odio mientras se deslizaba hacia abajo por la cuesta rocosa hacia el fondo del foso.
Allí había un mar de cuerpos rojos que ya habían empezado a pudrirse por el calor y que alfombraban el machacado suelo del foso. Cargó atravesando la pila de cadáveres, aplastando huesos y reventando tejidos ya reblandecidos con las pesadas botas de la armadura mientras no dejaban de disparar contra ellos. Los soldados del revellín Primus habían combatido con valor a lo largo de los días anteriores, pero se habían enfrentado a la morralla del ejército de los Guerreros de Hierro. En esos momentos, se estaban enfrentando a lo mejor.
Unos rayos láser más potentes surgieron de los parapetos de la muralla y abrieron grandes agujeros en el suelo del foso y lanzaron por los aires miembros despedazados y cadáveres llenos del gas de la putrefacción. Sin embargo, Honsou se dio cuenta de la inferioridad de los soldados imperiales, ya que la mayoría de los disparos iban demasiado altos. Sin una masa ingente de enemigos contra los que disparar, su puntería era muy mala y apenas cayeron un puñado de Guerreros de Hierro.
Honsou llegó a los pies del muro del revellín, que tenía la antaño pulida superficie llena de grietas y agujeros por los que se podía subir. Disparó contra la parte superior antes de ponerse a escalar. Un disparo lo alcanzó en la hombrera, pero no hizo ni caso del impacto y siguió subiendo.
Una granizada letal de proyectiles y rayos láser del flanco del bastión Mori acribilló el muro del revellín. Oyó el rugido de oleadas de guerreros cargando a su derecha y supo que Forrix y Kroeger también se habían lanzado a la batalla.
Decenas de guerreros trepaban por el muro del revellín entre las explosiones de las granadas y el constante chasquido de los disparos de rifle láser. El Guerrero de Hierro que estaba a su lado perdió asidero cuando una granada estalló justo encima de él y le arrancó la cabeza provocando un surtidor de sangre. Su pesado cadáver arrancó a media docena de atacantes del muro al arrastrarlos en la caída.
Honsou sacudió la cabeza para limpiarse la sangre del casco y dio un fuerte puñetazo al muro. Se agarró con rapidez a la viga de refuerzo que dejó al descubierto cuando vio otro puñado de granadas deslizarse por el muro hacia donde él estaba. Se pegó contra la pared todo cuanto pudo un momento antes de que estallaran y arrancaran un buen trozo del rococemento de color gris. Gritó de dolor cuando los ligamentos de uno de sus brazos se sobrecargaron al arrancarlo la explosión de la pared, pero se mantuvo agarrado con firmeza a la viga de refuerzo.
Aparecieron unas runas rojas parpadeantes en el visor del casco y sintió que la sangre corría por el interior de la armadura, pero siguió subiendo después de volverse a pegar a la superficie.
La inclinación del muro se hizo menos empinada a medida que subía hasta que llegó a la parte machacada por los tanques de asedio. Los disparos procedentes de los pies del muro disminuyeron cuando los Guerreros de Hierro que estaban cubriéndolos con su fuego enfundaron las armas y también comenzaron a subir.
Honsou vio un rostro asomarse por el borde del parapeto, le pegó un tiro y siguió subiendo. Se arriesgó un momento a mirar atrás y vio que ya habían muerto media docena de Honsou giró la cabeza de nuevo a tiempo de ver a un Puño Imperial blandir una espada de energía de filo chasqueante contra su cabeza. Se pegó a la pared y notó cómo el arma le rebanaba un trozo de hombrera. Rodó a un lado cuando la espada se dirigió de nuevo hacia él. El filo cortó el rococemento y salió envuelta en una lluvia de chispas anaranjadas después de partir una viga de refuerzo.
Honsou desenvainó la espada y volvió a rodar sobre sí mismo cuando el Puño Imperial tomó impulso para golpear de nuevo. Honsou se lanzó a por él y le clavó la espada en el pecho, atravesándoselo. Un momento después saltó el parapeto y cayó sobre un grupo de guardias imperiales que se habían apresurado a intentar tapar el hueco en el muro.
Honsou golpeó hacia abajo con los codos y sintió el crujido de los huesos y los cráneos al partirse acompañado de los gritos de dolor.
Se puso de rodillas y lanzó un tajo horizontal contra un Puño Imperial que se había lanzado a la carga contra él, separándole las piernas del resto del cuerpo. Honsou cambió la orientación de la espada con un giro de muñeca y se la clavó al marine espacial en el casco. La sacó a tiempo para detener el ataque de otra espada, la de un oficial imperial que lucía una estrella de mayor en la pechera del uniforme.
Honsou detuvo el siguiente golpe, una estocada muy torpe, y le propinó una patada en la entrepierna que le destrozó la pelvis y lo hizo caer al suelo chillando de dolor.
—¡A mí, Guerreros de Hierro! —aulló Honsou, abriendo espacio a su alrededor con sablazos a diestro y siniestro. Los proyectiles y los rayos láser rebotaban contra la armadura.
Otros dos Guerreros de Hierro cruzaron de un salto el parapeto y se colocaron uno a cada lado de Honsou. Los tres juntos se abrieron paso a espadazos y disparos entre los guardias imperiales con las armaduras plateadas cubiertas de sangre.
Un sargento de los Puños Imperiales vio el peligro que representaban y cargó contra Honsou disparando una pistola de plasma en plena carrera. Honsou se echó a un lado y el rayo pasó siseando a su lado para atravesar el casco de un Guerrero de Hierro que estaba subiéndose al parapeto.
Honsou empuñó la espada con las dos manos y cargó a su vez contra el marine espacial. Se lanzó al suelo y rodó para esquivar el ataque de la espada enemiga. Se puso en pie en un instante y, con un solo movimiento, lanzó un tajo alto que decapitó al marine espacial de un solo golpe.
Ya habrían subido media docena de Guerreros de Hierro al parapeto del muro para cuando Honsou y sus dos compañeros se adentraron todavía más en el revellín obligando al enemigo a retirarse. Honsou lanzó un aullido de triunfo al ver que sus hombres se desplegaban por todo el muro y mataban a todo lo que encontraban en el camino. Los guardias imperiales retrocedieron ante semejante salvajismo y el parapeto quedó en manos de los Guerreros de Hierro. La retirada enemiga era casi una desbandada. Tan sólo unos cuantos Puños Imperiales impedían que se convirtiera en una desbandada completa.
Honsou se bajó de un salto del parapeto cuando vio a un grupo de reserva con armas pesadas bajo el mando de un oficial que se encontraba esperando en el centro del revellín. Cayó al suelo, rodó sobre sí mismo y vio que el oficial esperaba el momento adecuado para disparar.
El oficial bajó la espada y el fuego de las armas pesadas acribilló la parte interior del muro del revellín matando a cuatro Guerreros de Hierro. Los marines del Caos respondieron al fuego con los bólters y varios defensores cayeron con grandes agujeros en el cuerpo.
El estruendo de los disparos y de los gritos de los hombres creció de intensidad a medida que la batalla se extendía a la muralla y a los bastiones. Columnas de humo surgían de los fuegos provocados por las explosiones de proyectiles, y también de los uniformes en llamas de los muertos.
Más disparos de bólter acribillaron a los guardias imperiales al mismo tiempo que el oficial bajaba la espada de nuevo, pero ya era demasiado tarde. Honsou ya se había abalanzado sobre ellos y estaba dando tajos y matando con desenfreno. La sangre surgió a borbotones por doquier, los miembros saltaron por los aires y las entrañas acabaron desparramadas cuando machacó el corazón de la defensa del revellín.
Decenas de Guerreros de Hierro aparecieron en el revellín. Los marines espaciales de armadura amarilla eran pequeñas islas de resistencia obstinada, pero Honsou sabía que en muy poco tiempo serían vencidos.
Delante de él vio la gigantesca puerta dorada de la ciudadela, flanqueada por dos altas torres y rematada con torretas abarrotadas de artillería. Sin los tanques de asedio era un lugar inviolable, pero a la derecha de la puerta había una gran brecha y Honsou observó que seguían los combates en la parte superior de la misma.
—¡Guerreros de Hierro, venid conmigo! —aulló Honsou con voz rugiente para que se le oyera por encima del retumbar de la batalla. Alzó la espada ensangrentada y echó a correr hacia la brecha. El revellín Primus había caído.
* * *
—¡Adelante! —gritó Forrix desde debajo de la cresta de la brecha.
Su puño de combate de energía chasqueaba lleno de poder mortífero. Estaban ya tan cerca que podía sentir la victoria al alcance de la mano. Tenía la armadura abollada y perforada, pero no sentía nada, ningún dolor, gracias a los mecanismos arcanos de los implantes que había recibido en el cuerpo. Notó un nuevo impacto contra el pecho y se echó a reír enloquecido cuando el proyectil explotó contra la placa pectoral y los fragmentos le rayaron el casco.
La brecha estaba envuelta por el humo e inmersa en la confusión del combate. Había cuerpos por todos lados, tanto imperiales como del Caos. Habían tomado ya tres veces la cresta de la brecha y tres veces habían sido repelidos por los perritos falderos de Dorn.
Subió dando grandes zancadas.
Un instante después salió despedido hacia atrás cuando una mina enterrada le estalló bajo los pies y el suelo se levantó en una columna de humo y fuego. Un trozo de roca se estrelló con una fuerza tremenda contra el visor del casco recién reparado y lo dejó demasiado agrietado como para poder ver con claridad. Forrix rodó unos metros cuesta abajo por la brecha antes de resbalar hasta detenerse en un montón de roca suelta.
Se puso en pie enfurecido y se quitó de un tirón el casco estropeado para lanzarlo hacia el humo que había por encima de él. Vio unas siluetas borrosas allá arriba y disparó con el combibólter acribillando la zona de la brecha. Una de las siluetas se desplomó, pero las otras dos se giraron para apuntarlo con sus armas.
Una ráfaga de disparos abatió a las figuras borrosas: era un cañón segador que los dejó destrozados. Forrix miró a su alrededor y se dio cuenta de que su compañía había sufrido unas pérdidas tremendas para lograr llegar hasta allí. Todo habría sido para nada si fracasaban. Varios Guerreros de Hierro pasaron a su lado y siguieron trepando en dirección a la parte superior de la brecha.
Oyó un gran rugido victorioso a su espalda y supo que el mestizo había conseguido capturar el revellín. Sin embargo, no tenía ni idea de cómo iba el ataque de Kroeger contra el bastión oriental. Dejó escapar un gruñido y se puso a trepar de nuevo sin dejar de disparar a ciegas contra el humo que se arremolinaba más arriba. Casi veinte Guerreros de Hierro con armadura de exterminador subieron con él disparando también contra la brecha.
Les dispararon varias ráfagas de rayos láser y proyectiles desde los bordes de la muralla que estaban en pie, pero Forrix no hizo ni caso. Lo único que importaba era la brecha.
Sus poderosas zancadas lo habían llevado casi hasta el borde cuando se oyó surgir un rugido ensordecedor del otro lado de la muralla y las rocas que tenía delante estallaron y varios trozos enormes de rococemento quedaron convertidos en polvo por los impactos de los cañonazos. Seis Guerreros de Hierro fueron despedazados por una única y devastadora andanada al mismo tiempo que un rayo de energía incandescente vaporizaba la parte superior del cuerpo de otro. Las piernas sin torso permanecieron un momento erguidas e inmóviles antes de desplomarse hacia atrás y rodar por la ladera de escombros. Forrix se dejó caer al suelo y avanzó a rastras hacia el borde de la brecha para asomar la cabeza sin casco por encima de las rocas.
La bestia legendaria se alzaba ante él. No era uno, sino dos ágiles titanes de exploración que caminaban arriba y abajo en el espacio entre la muralla exterior y la interior de la ciudadela. Los Warhounds se mantenían en constante movimiento e iban de un lado a otro como bestias enjauladas. Sólo se detenían de vez en cuando para acribillar la brecha con las letales ráfagas de sus bólters Vulcano. A Forrix se le hundió el ánimo.
Mientras los Warhounds cubrieran la brecha, no había modo alguno que pudieran cruzarla.
* * *
El ser que antaño había sido una decidida teniente del 383.º regimiento jourano, pero que se había transformado en algo infinitamente más antiguo y maligno, avanzó por encima de los restos de rococemento y vigas partidas de la brecha del bastión Mori. El Avatar de Khorne rugió con una ansia primigenia cuando se nutrió del pozo de odio suministrado por Larana Utorian.
Odio contra la Guardia Imperial por bombardearla. Odio contra Kroeger por haberla llevado hasta aquello. Odio contra el Emperador por permitir que aquello ocurriera.
Larana Utorian tenía el odio grabado en el corazón. Los guerreros de la compañía de Kroeger seguían a la criatura que ellos creían era su comandante y se abrían paso entre el infierno de disparos y explosiones, sorprendidos por la ferocidad y la buena suerte que estaba demostrando.
Las balas parecían pasar flotando a su lado, los rayos láser simplemente lo atravesaban, y las explosiones que debían haberlo hecho pedazos se estrellaban contra su prístina armadura como si fueran gotas de lluvia. Mientras ellos se esforzaban por subir la cuesta empinada, su jefe ascendía sin apenas esfuerzo visible, como si caminara por un terreno horizontal. La distancia entre el Avatar y los Guerreros de Hierro se amplió a medida que subía a grandes zancadas.
Cuando el Avatar subió de un salto a la cresta de la brecha, su espada trazó siseando unos intrincados movimientos en el aire, y allá donde impactaba moría un enemigo. Los Guerreros de Hierro todavía estaban algo alejados, y en muy poco tiempo el Avatar estuvo rodeado de Puños Imperiales que empuñaban espadas refulgentes y letales.
Al Avatar no le importó. Lo deseaba. Lo necesitaba. Saltó por encima de las cabezas de los guerreros que iban en vanguardia y decapitó a dos antes de caer detrás de los otros. Lanzó una patada y le rompió la espina dorsal a uno de ellos antes de partir a otro por la mitad de un golpe de arriba abajo con la espada a dos manos. Los Puños Imperiales y los guardias imperiales se arremolinaron a su alrededor, pero ninguno consiguió propinarle un golpe.
El Avatar atravesó con el puño el cráneo de un enemigo que aullaba y lo agarró por la chaqueta del uniforme para alzarlo y dejar que la sangre chorreara y empapara su armadura reluciente. La sangre emitió un siseo cuando entró en contacto con el metal y se coló por las fisuras con un monstruoso sonido de succión.
Más enemigos se lanzaron a por él, y todos ellos murieron a manos del Avatar del Dios de la Sangre.
Alrededor del ser monstruoso se fue formando una neblina ondulante, y su forma comenzó a mostrar abultamientos como si no fuese capaz de contener su inmensa vitalidad. Una carcajada resonante que evocaba una maldad de eones resonó por todo el bastión Mori, y los defensores imperiales temblaron ante semejante malevolencia.
Los Guerreros de Hierro llegaron por fin al borde de la brecha y se desplegaron a espaldas del Avatar desenfundando las armas y lanzándose a la carga.
El Avatar lo observó todo y sintió las oleadas de odio y de agresividad recorrerlo como algo tonificante, algo que alimentaba a su nuevo cuerpo anfitrión con dolor y muerte.
Un fuerte sobresalto doloroso sacó al Avatar de su ensimismamiento sobre la matanza, y el brillo blanco detrás del casco refulgió con la fuerza del sol cuando se puso a buscar a su atacante.
Un marine espacial con la armadura adornada de modo sobrio de un bibliotecario de los Puños Imperiales avanzó hacia él. Llevaba un báculo de energía y el Avatar soltó una carcajada al ver que se trataba de un psíquico. Esa sí que era una muerte que merecía la pena infligir.
Un halo reluciente de energía psíquica brilló alrededor del casco del bibliotecario, que tenía grabados símbolos hexagrámicos de gran poder y varios sellos de pureza tallados en hueso.
—¡Abominación! —le gritó Corwin con furia—. ¡Te enviaré de regreso al infierno de donde has salido!
Un rayo de luz cegadora salió disparado del báculo de energía del bibliotecario y golpeó al Avatar en el centro del pecho. El monstruo trastabilló y cayó de rodillas cuando quedó envuelto por aquella poderosa energía. Aulló de dolor y, de repente, lanzó una estocada y empaló a un Guerrero de Hierro con la espada.
La sangre recorrió la hoja del arma y el Avatar rugió mientras se alimentaba para luego ponerse en pie mientras el Guerrero de Hierro, desangrado, se desplomaba.
Unos rayos de energía surgieron del cuerpo del Avatar cuando la descarga atravesó su armadura. Soltó una nueva carcajada.
—Estás muy engañado —le dijo con tono chirriante la voz alterada de Larana Utorian—. ¿Es que no te das cuenta de que Khorne es la condenación de todos los psíquicos?
El bibliotecario se apoyó en las rocas mientras el feroz combate en lo alto de la brecha continuaba alrededor de ambos. Ninguno de los dos bandos quería intervenir en una lucha que se libraba en el mundo de los espíritus.
—¡El poder del Emperador te lo manda! —gritó Corwin lanzando otra descarga de energía contra el Avatar y haciéndolo caer de nuevo—. ¡Vete, sucio demonio!
Disparó una y otra vez rayos de energía psíquica contra la figura del Avatar, desplomándose contra las rocas a medida que sus fuerzas se agotaban.
Estaba vaciando su propia alma para intentar destruir al demonio.
El Avatar extendió los brazos y lanzó un rugido de odio tan profundo que estremeció las murallas del bastión con su furia. Un torbellino ondulante de sed roja surgió de la armadura del Avatar y se extendió por la brecha como la onda expansiva de una explosión que atravesó a todos los guerreros a cien pasos de él. Una tormenta infernal de energía impulsada por el odio azotó el muro interior del bastión Mori, y a todos los que tocó estallaron en una explosión de color rojo. La sangre del aire fue absorbida por el torbellino etéreo mientras se contraía hacia el Avatar, su epicentro.
El Avatar de Khorne se hinchó hasta adquirir proporciones monstruosas y la armadura crujió y rechinó mientras intentaba dominar las energías que había obtenido de las muertes que había causado.
Los cuerpos desangrados de los muertos lo rodeaban: jouranos, Guerreros de Hierro, Puños Imperiales. A todos ellos les había arrebatado los fluidos vitales para alimentar al monstruo que había acabado con ellos. El Avatar se irguió por completo llenando la brecha con su presencia. La armadura y las armas resplandecían con un poder apenas contenido.
Tan sólo quedaba una figura en pie: el bibliotecario Corwin, los símbolos sagrados de la armadura eran poco más que marcas de quemaduras. Se apoyaba en el báculo y se tambaleó mientras el Avatar se le acercó cruzando la brecha y dando unos fuertes pisotones.
—¿Todavía no has muerto, psíquico? —rugió el Avatar alzando la espada—. Pronto desearás estarlo.
Corwin miró a los ojos ardientes del Avatar y vio la muerte.
El Avatar blandió la espada y el paso de la hoja iridiscente cortó el frágil velo de la realidad con un terrible sonido desgarrador, como si estuviera cortando carne de verdad.
Se abrió una fisura negra desgarrando la realidad y llenando el aire con una estática nauseabunda, como si miles de moscas se hubiesen colado procedentes de alguna dimensión vil y enfermiza.
El bibliotecario Corwin cerró los ojos y murió sin proferir ningún sonido cuando la espada del Avatar lo partió en dos y ambas mitades del cuerpo fueron absorbidas por la fisura negra en el tiempo y en el espacio.
El Avatar disfrutó de la matanza que había provocado y notó que todavía quedaban océanos de sangre al otro lado del agujero que su espada, hinchada de sangre, había abierto en el mundo. Galaxias de miles de millones de almas esperaban para ser cosechadas y alimentar al Dios de la Sangre. Existían reinos donde el tiempo que había despreciado no era más que un parpadeo, donde se producían matanzas que quizá algún día saciarían el hambre de Khorne.
El Avatar se echó a reír a sabiendas de que algo semejante no podría pasar jamás: el hambre del Dios de la Sangre era un océano insaciable que nunca quedaría satisfecho. Una nueva vida y un nuevo propósito para ella recorrieron la materia de formada de su armadura cuando el tirón de las almas recién devoradas se extendió por toda ella.
Larana Utorian continuó gritando en el interior de su mente al ver la eternidad de matanzas que la esperaba.
Gritó porque se dio cuenta de que una parte vil de su alma lo deseaba.
El Avatar abandonó Hydra Cordatus a su suerte sin ni siquiera mirar atrás y entró a través del portal oscuro a un tiempo y un espacio más allá de la comprensión humana.
Lo esperaba una eternidad de combates y tenía tiempo sin fin para participar en ella.
* * *
Honsou subió a trompicones por la cuesta de la brecha con la sangre enardecida por todos los que había matado en combate. Los Guerreros de Hierro se reunieron en la parte superior de la brecha, donde las rocas estaban envueltas en nubes provocadas por las explosiones y salpicadas de llamas disparadas por armas que no veía, pero supo sin duda alguna que eran las de un titán.
Forrix lo vio llegar y le indicó por señas que se acercara a él a la vez que le gritaba para hacerse oír por encima del rugido de los disparos de los bólters Vulcano del Warhound.
—¡No podemos seguir avanzando!
—¡Pero los cañones del bastión nos harán pedazos si nos quedamos aquí! —le respondió Honsou—. ¡Tenemos que asaltar la brecha!
Forrix le señaló a través el humo la silueta borrosa del bastión Mori, y Honsou se dio cuenta de repente de la ausencia de ruidos de combate. Ni disparos, ni gritos de heridos y moribundos ni el entrechocar de metal contra metal. Sólo entonces se fijó en la herida abierta en el aire que se estaba cerrando con lentitud, con un velo de estrellas que titilaban al fondo.
—Por el Caos, ¿qué es eso?
—No lo sé, mestizo, pero Kroeger ha desaparecido por ahí.
—No lo entiendo —dijo Honsou, mientras la visión parpadeante desaparecía del todo.
—Yo tampoco, pero a donde se haya ido Kroeger es la menor de nuestras preocupaciones. Tenemos que encontrar algo para eliminar a esos malditos Warhounds.
Como si alguien hubiera oído la petición de Forrix, el estruendo de algo enorme que se estrellaba contra la tierra hizo que el suelo se estremeciera y provocó una avalancha de rocas en la brecha. La gigantesca vibración hizo temblar la tierra de nuevo y Honsou se dio la vuelta al sentir la presencia de algo antiguo y temible que se acercaba.
Más rocas se desprendieron de la brecha cuando el ritmo de los atronadores impactos aumentó.
El humo se separó, y el Dies Irae surgió cojeante de allí y se dirigió hacia la ciudadela.
* * *
El princeps Daekian sonrió, sentado en lo más alto del puente de mando del Honoris Causa, de la clase Warlord, al notar el nerviosismo en la voz del princeps Carlsen incluso por el comunicador. Fue una sonrisa amarga.
—¡Princeps, es el Dies Irae! ¡Se mueve de nuevo! ¡Sólo el Emperador sabe cómo es posible, pero se dirige hacia el bastión Vincare!
La advertencia de Carlsen era innecesaria. Los observadores adelantados de Daekian ya lo habían informado de la aparición del corrupto titán de la clase Emperador. Notó el deseo no expresado de Carlsen de reunirse con él para combatir al Dies Irae, pero una simple mirada de soslayo a la pantalla de despliegue táctico le indicó que los Warhounds de Carlsen hacían más falta cubriendo la brecha.
—No se mueva, princeps Carlsen. Quédese donde está —le ordenó.
—Sí, princeps —contestó Carlsen, aunque su decepción también fue evidente.
Daekian hizo pasar con mano experta la máquina de guerra a través de la entrada de la muralla interior, bajando su enorme cabeza para no perder las armas del caparazón. Los dos Reavers que lo seguían, el Armis Juvat y el Pax imperator, eran más pequeños, por lo que pasaron por debajo del arco de la puerta sin problemas. Los tres titanes habían sido reparados de forma apresurada después del primer combate, pero ninguno estaba operativo por completo.
Daekian confiaba por completo en la tripulación y en el espíritu de combate del Honoris Causa, pero había hecho las paces con el Emperador antes de subir al puente de mando del titán. Sabía desde hacía tiempo que llegaría ese momento, y aunque estaba seguro de que eso significaría su muerte, se sentía honrado de que la venganza por la muerte del princeps Fierach recayera en sus hombros.
Ya se podía ver el efecto de la presencia del Dies Irae en el campo de batalla. Las tropas imperiales retrocedían aterrorizadas ante la gigantesca aparición que había surgido del humo. Los Puños Imperiales retrocedían de un modo ordenado, ya que hasta los marines espaciales eran conscientes de la inutilidad de enfrentarse a aquella bestia brutal. Las almenas y parapetos de la muralla no ofrecían protección alguna ante ese monstruo capaz de superar bastiones enteros de un simple paso, capaz de derribar la muralla de un solo disparo.
Daekian soltó una maldición cuando vio que las tropas huían. Eso le impedía avanzar por temor a aplastar pelotones enteros bajo sus pasos. El Dies Irae ya había llegado a la tercera paralela y estaba a pocos segundos de alcanzar la muralla.
—¡Moderad Issar, acabe con los escudos de esa abominación! —gritó al mismo tiempo que alzaba el enorme pie del titán y rezaba para que los soldados tuvieran tiempo de apartarse de su camino—. ¡Cubierta de ingenieros, quiero velocidad de avance lenta!
Vio las ráfagas trazadoras del cañón giratorio montado en el caparazón del Honoris Causa y cómo los proyectiles de alta velocidad acribillaban el contorno del Dies Irae. Se produjeron varios destellos fuertes cuando los escudos de vacío se sobrecargaron, pero Daekian sabía que haría falta mucho más que el cañón giratorio para acabar con aquella bestia maligna.
El Armis Juvat y el Pax imperator se alejaron por los flancos disparando mientras avanzaban. Daekian siguió esforzándose por no aplastar a las tropas en desbandada. Una gigantesca explosión lanzó por los aires trozos de rococemento cuando el aniquilador de plasma del titán enemigo abrió fuego y vaporizó una de las torres artilleras de una esquina del bastión Vincare. El disparo derritió el rococemento de los muros y provocó que se derrumbaran bajo el impresionante calor.
Daekian dejó escapar un gruñido cuando sintió cómo los escudos se sobrecargaban bajo las tremendas andanadas de disparos del Dies Irae. Lanzó una maldición mientras pasaba por encima de las trincheras hacia el bastión, situado a su izquierda.
Su monstruoso enemigo se encontraba frente a él. Daekian notó una sensación fría y pesada posársele sobre el estómago cuando vio con claridad la forma terrorífica del Dies Irae por encima del borde irregular de la muralla bombardeada. Tenía el cuerpo ennegrecido y achicharrado por el fuego. La cabeza había quedado convertida en una masa fundida y desigual donde sólo brillaba el resplandor de un único ojo verde. Todas las armas que quedaban disparaban sin cesar contra el parapeto de la muralla y machacaban a los titanes de su grupo de combate.
El Armis Juvat se tambaleó cuando un proyectil del cañón infernal del titán enemigo atravesó los escudos y le rozó la juntura de la rodilla de la pierna izquierda.
—¡Armis Juvat y Pax imperator, afiáncense para disparar todas sus armas! —gritó Daekian al mismo tiempo que aceleraba la velocidad y se lanzaba hacia el flanco del bastión.
Los princeps de los Reavers plantaron los pies de los respectivos titanes en el suelo y dispararon una andanada brutal de disparos contra el Dies Irae. El titán enemigo respondió al fuego sin dejar de disparar. Daekian puso en marcha los aceleradores lineales que alimentaban al cañón Vulcano y tomó el mando del arma en persona. No se trataba de que no confiara y respetara al moderati encargado del arma, pero si iba a haber un tiro de gracia, sería él quien lo daría.
Otro disparo del aniquilador de plasma del Dies Irae desgajó toda una sección de la muralla mientras bajaba al foso y aplastaba centenares de cadáveres con cada pesada zancada. Daekian se encogió un poco cuando un intenso destello de luz iluminó el puente de mando. Alargó el cuello para ver qué había estallado.
El Armis Juvat estaba derrumbándose hacia atrás. La parte superior del torso había desaparecido y varios géiseres de plasma ardiente surgían del reactor destrozado mientras el Reaver se desplomaba. El Pax imperator seguía bajo las ráfagas de las armas del titán demoníaco, pero continuaba en combate.
—¡Los escudos de vacío fallan, princeps! —gritó el moderad Issar cuando otra andanada de disparos impactó contra el Honoris Causa.
—¡A toda velocidad! ¡Debemos acercarnos a ese monstruo antes de que nos pase lo mismo! —le contestó Daekian.
Menos de cien metros los separaban, y Daekian ya fue capaz de distinguir los terribles daños que el princeps Fierach había conseguido infligir a aquella bestia engendrada por la disformidad antes de que acabara con su vida. Los operarios esclavos habían soldado de forma apresurada unas enormes placas de acero a la zona media del Dies Irae, y en las piernas mostraba toda clase de mecanismos auxiliares acoplados para que pudiera andar.
Unas cuantas ráfagas más del cañón giratorio le sobrecargaron los escudos de vacío y Daekian vio cómo uno de los proyectiles se estrellaba contra uno de los bastiones superiores: la bestia infernal carecía ya de toda protección.
Avanzó con el Honoris Causa y alzó el cañón Vulcano.
—Ésta va por el princeps Fierach —dijo con un gruñido al disparar.
Vio el rayo de energía de inmenso poder surcar el aire en dirección a la cabeza del Dies Irae y se dio cuenta en seguida de que había apuntado con precisión.
Su sensación de triunfo se transformó en incredulidad cuando el rayo impactó contra un escudo de vacío reparado en el último segundo antes del impacto. El Dies Irae giró el torso hacia él y apuntó el cañón al rojo blanco de su arma de plasma en su dirección.
—¡Maniobra de evasión! —gritó, aunque sabía que era demasiado tarde.
El Honoris Causa se echó a un lado cuando el arma de plasma disparó.
El princeps Daekian casi fue lo bastante rápido. Casi.
El disparo impactó en el cañón Vulcano del Warlord y vaporizó el arma de forma instantánea en una rugiente bola de plasma. La explosión le arrancó el brazo al titán y la estructura de adamantium se derritió en poco más de un segundo.
Daekian rugió de dolor y se agitó en el asiento en respuesta al latigazo mental provocado por la destrucción del brazo. Le salió sangre por los oídos y por la nariz, pero mantuvo estable el titán sin dejar de avanzar hacia la confusa silueta del Dies Irae a través del humo que empezaba a llenar el puente de mando.
Llegó a la muralla al mismo tiempo que el Dies Irae, y gracias al terreno elevado en el interior del bastión Vincare estuvo a la misma altura de la cabeza del enemigo. El Pax imperator lo rodeó por la derecha. Tenía el caparazón cubierto de fuego de plasma y cojeaba, con las junturas de las rodillas echando una lluvia de chispas blancas.
Daekian atacó con el brazo que le quedaba al Honoris Causa y la garra de combate golpeó el pecho del Dies Irae. El gigantesco titán se bamboleó por la fuerza del impacto pero lanzó uno de sus brazos contra el borde de la muralla del bastión y atravesó el rococemento para estrellarse contra la parte superior de una pierna del Honoris Causa.
Daekian sintió el crujido de la pierna al partirse y oyó los gritos procedentes de las cubiertas de ingeniería. Sabía que le quedaban escasos momentos.
Golpeó de nuevo a su gigantesco oponente y le arrancó las placas de blindaje que tenía en la zona del vientre mientras éste lo atacaba con ambos brazos en el flanco vulnerable. El titán demoníaco retrocedió para proteger su reactor, que había quedado vulnerable.
El Pax imperator, que ya estaba terriblemente dañado, entró en el combate y su puño sierra arrancó los bastiones superiores del Dies Irae antes de seguir chirriando en dirección al puente de mando.
El Dies Irae blandió la cola rematada en una bola con púas y le machacó una rodilla al Pax imperator, lo que hizo que el puño sierra saliera de su cuerpo y el poderoso dios-máquina imperial trastabillara.
Daekian vio impotente cómo el Dies Irae se giraba y le metía el cañón del aniquilador de plasma en pleno puente de mando al Pax imperator antes de disparar a quemarropa.
La parte superior del Reaver desapareció en un estallido cegador que envolvió a ambos titanes en una lluvia de fuego líquido. Los restos del Pax imperator se desplomaron desde los muros del bastión hacia el foso. De su casco en llamas surgieron enormes columnas de humo negro.
Pero su muerte le había proporcionado a Daekian la oportunidad que necesitaba.
Metió de un golpe la garra de combate en la débil sección media del Dies Irae, en mitad de la cámara del reactor, a través de la herida que le había abierto el princeps Fierach. Daekian lanzó un rugido de triunfo cuando la garra penetró en las entrañas de su enemigo y atrapó su corazón nuclear con su zarpa de acero antes de aplastarlo con todas sus fuerzas.
* * *
Honsou observó el combate entre las dos enormes máquinas de guerra a través de la capa de humo y deseó que el Dies Irae aplastara a sus inferiores enemigos hasta convertirlos en masas de metal retorcido. Estaba a cubierto bajo el abrigo de la brecha, con la armadura polvorienta y cubierta de manchas de sangre.
Su frustración crecía con cada explosión que resonaba por encima de él. No podrían conquistar la brecha de ese modo.
Miró con detenimiento cómo los dos leviatanes se enfrentaban en el bastión más alejado. El combate hacía que el suelo retemblara como si la zona estuviese azotada por un terremoto.
—¡Forrix! —gritó por encima del retumbar de los disparos que estallaban en el borde superior de la brecha—. ¡Ese combate terminará pronto de un modo u otro! ¡Es el momento de retirarse!
Forrix negó con la cabeza con un gesto de desprecio en la cara.
—¡Debería haberme imaginado que tu cobardía natural acabaría por aparecer! ¡Nos quedaremos aquí y tomaremos la brecha!
Honsou sintió que la ira se apoderaba de él y agarró a Forrix por la armadura para gritarle.
—¡Tenemos que irnos! ¡El asalto ha perdido ímpetu y el enemigo ya se estará reagrupando detrás de la muralla! ¡Sólo lograremos que la derrota sea peor si nos quedamos! ¡Ya habrá otra ocasión!
Honsou pensó por un momento que Forrix iba a increparlo de nuevo, pero la furia desapareció de sus ojos y se limitó a asentir antes de dar media vuelta y bajar a trompicones por la ladera de escombros de la brecha.
Honsou lo siguió y los Guerreros de Hierro se retiraron de la muralla, retrocediendo hacia el foso en grupos ordenados. De repente, cuando pasaba por encima de un trozo de rococemento, el día se iluminó con un terrible resplandor. El cielo quedó vacío de color, y todo lo que tenía delante quedó iluminado por la luz cegadora de una estrella.
El Dies Irae estaba envuelto por una parpadeante bola de fuego a la vez que unos enormes chorros de plasma le salían del vientre. El titán enemigo de ojos blancos y ardientes le había enterrado el puño en las entrañas y las había desgarrado, destruyendo la magnífica máquina demoníaca. Los dos titanes, enganchados de ese modo, se esforzaron por separarse. El suelo temblaba con la ferocidad de la lucha.
Un terrible crujido chirriante desgarró el aire mientras Honsou miraba el combate: las dos máquinas habían perdido el equilibrio y comenzaron a caer con lentitud hacia ellos, que estaban en mitad del foso.
—¡Corred! —gritó.
Toda idea de una retirada en orden y con disciplina desapareció por completo ante aquel peligro inesperado. Pasó corriendo al lado del revellín y lo dejó atrás. Subió saltando la cuesta llena de escombros del foso cuando las dos máquinas de guerra se estamparon contra la cara exterior de la muralla, entre el bastión Vincare y la puerta. Sus enormes cuerpos bajaron rozando y arañando la superficie de rococemento, dejando atrás grandes llamaradas de plasma y abriendo otro agujero en la muralla.
Honsou subió a cuatro patas el borde del foso en su afán desesperado por llegar hasta la seguridad de la trinchera. Forrix corría a su lado. Los nuevos implantes biónicos habían aumentado su velocidad, y avanzaba con gran rapidez a pesar de la armadura de exterminador que llevaba.
Los dos titanes chocaron contra el suelo y el impacto hizo saltar a Honsou por los aires y lo arrojó hacia adelante. Se estrelló contra la parte superior del parapeto de la trinchera y rodó hacia abajo en el mismo momento que un río de plasma se derramaba desde los reactores reventados de los titanes.
El plasma ardiente inundó el foso e incineró en un instante todos los cadáveres que lo llenaban. El revellín Primus quedó destruido al ser aplastado por miles de toneladas de armaplas y de ceramita. Unas enormes llamas y geiseres de magma al rojo recorrieron el foso vitrificando las rocas a su paso.
En el interior de la ciudadela cayó una lluvia de restos al rojo blanco. Un trozo de la sección del puente de mando del Honoris Causa atravesó el parapeto de la muralla a menos de cinco metros de donde se encontraba el castellano Leonid.
Las dos máquinas de guerra se agitaron débilmente en el magma incandescente que llenaba el foso y se mantuvieron agarradas mientras los fuegos abrasadores las consumían.
El primer ataque había fallado.