TRES
Los ataques contra la muralla continuaron durante tres días con miles de hombres que murieron en manadas asaltando la ciudadela. Las bajas entre los jouranos fueron inferiores a la del primer día, ya que los individuos más débiles habían caído en los primeros ataques.
Al tercer día, cuando el ataque estaba en un momento culminante, los artilleros retiraron las barquetas que había a lo largo del parapeto de la tercera paralela y aparecieron envueltos en el humo de los tubos de escape ciento trece tanques de asedio Vindicator, que se colocaron en posición y empezaron a disparar con un estampido horrísono.
Las murallas y los bastiones de la ciudadela desaparecieron en una nube de humo gris y fuego. Antes de que los ecos de la primera andanada de cañonazos se apagaran, una segunda salva de disparos machacó las murallas. Los soldados de ambos bandos quedaron pulverizados por la tremenda barrera de artillería cuando proyectil tras proyectil cayeron sobre ellos.
Trozos enteros de la debilitada estructura se desprendieron de la brecha y arrastraron a decenas de hombres a la muerte y sepultaron a muchos más bajo los grandes bloques de piedra.
El bombardeo continuó durante dos largas horas y destrozó todas las reparaciones que habían efectuado los Puños Imperiales y los jouranos en la parte alta de la muralla. Cientos de soldados murieron antes de que les diera tiempo a refugiarse en las casernas, y los gritos de los heridos llegaron incluso hasta el camino flanqueado de estatuas que llevaba al Sepulcro. La parte frontal del bastión Mori se derrumbó bajo la feroz lluvia de cañonazos, y toneladas de piedras resquebrajadas cayeron sobre el foso formando un paso empinado pero practicable. Sin embargo, para entonces ya no quedaba nadie con vida en el foso para aprovecharlo.
Desmoralizados por los tremendos golpes que suponían la defensa a ultranza de los jouranos y la traición de sus señores, los soldados de los Guerreros de Hierro dieron media vuelta y retrocedieron huyendo en desbandada.
Cuando la multitud formada por los ensangrentados supervivientes del ataque, aturdidos y locos de terror, se alejó tambaleante de la ciudadela, tuvo que dividirse para dejar paso a una enorme figura protegida por una servoarmadura negra como el hierro. Un amplio espacio se abrió alrededor del gigante, que se mantuvo inmóvil como una estatua entre los soldados fugitivos de su propio ejército.
Por fin, el Forjador de Armas avanzó atravesando la multitud y los soldados se empujaron unos a otros para apartarse de la ola de corrupción que lo precedía. Llevaba en una mano una especie de tótem acabado en una punta de flecha y con el símbolo de la calavera de los Guerreros de Hierro que clavó en la tierra empapada de sangre al borde del foso.
Leonid bajó la espada de energía también chorreante de sangre y miró a la figura con un terrible presentimiento. No tenía ni idea de quién era aquel guerrero, pero lo temía de un modo instintivo.
Se giró hacia Corwin. El bibliotecario de los marines espaciales tenía la armadura quemada en una decena de sitios por los disparos láser y le corría un poco de sangre procedente de un corte en la parte superior del brazo.
—Es el Forjador de Armas, el señor de este ejército —respondió Corwin a la pregunta no formulada.
El Forjador se encontraba al alcance de las armas pesadas, pero ninguno de los miembros de la guarnición pudo apretar el gatillo.
Vieron cómo el Forjador de Armas señalaba primero al icono y después a la fortaleza. Luego cogió una enorme hacha que llevaba al hombro y les habló en una voz ronca que resonó con el peso de los siglos.
—Tenéis hasta mañana por la mañana para satisfacer vuestro honor y mataros con vuestras propias espadas. Después de esa hora, vuestras almas me pertenecerán y enviaré a todos los hombres que queden vivos dentro de esas murallas al mismo infierno.
Debería haber sido imposible que la voz del comandante enemigo llegara hasta el otro lado de las murallas, pero todos los soldados jouranos sintieron que el terror de las palabras del Forjador de Armas se alojaba como una esquirla en su corazón.
Leonid se quedó mirando cómo el señor de la guerra del Caos daba media vuelta y regresaba al campamento atravesando las líneas de ataque enemigas hasta quedar fuera de la vista. Sólo entonces desapareció el dolor de estómago.
* * *
Ya estaba anocheciendo cuando los comandantes del Forjador de Armas se reunieron bajo el pabellón de intrincado diseño. Se arrodillaron ante el señor de los Guerreros de Hierro, admirados por las transformaciones que estaba sufriendo su cuerpo. Honsou observó cómo una sombra cada vez más oscura aparecía por un momento detrás del Forjador moviendo el aire a su paso, como si fueran unas poderosas alas que batieran, o, al menos, la sugerencia de la posibilidad de unas alas. No se oía a las almas inquietas de su armadura, y a que sus gritos estaban apagados por el retumbar inaudible de la transformación brutal en el interior del Forjador.
—Ha llegado un gran momento para nosotros, mis comandantes —comenzó diciendo el Forjador de Armas.
Fijó la mirada en la silueta difusa de la ciudadela, apenas visible por encima de los terraplenes de las trincheras. El cielo nocturno se iluminaba con el resplandor de la artillería cada vez que los morteros imperiales disparaban contra el campamento de los Guerreros de Hierro. Sin embargo, nadie dirigía los disparos y los vehículos y las tropas estaban bien protegidos frente a cualquier ataque que no fuera un impacto directo en los búnkers reforzados.
—El futuro está cada vez más claro. Sus senderos se muestran firmes y me revelan su destino final. Es algo maravilloso ver y saber que Perturabo escogió el camino adecuado. Ver los palacios del enemigo en ruinas, sus guerreros, rotos y derrotados, empalados en estacas que van desde aquí hasta las puertas de Terra, ver eso reivindica todo lo que hemos hecho. He visto eso y mucho más. He visto victorias y matanzas magníficas por su magnitud. Es algo maravilloso, y los pobres idiotas a los que debemos destruir no lo aceptarán. Al igual que a la mayoría de los mortales, la verdadera majestad del Caos los convierte en niños atemorizados. Tal carencia de entendimiento y visión es achacable a que su Emperador los ha convertido en unos alfeñiques.
Honsou sintió que el corazón le palpitaba con la cadencia de la voz del Forjador de Armas. Cada palabra exudaba poder. La batalla casi había acabado y el Forjador les estaba prometiendo la victoria. Los soldados humanos ya habían cumplido la misión que tenían encomendada y había llegado el momento de que el honor de tomar la ciudadela recayera en los Guerreros de Hierro. No faltaba mucho para ello: el Forjador de Armas no quería, no podía, esperar mucho más.
Cualquier imbécil podía darse cuenta de ello.
Ni siquiera la presencia algo inquietante de Kroeger a su lado lograba apagar el entusiasmo que sentía por el combate que se avecinaba. Kroeger no le había dirigido una sola palabra a nadie desde hacía bastantes días, y aunque en circunstancias normales Honsou se hubiera sentido agradecido por un descanso semejante, sospechaba algo. El ojo experimentado de Honsou le decía que había algo diferente en Kroeger. Se movía con una agilidad confiada, tranquila, no con la fanfarronería agresiva con la que solía comportarse. Parecía más un guerrero que un simple asesino carnicero, pero aquel cambio no gustó en absoluto a Honsou.
Miró a Forrix y vio que el viejo veterano cambiaba de postura con un gesto de dolor bajo el peso de los nuevos implantes biónicos. Los quirumeks habían hecho maravillas para reconstruir su cuerpo en un espacio de tiempo tan corto, y la hechicería demoníaca lo había traído de vuelta con vida desde el borde del abismo.
El Forjador de Armas se acercó de nuevo a ellos y Honsou se preparó para resistir las oleadas de náuseas y calambres en el estómago.
—Ahora conozco la verdad del universo —comenzó a decir el Forjador de Armas—. Tan sólo el Caos permanece. La red de acciones y reacciones, de causas y efectos que nos ha traído hasta Hydra Cordatus comenzó hace muchos miles de años, aunque en realidad, en este universo nada empieza ni acaba de verdad.
El Forjador de Armas se dio la vuelta y abrió los brazos abarcando toda la extensión de la ciudadela.
—Yo ayudé a construir esta ciudadela hacia el final de la Gran Cruzada y trabajé hombro con hombro con el gran Perturabo en persona. Alzamos este magnífico edificio hacia el cielo para mayor gloria del Emperador, pero Perturabo sabía incluso en aquel entonces que el Emperador nos traicionaría algún día y lo diseñó con gran habilidad. Lo que yo creé, yo lo destruiré.
Honsou estaba asombrado. ¿El Forjador de Armas había construido la ciudadela? Entonces comprendió quién había sido el genio del arte de su construcción. Si se hubiese tratado de cualquier otra fortaleza, sin duda habría caído mucho antes. Los mejores ingenieros de asedio la habían construido y harían falta los mejores guerreros para derribarla.
—Miles y miles de millones de consecuencias potenciales surgen de este momento y lugar, y cada una puede cambiar radicalmente por el menor de los detalles —siguió diciendo el Forjador—. Cada uno de vosotros tendrá una función en ese futuro y no me fallaréis. No me fallaréis porque si lo hacéis moriréis, por mi mano o a manos del enemigo. Algunos de vosotros moriréis, y algunos de vosotros ya habéis muerto.
Honsou frunció el entrecejo al pensar en las palabras del Forjador de Armas. ¿Es que iba a decirles el desenlace de la batalla que iba a tener lugar al día siguiente? El Forjador contestó a Honsou directamente, como si hubiera sido capaz de leerle los pensamientos.
—Tan sólo el Gran Conspirador conoce las posibilidades infinitas que puede traer el futuro, pero he atisbado momentos tentadores de lo que va a suceder. Tengo a la vista la miríada de complejidades de los hechos alternativos que todavía están por ocurrir.
El Forjador de Armas se quedó de pie delante de sus comandantes y les indicó que se levantaran de la silla.
—Honsou, has demostrado ser un jefe de valía, pero aunque tu sangre esté contaminada más allá de toda redención por la simiente del enemigo al que nos estamos enfrentando, eres un auténtico hijo del Caos y veo mundos que han de arder en tu nombre. Tu vida pende del más fino de los hilos y es probable que mueras mañana. Si es así, que tengas una buena muerte.
»Forrix, he luchado a tu lado muchas veces y hemos derramado juntos la sangre de millones. Sectores espaciales enteros maldicen nuestros nombres y legiones de muertos esperan para marchar contigo en el camino al infierno. Serás una leyenda entre los Guerreros de Hierro.
»Kroeger… Kroeger, para ti no veo nada más allá de la matanza en estas murallas. Irás a lugares que yo jamás veré, pero no sé quién es el que pierde más en eso.
Honsou no comprendió todo lo que decía el Forjador de Armas, pero se dio cuenta de que cada palabra tenía su importancia. Apenas había oído lo que le decía a los otros dos comandantes por lo concentrado que estaba en intentar entender lo que le había dicho a él. ¿Iba a morir al día siguiente? ¿Viviría para hacer sangrar a más planetas del Falso Emperador?
Tales preocupaciones estaban más allá de su capacidad de entendimiento, pero se sintió reivindicado con la aceptación del Forjador de Armas.
* * *
Sus pasos resonaban con fuerza contra los escalones de piedra pulida, pero el magos Naicin sabía que no había nadie cerca que pudiera oírlos. Incluso si lo hubieran pillado allí, habría tenido una explicación para su presencia en la zona.
La torre oscura era una lanza negra recortada contra el cielo de color granate. Naicin se pasó una mano enguantada por el metal de la máscara de bronce que llevaba y sintió cómo el borde se rozaba con el tejido que había debajo. Sería agradable librarse por fin de los implantes que se había visto obligado a colocarse por sus funciones y sentir el aire en la piel desnuda.
Naicin sintió la emoción recorrer su cuerpo de nuevo cuando pensó en la tarea que tenía por delante. Hasta ese momento su mayor desafío había consistido en engañar y confundir al sacerdote máquina, ya apenas humano, que ya estaba desorientado y que cada día resultaba más fácil de manejar e influir. Desde que había matado y sustituido al verdadero Naicin, hacía ya casi un siglo, en Nixaur Secundus, la posibilidad de que lo descubrieran había sido ínfima. Aquello era una demostración de lo mucho que los dogmáticos sacerdotes máquina podían ser manipulados.
Lo único que hacía falta era tener los símbolos adecuados, saberse de memoria unas cuantas líneas de cánticos rituales y todos creían que eras uno de ellos. Era irritante pensar que una organización a la que se podía engañar con tanta facilidad fuera uno de los pilares básicos sobre los que se basaba el maldito Imperio. Cuanto antes la destruyera su amo, mejor. Unida bajo el yugo del Caos, la humanidad sería más fuerte sin ella.
Naicin llegó a la cima de la ladera y miró atrás, hacia la desolación de Hydra Cordatus. El ataque de los Guerreros de Hierro se produciría al amanecer. Una tormenta de hierro se abatiría sobre la ciudadela y nadie sería capaz de resistirse a su fuerza. Los hombres que combatían en la muralla luchaban con valor, pero el falso sacerdote se preguntó si lo harían con tanto coraje si supieran lo que le había ocurrido a aquel mundo, el motivo por el que se había convertido en aquella árida desolación, o, lo que era más importante, lo que les estaba ocurriendo a sus cuerpos en esos mismos momentos.
Alzó la mirada hacia el lado opuesto del valle y pensó otra vez en el posible lugar donde se encontraría el cuerpo de aquel problemático Hawke. Su supervivencia casi había provocado que Leonid se enterara de la verdad sobre cómo el Adeptus Mecánicus los había engañado a todos, pero Naicin había preparado bien a sus subordinados y el coronel había salido de la enfermería sin haberse dado cuenta de nada.
Se dirigió hacia las puertas del Sepulcro. Unas antorchas chisporroteantes colocadas a ambos lados del portal iluminaban la entrada. Naicin tiró de las hojas de la puerta y notó el olor a sangre y a muerte en cuanto las abrió. El lugar era una tumba, por lo que el segundo olor era de esperar, pero el primero era algo nuevo en el Sepulcro.
Naicin entró en las cámaras exteriores, bien iluminadas, y se quedó maravillado ante las imágenes de las vidrieras de colores que estaban en lo alto.
La iconografía representaba a marines espaciales anónimos en combate, pero la crueldad despiadada con la que combatían estaba fuera de proporción frente a la resistencia de sus enemigos. El salvajismo era atemorizador por su intensidad. Aquéllos no eran marines espaciales leales al Emperador, sino un aviso visible de lo fácil que resultaba incluso para aquéllos, elevados entre todos los demás, perder la gracia divina.
La ironía del tema tratado en las vidrieras no le pasó por alto a Naicin, dado que sabía la verdad sobre aquel lugar y la verdadera identidad de sus arquitectos y constructores, pero no estaba allí para admirar la belleza del Sepulcro. Tenía una tarea mucho más importante.
Unas leves franjas rojizas comenzaron a iluminar el suelo cuando la noche empezó a ceder el paso al día en el valle y llegó el amanecer de los Guerreros de Hierro. Había llegado el momento.
Agarró los pomos de las puertas del Osario y se detuvo un momento para saborear la importancia de aquel instante. Grabó las sensaciones que sintió a cada segundo en la memoria antes de tirar de las puertas interiores.
Un leviatán de aspecto barroco se alzaba al otro lado de la estancia. Unos gruesos brazos parecidos a cables colgaban a cada costado de la figura, que estaba vestida con una túnica que se ondulaba por un movimiento apenas oculto. Naicin vio el rostro del corrompido adepto Cycerin bajo la capucha. La piel de la cara parecía tener vida propia, repleta de circuitos mecaorgánicos que se retorcían bajo la superficie a medida que evolucionaban hacia nuevos desarrollos internos. El color natural del rostro había desaparecido y la piel mostraba un tono metálico liso salpicado por protuberantes venas mercuriales. El antiguo sacerdote-máquina irradiaba un terrible poder. Naicin sintió un miedo sofocante en el pecho por la monstruosa criatura que tenía ante él. El temor le hizo dar un paso atrás.
Cycerin alzó los brazos, que se transformaron con rapidez en unas armas biomecánicas de grandes cañones cuando captó su movimiento. Naicin estuvo seguro por un momento de que Cycerin iba a destruirlo, pero algún algoritmo desconocido en el cerebro alterado del adepto debió de reconocer que no era una amenaza y los brazos-arma bajaron.
Naicin tragó saliva para dejar el miedo a un lado y señaló las puertas que bajaban por la ladera hasta la ciudadela.
—Adepto Cycerin, vengo a llevarlo a casa.