DOS
Jharek Kelmaur trepó por la destrozada montaña de Tor Christo caminando de forma confiada por los escombros a pesar de la oscuridad. Volvía la cabeza de un lado a otro como si estuviera buscando algo mientras una figura vestida con una túnica roja lo seguía con las manos metidas y entrelazadas bajo sus ropajes y la cabeza inclinada. La silueta de la figura parecía hinchada y era desproporcionada, con unos hombros muy anchos, unos brazos de forma extraña y un pecho abombado.
El hechicero llegó a un risco de rocas puntiagudas y observó con detenimiento el suelo que tenía ante él. Su cráneo tatuado siguió girando sin dejar de buscar algo entre los restos de la montaña. Algo que hasta aquel momento no había conseguido encontrar.
—Debería estar aquí —murmuró a la vez que sacaba un rollo de pergamino con las letras de oro medio borradas y casi ilegibles. Estaba cada vez más furioso e impaciente y sabía que no le quedaba mucho tiempo. Las visiones le habían prometido encontrar una cámara oculta bajo la roca de Tor Christo, así que, ¿dónde estaba? Descendió al interior de un enorme cráter de piedras sueltas y roca achicharrada con paso seguro a pesar de la oscuridad de la noche y de aquel suelo tan desigual.
Su silencioso compañero lo siguió en todo momento con unos pasos sorprendentemente ligeros para alguien de aquel tamaño.
La luz de la luna iluminó a la curiosa pareja y los bañó con un resplandor rojizo. Kelmaur recorrió el cráter con una desesperación cada vez mayor. A su espalda, la figura envuelta en una túnica se detuvo de repente y alzó la cabeza para mirar directamente hacia una enorme losa de piedra arrancada de la propia montaña y que había salido despedida hasta quedar tirada sobre la superficie de roca quemada.
La figura cruzó la roca hacia el cráter sin decirle ni una sola palabra a Kelmaur y se detuvo a diez metros de ella.
Jharek Kelmaur sonrió.
—Lo sientes, ¿verdad? —susurró mientras miraba a la silueta, que había separado las manos y extendido los brazos hacia la losa. El tejido de la túnica se onduló, como si algún movimiento monstruoso hubiese alterado el interior de la prenda, y algo negro y brillante surgió de los extremos de las mangas.
El cráter se iluminó de repente cuando dos rayos gemelos de fuego incandescente salieron disparados de los brazos de la figura y la roca explotó en cientos de fragmentos. Cuando el polvo se disipó por fin, Kelmaur descubrió satisfecho una puerta de bronce manchada de óxido verde. Los rayos salieron disparados de nuevo y la puerta estalló convertida en trozos fundidos dejando al descubierto un pasadizo oscuro que conducía a las profundidades de la montaña.
Kelmaur sintió que se le aceleraba el corazón por el nerviosismo. Caminaría por lugares que nadie había hollado durante los últimos diez mil años. La figura con la túnica cruzó de nuevo los brazos y se encaminó hacia el pasadizo que había quedado a la vista. Kelmaur lo siguió y ambos cruzaron lo que quedaba de la puerta y penetraron en la montaña.
Ni Kelmaur ni su acompañante necesitaban luz para ver el camino. El hechicero se quedó maravillado de la precisión geomántica del túnel mientras descendía durante cientos de metros hasta el corazón rocoso de Tor Christo.
Al final, el túnel desembocó en una amplia cámara abovedada iluminada por un leve resplandor que emanaban de las paredes. El suelo era un disco de bronce sólido, de casi treinta metros de diámetro, con un intrincado diseño geométrico grabado al aguafuerte. A Kelmaur le resultó familiar, pero no consiguió recordar el motivo. Apartó la mirada a regañadientes del seductor dibujo.
Su mudo compañero se colocó en el centro de la estancia y alzó las manos para echarse atrás la capucha con unas manos negras y relucientes que eran más grandes de lo que deberían.
La capucha dejó al descubierto un rostro que una vez fue humano, pero que había sido desfigurado hasta ser casi irreconocible. La cara del adepto Etolph Cycerin estaba cubierta de circuitos bioorgánicos. Incluso los implantes colocados por el Adeptus Mecánicus se habían transformado y su estructura mecánica se había visto alterada de forma odiosa por el tecnovirus. Cycerin se giró expectante hacia Kelmaur y alzó un brazo. La carne de la extremidad se movió hasta licuarse y cambiar la forma del arma en una mano. La mano señaló a Kelmaur y el hechicero frunció el entrecejo ante semejante gesto de impaciencia.
¿Es que la transformación le había hecho perder a Cycerin cualquier sentimiento de respeto o de temor que hubiera tenido antes?
Kelmaur sacó de nuevo el rollo de pergamino y lo abrió. Carraspeó para aclararse la garganta antes de ponerse a cantal una serie de armónicos guturales y chasqueantes en una lengua que no se había hablado en diez mil años. El cántico se componía de sílabas no pensadas para que una garganta humana las pronunciase, y que se deslizaban por el aire extendiendo más y más su frágil estructura. Unos arcos de luz púrpura parpadearon alrededor de la circunferencia del disco de bronce y fueron aumentando de intensidad a medida que continuaba el cántico de Kelmaur. El aire en la estancia se hizo más denso, como antes de una tormenta, y el gusto punzante y actínico le hizo chirriar los dientes.
El cántico llegó casi a su final y los arcos de luz chasquearon hacia arriba para unirse a una red de color magenta que giraba cada vez más rápidamente alrededor del perímetro del disco.
Cuando salió la última sílaba de los labios de Kelmaur, el torbellino de rayos explotó hacia afuera con una poderosa descarga. El hechicero salió despedido por los aires y se estampó contra una de las paredes de la caverna antes de caer desmadejado al suelo.
Kelmaur alzó la cabeza aturdido y dolorido, pero sonriente.
La criatura que había creado a partir del adepto Cycerin había desaparecido.
* * *
Un destello de luz resplandeció en el centro del disco brillante y una descarga de energía palpitante siguió girando por la cámara mientras los puntos de luz en sus ojos iban desapareciendo. El adepto Cycerin giró la cabeza a izquierda y derecha para orientarse en el punto donde había sido teletransportado. El aire estaba cargado con el aroma a incienso jourano y sus ojos modificados almacenaron las propiedades trigonométricas exactas de la cámara en la que se encontraba.
Se preguntó si había estado allí en su vida anterior, pero no conseguía recordarlo. Tan sólo recordaba las órdenes imperativas que le resonaban en la cabeza junto a los nuevos dendritos inorgánicos y extraños que le infestaban el interior del cráneo.
La cámara se extendía por encima de él, negra y llena de relicarios. Estaba de pie sobre un suelo de bronce, en un disco idéntico al que había utilizado para teletransportarse. Dos sacerdotes tonsurados se apresuraron a acercarse a él con los rostros demudados por una preocupación llena de frenesí.
Los sacerdotes se detuvieron al borde del disco y se pusieron a gritarle, pero sus palabras eran ininteligibles, formaban parte de su vida anterior. Ya sólo era capaz de conversar en el lenguaje de la máquina del tecnovirus, por lo que la limitada y banal forma de comunicación verbal de los sacerdotes lo irritó sobremanera.
Alzó los brazos y la superficie negra de sus miembros se retorció cuando los virus de su interior moldearon la carne mecánica para que tomara una nueva forma. A partir de la sustancia palpitante de sus brazos se conformaron unos cañones metálicos y unas bocas de fuego siseante. Cycerin disparó con sus armas biomecánicas y, con una lluvia de proyectiles, despedazó a los dos sacerdotes.
Decenas de urnas en los anaqueles inferiores del Osario se resquebrajaron, y los huesos de los castellanos anteriores salieron despedidos por el suelo. Las calaveras sonrieron al paso de Cycerin cuando se dirigió a la salida del Sepulcro.
Cuando llegó a las puertas que llevaban a las cámaras exteriores se detuvo, bajó los brazos y se quedó esperando.
Jharek Kelmaur bajó con dificultad por la ladera rocosa, satisfecho de haber cumplido el potencial de la visión que había tenido. No sabía qué función tendría el adepto Cycerin en los acontecimientos que se estaban desarrollando en Hydra Cordatus, pero estaba contento por haber sido un elemento clave en su cumplimiento.
El diseño grabado en el disco de bronce del suelo había comenzado a apagarse al mismo tiempo que el brillo de las paredes desde el momento en que Cycerin desapareció, hasta que no quedó indicio de la existencia de ambos. El rollo de pergamino se había convertido en polvo y con él cualquier esperanza de poder utilizar de nuevo el antiguo artefacto. Kelmaur sabía que ya no importaba: Cycerin se encontraba donde debía estar, y su participación en la situación del adepto había terminado.
Gruñó de dolor. El esfuerzo de utilizar tanto poder lo había dejado agotado y le dolían los huesos del golpe que había sufrido cuando la explosiva teletransportación de Cycerin lo había arrojado contra la pared de la cámara. Su «sentido de la cercanía» estaba debilitado y tropezó bastantes veces al perder pie en los escombros resbaladizos y en las rocas sueltas.
Cuando llegó al pie de la ladera se acomodó la capa y se dirigió hacia su tienda. Sus pasos se volvieron más confiados al encontrarse en un terreno familiar.
Los acólitos se inclinaban a su paso, pero él no les hizo caso, deseoso como estaba de descansar y recuperarse. Le dieron unos calambres en el estómago cuando se agachó para entrar en su tienda y sintió de inmediato la presencia del Forjador de Armas.
—Tuviste éxito —le dijo el Forjador. No era una pregunta, sino una afirmación.
Kelmaur se inclinó de forma reverente.
—Sí, mi señor. El servidor de la máquina con una sola mano se ha marchado. La cámara secreta estaba debajo de la montaña, tal como lo había sentido.
—Bien —contestó el Forjador con un siseo antes de acercarse a Kelmaur.
El hechicero giró la cabeza, incapaz de mantener la mirada lija en la tremenda metamorfosis de la cara del Forjador. El señor de los Guerreros de Hierro alargó una mano y cogió a Kelmaur por la barbilla con un guantelete enorme.
Kelmaur gimió de dolor al notar el tacto ardiente del Forjador y retorció el cuerpo mientras una mancha negra desvaída comenzaba a extenderse desde el punto donde su señor lo mantenía inmóvil. Los tatuajes de su cráneo también se retorcieron cuando Kelmaur gritó, con el rostro desfigurado por una expresión de dolor agónico.
—Bueno, Jharek, ¿hay algo que quieras contarme? ¿Algo que le hayas ocultado a tu Forjador?
Kelmaur negó con la cabeza.
—¡No, mi señor! —gimió—. Os juro que os he contado todas las visiones verdaderas que he tenido.
—¿De verdad? —Por el tono irónico del Forjador de Armas era evidente que no lo creía. Kelmaur no contestó nada y su señor dejó escapar un falso suspiro de pena—. No logras nada mintiéndome, Jharek —le dijo a la vez que alargaba la otra mano y colocaba una palma ardiente sobre la sien del hechicero.
Kelmaur aulló de dolor mientras la piel le siseaba y se derretía llenando la tienda con el olor repugnante a carne quemada.
—Tienes una sola oportunidad de seguir vivo, Jharek —le prometió el Forjador de Armas—. Dime todo lo que me has ocultado y no te mataré.
—¡Nada! —jadeó Kelmaur—. ¡No os he ocultado nada, mi señor! ¡No he visto nada más aparte de lo que ya os he contado!
El Forjador de Armas sonrió.
—Entonces ya no me sirves de nada —le espetó antes de exhalar una fétida vaharada de color naranja y verde.
Kelmaur, que estaba jadeando de miedo, inhaló una gran bocanada de la sustancia corrompida del Forjador de Armas e inmediatamente empezó a tener convulsiones.
Kelmaur ardió con el horrible cambio y sus alaridos fueron música para el Forjador. Una anarquía evolutiva se apoderó del cuerpo del hechicero. Kelmaur se vio azotado por espasmos y cambios grotescos que transformaron su carne en un torbellino de mutaciones. Tentáculos, pinzas, alas y otros órganos innombrables surgieron de todas las partes de su anatomía rebelde. Su cuerpo se convirtió en algo irreconocible desde el punto de vista humano, la mezcla de todas las aberraciones.
En pocos segundos, lo único que quedó del hechicero fue un montículo palpitante de carne y hueso demasiado informe para sobrevivir.
—Te prometí que no te mataría, ¿verdad? —se burló el Forjador de Armas antes de darse la vuelta y dejar el cuerpo mutado de forma horrible de Jharek Kelmaur siseando en estado de estupidez en mitad del suelo de la tienda.
En el centro del desecho tembloroso de carne transformada, un único ojo humano sin párpado miró horrorizado con los primeros atisbos de locura.