UNO
Un gigantesco rugido surgió de las gargantas de los miles de soldados humanos de los Guerreros de Hierro cuando la enorme muralla se derrumbó sobre el foso y salieron de las trincheras para lanzarse a la carga contra la ciudadela. A pesar de los ruegos de sus oficiales, Leonid se encontraba sobre los escombros de la parte superior de la brecha, con la pistola bólter y la espada de energía en las manos. La placa pectoral de bronce brillaba como si fuera nueva y el uniforme estaba inmaculado. El hermano-capitán Eshara estaba a su lado empuñando sus dos espadas en los guanteletes de la armadura.
Leonid sintió que la furia de los soldados enemigos lo golpeaba de un modo casi físico y su intensidad lo asombró.
—Nos odian tanto… —susurró—. ¿Por qué?
—Son herejes y odian todo lo que es bueno —declaró Eshara con un tono de voz que no admitía réplica.
El capitán de los marines espaciales movió los brazos en círculos para relajar los músculos de los hombros y giró varias veces el cuello para desentumecerlo.
Las armas del bastión Mori abrieron fuego y se les unieron segundos después las del revellín Primus. Cientos de soldados cayeron abatidos por el letal fuego cruzado con el cuerpo acribillado por una lluvia de proyectiles y de rayos láser.
La primera oleada de atacantes quedó aniquilada casi por completo, pero miles de soldados la seguían y se dispusieron a cruzar el foso dispersándose como un enjambre por encima del terreno cubierto de escombros.
El suelo del foso saltó hacia arriba y oscureció a los atacantes en una tormenta de fuego y de metralla: las minas antipersonales explotaron y abrieron enormes agujeros sangrientos en la marea de enemigos atacantes. El foso se convirtió en un matadero empapado de sangre cuando los soldados murieron por centenares, destrozados por las minas o acribillados por los disparos desde las murallas. Unos cuantos afortunados que lograron sobrevivir a todo aquello consiguieron trepar al borde del revellín, pero allí los guardias imperiales los hicieron pedazos con las hachas de mango largo. El retumbar de los disparos, de los gritos y del choque del acero contra el acero resonó por las paredes del valle mientras la matanza continuaba.
Explotaron más minas. Cuando unos pocos supervivientes ensangrentados lograron subir por las laderas de escombros de la brecha, se encontraron de frente con una barricada de vigas entrelazadas y cubiertas de alambre de espino.
El ataque se atascó en la base de la brecha. El foso estaba repleto de cuerpos y de sangre. Leonid había desplegado cañones cargados con proyectiles rellenos de bolas de hierro, remaches y fragmentos metálicos en el ángulo de reentrada del bastión Mori, donde la forma en punta de flecha del bastión se estrechaba antes de unirse de nuevo a la muralla principal. El primer cañón disparó y el proyectil se abrió instantes después de salir de la boca del cañón y esparció la metralla letal en un cono en expansión. Los demás cañones dispararon momentos más tarde, y los atacantes de la base de la brecha fueron arrastrados por el mortífero vendaval y quedaron convertidos en jirones sanguinolentos por las descargas de los cañones.
Leonid le gritó una advertencia al mayor Anders, situado en el revellín Primus, cuando la increíble cantidad de enemigos logró por fin rodear los flancos de la construcción en forma de V. Sin embargo, Piet Anders ya estaba preparado para enfrentarse a aquello y condujo a sus hombres en una contracarga feroz. El combate se centró en el revellín cuando los soldados de los Dragones Jouranos se abalanzaron contra la horda desorganizada de enemigos y los despedazaron con las espadas y los machacaron con las culatas de los rifles. El propio mayor Anders se abrió camino a través de los atacantes de un modo sangriento con su sable, con el portaestandarte cerca e intentando mantener el ritmo de avance del oficial mientras mataba a todos los que se acercaban.
La batalla se volvió más feroz todavía cuando un individuo gigantesco armado con una hacha enorme llegó a los muros del revellín. Era grande y gordo y llegaba lejos con los brazos, por lo que mató a todos los que se le enfrentaron. Los soldados enemigos se agruparon alrededor de aquel individuo y se desplegaron en abanico formando una cuña para permitir que entraran más camaradas en el revellín.
Leonid contempló desesperado cómo el gigante acababa con todos los defensores que había cerca hasta que una escuadra de Puños Imperiales desplegada en el muro oriental contraatacó. Un puñado de granadas abrieron un hueco en la cuña invasora y el sargento de la escuadra le disparó al energúmeno del hacha, arrancándole la cabeza de los hombros con una descarga de la pistola de plasma. Los defensores se reagruparon y expulsaron al enemigo de los muros. Leonid dejó escapar el aliento sin siquiera haberse dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
La matanza allí abajo estaba siendo terrible. La magnitud de una cantidad de muertes semejante en un período de tiempo tan corto era increíble. Sin embargo, a pesar de la tremenda cantidad de bajas, los soldados de uniforme rojo siguieron atacando hasta que cada metro cuadrado del foso estuvo cubierto de sangre o de cadáveres.
—He de admitir que son valientes —comentó Leonid mientras veía cómo otro soldado enemigo recibía un disparo que lo mataba en el acto mientras intentaba cruzar las barricadas.
—No —le soltó Eshara, gritando para que pudiera oírlo por encima del retumbar de la batalla—. No son valientes. Ni siquiera se le ocurra empezar a pensar así, castellano. Esos traidores son herejes y no saben nada de lo que es el honor o la valentía. Siguen lanzándose al ataque para morir contra las murallas porque temen más la ira de sus señores que la muerte a nuestras manos. Sáquese esas ideas de la cabeza. No debe permitir que su mente pueda identificarse de ningún modo con esa escoria para evitar que la piedad detenga su mano y pague con su vida ese momento de debilidad.
Leonid asintió y volvió a quedarse mirando la matanza que se estaba produciendo allí abajo.
—¿Para qué hacen todo esto? —preguntó—. No lograrán atravesar las murallas de este modo. Es una locura.
—Así conocen mejor nuestras defensas, despejan el campo de minas y llenan las murallas de cadáveres.
—¿Y por qué no son los Guerreros de Hierro los que ata can? ¡Malditos sean!
—No se preocupe, castellano, ya le llegará la ocasión de combatir contra los Guerreros de Hierro, pero se arrepentirá de haberlo deseado.
—Quizá —contestó Leonid mientras veía cómo una decena de soldados lograba sobrevivir el tiempo suficiente para atravesar las barricadas inferiores y comenzar a escalar por la brecha. Su pelotón estaba esperando, con los rifles apuntando a lo largo de la brecha. Leonid bajó la espada y les gritó—: ¡Fuego!
Treinta rifles dispararon una andanada perfecta y el enemigo salió disparado hacia atrás, rodando como marionetas rotas por la brecha.
Durante tres sangrientas horas el enemigo se lanzó contra las murallas antes de retroceder obedeciendo alguna clase de señal inaudible y dejando atrás a unos dos mil quinientos muertos en el foso. Ni un solo traidor había conseguido atravesar la brecha.
Un grito enronquecido de triunfo siguió a los traidores hasta sus líneas. Los agotados guardias imperiales se pusieron a arrojar cadáveres por encima del borde del revellín y los enfermeros salieron por las poternas cerca de la Puerta del Des tino para recoger a los heridos.
—Bueno, hemos sobrevivido —comentó Leonid.
—Esto no es más que el principio —le aseguró Eshara.
Las palabras del capitán Eshara fueron proféticas, y a que los soldados de los Guerreros de Hierro lanzaron otros dos ataques contra las murallas. Murieron miles de ellos en el infiemo del foso, destrozados por los cañonazos, por las minas o acribillados a disparos. El revellín Primus estuvo a punto de caer en tres ocasiones, pero Piet Anders y los marines espaciales consiguieron reagrupar a los defensores cada una de las veces y retomaron los muros cuando todo parecía perdido.
Los disparos por el flanco procedentes del bastión Mori despejaron la parte frontal del revellín de enemigos, y para cuando cayó la noche, Leonid calculó que en el foso de la ciudadela habría unos cinco mil cadáveres de soldados enemigos. Las bajas entre sus hombres en aquel primer día de matanzas eran unos ciento ochenta muertos y quizá el doble de heridos graves. De aquellos heridos, lo más probable era que la tercera parte no volvieran a combatir.
Era posible que los Guerreros de Hierro se pudieran permitir sufrir unas pérdidas humanas tan atroces, pero Leonid no podía.
Incluso si los jouranos mantenían aquella impresionante proporción de bajas, los Guerreros de Hierro acabarían por derrotarlos de forma inevitable. Leonid sabía que no podían permitir que aquel asedio se convirtiera en una batalla de desgaste.
Eshara y él bajaron de las murallas aprovechando la oscuridad y salieron de la ciudadela por una poterna de la Puerta del Destino para dirigirse al revellín Primus. Allí encontraron al mayor Anders, con el rostro cubierto de manchas de sangre y de sudor, sentado con sus hombres y tomando una taza de cafeína.
—Lo han hecho muy bien, señores —les dijo—. Extremadamente bien.
Los soldados se mostraron orgullosos por el elogio de su comandante.
—Sin embargo, mañana será igual de duro o más, así que necesitaré que den lo mejor de sí mismos.
—No le decepcionaremos, señor —dijo uno de los soldados que estaban en el parapeto del muro.
Leonid alzó la voz para que todos lo oyeran.
—Sé que no lo haréis, hijo. Estáis cumpliendo como los buenos y estoy muy orgulloso de vosotros. ¡Les habéis enseñado a esos cabrones lo que significa enfrentarse al 383 regimiento de Dragones Jouranos!
Los soldados lo vitorearon y Leonid se giró hacia Piet Anders y le estrechó la mano.
—Buen trabajo, Piet, pero vigila el flanco izquierdo —le advirtió—. Con la brecha en ese lado no podemos apoyaros con cañones suficientes y el enemigo lo rodea cada vez más.
Anders saludó.
—Sí, señor. Estaré atento.
Leonid asintió. Confiaba en la capacidad del oficial para defender el revellín. Le devolvió el saludo a Anders antes de que él y Eshara regresaran a la ciudadela.
Visitaron el bastión Vincare, la zona principal de la muralla, la brecha y el bastión Mori, alabando sin cesar a los soldados y exhortándolos con las acciones de valor de otras secciones de la ciudadela. Cada destacamento prometió superar al de sus camaradas, y para cuando Leonid regresó a su alojamiento temporal en los baluartes de la puerta estaba agotado y un poco mareado por la cantidad de amasec que los hombres le habían obligado a beber con ellos.
Se tumbó en el sencillo camastro y se durmió profundamente.