DOS

DOS

Honsou le dio una patada a un cascote. Se puso en cuclillas, recogió un poco de polvo de roca y lo dejó escurrir entre los dedos mecánicos. El nuevo brazo que le habían puesto le agradaba sobremanera. Era más fuerte y más robusto de lo que lo había sido el suyo orgánico. Había pertenecido a Kortrish, el antiguo paladín del Forjador de Armas, lo que era una señal palpable del favor que su señor le dispensaba. Honsou se había quedado sorprendido por ese repentino trato de favor, ya que había igualado, si no excedido, sus logros en la batería en muchas ocasiones anteriores.

También estaba seguro de que Forrix le habría dicho al Forjador que Honsou no había matado a todos los guardias en el ataque inicial, por lo que era el responsable de la destrucción causada por el torpedo. Honsou no había logrado desde ese momento ponerse en contacto con Goran Delau, por lo que se vio obligado a admitir que era posible que su segundo al mando hubiera fallado.

Pero si era así, ¿por qué el Forjador de Armas lo honraba de ese modo?

Quizá se debía en parte a la presencia purificadora del demonio que por unos breves instantes había poseído a su indigno cuerpo. ¿Se habría visto liberado de la semilla genética mancillada que había en su interior por el fuego atroz de su ocupante? ¿Lo habría ya purificado? La magnitud del poder que había sentido en aquellos breves instantes había sido embriagadora, y aunque sabía que eso representaría su destrucción, deseó sentir aquello de nuevo. Su cuerpo todavía estaba recuperándose desde la bendita violación del demonio, y aunque no podía estar seguro de ello, creía sentir alguna traza remanente de su presencia.

¿La habría sentido también el Forjador de Armas y habría reconocido a un poder hermano en el interior de Honsou?

Kroeger se había quedado lívido y Forrix callado con un silencio peligroso después de la severa advertencia del Forjador. Honsou había procurado mantenerse alejado de ambos desde entonces. Kroeger actuó de un modo muy previsible y se dedicó a desahogar su rabia y frustración con los prisioneros saciando su furia destripándolos. Honsou se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que Kroeger descendiera de manera irrevocable hacia la locura y se convirtiera en otro berserker anónimo.

El Forjador de Armas le había encargado a Forrix y a sus guerreros la desagradable misión de construir y hacer avanzar la última trinchera de aproximación. Honsou sonrió para sí al pensar en Forrix, nada menos que comandante de la primera gran compañía, trabajando en las trincheras, una tarea que sin duda habría tenido reservada para Honsou y su impura compañía.

* * *

Las trincheras todavía estaban llenas de cenizas hasta la rodilla a pesar de los centenares de esclavos que trabajaban en ellas de forma constante para despejarlas. Miró alrededor y supo con toda seguridad que no había ninguna posibilidad de que los trabajos de zapa llegaran hasta las murallas en los diez días que había exigido el Forjador de Armas.

La zapa final avanzaba hacia del revellín central, pero el progreso del trabajo era enloquecedoramente lento. Al estar ya tan cerca de la ciudadela, había que excavar más cerrado el ángulo de cada tramo en zigzag, puesto que se encontraban dentro del alcance de las armas de los soldados en las murallas. Mientras que en las trincheras de aproximación de la primera y de la segunda paralela había bastado con apilar la tierra excavada en el borde de la trinchera, en aquella zapa, por fuerza, debía avanzarse con mayor cuidado y sofisticación. La mayoría de los valiosos esclavos supervivientes, y quedaban muy pocos después de la explosión del torpedo imperial, estaban excavando en busca de los materiales y suministros que habían sobrevivido a la destrucción de Tor Christo y los llevaban hasta el campamento, donde los propios Guerreros de Hierro estaban preparando aquella última zapa.

Los equipos de marines del Caos avanzaban a cuatro patas bajo la cobertura de los lentos rodillos de zapa y sacaban con esfuerzo la tierra para colocarla en los bordes y después reforzar las paredes de la trinchera con empalizadas de hierro. Unos grupos de esclavos especialmente escogidos los seguían, profundizando la trinchera y preparándola para los destacamentos de asalto. Construir una trinchera de zapa semejante era una labor ardua y peligrosa para la que era necesario el trabajo en equipo y una gran habilidad, ya que los cavadores sufrían los constantes disparos de los defensores de la ciudadela. Si la trinchera había avanzado diez metros al caer la noche, podían darse por satisfechos.

Los destacamentos de trabajo de la compañía de Kroeger estaban desmontando todos los vehículos que no eran esenciales para disponer de componentes con los que pudieran construir más rodillos de zapa, ya que las fuerzas imperiales habían conseguido reposicionar muchas de las armas del parapeto después del ataque contra la batería. Los cañones imperiales machacaban cada rodillo de zapa con terribles descargas de artillería que los hacían volar en pedazos a las pocas horas, y los Guerreros de Hierro tenían pocas armas con las que responder al fuego enemigo.

El Dies Irae machacaba a la ciudadela de lejos, pero las armas que le quedaban disparaban desde su alcance máximo, por lo que, a menos que la poderosa máquina de guerra recuperara su movilidad, su utilidad era muy limitada. Los dos titanes supervivientes de la Legio Mortis estaban en reserva hasta el ataque final, aunque Honsou se preguntó si los tremendos daños que había sufrido el Dies Irae no habrían desmoralizado a los guerreros de la Legio.

Honsou vio con claridad incluso desde donde se encontraba cómo estaban reparando a toda velocidad las murallas, sin duda bajo la dirección de los malditos Puños Imperiales. Por mucho que odiara admitirlo, sus viejos enemigos eran unos ingenieros de asedio muy competentes y harían que fuese más difícil conseguir la victoria.

Honsou esperaba con impaciencia el ataque final. La necesidad de matar Puños Imperiales se había convertido en algo constante y estaba furioso por el lento avance de la trinchera de zapa.

A pesar de la lentitud con que avanzaba, Honsou calculó que la zapa estaría casi en el borde del enorme foso de la ciudadela en unos tres días, en una posición donde podría dividirse a izquierda y derecha para formar la tercera paralela. En circunstancias normales se cavaría una trinchera con espaldón a lo largo de toda la paralela, un terraplén sólido de unos tres metros de alto con un parapeto que permitiría a los soldados disparar desde la banqueta de tiro contra las defensas del revellín. Eso, unido al fuego de los tanques de asedio Vindicator y a los Defilers, de patas parecidas a arañas, obligaría a los defensores a abandonar el revellín, lo que permitiría a los atacantes asaltar las brechas en las murallas.

Sin embargo, aquéllas no eran circunstancias normales, y la inesperada destrucción de las baterías de asedio significaba que no habría brechas en las murallas.

Tendrían que encontrar otro modo de derribar las murallas si querían tomar la ciudadela. Al darse la vuelta para regresar al campamento se le ocurrió un modo de lograr semejante hazaña.

* * *

Larana Ultorian, agazapada en la parte más oscura del blocao de Kroeger, se balanceaba adelante y atrás con las rodillas bajo la barbilla y tapándose los oídos con las manos. Una delgada línea sanguinolenta le corría barbilla abajo desde el punto donde había estado mordiéndose el labio. Su cuerpo delgado y agotado estaba malnutrido hasta estar a punto de morir de hambre. Tenía el rostro demacrado y de un color cetrino. Las costillas intentaban atravesarle la piel mugrienta bajo los harapos de lo que había sido la chaqueta del uniforme.

La armadura de Kroeger estaba colgada de nuevo de su armazón, y la superficie estaba cubierta de sangre y de restos humanos.

Ante ella se encontraba el guantelete, con los dedos cerrados formando un puño y los nudillos cubiertos por una costra de sangre seca. Su cuchillo de hueso estaba colocado sobre el guantelete, con el borde mellado y también ensangrentado.

Larana respiraba con jadeos cortos y trabajosos. La voz había llegado de nuevo.

—¿Quién eres? —preguntó con un susurro ronco apenas audible.

No hubo respuesta, así que por un momento pensó si no se habría imaginado la voz susurrante que había creído oír dirigiéndose a ella.

Una leve risa nerviosa le surgió de la garganta, pero se apagó en cuanto la voz habló de nuevo.

Soy todo lo que quieres, pequeña. Siento tu odio, que es algo exquisito.

La voz serpenteó arrastrándose por su cabeza. Le pareció que procedía de todos lados y que sonaba más muerta que viva. Aquella voz espantosa estaba compuesta por otras muchas y cada una se solapaba sobre la otra, entremezclándose de un modo monstruoso en un sonido ronco y susurrante.

Larana gimió de miedo. Levantó la mirada y vio que detrás del visor de la armadura de Kroeger había un leve resplandor de luz que iba aumentando de potencia. Los ojos del visor parecían atravesarla con la mirada, a través de la piel, de los huesos y de los órganos hasta llegar a su propia alma.

La sensación de ser violada era horrible.

Cerró los ojos con fuerza y se echó a llorar mientras la sensación le recorrió la mente y abrió todos y cada uno de los secretos más oscuros de su alma.

De repente, de forma tan súbita como había comenzado, la abominable exploración acabó.

Oh, sí, estás madura, pequeña Larana. Tienes un odio fecundo e inventivo. Serás una de mis mejores obras…

—¡Deja de hablarme! —aulló Larana dándose puñetazos en la cabeza—. ¿Qué es lo que quieres?

Quiero quitarte todo ese dolor, si me dejas. Puedo hacerte fuerte de nuevo.

Larana abrió los ojos con una expresión de miedo y de esperanza brillando a partes iguales.

—¿Cómo? ¿Por qué?

Ya estoy harto de Kroeger. Ha descendido hasta un punto en que sus insignificantes matanzas ya no me interesan. Pero tú…, ¡tú tienes tanto odio dentro! Está latente, pero veo en ti las semillas de un infierno. Pasarán siglos antes de que me canse de ti, Larana.

Sus ojos se vieron atraídos casi contra su voluntad hacia el guantelete que estaba sobre el polvoriento suelo del reducto. Los dedos del guantelete se abrieron como si sintieran su mirada hasta que quedó con la palma al descubierto ante ella.

¡Vamos! Siento cómo el odio te rezuma por cada poro de la piel. ¡Le devolveremos los golpes! Es un asesino de personas y merece morir. Puedo ayudarte a matarlo. ¿No es lo que deseas por encima de todo?

—¡Sí! —gruñó Larana, recogiendo el pesado guantelete del suelo y colocándoselo.

* * *

El castellano Leonid se apoyó con los codos en el parapeto de la muralla y contuvo un bostezo de agotamiento mientras observaba con orgullo a los soldados desplegados en los dos bastiones de vanguardia. Habían reconstruido las almenaras bajo la dirección de los Puños Imperiales, además de cavar nuevas trincheras a los pies de los baluartes y construir casernas en la base de las murallas. El sentimiento de optimismo entre la tropa era algo palpable.

El capitán Eshara y él se encontraban sobre el lienzo de muralla que estaba al lado de los baluartes que flanqueaban la Puerta del Destino y contemplaban la llanura desolada que se extendía ante la ciudadela. El terreno estaba cubierto de cráteres y de miles de metros de trincheras además de cadáveres y vehículos destrozados esparcidos y abandonados para que se pudrieran y oxidaran. Sobre el campamento levantado al final del valle se alzaba una permanente capa de humo. Al ver de esa manera todo el poderío de los Guerreros de Hierro, Leonid deseó ser capaz de compartir el optimismo de sus soldados.

A pesar del terrible martilleo constante de los cañones situados sobre las murallas, la trinchera de zapa que había salido de la segunda paralela, demolida parcialmente, había llegado a quince metros del foso. Una nueva cicatriz se extendía sobre el paisaje desplegado ante ellos: una tercera paralela que salía desde el flanco del bastión Vincare hasta llegar al flanco del bastión Mori.

—No falta mucho, ¿verdad? —le preguntó Leonid.

—No, no mucho —contestó el capitán Eshara.

—¿Cuándo cree que atacarán?

—Es difícil saberlo. Los Guerreros de Hierro jamás comienzan un asalto hasta que todos los elementos del ataque se encuentran preparados. Habrá un bombardeo, ataques de diversión, tácticas de engaño y asaltos frontales. Todo estará pensado para mantenernos inseguros y descolocados.

—Necesitaré que esté a mi lado cuando comience el asalto, capitán.

—Me sentiré muy honrado de combatir a su lado. —¿Cómo cree que nos atacarán?

Eshara se quedó pensativo unos breves instantes antes de responder.

—No disponen de baterías de artillería, por lo que es poco probable que pretendan abrir una brecha en la muralla. Todos los indicios señalan que intentan minar las murallas.

—¿De veras?

—Sí. Nuestros observadores avanzados no nos han informado de la construcción de baterías, pero esta paralela se encuentra lo bastante cerca como para que desplieguen tanques de asedio detrás de los terraplenes.

—¿Y por qué sugiere eso que los Guerreros de Hierro están construyendo una mina?

Eshara señaló la zapa que corría desde la tercera paralela hasta la segunda. Las columnas de humo de escape envolvían a la trinchera con una neblina azul aceitosa.

—Hay un flujo casi constante de vehículos que van y vienen de la trinchera de vanguardia. La trinchera que tenemos delante ni se ensancha ni se alarga, pero el parapeto de tierra que tiene en el borde no para de crecer, así que todo eso sugiere que están llevando a cabo alguna clase de excavación de minado.

Leonid soltó una maldición. Debería haberse dado cuenta. Se increpó por ser tan idiota de no haber pensado en esa posibilidad.

—¿Qué podemos hacer para impedirlo?

—He comenzado una serie de contraminas. Una parte de un edificio en ruinas situado detrás de la muralla interior y otro desde el interior del revellín Primus. Cuando estén acabadas, desplegaré en el interior tropas de asalto equipadas con auspexes. Las tropas también dispondrán de cargas de demolición para volar cualquier túnel que encuentren. Además, el Adeptus Mecánicus nos ha proporcionado una sorpresa muy desagradable para cualquiera que se encuentre en el interior de esos túneles. Sin embargo, las contraminas no son una ciencia exacta, así que debemos estar preparados por si acaso los Guerreros de Hierro consiguen derribar una parte importante de la muralla.

Leonid asintió y observó toda la actividad en la meseta con una nueva perspectiva. Se esforzó por descubrir cómo los atacaría el enemigo y qué medidas dispondría para enfrentarse a ellos.

La primera línea de defensa de la ciudadela era el foso, de seis metros de profundidad y treinta de ancho, sobre el que se encontraba el revellín Primus. Después de cruzar el foso y el revellín, todo ello bajo el fuego constante procedente de las almenaras, los atacantes todavía tendrían que cruzar las murallas.

Aun en el caso de que los asaltantes consiguieran cruzar las murallas, cada edificio construido dentro del perímetro de la ciudadela era una fortaleza por derecho propio. Desde los almacenes del comisariado de abastos hasta el hospital de campaña, cada edificio estaba equipado con ventanas aspilleras y entradas blindadas además de ser capaz de apoyar con su fuego a los edificios cercanos.

Sin embargo, muchos edificios ya habían sufrido daños graves y seguían sufriéndolos debido a la capacidad cada vez menor del archimagos Amaethon de mantener alzado el escudo protector.

Todas las defensas necesitaban ser reforzadas, y los hombres de los Dragones Jouranos trabajaban codo con codo con los guerreros de los Puños Imperiales para convertir la ciudadela en una fortaleza tan inexpugnable como fuera posible. Eshara y Leonid observaron el trabajo de los soldados allá abajo y se sintieron alentados por el ambiente de camaradería que vieron.

—Lo felicito, castellano Leonid. Debe sentirse orgulloso de sus hombres —comentó Eshara al ver hacia dónde miraba Leonid.

—Gracias, capitán. Hemos conseguido que se conviertan en buenos soldados.

—Sí, es una pena que la guerra saque lo mejor y lo peor de cada hombre —dijo Eshara con un suspiro.

»Castellano Leonid, usted ya ha visto más batallas. Sabe muy bien las atrocidades que los soldados son capaces de cometer en el fragor del combate, pero mire a su alrededor: el lazo de hermandad que se ha formado aquí es algo que sólo los soldados que se enfrentan a la muerte pueden conocer de verdad. Todo hombre o mujer que se encuentra aquí sabe que es muy posible que muera dentro de poco, pero todos están con la moral muy alta. Han visto amanecer, pero no saben si vivirán lo bastante para ver cómo se pone el sol. Saber eso y aceptarlo con esta calma es un don muy escaso.

—No creo que muchos soldados lo consideren de ese modo.

—No, de un modo consciente no —contestó Eshara mostrándose de acuerdo—, pero sí lo hacen en su interior. Temen a la muerte, pero sólo enfrentándose a ella cara a cara encontrarán de verdad el valor.

Leonid sonrió.

—Es usted un hombre notable, capitán Eshara.

—No —contestó Eshara sin rastro alguno de falsa modestia—. Soy un marine espacial. Me he entrenado durante toda mi vida para combatir contra los enemigos del Emperador. Dispongo de las mejores armas, de la mejor armadura y de la mayor fe de toda la galaxia. No importa contra quién me enfrente sé que saldré victorioso. Lo digo sin arrogancia, pero resulta que hay muy pocos enemigos en esta galaxia que puedan resistir el poder de los Adeptus Astartes.

Si hubiera sido cualquier otra persona, Leonid habría dicho que las palabras de Eshara sí que eran arrogantes, pero lo había visto luchar en el combate de la batería y sabía que el capitán de marines espaciales decía la verdad.

—Sé que puedo derrotar a cualquier enemigo —continuó diciendo Eshara—, y a pesar de que sus soldados no tienen esa seguridad, se enfrentan al enemigo a sabiendas de que es superior a ellos. Son verdadero héroes, y no le fallarán.

—Lo sé —contestó Leonid.

—Hablando de héroes, ¿han logrado ponerse en contacto ya con el tal Hawke?

Leonid frunció el entrecejo y negó con la cabeza.

—No, todavía no. El magos Beauvais perdió el contacto con Hawke momentos antes de que el torpedo despegara. Los del Adeptus Mecánicus, después de superar su enfado por no haberlos informado de la maniobra, accedieron a repasar las grabaciones y han pasado por los filtros de los cogitadores los últimos segundos de la comunicación. Al parecer, se oyeron varios disparos antes de que se perdiera la señal.

—¿Creen que Hawke ha muerto?

—Sí, creo que ha muerto —asintió Leonid—. Incluso si sus atacantes no lo hubieran matado, los motores del torpedo lo habrían hecho.

—Una pena —comentó Eshara—. Creo que me habría gustado conocer al guardia Hawke. Parece ser que se ha comportado como un héroe.

Leonid sonrió.

—Si alguien hubiera utilizado las palabras «Hawke» y «héroe» en la misma frase hace un mes, me hubiera reído en su cara.

—¿Se trataba de un héroe muy improbable?

—El menos probable —afirmó Leonid.

* * *

Forrix sudaba a chorros en el interior de la armadura. El calor y el aire asfixiante del túnel eran todo lo contrario a la superficie del planeta. El suelo del túnel bajaba en una pendiente pronunciada mediante unos escalones bastos que llevaban a las profundidades abrasadoras de la mina. La roca roja del planeta guardaba el calor del día como un avaro el dinero y sólo lo soltaba de noche en oleadas ardientes. Decenas de esclavos habían muerto ya por el agotamiento provocado por el calor, pero el túnel avanzaba a buena marcha.

Ya habían abierto galerías a ambos lados de la mina principal. Estaban llenas de explosivos que servirían para hacer volar el borde del foso y permitirían a los atacantes descender hacia allí. El túnel descendía de un modo más abrupto todavía más allá de aquellas galerías para pasar por debajo del foso, donde las máquinas perforadoras avanzaban hacia la muralla principal. En cuanto aquel túnel estuviera acabado se construirían más galerías a lo largo de un buen trecho de los cimientos de la muralla y allí colocarían cantidades ingentes de explosivos para derribarla.

Al igual que la construcción de la tercera paralela, era una tarea sucia e ingrata que llevaría poca gloria a sus constructores. Forrix sabía que aquello era un castigo, y saber que se trataba de un castigo injusto le sentaba como si alguien le estuviese hurgando con un cuchillo en el estómago. Había visto a Honsou pavonearse con el brazo biónico que antaño había pertenecido a Kortrish, disfrutando del favor que le había sido otorgado. ¿No se daba cuenta de que había sido él, Forrix, quien había alimentado su ambición, quien lo había mantenido deseoso de mostrar su valía? Y así era como se le recompensaba: obligado a trabajar como un esclavo, como una bestia. ¡Él, el capitán de la primera gran compañía, trabajando en las profundidades de una mina!

¿Cómo era posible que la situación hubiera cambiado tan rápido? Menos de una semana antes, había sido el preferido del Forjador de Armas, a quien se le concedía el mérito de haber tomado Tor Christo y quien había recibido el honor de dirigir la construcción de las paralelas y las trincheras de zapa para el asalto. ¡No importaba que Kroeger hubiese permitido que destruyeran los ingenios demoníacos! ¡No importaba que la incompetencia de Honsou hubiera permitido a los imperiales lanzarles un torpedo orbital!

Con el Forjador de Armas a punto de conseguir la grandeza, el último sitio donde tenía que estar era allí abajo.

Jharek Kelmaur había confesado la verdad después del desastre de la batería. Forrix había entrado en la tienda del hechicero con ganas de asesinar a alguien, con el puño de combate emitiendo energías letales. Había agarrado al sorprendido hechicero, lo había levantado por los aires y lo había arrojado sobre su mesa de alquimista, donde una figura atada se retorcía gorgoteando de placer.

—¡Lo sabías! —le gritó Forrix—. Sabías que los Puños Imperiales vendrían a este planeta. Lo sabías y no nos lo dijiste.

Kelmaur se puso en pie y se giró hacia Forrix. Abrió los brazos de par en par para comenzar a lanzar un hechizo, pero Forrix le propinó un puñetazo en el estómago. El hechicero se dobló sobre sí mismo y Forrix lo alzó en vilo.

—No malgastes tus trucos conmigo, hechicero —se burló Forrix.

Tiró a Kelmaur al suelo y se acuclilló al lado. Le rodeó el cuello con una mano y puso el puño de combate sobre la cabeza del hechicero, preparado para machacarle el cráneo.

—Sabías que los Puños Imperiales vendrían. Lo sabías.

—¡No! ¡Lo juro!

—Me estás mintiendo, Kelmaur —le espetó Forrix—. Te vi la expresión de la cara cuando le dijiste al Forjador que los defensores no habían conseguido enviar un mensaje de socorro. Le mentiste, ¿verdad? Lograron pedir ayuda, ¿no es cierto?

—¡No! —gimió Kelmaur.

Forrix lo golpeó en la cara con el puño de combate, aunque desactivó el campo de energía en el último momento, por lo que sólo le partió la nariz. Kelmaur escupió unos cuantos dientes rotos.

—No me mientas o la próxima vez no desactivaré el puño.

—Yo no… No lo sé con seguridad, pero temí que hubieran conseguido enviar una señal. Era tan débil que estaba seguro de que no llegaría más allá del sistema, así que creí que nadie la recibiría.

—Pero alguien lo hizo, ¿verdad?

—Eso parece, pero tomé medidas para impedir cualquier intervención.

—¿Qué medidas?

—Envié al Rompepiedras al punto de salto del sistema para interceptar cualquier refuerzo que llegara.

Forrix lanzó un rugido ante la incompetencia de Kelmaur.

—¿Y no se te ocurrió que eso les permitiría aproximarse al planeta? Tu estupidez es muy irritante.

Forrix soltó a Kelmaur y sacudió la cabeza.

—Muy bien, Kelmaur, dime la verdad: ¿por qué estamos aquí? ¿Por qué el Forjador ha querido atacar este lugar? ¿Qué es lo que nos obliga a tomar esta ciudadela con tanta rapidez y, lo que es más importante, qué le está ocurriendo al Forjador de Armas?

El hechicero no contestó en seguida y Forrix volvió a activar el puño de combate. Kelmaur intentó escabullirse, pero no fue lo bastante rápido. El Guerrero de Hierro lo agarró por la túnica y lo arrastró a sus pies.

—¡Habla!

—¡No me atrevo!

—Me lo dirás o morirás. Tú decides —le advirtió con un gruñido Forrix mientras echaba hacia atrás el puño.

—¡Simiente genética! —gimoteó Kelmaur. Empezó a hablar con rapidez y de forma apresurada—. La ciudadela es un baluarte secreto del Adeptus Mecánicus. Aquí almacenan y controlan la pureza de la simiente genética de los Adeptus Astartes. ¡Existe un laboratorio escondido bajo la ciudadela con material genético suficiente para crear legiones de marines espaciales! El Saqueador le ha encargado la misión de apoderarse de todo ello a cambio de su ascensión. Si lo logramos, ¡el Forjador de Armas se convertirá en un príncipe demonio del Caos! Si fallamos, acabarán con nosotros y nos convertirán en engendros del Caos y quedaremos malditos para siempre transformados en monstruosidades mutantes y estúpidas.

Forrix soltó a Kelmaur al darse cuenta poco a poco de las implicaciones de un objetivo semejante.

Simiente genética. La materia más preciada de toda la galaxia. Con un botín como ése, el poder del Saqueador ya no tendría límites y sus Cruzadas Negras crearían un nuevo reino a partir de las cenizas del Imperio. Las dimensiones de una visión semejante asombró incluso al hastiado ánimo de Forrix.

¡Convertirse en un príncipe demonio del Caos! Transformarse en una criatura de potestades casi ilimitadas, con el poder de la disformidad a su servicio y llegar a ser el dueño y señor de un millón de almas. Una recompensa semejante se tenía que conseguir a cualquier coste. Forrix comprendió entonces la necesidad imperiosa del Forjador de Armas de apoderarse de la ciudadela. Si eso significaba sacrificar a todos sus guerreros para conseguirlo, no sería más que un precio irrisorio que pagar por obtener la inmortalidad.

Por una recompensa semejante merecía la pena arriesgarlo todo. Viajar a reinos más allá del alcance de los humanos mortales, donde se podía conseguir todo y donde todo sería posible era un sueño que Forrix entendía muy bien. Fijó una mirada dura como el adamantium en los ojos de Kelmaur.

—No le digas a nadie lo que me has contado o el Forjador se enterará de la estupidez que has cometido.

—No te creería —gimoteó el hechicero.

—Eso no importa. Si el Forjador simplemente sospecha que lo has engañado, te matará. Sabes que lo hará —le dijo Forrix antes de salir de la tienda.

En esos momentos, en las profundidades de los oscuros túneles excavados bajo la superficie del planeta, Forrix observaba al grupo de esclavos demacrados que arrastraban otra carga de tierra. El túnel seguía avanzando y los Guerreros de Hierro estarían dentro de la ciudadela en muy poco tiempo.

Forrix sonrió al imaginar las ilimitadas posibilidades que se abrían ante él.

* * *

Larana Utorian contempló cómo Kroeger colocaba el casco sobre la estructura de hierro y se quedaba desnudo ante ella. El cuerpo del marine del Caos era una masa de tejido cicatrizado, aunque sus músculos seguían siendo poderosos y estaban bien definidos. Sin embargo, a ella le pareció disminuido, como si al quitarse la armadura fuera menos terrorífico.

Su voz sonaba apagada y algo aletargada, como siempre le ocurría después de una matanza. Se movía con lentitud, como si estuviera hinchado por la sangre derramada y engullida en sus carnicerías.

Mantuvo la mano escondida dentro de la chaqueta del uniforme. Tenía la carne rosada e inflamada donde se había rozado con el interior del guantelete al meterla. La piel seguía picándole con las sensaciones que habían recorrido todo su cuerpo cuando el fuego renovador la había abrasado por dentro. Sentía que ya estaba recobrando las fuerzas.

Los músculos de todo su cuerpo habían aumentado y una vitalidad monstruosa recorría cada fibra de su ser. Las venas y las arterias palpitaban llenas de energía. El corazón le bombeaba con fuerza y veía con una claridad que jamás había experimentado.

La sensación de venganza inminente era embriagadora y tuvo que bajar la cabeza para que Kroeger no se diera cuenta cuando le ordenó malhumorado que limpiara la armadura de nuevo. Se dirigió tambaleante hacia una esquina del reducto y se derrumbó en un estado inconsciente de hartazgo de sangre.

Larana se acercó con lentitud a la armadura corrompida mientras sentía su llamada silenciosa. Sonrió al sentir su aprobación y tomó en sus manos el guantelete que se había puesto por primera vez. Se lo llevó a los labios y chupó los dedos, degustando el sabor de la sangre y sintiendo a la vez el poder que le proporcionaba.

Sí, la sangre es el poder, te llena, te impele. Lleva tus pasiones, tus ansias, tu odio y tu futuro. Tan sólo la sangre puede salvarte.

Larana asintió: aquellas palabras tenían sentido. Lo veía con claridad. Para sobrevivir, debía aliarse con cualquier clase de poder que le ofreciera una posibilidad de vengarse.

Metió la mano en el guantelete y echó la cabeza hacia atrás, extasiada cuando el poder le recorrió las extremidades en una oleada ardiente y apremiante. La piel se le dilató a medida que los músculos crecían y crecían sobre los huesos con una velocidad sorprendente.

¡Sí! ¡Sí! Ahora ponte el resto y cerraremos el trato…

Larana retiró pieza a pieza la armadura de Kroeger de la estructura y se las fue colocando sin ni siquiera pensarlo. Aunque había sido diseñada para un guerrero de tamaño mucho mayor que el de ella, cada pieza le encajaba a la perfección.

Sintió las oleadas de fuerza en su interior y Larana soltó una carcajada mientras su cuerpo se hinchaba con aquel terrible poder.

A medida que cada pieza se pegaba al contorno de su cuerpo, Larana sintió que la armadura se convertía más y más en parte de ella misma. Las superficies curvas interiores se amoldaban a su contorno al mismo tiempo que unos tentáculos de energía negra penetraban en su carne.

Una débil voz en el interior de Larana gritaba advirtiéndola sin cesar, pero se perdía en la violencia aullante del poderoso cambio que la estaba transformando. Le gritaba avisándola del precio que tendría que pagar por aquellos dones abominables, pero el odio se había apoderado de Larana, quien hizo a un lado la voz.

Un último paso, Larana. Un último trato. Debes entregármelo todo, no debes quedarte con nada. Tu alma debe ser mía y entonces nos convertiremos en uno solo. ¡Nos convertiremos en el Avatar de Khorne!

—Sí —contestó ella con un siseo—. Tómalo todo. Soy tuya por entero…

Y la voz que advertía a Larana en su interior fue expulsada por una grieta del cráneo en expansión cuando la Armadura de Khorne se apoderó de ella.

Su último acto como ser humano fue gritar durante un instante de temor cuando se dio cuenta de la inmensidad del error que acababa de cometer.

* * *

Kroeger se espabiló de golpe con un grito en los labios cuando despertó de un vacío sin sueño, terrorífico por el olvido absoluto que prometía. Respiró jadeante y pasaron unos largos segundos antes de que lograra recordar dónde estaba. Un leve atisbo de luz se filtraba por la entrada del reducto, y Kroeger notó de repente que algo iba muy mal.

Se puso en pie y caminó descalzo hacia la entrada del reducto. Las sombras se retorcían a su paso, y la sensación de que pasaba algo raro creció en su furibundo interior. Buscó la espada y su furia aumentó al ver que no estaba. ¿Sería posible que la pequeña zorra humana la hubiera escondido? Si era así, pagaría aquella transgresión con la vida.

De repente, Kroeger se dio cuenta de que no estaba a solas en el reducto y se dio la vuelta con lentitud. Había una penumbra en el lugar que no era natural. Entrecerró los ojos intentando discernir con claridad lo que tenía delante. La armadura estaba donde la había dejado, pero había algo diferente… Tardó bastantes segundos en darse cuenta de lo que pasaba.

Alguien la llevaba puesta… y empuñaba su espada.

—Quienquiera que seas, estás muerto —le prometió Kroeger.

El intruso negó con la cabeza.

—No, Kroeger. Tú eres el que va a morir. Ya nos hemos cansado de ti y no nos sirves para nada.

Kroeger dio un respingo al reconocer la voz. Pero era imposible, no podía ser ella, no podía ser aquella débil y gimoteante mujer.

Pagaría caro su atrevimiento. Se lanzó a por ella con los puños alzados como mazas para derribarla. La mujer se echó a un lado y le dio un tajo en el costado, abriéndole una herida de un palmo de profundidad en la carne. Kroeger rugió cuando la sangre surgió como una fuente de su cuerpo.

La espada lo golpeó de nuevo antes de que tuviera tiempo de recuperarse y le abrió en canal el abdomen. De la herida salieron las entrañas culebreantes que cayeron al suelo de tierra del reducto. Kroeger se desplomó de rodillas con una mirada suplicante en los ojos. La espada se abalanzó de nuevo contra él, que alzó en vano los brazos para detenerla.

El guerrero de la armadura no mostró compasión alguna y lo hizo pedazos. Empezó por las manos y luego siguió por los brazos. Kroeger se derrumbó de espaldas sobre sus miembros amputados en mitad de un charco de su propia sangre. La mujer se sentó a horcajadas sobre él y dejó la espada a un lado.

Se quitó con lentitud deliberada el casco y Kroeger escupió varios chorros de sangre cuando vio el rostro renacido de Larana Utorian.

Había desaparecido la mujer aterrorizada a la que había torturado a lo largo de aquellas semanas. En su lugar había un rostro retorcido desprovisto de piedad o de misericordia. Era una cara tan llena de odio que lo heló hasta lo más profundo de su alma.

Alzó los brazos por encima de la cabeza y vio que tenía un cuchillo de hueso en las manos.

La criatura que había sido Larana Utorian le clavó el cuchillo en el ojo y alcanzó su cerebro. Lo apuñaló una y otra vez hasta que no quedó nada del cráneo de su torturador aparte de una masa pulverizada de huesos astillados y materia gris machacada y ensangrentada.

* * *

Forrix consultó la placa de datos cubierta de polvo y comprobó la posición de la mina. Quedó satisfecho al ver que iban en la dirección correcta. El túnel ya había pasado por debajo del foso y calculó que se encontraría a menos de una hora de la muralla. Pasó por encima del cadáver de un esclavo y observó con detenimiento el trabajo que estaban realizando en la pared de roca. Ya no podían utilizar las perforadoras mecánicas tan cerca de la muralla por temor a que los imperiales las detectaran, por lo que los equipos de esclavos cavaban con picos y palas envueltos en trapos para ampliar el túnel.

Los soldados humanos se encargaban de vigilar el trabajo de los esclavos y estaban equipados con porras cubiertas de púas y de varas eléctricas. Era una ironía muy de su gusto saber que aquellos idiotas estaban ayudando a provocar la desaparición de su propia especie.

Forrix quedó satisfecho de que todo marchara según lo planeado, por lo que regresó por el asfixiante túnel abriéndose paso a empujones entre los equipos de esclavos acobardados. Pasó por diversas galerías y ramales ciegos excavados para disimular la verdadera dirección del túnel de ataque y ocultársela a los zapadores imperiales.

Unos puntales de hierro sostenían el techo del túnel y a todo lo largo se habían colocado esteras absorbentes del ruido. Forrix no estaba dispuesto a arriesgarse a que descubrieran aquel túnel, aunque sabía que el enemigo debía conocer su estrategia de mina. Siempre existía la posibilidad de que los imperiales lo descubrieran por pura casualidad.

Forrix había rezado para que no fuera así y para que la destrucción de aquella parte de la muralla lo rehabilitara en el favor del Forjador de Armas.

No había vuelto a ver a su señor desde la destrucción de las baterías. El jefe supremo de los Guerreros de Hierro se había retirado al interior de su pabellón y sólo había permitido que entrara Jharek Kelmaur. Forrix no estaba seguro de si el Forjador sabía la estupidez que había cometido Kelmaur, pero pensaba contársela de todas maneras. La idea de la caída en desgracia del hechicero era sólo un poco más atractiva que la misma situación aplicada a Honsou. ¿Por qué había permitido el Forjador que el mestizo siguiera con vida después de que Forrix le hubiera revelado que había sido su fallo el que les había costado la pérdida de los cañones y de Tor Christo? Aquello era un misterio para él.

Pensar en Honsou hizo que se pusiera furioso de nuevo. Juró que el desagradecido mestizo pagaría con sangre haberle arrebatado el puesto de favorito ante el Forjador de Armas.

Consumido por el resentimiento, Forrix estuvo a punto de no oír los ruidos procedentes de la pared de roca hasta que fue demasiado tarde. Los gritos y el crujido de la roca al partirse lo sacaron de su ensimismamiento amargado y arrojó a un lado la placa de datos cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.

Agarró al soldado más cercano.

—¡Vuelve a la superficie y avisa de que están atacando el túnel! —le gritó.

Forrix dejó caer al aterrorizado soldado, quien se alejó a cuatro patas antes de ponerse en pie y alejarse a la carrera del gigantesco exterminador en dirección a la entrada del túnel. El marine del Caos oyó el chasquido de los disparos y los gritos que resonaban por la mina. Activó el puño de combate y el resplandor azulado de las descargas de energía iluminó de forma difusa el túnel.

El ruido del disparo rápido de las armas automáticas se hizo más fuerte a medida que avanzaba por el túnel con el combibólter preparado. Un grupo de soldados humanos corrió hacia él. Habían tirado las porras y las varas eléctricas al huir aterrorizados de la pared de roca. Decenas de esclavos escapaban del lugar siguiéndolos de cerca. Forrix los abatió con unos cuantos disparos y pasó por encima de los cuerpos destrozados mientras continuaba avanzando.

Vio cinco siluetas con servoarmaduras amarillas un poco más adelante, bajo un agujero en el techo del túnel y rodeados de un anillo de cadáveres. Dos de los marines espaciales caminaban en su dirección mientras los otros preparaban los explosivos que derrumbarían el túnel antes de que alcanzara la muralla de la ciudadela. Forrix abrió fuego antes de que lo vieran. El sonido de los disparos del arma resonó ensordecedor en un espacio tan reducido. Uno de los Puños Imperiales cayó derribado hacia atrás con la coraza pectoral acribillada.

Las balas rebotadas destrozaron unos cuantos globos de brillo y la luz parpadeante creó sombras enloquecidas en las paredes del túnel. El segundo marine espacial se apoyó sobre una rodilla y contestó al fuego con varios disparos de la pisto la bólter. Todos los disparos impactaron contra la placa pectoral de Forrix, pero la armadura de exterminador había sido diseñada precisamente para aquel tipo de combate a corta distancia y ni uno solo de los proyectiles consiguió atravesar el grueso blindaje.

Forrix disparó de nuevo y golpeó con el puño de combate. Su oponente se agachó y rodó por el suelo. El golpe de Forrix destrozó uno de los puntales de hierro y pulverizó una gran parte de la pared del túnel. El aire se llenó de polvo y de rocas mientras se encaraba con el enemigo. El puño imperial desenvainó una espada con la hoja envuelta en un brillo ambarino, pero el túnel era demasiado estrecho para poder manejarla con efectividad.

Forrix desvió a un lado la espada y atravesó el pecho del guerrero con el puño, destrozando el costillar y arrancándole el corazón y los pulmones. Echó a un lado el cuerpo ensangrentado y entró en el túnel principal disparando contra los Puños Imperiales. Uno de ellos se desplomó con los muslos cubiertos de sangre mientras los otros saltaban a un lado para ponerse a cubierto. Los disparos de bólter acribillaron las ro cas en torno a él y rebotaron contra su armadura.

Por casualidad, uno de los proyectiles se coló por el hueco de la hombrera y comenzó a salir sangre por una herida en el brazo. Rugió de rabia y vació lo que quedaba del cargador del bólter contra el Puño Imperial más cercano. Al golpear en vacío, el chasquido del percutor resonó sorprendentemente alto en el estrecho túnel.

Forrix oyó a su espalda los gritos de los soldados que se aproximaban. Tenía el bólter descargado, por lo que amartilló la otra arma del combibólter.

El último marine espacial salió de su cobertura y abrió fuego acribillando a Forrix. El marine del Caos se tambaleó ante la fuerza de la ráfaga de impactos y apuntó con su otra arma: un rifle de fusión. El disparo de aire hipercalentado al rojo blanco atravesó el cuerpo del Puño Imperial incinerando su torso con un estampido siseante. Se produjo una deflagración cuando la sangre rica en oxígeno estalló y se convirtió de forma casi instantánea en una neblina rojiza y apestosa.

Los miembros y la cabeza de su oponente, lo único que quedó del marine espacial, cayeron repiqueteando al suelo, con los muñones sanguinolentos cauterizados y derretidos. Forrix dejó caer su arma y recogió un bólter caído del suelo en el preciso instante en que una oleada de soldados de uniforme rojo pasaba corriendo a su lado.

De repente, Forrix captó el hedor de algo asqueroso que procedía del agujero en el techo de la caverna y se dio cuenta de que tenía que salir de allí a toda velocidad. Se dio la vuelta y salió corriendo sin dirigir ni una sola palabra de advertencia a los soldados que dejaba atrás. Corrió todo lo de prisa que pudo, pero cuando oyó el rugiente trueno detrás de él, se percató de que no llegaría a tiempo a la salida.

Forrix se lanzó hacia la izquierda, hacia uno de los túneles de diversión. Alcanzó a oír un coro de gritos y chillidos y supo que todos los soldados que estaban en el túnel eran hombres muertos. El rugido aumentó de volumen, amplificado por la estrechez de las paredes.

Forrix continuó avanzando por el túnel lateral y dobló a toda prisa una esquina cuando la primera oleada de desechos químicos llegó hasta él.

El tremendo chorro de desechos químicos venenosos siguió rugiendo por los túneles procedente de todas las alcantarillas, tanques sépticos, letrinas y tuberías de la ciudadela. Forrix había olfateado el hedor de los desechos y el olor penetrante de las toxinas biológicas. Se agarró a las paredes excavadas a mano mientras el apestoso líquido atravesaba los túneles arrastrando y llevándose todo por delante.

Los hombres acabaron aplastados hasta morir contra las paredes rocosas cuando la asquerosa marea los golpeó con fuerza y llenó los túneles de fluidos nauseabundos. Los que no mu rieron machacados por la fuerza del frente de la inundación acabaron ahogados o envenenados por los desperdicios tóxicos cuando el nivel fue subiendo hasta el techo, apagando a su paso uno por uno los globos de brillo que quedaban.

Forrix, protegido de lo peor de la inundación en uno de los túneles laterales, se mantuvo agarrado a la pared mientras el repugnante caldo de color marrón salpicaba a su alrededor subiendo de nivel a cada segundo hasta que quedó sumergido bajo la espesa marea. Sabía que no corría peligro, ya que la armadura era capaz de resistir hasta el vacío del espacio y había sufrido ataques peores a lo largo de su prolongada existencia.

No tenía ni idea de hasta dónde podría llegar la inundación que estaba arrasando el túnel, pero supuso que no sería muy lejos. Estaba claro que para que la guarnición hubiera conseguido inundar los túneles de un modo tan efectivo habría tenido que utilizar buena parte de su agua potable. Era posible que los defensores creyesen que había llegado la salvación de manos de los Puños Imperiales y que podían prescindir de sus reservas de agua.

Pasaron unos cuantos minutos antes de que el túnel comenzara a vaciarse. El plan de los imperiales había fallado. Forrix había construido decenas de túneles de mina como aquél y había trabajado rodeado de sustancias mucho más letales que los desperdicios fecales. Los canales de desagüe desviaron gran parte del agua hacia cámaras de inundación construidas con esa intención, y la sequedad natural del terreno absorbería buena parte del resto. El túnel aguantaría, pero habría que colocar nuevas vigas para impedir que se derrumbara. Esa tarea tendrían que realizarla los Guerreros de Hierro, ya que todo aquel veneno permanecería activo durante centenares de años, pero para unos guerreros protegidos por servoarmaduras, aquello no tenía ninguna importancia.

Forrix sacudió la cabeza para quitar del casco los pegajosos trozos de porquería y vadeó la oscuridad de regreso hacia el túnel principal. Sabía lo que ocurriría a continuación. Los huesos de los cadáveres ahogados crujían al partirse bajo su gran peso. Los túneles se estaban desaguando con bastante rapidez. Comprobó que la recámara del bólter no había quedado obstruida mientras se dirigía de nuevo hacia la pared de roca.

Distinguió un poco más adelante varios rayos de luz que atravesaban la oscuridad de la caverna procedentes del agujero en el techo y oyó el sonido de algo pesado al caer sobre la superficie cubierta de líquido. La oscuridad del túnel no era impedimento alguno para Forrix y vio con claridad al Puño Imperial ponerse en pie. El marine espacial avanzó con rapidez hacia la boca del túnel a pesar de que el espeso fluido le llegaba hasta las rodillas.

Forrix le pegó un tiro en la cabeza en el momento en que más Puños Imperiales aterrizaban sobre el suelo de la caverna. Se dispersaron antes de que se apagaran los ecos de los disparos. Un instante después, los proyectiles acribillaron la roca que lo rodeaba y rebotaron contra su armadura. Alzó el bólter y disparó a lo largo de la caverna abatiendo a más marines espaciales mientras se retiraba hacia la relativa seguridad del túnel, donde el enemigo no podría utilizar su superioridad numérica. Si querían matarlo, tendrían que ir a por él.

Varias siluetas cruzaron corriendo el hueco y disparó contra ellas a medida que pasaban. Forrix rio a carcajadas mientras mataba y acribillaba el túnel con disparos de bólter. Los destellos de los disparos iluminaron la oscuridad infernal cuando las bocachas de los bólters enemigos se asomaron por el borde del túnel. Sintió una punzada de dolor en el hombro y en el costado cuando dos nuevos proyectiles le atravesaron la armadura. Por muy resistente que fuese una armadura de exterminador, podría acabar muerto a causa del tremendo volumen de fuego enemigo.

El percutor del bólter que empuñaba soltó un chasquido seco al golpear en vacío y lo dejó caer al suelo inundado. Reactivó el puño de combate cuando dos Puños Imperiales cargaron contra él. Mató al primero de un tremendo puñetazo en la cabeza y al segundo con un golpe de revés que le destrozó la garganta.

Otros dos guerreros se lanzaron a por él. Forrix lanzó un rugido de furia cuando sintió la hoja de una espada de energía atravesarle la armadura y las costillas para luego partirle el corazón primario. Golpeó iracundo la hoja del arma con el puño y se la arrebató al marine espacial antes de arrancarle el brazo con un golpe de revés. Cargó contra el otro marine con el hombro y le aplastó el casco contra la pared del túnel antes de destriparlo con el puño de combate.

Nuevas ráfagas de bólter le acribillaron la armadura y sintió el crujir del escudo óseo de la cavidad torácica cuando un proyectil estalló entre las placas de ceramita de la armadura. Cayó de rodillas mientras el Puño Imperial se acercaba sin dejar de disparar. Forrix se sacó la espada que tenía clavada en el pecho y le dio un tajo a las piernas del marine espacial haciéndolo caer de cara al lecho de fluido repugnante.

Se puso de nuevo en pie para recibir otra andanada de disparos. Una granada cayó chapoteando a su lado y Forrix se apresuró a tirarse al suelo de un salto un momento antes de que estallara. La explosión quedó amortiguada por el agua viscosa y lanzó por los aires un surtidor de líquido y excrementos, pero su fuerza mortífera había quedado amortiguada y no le causó daño alguno.

Forrix se puso de rodillas en el momento en que otro Puño Imperial se lanzaba a la carga contra él. Un proyectil impactó contra el frontal del casco y le arrancó un trozo del mismo. La sangre comenzó a correrle por la cara. Algo le golpeó en el visor y le arrancó de la cabeza lo que quedaba del casco. Notó cómo se le partía la mandíbula. Los ojos se le llenaron de puntitos luminosos y retrocedió chapoteando y atragantándose por culpa de los desechos líquidos que se le metían por la nariz y por la boca.

Las toxinas le abrasaron los ojos y le provocaron ampollas en la piel a los pocos segundos. Lanzó un puñetazo a ciegas y sintió que lograba golpear algo. Se incorporó a medias y sacó la cabeza del cieno venenoso. Escupió una enorme flema de sustancia viscosa y tuvo unas cuantas arcadas. Golpeó de nuevo a ciegas y esa vez falló. Aulló de dolor cuando sintió la hoja ancha de una espada atravesarle el pecho, perforándole un pulmón y saliendo por el espaldar de la armadura.

Agarró la hoja de la espada y lanzó una patada que provoco un grito de dolor. Tanteó a ciegas en el agua sucia y ensangrentada y sintió que algo se agitaba delante de él. Forrix lanzó un rugido y bajó el puño una y otra vez sobre la forma yacente destrozándola a golpes. El pecho le ardía de forma agónica mientras el corazón secundario y los pulmones múltiples se esforzaban por mantenerlo con vida a pesar de las terribles heridas que había sufrido.

Oyó más gritos a su espalda, pero había perdido por completo el sentido de la orientación a causa de la ceguera. ¿Serían de los suyos, o serían enemigos?

—¡Hierro dentro! —aulló a la vez que alzaba el puño de combate. El dolor en el pecho era más intenso.

—¡Hierro fuera! —fue el grito de respuesta.

Forrix bajó el brazo al mismo tiempo que los guerreros de su compañía pasaban corriendo a su lado. Oyó el eco de los disparos de bólter y rugidos de odio, pero parecían sonar cada vez más y más lejos con cada segundo que pasaba.

Forrix intentó ponerse en pie, pero se le habían agotado las fuerzas y no consiguió moverse.

Una tremenda explosión ensordecedora estremeció todo el túnel. Le cayeron encima varias rocas y las señales del cómbate que había en las paredes se hicieron visibles por el breve resplandor de unas llamas anaranjadas.

Se desplomó hacia adelante y apoyó el cuerpo malherido sobre unos brazos temblorosos.

Oyó el canto victorioso de los Guerreros de Hierro que le llegaba de un lugar que sonaba imposiblemente lejano.

Sólo entonces permitió Forrix que le cedieran los codos y se derrumbó sobre el suelo del túnel.

* * *

La moral de la guarnición de la ciudadela se derrumbó durante los días siguientes al ataque abortado contra el sistema de túneles de los Guerreros de Hierro, sobre todo cuando fue obvio que nada de lo que hicieran podría impedir que la mina llegara a las murallas. Se organizó otro ataque en la contramina del revellín Primus, pero fue rechazado con grandes pérdidas por una numerosa guardia del túnel que jamás abandonaba el lugar de la excavación.

Llevaron a Forrix a su fortín personal, donde lo atendieron los quirumeks personales del Forjador de Armas. El señor de los Guerreros de Hierro les dejó bien claro que su supervivencia dependía de forma directa de la del capitán de la primera gran compañía.

Honsou se ofreció voluntario para supervisar las operaciones de minado mientras Forrix se recuperaba. Kroeger no había salido de su reducto desde hacía días, y Honsou se preguntó qué nueva locura de sangre se habría apoderado de él. Los Puños Imperiales habían sellado con explosivos sus contraminas cuando se había hecho evidente que los ataques no tendrían éxito. En cuanto se repararon los daños provocados por los combates, la excavación de la mina se reanudó.

Los tanques de asedio avanzaron por las amplias trincheras de zapa para tomar posiciones en los terraplenes fortificados. Los camiones cargados de proyectiles para aquellas monstruosidades de hierro realizaban día y noche el peligroso trayecto desde el campamento hasta aquellos emplazamientos y descargaban la munición en polvorines blindados y recién construidos.

Los observadores vieron desde la muralla cómo excavaban barbetas en los terraplenes, aunque dejaron la tierra en el mismo lugar tapando el hueco hasta que llegara el momento de que los tanques descargaran su potencia de fuego contra los defensores.

También excavaron nuevas trincheras hacia la retaguardia partiendo de la tercera paralela y que acababan a su vez en pequeñas paralelas donde podría concentrarse un enorme número de soldados para lanzarse al asalto de las murallas.

* * *

Una sensación de temor comenzó a apoderarse de la guarnición a pesar de los intentos de los oficiales de elevar los ánimos y la moral. La increíble envergadura del asalto que estaba a punto de tener lugar carcomía la mente hasta a los defensores imperiales más decididos.

Tres días después del ataque contra la mina, un terrible sonido retumbante sacudió las murallas de la ciudadela, como si estuviese a punto de producirse un terremoto. El suelo bajo la ciudadela se combó hacia arriba y aparecieron grietas en todos los caminos de las murallas interiores.

Una gigantesca pared de fuego y humo surgió a lo largo del borde del foso cuando los explosivos plantados debajo de él estallaron e hicieron saltar en pedazos el borde. Las deflagraciones lanzaron toneladas de escombros y cascotes al fondo del foso, lo que permitió que la infantería pudiera cruzarlo.

Sin embargo, apenas había acabado de asentarse el polvo cuando se produjo una explosión de una magnitud muy superior que hizo que el suelo se estremeciera con fuerza. Las amplias galerías que recorrían el subsuelo bajo el lienzo de muralla que unía la Puerta del Destino con el flanco derecho del bastión Mori se derrumbaron cuando estallaron las enormes cantidades de explosivos allí colocadas, y además vaporizaron enormes trozos de los cimientos de la muralla.

La sección central de aquella parte de la muralla gimió mientras se derrumbaba. El ruido se intensificó a medida que una gigantesca grieta dividía la muralla. El sonido fue semejante al de un enorme disparo ensordecedor. Los oficiales gritaron a sus hombres que se apartaran de aquella zona, pero para muchos ya fue demasiado tarde: la muralla de sesenta metros de alto se deslizó con un crujido estremecedor hacia el suelo convertida en grandes trozos de rococemento que cayeron rodando en el foso. Cientos de hombres se desplomaron hacia la muerte mientras enormes nubes de polvo ondulante ascendían hacia el cielo.

A medida que fueron cayendo más secciones de muro, el ritmo de su desplome creció de forma exponencial. Secciones enteras de la muralla cayeron de una sola pieza al interior del foso. La magnitud de la destrucción era increíble, y parecía inconcebible que una construcción tan poderosa cayera derribada en su totalidad.

Para cuando se detuvo el derrumbamiento, casi todo el centro de la muralla había caído. En la zona se había abierto una brecha de unos treinta metros de ancho, y los escombros del derrumbamiento habían formado una pendiente de cascotes que llegaba desde el fondo del foso hasta la cresta de la brecha.

Los Guerreros de Hierro habían abierto el paso a la ciudadela.