UNO

UNO

Era apropiado que el entierro del castellano Prestre Vauban tuviera lugar bajo un cielo nublado. El coronel Leonid, convertido en castellano Leonid, pensó que no habría sido correcto que el sol iluminara con fuerza un acontecimiento tan sombrío.

Habían pasado ya dos días desde que el torpedo había impactado contra Tor Christo, pero en el cielo rojizo todavía flotaban unas densas nubes de humo que mantenían al valle en una penumbra continua y hacían que la temperatura fuese casi gélida. Leonid se estremeció mientras subía los mil escalones del flanco norte que llevaban hasta el Sepulcro. Era uno de los cuatro portadores que llevaban a su jefe muerto a su lugar de descanso eterno.

Una última guardia de honor de dos mil hombres formaba en la ruta de despedida de su comandante, uno a cada lado de cada escalón. Leonid sintió que se le acumulaban las lágrimas en los ojos al ver aquel homenaje espontáneo.

Vauban le había dicho que no creía que sus hombres lo apreciasen.

Leonid supo en esos momentos que estaba equivocado.

Morgan Kristan, Piet Anders y el hermano-capitán Eshara, de los Puños Imperiales, lo ayudaban a llevar el féretro de oscuro roble jourano dentro del cual había un sencillo ataúd de ébano. Allí reposaban los restos mortales del castellano Vauban, los huesos que habían sido preparados por el magos biologis para que fueran trasladados al osario del Sepulcro. Todo estaba en silencio ese día, como si incluso el enemigo quisiese rendir homenaje al valiente guerrero que iba a ser enterrado.

Pensar en el enemigo hizo que Leonid derramara nuevas lágrimas.

Había visto cómo el guerrero de hierro le atravesaba el pecho con la espada al castellano Vauban. Había gritado de desesperación al mismo tiempo que caía de rodillas sobre el suelo cubierto de escombros de la batería. El capitán Eshara y el bibliotecario Corwin habían obligado al enemigo a retirarse del lugar y los soldados del 383 de Dragones Jouranos habían aprovechado para recuperar el cadáver y llevar el cuerpo de su comandante en jefe de regreso a la ciudadela.

Tuvo la esperanza de que Vauban hubiese muerto conociendo el tremendo éxito que había tenido el ataque contra el campamento enemigo. Casi todas las máquinas de guerra de la batería habían quedado destruidas, ya fuese por las cargas de demolición de los jouranos o por la explosión cataclísmica del torpedo orbital. Sólo el Emperador sabía cuántos daños colaterales habían provocado los escombros generados por la explosión.

Leonid le dio de nuevo las gracias al todopoderoso Dios Emperador de que les hubiera enviado a los Puños Imperiales. Su llegada no sólo había aumentado de forma increíble la moral de la guarnición, sino que además, las noticias que traían habían hecho creer a Leonid que todavía existía esperanza.

Lo habían avisado de su llegada poco antes de que le presentara el plan de ataque al castellano. Al principio no creyó y pensó en alguna clase de engaño cruel, pero de todas maneras corrió hacia la estancia. Cuando los vio, con aspecto cansado y cubiertos de ceniza, alzó la mirada al cielo y bendijo el nombre de Rogal Dorn.

Habría corrido a abrazarlos, pero lo único que se le ocurrió fue hacer una pregunta.

—¿Cómo es posible?

Fue el jefe de los marines espaciales quien le contestó.

—Soy el hermano-capitán Eshara. ¿Es el comandante en jefe de la guarnición?

—N… no —logró contestar—. El comandante es el castellano Vauban. Yo soy el teniente coronel Leonid, el segundo al mando. ¿De dónde vienen?

—El Justitia Fides, nuestro crucero de ataque, estaba a punto de pasar al empíreo cuando los astrópatas informaron de una débil señal de auxilio procedente de este planeta —le explicó el capitán Eshara—. El prefijo de la señal indicaba la urgencia suficiente como para que ordenara retransmitirlo de forma inmediata a la base naval de Hydrapur antes de venir a Hydra Cordatus.

—Pero ¿qué ha pasado con las naves enemigas que están en órbita?

—Logramos evitar por poco que una nave de guerra del Caos nos detectara cerca del punto de salto, pero ordené la máxima velocidad en cuanto pudimos para llegar aquí cuanto antes. Fue bastante fácil lograr que las naves de transporte en órbita no advirtieran nuestra llegada, pero para evitar que las tropas de tierra nos vieran volamos en Thunderhawks hasta las montañas que hay a varios cientos de kilómetros al norte. Después tan sólo fue cuestión de cruzar las montañas a pie para llegar hasta aquí.

Leonid todavía seguía sorprendido por la descripción tan simple que había hecho el capitán del increíble viaje que habían realizado tanto él como sus hombres al pasar las montañas. Sólo habían tardado dos días en cruzar uno de los terrenos más inhóspitos que jamás hubiese visto Leonid. Al guardia imperial Hawke le había costado un día entero recorrer ocho kilómetros, así que ni pensar lo que hubiera tardado en cruzar cien.

Pero es que además, menos de cinco horas después de haber llegado, los marines espaciales habían librado un combate en toda regla y salido victoriosos. La batalla librada en la batería era un triunfo tanto suyo como de los jouranos.

Leonid tembló cuando levantó la mirada hacia la torre negra y lúgubre. Odiaba su austeridad desolada y deseó no tener que realizar aquel solemne deber, pero debía hacerlo. Bajó los ojos al acercarse a las puertas del Sepulcro.

Unos sacerdotes tonsurados los esperaban con la cabeza agachada delante de las puertas abiertas. Unos incensarios humeantes colgaban de unos ganchos al lado de cada puerta y de ellos emanaba el denso aroma del incienso jourano.

Una solitaria voz resonó entre las filas de los soldados cuando los portadores del trono entraron en el Sepulcro.

—¡Regimiento, presenten armas!

El sonido de dos mil soldados entrechocando los talones a la vez en los escalones resonó en las laderas de la montaña y por el valle retumbó el ensordecedor saludo de los rifles al disparar al unísono.

Hacía calor en la cámara de reuniones a pesar de lo frío que estaba el día. Los altos mandos de la ciudadela fueron llegan do a la estancia. A pesar de que estaba al mando de los Dragones Jouranos, Leonid no se sentó a la cabecera de la mesa, sino en su silla habitual a la derecha de la de Vauban.

Observó con detenimiento a los oficiales del regimiento, su regimiento, aunque todavía no se había acostumbrado a la idea, mientras los oficiales entraban y saludaban con toda corrección antes de sentarse. Todos esperaban que los liderara y él esperaba no fallar en el empeño.

Vauban había sido un líder natural que hacía parecer que el hecho de mandar era algo que no requería esfuerzo. Sin embargo, los dos días anteriores le habían demostrado a Leonid lo difícil que resultaba en realidad. Había que tomar un centenar de decisiones cada día y cada una de ellas podía tener consecuencias mortíferas. ¿Realmente sería capaz de ponerse al frente del regimiento y de dirigir las defensas de la ciudadela? No lo sabía.

Morgan Kristan y Piet Anders se sentaron en sus sitios habituales. Frente a ellos se sentaron los jefes del destacamento de Puños Imperiales: el hermano-capitán Eshara y el bibliotecario Corwin, con las armaduras amarillas relucientes y ya pulidas. Leonid se sintió agradecido por su apoyo, ya que sabía que tendría que confiar en ellos más que nunca a lo largo de los días siguientes después de la muerte de Vauban. El princeps Daekian y el magos Naicin también estaban presentes, pero sus sillas estaban colocadas al otro extremo de la mesa, un lugar que indicaba su estatus como parias para los jouranos.

El mayor Kristan tomó con el brazo sano una botella de amasec de la bandeja que había en el centro de la mesa y se sirvió una copa, otra para Leonid y otra para Anders antes de llenar las copas que había ante los asientos vacíos de Vauban y de Tedeski. Le ofreció una copa a los marines espaciales, pero ambos las rechazaron con educación. No le ofreció a propósito una copa ni al nuevo comandante en jefe de la Legio Ignatum ni al representante del Adeptus Mecánicus. Piet Anders se sacó un puñado de tagarninas hechas a mano, de las que le gustaban a Vauban, del bolsillo de la chaqueta del uniforme y ofreció a todos los oficiales presentes. Todos los jouranos aceptaron una, pero los marines volvieron a rechazar la invitación.

En cuanto todas las bebidas estuvieron servidas y las tagarninas encendidas, Leonid alzó su vaso y miró a los estandartes y escudos colocados sobre las paredes. En aquella fortaleza habían servido muchos hombres, muchos héroes olvidados. Se prometió a sí mismo que Prestre Vauban no sería olvidado.

—Por el castellano Vauban —dijo Leonid alzando la copa.

—Por el castellano Vauban —repitieron los oficiales antes de beberse el licor de un solo trago.

Leonid le dio una calada a la tagarnina y empezó a toser cuando el humo acre le inundó la garganta. Se oyeron unas cuantas risas amables. Todos sabían que desaprobaba aquel vicio.

—Caballeros —empezó a decir Leonid mientras miraba con asco la tagarnina humeante—, han pasado tres semanas desde que comenzó el asedio, y aunque ha sido duro y hemos visto caer a varios amigos, también le hemos dado a esa escoria del Caos una paliza que no olvidarán. No importa cuál sea el resultado final de esta batalla: quiero que todos sepan que han cumplido con lo que exigía el honor y que me siento orgulloso de haber combatido a su lado.

Leonid señaló con un gesto al marine espacial que estaba a su izquierda antes de seguir hablando.

—El capitán Eshara me ha informado de que el Imperio conoce nuestra situación y que en estos mismos momentos se encuentra en camino una fuerza de socorro. El capitán espera que llegue dentro de…

—Quince o veinte días como mucho —continuó Eshara con voz seca y dominante—. Por suerte, existe una estación de transmisión astrotelepática del Adeptus Mecánicus a menos de veinte años luz de donde captamos la señal de auxilio que nos enviaron, y las naves de la armada se encuentran a poca distancia. El código de alerta que encriptamos en el comunicado nos asegura que se producirá una respuesta rápida.

Todos los sentados a la mesa sonrieron y se estrecharon las manos antes de que Leonid siguiera con el asunto.

—La ayuda ya se encuentra en camino, pero para mantener la disciplina no quiero que todo esto se sepa entre la tropa. Cuando los soldados lo pregunten, hay que contestar que ya se han enviado tropas de auxilio, pero no se sabe con seguridad cuándo llegarán. Den por seguro que el enemigo nos atacará de un modo más decidido todavía para vengar su derrota en la batería.

—El castellano está en lo cierto —añadió el bibliotecario Corwin inclinándose hacia adelante y uniendo las manos. Su rostro mostraba todavía las señales del cansancio provocado por sus esfuerzos en proteger a los jouranos de las fuerzas caóticas de los ingenios demoníacos.

»Los cañones que destruyeron en la batería eran algo más que unas simples máquinas de guerra. Estaban poseídas por entidades demoníacas terroríficas, conjuradas para que habitaran en las máquinas mediante la sangre de inocentes y pactos diabólicos realizados con los Poderes Siniestros. La destrucción causada en la batería habrá provocado que muchos de esos pactos se hayan roto, así que los Guerreros de Hierro necesitarán sangre para volverlos a realizar. Nuestra sangre.

—Señor, parece ser que usted conoce bastante bien a los Guerreros de Hierro. ¿Hay algo que pueda decirnos que nos sirva para combatir contra ellos? —le preguntó Piet Anders.

Corwin asintió antes de contestar.

—Los Guerreros de Hierro son uno de los peores enemigos que ha tenido jamás el Imperio. Antaño, hace diez mil años, estaban entre las filas de los hijos predilectos del Emperador, unos de los mejores guerreros, de los más valientes, pero se mancillaron y torcieron a lo largo de las guerras de la Gran Cruzada, por lo que sus deseos prevalecieron frente a la obediencia a la voluntad del Emperador. Cuando el Gran Traidor, cuyo nombre no pronunciaré, se rebeló contra nuestro amo y señor, la Legión de los Guerreros de Hierro renunció a sus juramentos de lealtad y fidelidad y se unió a él en la guerra contra el emperador. Mucho de lo que ocurrió en aquellos días se ha olvidado, pero se sabe con certeza que los Guerreros de Hierro profanaron el sagrado suelo de Terra y utilizaron unas habilidades perfeccionadas por los años de guerra para derribar las murallas diseñadas por nuestro sagrado primarca, Rogal Dorn.

»El peor error que se puede cometer con los Guerreros de Hierro es subestimarlos. Sí, es cierto que han sufrido un gran revés con la pérdida de los ingenios demoníacos, pero encontrarán otro modo de atacarnos, y debemos estar preparados para ello.

—El bibliotecario Corwin está en lo cierto —añadió Leonid—. Debemos hacer todo lo necesario para estar preparados para enfrentarnos a ellos cuando nos ataquen de nuevo —echó hacia atrás la silla y apagó la tagarnina antes de levantarse y ponerse a caminar alrededor de la mesa—. Tenemos que reparar los parapetos para colocar hombres allí. Y, además, tenemos que posicionar los cañones en las murallas porque estoy seguro de que están volviendo a excavar nuevas trincheras en este preciso instante, y quiero que los machaquemos cada minuto del día y de la noche.

—No estoy seguro de que dispongamos de la cantidad suficiente de munición para mantener semejante ritmo de disparos, coronel Leonid —señaló el magos Naicin.

Leonid ni siquiera se molestó en ocultar el desprecio que sentía por el magos.

—Naicin, cuando quiera que me informe de algo, se lo pediré. Una cosa está clara: cuanta más munición gastemos ahora, menos sangre tendrán que derramar mis hombres cuando llegue el asalto final.

Le dio la espalda al magos antes de seguir hablando.

—Quiero que dividan los pelotones de cada batallón en turnos de seis horas en la muralla y seis horas de descanso. Los hombres están agotados y quiero que los soldados que estén en la muralla se encuentren en perfecto estado, pero quiero que los preparen bien para defender las murallas. Cuando se dé la señal de alarma, todos los soldados deben estar en sus puestos en un instante.

Anders y Kristan asintieron mientras tomaban notas en sus respectivas placas de datos. El princeps Daekian tomó una última anotación antes de hacer la primera pregunta.

—¿Qué puede hacer la Legio Ignatum para ayudar?

Leonid bajó la mirada a la mesa.

—No lo sé. ¿Qué es lo que puede hacer la Legio? —contestó con tono desabrido.

Daekian se puso en pie, se cuadró y llevó las manos a la espalda.

—No mucho hasta que el enemigo cruce las murallas exteriores —admitió.

—¿Y para qué demonios me sirve entonces? —exclamó Leonid.

Daekian siguió hablando con tranquilidad, como si Leonid no hubiera dicho nada.

—Sin embargo, si el enemigo logra cruzar las murallas, podemos cubrir la retirada hasta las murallas interiores de un modo más eficiente.

Al ver la mirada escéptica de Leonid, Daekian sonrió con gesto torvo.

—Las armas montadas en las murallas pueden ser ahorquilladas y destruidas con rapidez. Créame. Nos quedan dos Warhounds, que no son nada estáticos. No son lo bastante altos como para que puedan disparar contra ellos desde el otro lado de la muralla y proporcionarán el mejor fuego de apoyo. Los Reavers y el Honoris Causa deberán permanecer detrás de la muralla o los destruirán antes de que empiece el combate, pero constituirán una poderosa reserva para un contraataque.

Daekian se calló un momento antes de seguir hablando.

—Es usted un hombre orgulloso, castellano Leonid, pero sé que es lo bastante sabio como para darse cuenta de que lo que digo es cierto. No permita que su ira contra la Legio le impida ver la sensatez de lo que digo.

Leonid apretó con fuerza las mandíbulas y las mejillas se le encendieron.

El capitán Eshara se puso en pie e interpuso su elevada estatura entre los dos hombres.

—Castellano Leonid, ¿me permite interrumpir?

Leonid asintió y volvió a tomar asiento. Colocó las manos delante de él mientras Eshara daba una vuelta alrededor de la mesa y recogía los bastones de cada oficial. Cada uno de los bastones de puño de plata era simplemente un adorno ceremonial que los oficiales del regimiento llevaban bajo el brazo izquierdo durante los desfiles.

Cuando reunió suficientes bastones, volvió a colocarse al lado de la silla de Leonid y le entregó uno.

—Rómpalo —le dijo.

—¿Por qué?

—Por favor.

Leonid partió el bastón en dos y dejó los pedazos de madera astillada sobre la mesa.

El capitán de los marines espaciales le entregó otro.

—Otra vez.

—No veo qué tiene esto que…

—Hágalo —le pidió Eshara.

Leonid se encogió de hombros y partió el segundo bastón con tanta facilidad como el primero y dejó los trozos al lado de los otros. Tuvo que romper un tercer bastón antes de que el marine espacial recogiera los seis pedazos que había delante del comandante de los jouranos. Formó un haz con los pedazos y lo ató con el cordel que había mantenido unidas a las tagarninas en su caja. Luego se lo pasó a Leonid.

—Intente romperlos ahora —le dijo.

—Como quiera —contestó Leonid soltando un suspiro.

Agarró el haz y lo dobló. Torció el gesto por el esfuerzo cuando intentó partirlo con más fuerza, pero sin conseguirlo. Al final se vio obligado a abandonar y a tirar el haz intacto sobre la mesa.

—No puedo —admitió.

—No, no puede —contestó Eshara mostrándose de acuerdo y recogiendo el haz a la vez que le ponía una mano en el hombro.

»Cuando miro a mi alrededor en esta cámara, veo hombres valerosos que se mantienen firmes ante el enemigo más temible y eso me llena de orgullo. He luchado durante más tiempo del que haya vivido cualquiera de los presentes. Me he enfrentado a enemigos de todas clases y combatido al lado de guerreros verdaderamente poderosos. Jamás he sido derrotado, así que escúchenme bien. Para combatir al servicio del Emperador deben comprender que son parte de una guerra inimaginablemente más grande y que no pueden combatir solos. Así lo único que se consigue es el fracaso y la condenación.

»Juntos son más fuertes que el adamantium, pero si no permanecen unidos, acabarán rotos como estos bastones. El castellano Vauban lo sabía. Es posible que estuviera furioso por ciertas decisiones que se tomaron en el pasado, pero sabía que sus sentimientos no debían interponerse en su deber con el mando.

Eshara se acercó a la bandera del regimiento jourano y la alzó con una mano. Recorrió el lema bordado a mano en hilo de oro que había en la base.

—Es la divisa del regimiento, castellano Leonid: «Fortis cadere, cadere non proventus». Dígame lo que significa.

—Significa: «Puede que el valiente muera, pero nunca se rendirá».

—Exacto —dijo Eshara antes de señalar la mesa—. Magos Naicin, ¿no es «Fuerza a través de la unidad» uno de los aforismos de su orden?

—Uno de los muchos que tenemos —admitió Naicin.

Eshara señaló con un gesto de la cabeza al princeps Daekian.

—¿Princeps? ¿Cuál es el lema de su Legio, por favor?

—«Inveniam viam aut faciam». Significa: «Encontraré el camino o lo crearé».

—Muy bien —dijo por fin el capitán Eshara cuando se sentó de nuevo—. ¿Lo entienden? Llevo aquí poco tiempo, pero ya veo las divisiones que los separan. Deben dejar a un lado tales enfrentamientos. No hay otra manera.

Leonid miró el haz de trozos de bastones que tenía delante y se pasó una mano por la mejilla sin afeitar antes de dirigirse a sus hombres.

—El capitán Eshara ha hablado con una claridad y una certeza que habíamos perdido. Caballeros, a partir de este momento somos una hermandad unida en nuestra sagrada misión, y castigaré a cualquiera que se atreva a intentar separamos.

Leonid se acercó al extremo de la mesa y se quedó de pie delante del princeps Daekian, quien a su vez también se levantó. El castellano de Hydra Cordatus desenvainó la espada que Daekian le había entregado, se inclinó en una reverencia e hizo ademán de devolvérsela a su legítimo dueño.

—Creo que esto le pertenece —dijo.

Daekian asintió y alargó una mano.

—Quédesela, castellano Leonid. Le queda mucho mejor a usted. Yo ya tengo otra.

—Como desee —contestó Leonid con una sonrisa, y envainó la espada antes de aceptar la mano que le ofrecía Daekian.

Ambos se estrecharon la mano y Leonid recorrió la mesa basta quedar delante del magos Naicin.

—Magos. Cualquier ayuda que nos pueda ofrecer será bien recibida.

Naicin se puso en pie e hizo una reverencia.

—Estoy a vuestro servicio, coronel.

Leonid estrechó la enguantada mano de Naicin e hizo un gesto de asentimiento hacia el capitán Eshara para mostrarle su agradecimiento.

Después de todo, quizá lograría mantener unida aquella hermandad.