SEIS
El amanecer iluminó el valle y los rayos rojizos brillaron sin piedad sobre la escena de una completa devastación. En el aire flotaba una capa de polvo gris y apagaba todos los sonidos de un modo antinatural.
El Forjador de Armas estudió con atención la devastación que había ante su vista con ojos impávidos. Las revoloteantes sombras metamórficas que ocultaban sus rasgos eran una indicación de su furia, y ninguno de los comandantes de compañía se atrevió a acercarse por temor a su ira. Las formas que se retorcían en su armadura se movieron con mayor rapidez y sus gemidos agónicos sonaron más desesperados.
Dos baterías quedaron destruidas por completo, los cañones de Tor Christo también se habían perdido y casi todos los ingenios demoníacos estaban destrozados. Habían estallado millones de proyectiles de artillería, habían muerto miles de soldados y esclavos y semanas enteras de trabajo yacían enterradas bajo los escombros de una montaña destruida.
El Forjador se giró hacia sus capitanes y ninguno de los tres se libró de sentir por un momento un terror absoluto cuando se dirigió hacia ellos. Todos vieron cómo las fuerzas del cambio en el cuerpo del Forjador de Armas aumentaban a una velocidad tremenda y que el poder de su presencia era casi insoportable.
—Me habéis decepcionado —les dijo simplemente.
Los tres capitanes sintieron de cerca los horrendos cambios que estaban transformando el cuerpo del Forjador. Se inclinó sobre el primero de los capitanes.
—Forrix, te confié la misión de tener acabados los trabajos de asedio en las murallas para hoy. No lo están.
Se acercó al siguiente.
—Kroeger, te confié la misión de proteger mis máquinas de guerra. No lo has hecho.
El Forjador de Armas se acercó al último de los tres capitanes. Su voz sonó suave y peligrosamente controlada.
—Honsou, has sido bendecido por el contacto con una criatura del Caos. Ya eres uno de los nuestros. Lo has hecho muy bien y no olvidaré el servicio que me has prestado hoy.
Honsou inclinó la cabeza en un gesto de agradecimiento a la vez que flexionaba el brazo mecánico recién implantado que el quirumek personal del Forjador de Armas le había colocado cuando acabó el combate de la noche anterior.
El Forjador dio un paso atrás. Su monstruoso cuerpo pareció hincharse y la oscuridad que cubría su rostro se apartó por un brevísimo instante para dejar al descubierto el caos bullente que había detrás.
Rugió con una voz que parecía el aullido de un dios iracundo.
—¡No tengo tiempo que perder como para permitir que vuestra incompetencia retrase mi ascensión! ¡Largaos! ¡Desapareced de mi vista y conquistad esa ciudadela!