CINCO
Seguido de casi dos mil hombres, el castellano Prestre Vauban trepó por encima del borde del foso de la ciudadela y echó a correr hacia las defensas de los Guerreros de Hierro. No hubo grito de guerra ni aullido de rabia alguno, tan sólo el silencio de los soldados que sabían que su única oportunidad para sobrevivir era mantener el sigilo. Llevaban la cara manchada de hollín y habían sustituido los uniformes de color azul claro por chaquetas negras sin adornos.
Los grupos de ataque de Leonid se dispersaron al salir del foso para luego reunirse alrededor de los equipos de demolición. Vauban sabía que sin duda se trataba de una maniobra desesperada. Tal como lo había expresado su segundo al mando, no les quedaba otro remedio que intentar destruir los cañones enemigos. No intentarlo siquiera permitiría a los Guerreros de Hierro machacarlos hasta convertirlos en polvo.
Una sensación de miedo y exaltación le recorría las venas ante la perspectiva de luchar. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había entrado en combate con sus hombres.
Mantuvo pegada la pistola bólter al pecho y siguió corriendo agazapado. La respiración contenida le quemaba los pulmones. La línea de los traidores todavía estaba a unos centenares de metros. Le parecía que el jadeo de su respiración era tremendamente ruidoso y que el resonar de las botas contra el suelo polvoriento retumbaba tanto como el de las zancadas de los titanes, pero nadie había dado la alarma de momento. Quizá existía alguna posibilidad de que aquel ataque descabellado funcionase.
Preste Vauban fue capaz de ver a pesar de la escasa luz una cabeza asomada por encima del terraplén levantado por el enemigo. Contó los segundos que faltaban para que empezara el ataque.
Lo único que necesitaban era un poco más de tiempo.
Uraja Klane subió hasta el borde de las defensas del terraplén y miró hacia la oscuridad antes de dejar apoyado el rifle en el parapeto de tierra. Algo ocurría allí delante, pero no estaba seguro de qué era. Lord Kroeger les había encomendado la misión de proteger los cañones y sabía que no era nada conveniente disgustar a su señor, pero el ruido y las luces procedentes del campamento hacían difícil distinguir algo con claridad.
A su espalda, varios centenares de soldados dormían sobre la banqueta de tiro que recorría la trinchera o bebían licores en tazas de metal agazapados en los reductos.
Bajó la mirada y le propinó una patada a Yosha. Si no recordaba mal, era él quien tenía un par de binoculares de esos que podían ver en la oscuridad.
—Eh, Yosha, despierta, pedazo de… —gruñó Klane.
Yosha murmuró algo ininteligible pero grosero y se dio la vuelta. Klane le dio otra patada.
—Yosha, despierta, joder. ¡Dame tus binoculares!
—¿Qué? —preguntó medio dormido—. ¿Mis binoculares?
—Sí, creo que hay algo ahí fuera.
Yosha gruñó pero se puso en pie. Se frotó los ojos con unas manos llenas de mugre y bostezó abriendo la boca de par en par antes de mirar hacia la oscuridad.
—Ahí no hay nada —afirmó todavía somnoliento.
—Imbécil, ponte los binoculares.
Yosha miró con gesto furioso a su camarada, pero sacó unos binoculares de campo ennegrecidos y antiguos. En el centro había una pieza protuberante muy rara. Se lo colocó en la cabeza rapada antes de apoyarla sobre las manos y mirar por encima del parapeto.
—Bueno —insistió Klane—. ¿Ves algo?
—Sí —susurró Yosha—. Viene algo. Parece…
—¿Qué parece?
—Parece…
Klane no tuvo ocasión de saberlo. Un zumbido agudo pasó siseando a su lado y reventó la parte posterior de la cabeza de Yosha en una explosión de sangre y materia cerebral. Yosha se desplomó lentamente hacia atrás y cayó del parapeto.
—¡Por los dientes de Khorne! —exclamó echándose hacia atrás y mirando al cuerpo sin cabeza antes de volver a asomarse por encima del parapeto.
El zumbido resonó de nuevo y un trozo de tierra estalló a su lado.
¡Un francotirador!
Klane se agachó detrás del parapeto y amartilló el rifle antes de mirar a izquierda y derecha y ver que otros centinelas también estaban desplomándose, sin duda abatidos por los francotiradores imperiales desde las murallas del revellín. Maldijo de nuevo. ¡Los estaban atacando!
Se arrastró hasta la banqueta de disparo pasando por encima de los cuerpos dormidos para llegar hasta la sirena de alarma. Se puso en pie agarrándose al poste de madera donde se encontraba el altavoz del aparato. Agarró la manilla de activación.
Klane oyó los pasos de unas botas que se acercaban al parapeto y se dio cuenta de que no tenía mucho tiempo. Hizo girar la manilla y el aullido del altavoz aumentó de volumen a medida que la giraba a más y más velocidad. Un disparo partió la madera cerca de él, cubriéndolo de astillas. Se encogió de nuevo y soltó la manilla para empuñar el rifle.
Oyó más pasos sobre la tierra al otro lado del terraplén. ¡Malditos imperiales! Gruñía de contento por tener la oportunidad de matar cuando le llegó el roce de unas manos que trepaban por la pared del parapeto.
¡Ningún guardia imperial de mierda iba a pasar por donde estaba Uraja Klane!
Lanzó un rugido de odio y se puso en pie. Giró en redondo para apuntar el rifle y se encontró frente a frente con un guerrero gigantesco, protegido por una servoarmadura amarilla y una águila imperial de color escarlata en el peto de la coraza, y que empuñaba una chasqueante espada.
—Qué c… —fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que el marine espacial de los Puños Imperiales lo partiera por la mitad con la espada de energía.
* * *
Las sirenas empezaron a gemir y atravesaron la tranquilidad de la noche con sus gemidos agudos. Vauban supo que habían perdido el elemento sorpresa y que disponían de un tiempo limitado para lograr su objetivo antes de verse obligados a retirarse. Trepó por la empinada ladera exterior del parapeto utilizando la empuñadura de la pistola como apoyo.
Los soldados cruzaron de un último salto el borde del parapeto con un rugido de furia desatada.
Una granada estalló cerca de Vauban cubriéndolo de tierra y haciéndole perder su asidero. Empezó a resbalar sin dejar de patalear para evitarlo.
Una mano cubierta con un guantelete apareció de repente y lo agarró por la muñeca. Lo alzó con facilidad y lo pasó al otro lado del parapeto con un movimiento fluido. Vauban acabó depositado en la banqueta de disparo al lado de un cadáver y desenvainó con rapidez la espada. El marine espacial que lo había levantado por encima del parapeto se dio la vuelta y comenzó a disparar contra la masa de soldados enemigos vestidos con monos rojos. Sus hermanos ya estaban avanzando por las trincheras mientras la Guardia Imperial trepaba por encima del parapeto y se dirigía hacia la batería.
—Gracias, hermano-capitán Eshara —dijo Vauban sin apenas aliento.
El capitán de los Puños Imperiales asintió y colocó un nuevo cargador en el arma antes de contestar.
—Agradézcamelo más tarde. Tenemos mucho trabajo por delante. —Luego se dio la vuelta y se lanzó a la carga desde el parapeto.
Los disparos y las explosiones iluminaban las trincheras y los reductos de la batería con un resplandor estroboscópico, mientras los aullidos de los soldados y los gritos de los heridos proporcionaban un trasfondo cacofónico al ataque. Cientos de jouranos saltaron el parapeto y mataron a todo lo que se encontraron por el camino. Habían pillado por sorpresa casi por completo a la soldadesca del Caos, y los soldados del Imperio no mostraron cuartel alguno con el desprevenido enemigo. Los grupos de asalto masacraron a sus oponentes disparándoles allá dónde estaban tumbados o atravesándolos con las bayonetas mientras intentaban empuñar las armas.
Allí había quince gigantescas máquinas de guerra, enormes obuses y cañones largos con tubos de disparo tan anchos que un hombre podía permanecer de pie en el interior. En el flanco de cada máquina había unas planchas de bronce repujadas con cráneos e iconos impíos. Las armas estaban aseguradas a las unidades móviles mediante unas gruesas cadenas enganchadas a los enormes anillos de sujeción. De aquellos ingenios de asedio emanaba una terrible sensación de amenaza y Vauban notó que el estómago se le revolvía. En ese momento supo sin ninguna clase de duda que aquellas creaciones blasfemas jamás deberían haber existido.
Los Puños Imperiales barrieron con eficiencia la batería matando a todos los artilleros de las máquinas de guerra y asegurando el perímetro. Se parapetaron en diversas posiciones alrededor de las trincheras de aproximación y la paralela preparados para repeler el inevitable contraataque.
Vauban se bajó de un salto del parapeto y empezó a gritar órdenes.
—¡Equipo de demolición alfa, conmigo! ¡El equipo beta con el coronel Leonid!
Dos docenas de hombres lo siguieron hacia las máquinas y Vauban sintió que un temblor le recorrió la espina dorsal cuando oyó incluso por encima del tableteo de las armas el sonido palpitante de la monstruosa respiración demoníaca justo por debajo del umbral de audición. Cruzó por encima de decenas de cadáveres y avanzó con rapidez hacia los ingenios demoníacos. Cuanto más se acercaban él y sus hombres, más aumentaba la sensación de malignidad. Cuando se subió a la plataforma de metal donde estaban encadenadas las máquinas notó un dolor agónico, cómo las tripas se le encogían y las rodillas le temblaban. El terror se apoderó de él cuando la mente se le llenó con la creencia incontrovertible de que tocar uno de aquellos monstruos impuros equivalía a morir.
Vio que no era el único que sufría aquella odiosa sensación. Varios soldados habían caído de rodillas y algunos incluso vomitaban sangre debido al aura demoníaca que los rodeaba procedente de las máquinas de pesadilla. Las cadenas y el metal gimieron a sus pies mientras las máquinas de guerra se alimentaban del fluido rojo a la vez que un retumbar rítmico y sordo sonaba cada vez más fuerte desde la línea de ingenios demoníacos.
El estampido de los disparos de bólter se intensificó en los extremos de la batería, y Vauban se dio cuenta de que los guerreros de Hierro estaban realizando un contraataque por temor a perder su artillería infernal.
¡No podían fallar! No cuando ya estaban tan cerca. Vauban se puso en pie y apretó los dientes para sobreponerse a las arcadas enfermizas que le sacudían todo el cuerpo antes de tirar del soldado que tenía al lado para ponerlo también en pie.
—¡Vamos, maldita sea! —le gritó—. ¡En pie!
El soldado agarró la bolsa con las cargas y se tambaleó en pos de Vauban con el rostro congestionado por el terror y la agonía. Los dos avanzaron hacia la máquina más cercana. Las cadenas que colgaban de ella se estremecieron con fuerza y tinos cuantos chorros de vapor salieron a presión de las rejillas corroídas. La visión les quedó empañada por una especie de estática y les pareció que estaban mirando a través de una holografía defectuosa. Vauban sintió que la boca se le llenaba de un sabor metálico y amargo: se había mordido el labio para no echarse a gritar. De repente, de forma tan súbita como había empezado, el dolor y el terror desaparecieron como la luz de una vela apagada de un soplido. Vauban sintió que le desaparecía un peso enorme de la mente. Aspiró con fuerza y escupió sangre antes de girarse al escuchar un canto retumbante a su espalda.
Uno de los Puños Imperiales, con la armadura amarilla decorada con numerosos sellos de pureza y una de las hombreras pintada de azul, caminaba hacia los ingenios demoníacos.
Su voz potente resonaba pura y clara. Empuñaba en una mano un báculo de ébano tallado a lo largo del cual centelleaban una serie de pequeños relámpagos azules.
Vauban no conocía el nombre del guerrero, pero sabía por sus palabras que su salvador era un psíquico, uno de los del poder corrupto de los ingenios demoníacos y protegiéndolos de su maligna influencia.
Unos vapores fantasmales de energía etérea surgieron entonces de los iconos y de las señales visibles en los costados blindados de las máquinas de guerra.
Vauban vio que el sudor caía a chorros por el rostro del salía por el esfuerzo de mantener a raya la esencia demoníaca, algo que lo estaba llevando al límite.
El bibliotecario les había proporcionado aquella oportunidad, pero tendrían que darse prisa.
—¡Rápido! —gritó para hacerse oír por encima de las explosiones y del tableteo de las armas cortas—. ¡Equipos de demolición, coloquen las cargas y salgamos de aquí, joder!
Los hombres de los equipos de demolición se pusieron en pie desde donde estaban tirados sobre la plataforma metálica de la batería y bajo la dirección de uno de los mejores oficiales de artillería de Vauban comenzaron a colocar las cargas explosivas en los puntos vitales de cada ingenio demoníaco. Las enormes máquinas forcejearon con las ataduras que las mantenían inmovilizadas, enfurecidas porque aquellos mortales se atrevían a profanarlas.
Vauban oyó que el microcomunicador que llevaba en la oreja se activaba mientras los hombres se dirigían hacia la siguiente máquina. Era el capitán Eshara.
—¡Castellano Vauban, debemos irnos! ¡El enemigo ya viene con una gran superioridad numérica además de apoyo pesado y no creo que podamos contenerlos!
—¡Todavía no! —gritó Vauban—. ¡Denos tiempo para colocar los explosivos y luego retírese! ¡Lo necesitamos vivo!
—¿Cuánto tiempo necesita? —le preguntó Eshara con la voz ahogada por el estampido de las explosiones cercanas.
Vauban miró a la fila de máquinas antes de contestar.
—¡Cuatro minutos!
—¡Lo intentaremos, pero prepárense para retirarse en cuanto nos vea replegarnos!
* * *
—¡Un momento! —soltó Hawke—. ¿Que conecte el cable de bronce con el símbolo sagrado del halo a las dos clavijas de qué?
Hawke notó incluso a través del comunicador una tremenda impaciencia en la voz del magos cuando le contestó.
—El cable de bronce a las dos clavijas con el símbolo del medio engranaje. Ya lo he dicho. En cuanto…,
—Un momento, un momento… —gruñó Hawke jugueteando con los enganches del cable mientras buscaba las clavijas correctas y sostenía el cable por encima de todos los circuitos al descubierto. El iluminador del respirador se iba apagando y tuvo que entrecerrar los ojos para encontrar los símbolos que le había indicado Beauvais. ¡Allí estaban! Alargó la mano y colocó los enganches en las clavijas. Se encogió de dolor y casi perdió el equilibrio cuando soltaron un chispazo y le quemaron la punta de los dedos.
Se agarró a la pasarela de acero sobre la que estaba e intentó no pensar en la distancia que había hasta el suelo. La pasarela era de construcción sólida, una de las varias que había adosadas a la pared en diferentes puntos del lugar, probablemente para que los técnicos llevasen a cabo el mantenimiento de rutina del torpedo. Dudaba mucho que la utilizaran para intentar hacerle un puente a semejante artefacto. A su espalda, otra pasarela de suelo de rejilla llevaba a la oscuridad. Había tardado veinte frustrantes minutos en subir la escalera, encontrar el panel de acceso correcto en el costado del gigantesco torpedo y sacar los sagrados pernos que lo mantenían en su sitio utilizando el cuchillo de Hitch.
A lo largo de la hora anterior había recibido dos calambrazos que casi lo electrocutaron, se había quemado los dedos tres veces y casi se había caído al suelo de rococemento sólido, treinta metros más abajo. Hawke no estaba muy contento. Se tranquilizó un momento antes de hablar por el comunicador de nuevo.
—¡Podrían haberme avisado! —se quejó.
—¿Ya está?
—Sí, ya está.
—Muy bien. El torpedo ya está armado.
Hawke se alejó del artefacto. De repente, se sintió muy alarmado ante la perspectiva de tener aquel proyectil monstruoso a menos de un metro de la cabeza.
—Vale, ya está armado. Y ahora, ¿qué?
—Ahora tenemos que informar al espíritu guerrero del torpedo del lugar donde se encuentra su objetivo.
—Ah —contestó Hawke encogiéndose de hombros—. ¿Y cómo hago eso?
—No tiene que hacerlo. Yo realizaré esa tarea sagrada, pero necesito que retire un cable rojo y dorado con la runa de la telemetría y después…
—¿La qué? Dígame qué aspecto tiene eso.
Beauvais soltó un suspiro.
—Es un triángulo con alas con un engranaje en el centro. Está conectado a la cámara buscadora del espíritu guerrero. Es la caja dorada en la parte superior del panel. En cuanto tenga el cable, conéctelo a la toma de triangulación remota de la unidad comunicadora. En cuanto las luces del comunicador dejen de parpadear, vuelva a conectarlo a la cámara buscadora del espíritu guerrero.
Hawke encontró la clavija y la sacó del panel. Lanzó una maldición cuando vio que tan sólo salía unos quince centímetros del torpedo. Llevó a peso la unidad de comunicación hasta el borde de la pasarela y la dejó apoyada en uno de los soportes. Conectó el cable y vio que las luces del panel frontal del aparato se apagaban, a excepción de las que rodeaban el dial, que parpadearon de un modo extraño. La secuencia continuó, por lo que Hawke se apoyó en un brazo y se quedó mirando al gigantesco torpedo.
La parte superior del enorme proyectil era redondeada y extrañamente irregular. La cabeza de guerra acababa en una serie de acanaladuras serradas. Hawke supuso que serviría para atravesar el grueso casco de una nave espacial antes de estallar en el interior.
Esperó bastantes minutos antes de que la secuencia de luces parpadeantes terminase. Desenchufó el cable y lo volvió a conectar al torpedo. Le pareció oír un ruido, así que se asomó un momento. No vio nada, de modo que no le dio importancia y volvió a concentrarse en el torpedo en el momento que Beauvais habló de nuevo.
—El espíritu guerrero ya conoce a su presa. Ahora debe recitar el Cántico del Despertar para que comience su caza.
—Vale. El Cántico del Despertar… Después de eso, ¿qué?
—Tan sólo hay que apretar la runa de disparo en…
Beauvais no llegó a terminar la frase jamás, y a que una ráfaga de proyectiles de bólter atravesó el comunicador y lo destrozó.
Hawke dio un salto por la sorpresa y tuvo que agarrarse al pasamanos cuando estuvo a punto de caerse de nuevo.
—¡Por la sangre del Emperador! —soltó antes de empuñar el rifle y pegar la espalda a la fría rejilla metálica de la pared.
La respiración se le agarraba a la garganta agarrotada y el corazón le palpitaba como si estuviese a punto de salírsele del pecho. ¿Qué coño estaba pasando?
Se arriesgó a asomarse un momento por el borde de la pasarela y vio a un gigante protegido con una servoarmadura de color gris hierro que empuñaba una pistola humeante y al que le asomaba una garra mecánica por encima del hombro. Un grupo de soldados de uniforme rojo lo rodeaban. Todos iban armados con rifles con los que le apuntaban.
Oyó una voz profunda y llena de amenaza.
—Vas a morir, hombrecillo. Nos has mareado un poco, pero ya se acabó.
Hawke cerró los ojos y empezó a susurrar.
—Mierda, mierda, mierda…
* * *
Un fuego incandescente surgió de las primeras cargas de demolición, que vaporizaron las cadenas y los cierres de seguridad que mantenían a la primera máquina demoníaca en su lugar. Unos símbolos arcanos de protección grabados con paciencia infinita quedaron incinerados y los componentes mecánicos de la máquina de guerra se fundieron bajo el calor volcánico de la explosión. El alarido de muerte del ingenio demoníaco azotó los alrededores de la batería cuando la terrorífica criatura aprisionada en el interior de los infernales mecanismos quedó liberada.
Los que se encontraban más cerca, a pesar de encontrarse fuera del radio de alcance de las explosiones, fueron derribados por el chillido de liberación. Un huracán rugiente de energía etérea y de geometrías enloquecidas que recorrían la forma demoníaca atravesó a los jouranos con todo el poder del immaterium, girándoles el cuerpo del revés a algunos y revenían do a otros desde dentro mientras aullaba al quedar disuelto.
Honsou oyó el chillido de una de las criaturas y maldijo de nuevo a Kroeger. ¿Dónde estaban los hombres de su compañía a los que se les había encargado proteger aquellas valiosas bestias? Eran criaturas para las que había hecho falta sacrificar incontables miles de víctimas y realizar pactos diabólicos a la hora de conjurarlos. La respuesta era fácil: ocupados en matar en algún otro lugar, saciando su ansia de sangre en una orgía de matanzas.
Se agachó cuando una ráfaga de proyectiles acribilló la pared de la trinchera que tenía delante y un puñado de soldados cayó con los cuerpos destrozados. Amartilló su arma y se quedo parado un momento al darse cuenta de que los disparos que había oído eran de bólter. Honsou pasó por encima de los cuerpos ensangrentados y asomó la cabeza por la esquina de la trinchera. Se quedó sorprendido al ver un marine espacial con servoarmadura amarilla disparando a lo largo de la trinchera. Todo el estrecho corredor de tierra estaba repleto de cuerpos y no había forma de pasar.
A su espalda había centenares de soldados humanos. Empuñaban con miedo los rifles primitivos mientras procuraban permanecer encogidos en la seguridad de la trinchera. Esperaban que los guiara, y Honsou gruñó antes de alargar un brazo y agarrar a uno por el cuello y lanzarlo de cabeza al siguiente tramo de la trinchera. El soldado cayó pesadamente, y en cuanto se puso en pie, una ráfaga de proyectiles de bólter acabó con él.
Honsou se asomó por la parte baja de la esquina antes siquiera de que el cuerpo cayese al suelo y disparó unas cuantas ráfagas cortas contra el marine espacial. Su enemigo cayó muerto con la armadura agujereada por los impactos. Honsou apretó la mandíbula cuando distinguió el icono del puño negro en la hombrera izquierda del guerrero.
¡Los Puños Imperiales! El viejo enemigo, la fuente de su sangre contaminada y la causa de miles de años de humillaciones a manos de aquellos que no merecían ni siquiera servir a su lado.
Una furia ciega se apoderó de él y rugió de odio lanzándose a la carga a través de la trinchera llena de cadáveres. La necesidad desesperada de matar Puños Imperiales lo obligó a avanzar sin cesar. Otro guerrero de armadura amarilla apareció a la entrada de la batería. Levantó el bólter, pero Honsou fue más rápido. Apretó el gatillo y vació el cargador del arma en el odiado enemigo.
La estrecha trinchera se llenó de chispas cuando los disparos impactaron en la armadura del marine espacial.
Honsou aulló de furia y arrojó a un lado el bólter cuando el percutor golpeó en vacío. Desenvainó rápidamente la espada mientras el guerrero enemigo se agachaba sobre una rodilla y apuntaba con cuidado.
Sintió cómo los impactos le daban de lleno en el pecho, pero nada, ni siquiera la propia muerte, podría impedir que llegara hasta su enemigo. El dolor lo atravesó, pero hizo caso omiso. Le propinó una patada en pleno pecho y cambió con un solo gesto el modo que tenía empuñada la espada para golpear con la punta hacia abajo y atravesar la placa pectoral del guerrero caído. El golpe, impulsado por el odio, hundió la espada hasta la empuñadura.
Un chorro de sangre lo alcanzó cuando otra explosión cegadora retumbó por toda la batería y un nuevo ingenio demoníaco desapareció en un estallido de llamas. Su aullido apagó de forma momentánea el rugido de la explosión. Las ondas de choque psíquicas azotaron a Honsou y sintió que lo atravesaba rugiente la maldad de un ser atávico, que ya era antiguo antes de que la humanidad apareciera en Terra. Disfrutó de aquel odio al mismo tiempo que sentía que lo consumía y que le proporcionaba un vigor renovado por tomar su indigno cuerpo como recipiente de su maldad. Extendió los brazos y unos rayos actínicos de luz negra le surgieron de las manos.
Una nueva clase de destrucción cayó sobre la batería cuando los rayos lo destrozaron todo de forma indiscriminada: montículos de tierra, maquinaria y grupos de soldados, tanto propios como enemigos.
Honsou disfrutó de aquella matanza, aunque sabía que era gracias a un poder prestado. En las retinas le quedaron marcadas imágenes purpúreas, pero se echó a reír mientras enviaba lanzas de energía de la disformidad hacia la confusa masa de hombres y máquinas. El cuerpo se le hinchó mientras se guía absorbiendo poder demoníaco. La armadura se dobló, y comenzó a gritar cuando las articulaciones y los tendones se dilataron y los huesos crujieron. La mandíbula se abrió en un grito inaudible de agonía.
Nuevas explosiones atronadoras sacudieron la batería, y Honsou sintió que otra presencia demoníaca surgía del interior del ingenio que la aprisionaba. Cayó de rodillas cuando el demonio que albergaba en el interior se retiró de repente al sentir el odio de la entidad recién aparecida. Vio cómo el poder lo abandonaba y cómo las dos criaturas demoníacas se enzarzaban en una pelea mientras ascendían hacia el cielo antes de desvanecerse. Deseó tener aquel poder de nuevo, aunque sabía que algo así lo destruiría.
Gruñó a causa del dolor provocado por los daños que había sufrido por la breve ocupación del demonio al recorrer sus terminales nerviosas. Se puso en pie al mismo tiempo que sus soldados se abalanzaban sin dejar de disparar contra los guardias imperiales y los marines espaciales.
Otro aullido enloquecido llenó la batería cuando una nueva serie de explosiones iluminó la noche. Un ingenio demoníaco, con los cierres y las cadenas rotas, aullaba intentando liberarse de las ataduras mágicas que lo retenían en máquina de guerra. Los hombres morían aplastados bajo las orugas de bronce y Honsou vio cómo el enorme cañón daba media vuelta y disparaba varias veces. Los proyectiles aullantes cruzaron el cielo por encima de su cabeza y cayeron sobre el interior del campamento de los Guerreros de Hierro, provocando a continuación una serie de explosiones secundarías.
Honsou sacó la espada del cuerpo que tenía al lado e hizo un gesto de dolor al sentir cómo los torturados músculos crujían. Todavía quedaban muchos Puños Imperiales por matar, así que se lanzó hacia el infierno llameante de la batería para encontrarlos.
* * *
Los proyectiles de bólter rebotaron contra la pared y casi lo dejaron sordo. Hawke también sintió el impacto de incontables balas contra la parte baja de la pasarela. Apoyó con desesperación el codo contra la rejilla que tenía a la espalda y disparó el rifle láser a ciegas por encima del pasamanos.
Varios proyectiles rebotaron contra el torpedo con una lluvia de chispas, y Hawke se puso a soltar obscenidades sin parar, temiendo con cada uno de los impactos que el puñetero artefacto explotara. Oyó el pisoteo rítmico de unas botas que subían por la escalera que tenía al lado, y rodó sobre sí mismo justo a tiempo de ver aparecer un rostro ajado sobre un uniforme rojo.
Alzó el brazo y le golpeó con el codo en plena nariz, provocando un surtidor de sangre por toda la cara. El hombre se llevó las manos al rostro de forma instintiva y lanzó un grito mientras se desplomaba sobre el suelo.
—¡Y quédate ahí! —le gritó Hawke al mismo tiempo que se asomaba para verlo caer. Una bala pasó zumbando y le rozó la sien, haciéndole chillar de dolor. La sangre comenzó a correrle por la cara y rodó otra vez sobre sí mismo en el momento que otro enemigo subía por la escalera.
Un proyectil de bólter le atravesó la manga del uniforme y quedó manchada con la sangre que salió del brazo. La mano se le abrió de forma involuntaria y se le escapó el rifle láser. El arma se deslizó hasta el borde de la pasarela y se lanzó a por ella para impedir que se cayera. Algo pesado cayó sobre él.
Un puño lo golpeó en la mandíbula, pero logró girar el cuerpo y la cabeza y amortiguar parte de la fuerza del golpe, aunque su oponente siguió dándole puñetazos.
Hawke le metió un rodillazo en la entrepierna y a continuación un cabezazo en plena cara cuando su oponente se dobló sobre sí mismo. Después le propinó un golpe con el canto de la mano en la garganta y con el mismo movimiento lo agarró por el cuello del uniforme. Tiró con fuerza y le estampó la cabeza contra el pasamanos antes de arrojarlo por encima del mismo.
Vio que había otro soldado enemigo delante de él que lo estaba apuntando con un rifle. Impulsó las dos piernas hacia adelante y estrelló las botas contra las rodillas del soldado, partiéndoselas. El hombre cayó aullando de dolor al suelo de la pasarela.
Hawke disparó una ráfaga de láser y le destrozó el pecho a la vez que arrancaba la rejilla montada en la pared a su espalda. Unas cuantas balas más acribillaron la pared en torno a él haciendo que se apartara de la entrada a la pasarela. De repente, se encontró mirando a las profundidades del panel de acceso al torpedo.
¿Cómo demonios se disparaba aquel puñetero cacharro?
No lograba acordarse.
Oyó subir a más gente y soltó una maldición cuando vio el destello de la señal roja en el cargador de munición: estaba casi vacío. Vio que otro soldado había llegado al final de la escalera. Desenvainó el orgullo del fallecido guardia imperial Hitch, el arma que llevaba al cinto, y clavó la hoja del cuchillo de combate jourano en la garganta del individuo. De la herida saltó un chorro de brillante sangre arterial que empapó a Hawke. Se enjugó los ojos con rapidez antes de retroceder a rastras hacia el torpedo y envainar el cuchillo.
Oyó el tableteo de disparos contra el suelo, pero no le pareció que ninguno estuviese dirigido a él. Se arriesgó a mirar de nuevo por el borde de la pasarela y vio que el gigante con armadura había matado a los demás soldados. Quizá no se habían sentido muy tentados de sufrir el mismo destino que sus compañeros.
Hawke sonrió de repente. No podía culparlos.
—Eres más valiente de lo que pareces, hombrecito —dijo el marine del Caos mientras comenzaba a subir la escalera—. Te honraré con la más brutal de las muertes.
—Si no te importa, mejor lo dejamos —le gritó Hawke disparándole con el rifle láser, pero el arma fue inútil: los disparos rebotaron contra la bruñida armadura del guerrero.
Miró con desesperación a su alrededor en busca de algo que pudiera utilizar como arma y por fin encontró lo único que sabía que podía acabar con él.
Pero ¿cómo podría utilizarlo? ¿Qué era lo que había dicho Beauvais?
Tan sólo había que apretar la runa de disparo en… ¿En qué?
Se mordió el labio mientras oía al guerrero subir por la escalera.
—A la mierda —dijo, y cerró los ojos.
Metió la mano en el interior del panel de acceso y apretó con la palma de la mano todas las runas, botones e interruptores que había a la vista.
No ocurrió nada.
—¡Que el Emperador te maldiga! —gritó Hawke con frustración—. ¡Pedazo de chatarra inútil! ¡Ponte en marcha, joder! ¡Cabrón! ¡Ponte en marcha!
En el mismo momento que pronunciaba la última palabra se oyó un temblor rugiente que llenó todo el lugar. Sonaron varias sirenas y una serie de luces empezaron a parpadear en la parte superior de la estancia. Hawke abrió los ojos y se echó a reír de un modo histérico. ¡Claro, por supuesto! ¡El Cántico del Despertar!
La cámara quedó inundada de repente por un tremendo calor y las paredes comenzaron a cubrirse de vapor a medida que los potentes cohetes de los motores se encendían de forma secuencial. Lo había conseguido. ¡Joder, lo había conseguido!
Se dio cuenta del peligro cuando el calor empezó a aumentar demasiado. Estaba claro que la escalera no era una opción de huida, así que gritó de alivio cuando se fijó en el conducto que había quedado a la vista detrás de la rejilla destrozada. No sabía adónde llevaba, pero seguro que era mejor que donde estaba en esos momentos.
—Bueno, chico —se susurró a sí mismo—. Ya va siendo hora de que te vayas.
Se arrastró con rapidez hacia el conducto y metió primero el rifle láser. Era lo bastante ancho como para avanzar sin problemas, de modo que entró deslizándose.
Algo le tiró de los pantalones. Giró la cabeza y gritó al ver que la odiosa garra mecanizada del guerrero del Caos lo tenía atrapado por el tobillo.
El gigante era demasiado grande para entrar en el conducto, pero la garra no tardaría en sacarlo.
—Si vamos a morir, moriremos juntos, pequeñín —le prometió el guerrero.
—Anda y que te den —le escupió Hawke antes de desenvainar de nuevo el cuchillo y cortar los cables de energía y demás tubos que recorrían la garra en toda su longitud. Saltó un chorro de aceite negro y otro de fluido hidráulico y la garra empezó a moverse de un modo espasmódico.
La presa de la garra se aflojó y le dio una patada para librarse del todo antes de seguir avanzando por el conducto de metal liso. Se esperó un balazo en la espalda en cualquier momento, pero no llegó ninguno. El conducto se sacudía con los temblores y tuvo que esforzarse por ir más de prisa, más de lo que jamás había creído posible.
Un chorro de vapor empezó a llenar aquel lugar. El sudor le empapaba el cuerpo mientras el conducto crujía a medida que se expandía debido al intenso calor.
De repente se abrió un espacio ante él. Salió del conducto y se echó el rifle al hombro. Descubrió que había llegado a lo que parecía una cámara de ventilación y vio que había otros conductos que llevaban hasta allí, además de una escalera que ascendía hasta un círculo de cielo rojizo. Se subió de un salto a la escalera y trepó todo lo rápido que pudo oyendo cómo el temblor aumentaba hasta convertirse en un rugido parecido al de un dragón al que hubieran despertado de su sueño.
Subió y subió mientras el rugido no cesaba de aumentar.
Varios géiseres de vapor hirviente pasaron a su lado.
El calor era insoportable y tuvo que apretar los dientes. Empezaron a formársele ampollas en la piel, pero no hizo caso del dolor que sentía y puso una mano tras otra en los peldaños para seguir subiendo.
Hawke llegó al final de la escalera y gimió de miedo cuando sintió una oleada de calor achicharrante y vio que una luz anaranjada lo rodeaba. Realizó un último esfuerzo titánico lanzando un tremendo grito y salió rodando del hueco del conducto momentos antes de que todo el chorro de gases incandescentes surgiera a su espalda.
Hawke cerró los ojos y siguió rodando hasta que estuvo seguro de que se encontraba a salvo. Jadeó en busca de aire fresco y se alzó hasta quedar sentado. Abrió los ojos a tiempo de ver el rugiente torpedo surcando el cielo seguido de una columna de fuego.
El guardia Julius Hawke supo sin duda alguna que jamás había visto algo tan hermoso.
El torpedo orbital de la clase Glaive ascendió con rapidez a través del cielo rojizo de Hydra Cordatus dejando atrás una espesa estela de humo e iluminando el campo de batalla con un resplandor brillante. En poco tiempo no fue más que un punto de luz parpadeante en el cielo. Subió hasta donde la atmósfera era menos densa y podía incrementar la velocidad. Cuando llegó a una altura de casi cien kilómetros, la primera etapa del torpedo ya estaba quemada. Se apagó y se desprendió, dando paso al encendido de la segunda y aumentando así más todavía la velocidad del proyectil mientras el espíritu guerrero enjaulado en la cabeza de guerra calculaba el tiempo, la distancia y el vector de aproximación hacia el objetivo.
El torpedo inclinó el morro, viajando a más de catorce mil kilómetros por hora, y comenzó a buscar su presa. El Adeptus Mecánicus había maldecido al objetivo y esa maldición había pasado al espíritu de guerra. En cuanto el torpedo estuvo inclinado en dirección al planeta, la cabeza de guerra identificó el objetivo.
Con el blanco centrado en el punto de mira, el espíritu de guerra giró los retrocohetes de la segunda etapa para lanzar un chorro corrector de dirección que alteró el rumbo y dirigió al torpedo directamente hacia Hydra Cordatus.
* * *
Forrix se encontraba al borde del promontorio y observaba con frustración impotente la batalla que se estaba desarrollando abajo. Los imperiales estaban atacando las baterías y él no podía hacer nada al respecto. ¿Quién habría dicho que aquellos canallas seguidores del dios cadáver se hubieran atrevido a tanto? Apretó los puños ya crispados y juró que alguien pagaría por aquello.
Los estallidos y las explosiones iluminaron la noche, y gracias a su visión mejorada fue capaz de seguir los actos individuales de valor y heroísmo en el campo de batalla. No sólo eso: distinguió con claridad la armadura amarilla de los Puños Imperiales a pesar de la luz parpadeante. Tener a los viejos enemigos tan a mano era una sincronía tan perfecta como hubiera podido desear. Recordó el combate contra los guerreros de Dorn en las murallas de la Puerta de la Eternidad de Terra, hacía ya diez mil años. Aquéllos sí que habían sido guerreros merecedores de gloria, pero ¿y los que los habían sucedido?
Lo descubriría en muy poco tiempo. En el interior de su corazón ardía una pasión que creía haber olvidado.
Había visto una lanza de luz rugiente surgir de las montañas situadas al este de la ciudadela, y lo embargó una sensación de intranquilidad mientras miraba al torpedo orbital ascender más y más.
Se preguntó cómo lo habrían disparado y cuál sería su objetivo. Aquello le pareció irrelevante en un momento semejante, así que dejó de mirarlo mientras seguía ascendiendo hasta desaparecer entre las nubes.
Forrix volvió a concentrar la atención en el campo de batalla y lanzó un bufido de desprecio cuando vio que los imperiales empezaban a retirarse ante la ferocidad del contraataque de los Guerreros de Hierro. También vio a Honsou a la cabeza de un grupo de soldados cruzando la batería y matando a todos los que no escapaban con rapidez. Sonrió de forma lúgubre.
Honsou se estaba convirtiendo en un jefe de guerra temible. Forrix sabía que si se le daba la oportunidad, podría convertirse en uno de los Forjadores más importantes que jamás hubiera tenido la Legión de Guerreros de Hierro.
La batalla casi había terminado. Forrix dio media vuelta y dejó atrás el enorme número de piezas de artillería que había reunido sobre el promontorio para después cruzar la brecha que Honsou había cruzado sin dejar de combatir. Al día siguiente comenzarían a disparar de nuevo y las paredes de la ciudadela acabarían derrumbándose.
Cruzó las trincheras sobre unas largas hojas de metal, pero de repente se detuvo cuando una súbita premonición le provocó un escalofrío a lo largo de la espina dorsal. Alzó la vista al cielo.
¿Qué era lo que lo había hecho mirar hacia arriba? Entonces lo vio.
Un punto de luz incandescente en lo más alto del cielo y que bajaba hacia el planeta a una velocidad increíble. A Forrix se le abrió la mandíbula cuando se dio cuenta de cuál era el objetivo del torpedo. Una furia asesina se apoderó de su cuerpo al ver los chorros de chispas provocados por la reentrada del torpedo en la atmósfera.
Echó a correr hacia el torreón mientras lanzaba un aviso por el comunicador a los guerreros que estaban dentro.
—¡Por todo lo que es impío, activad el escudo de vacío del torreón!
Corrió a grandes zancadas para alcanzar las puertas blindadas que llevaban al interior y se arriesgó a echar un vistazo por encima del hombro. Le pareció que la corona de fuego que rodeaba al torpedo era un ojo malévolo celestial que apuntaba directamente hacia su corazón.
Forrix entró en el torreón y pulsó el botón del mecanismo de cierre de un puñetazo antes de dirigirse hacia el centro de mando. Oyó el zumbido penetrante del generador del campo de vacío, situado bajo la torre, mientras aumentaba de potencia y deseó con fervor que se pusiese en funcionamiento a tiempo.
Si no lo hacía, tanto él como los demás ocupantes del torreón estaban muertos.
* * *
El torpedo impactó en el centro casi exacto del bastión Kane de Tor Christo, donde la cabeza de guerra de tres etapas explotó con resultados devastadores. El elemento inicial de la cabeza de guerra había sido diseñado para abrir un agujero en el grueso casco de una nave espacial casi a la vez que el elemento de cola estallaba para impulsar a la carga central a las profundidades del objetivo.
Sin embargo, en vez de estrellarse contra el mamparo de varios metros de espesor reforzado con adamantium de una nave estelar, el torpedo se estampó contra el suelo del bastión Kane a más de mil kilómetros por hora. La primera etapa de la cabeza de guerra explotó con una fuerza tremenda y arrasó todo lo que había a trescientos metros a la vez que abría un agujero de cincuenta metros de profundidad. La sección de cola también estalló e impulsó al torpedo hacia las profundidades de la piedra del promontorio, donde la carga central, la más potente, detonó con el poder del sol e hizo volar la roca de Tor Christo en mil pedazos.
La noche se convirtió en día cuando un estallido de luz surgió como una fuente del lugar de impacto. Trozos de roca del tamaño de un tanque salieron despedidos por los aires como guijarros cuando una ola en expansión de humo y polvo cegadores inundó el valle. El estampido de la detonación resonó como el martillazo de un dios que hubiera golpeado la superficie del planeta. Una columna de humo ondulante se alzó mil metros arrojando ceniza y rocas ardientes en todas direcciones.
Las murallas de los bastiones a ambos lados del lugar de impacto del torpedo se agrietaron y se desplomaron: el rococemento se partió bajo unas fuerzas para las que no estaba pensado que resistiera. El cráter en el centro del promontorio se expandió con una rapidez terrorífica y toneladas de escombros y de piezas de artillería se hundieron en el tremendo agujero.
Millones de toneladas de rocas se partieron con un chirrido gimiente y bajaron de forma atronadora por las laderas del promontorio como la ola de un maremoto pedregoso. La parte occidental de la primera paralela quedó enterrada bajo la avalancha de roca, y las trincheras de aproximación en zigzag que llevaban a la segunda paralela se llenaron y se derrumbaron. Miles de soldados y esclavos murieron al ser aplastados por la marejada de tierra.
La batería construida ante las murallas del bastión Vincare desapareció bajo el alud de tierra y rocas y los cañones quedaron enterrados para siempre bajo miles de toneladas de piedra.
Se produjeron cientos de explosiones secundarias provocadas por la lluvia de restos ardientes que cayeron sobre el campamento de los Guerreros de Hierro y que hicieron estallar almacenes de munición y depósitos de combustible, además de incendiar centenares de tiendas. La anarquía se apoderó del campamento mientras los soldados se esforzaban por apagar las llamas, pero no eran más que hormigas que intentaban apagar un incendio forestal: nadie podía impedir que las voraces llamas se extendiesen por doquier.
La onda expansiva sacudió la enorme forma del Dies Irae, pero los operarios habían realizado bien su trabajo, así que los grandes contrafuertes y andamiajes resistieron e impidieron que el monstruoso leviatán cayera. El ciclópeo titán se estremeció y cada una de las articulaciones gimió y chirrió mientras sus giróscopos internos se esforzaban por mantenerlo en pie, pero la onda expansiva pasó de largo y lo dejó intacto. Muchos de los demás titanes no tuvieron la misma suerte, y tres Warlords de la Legio Mortis cayeron al suelo derribados por enormes trozos de roca o empujados por la gigantesca onda expansiva.
El número de muertos alcanzó casi los diez mil para cuando los últimos ecos de la explosión del torpedo se apagaron. Lo único que quedó de Tor Christo fue el torreón protegido por el escudo de vacío, situado de forma precaria sobre un peñasco de roca.
El guardia imperial Hawke había cambiado el equilibrio de poder de repente y de un solo golpe en Hydra Cordalus.
* * *
El castellano Vauban se levantó del suelo cubierto de polvo y sacudió la cabeza para librarse del zumbido que le resonaba en el interior. Un fuerte resplandor iluminaba el valle, y soltó varias carcajadas triunfales al ver la enorme nube en forma de champiñón que envolvía a Tor Christo en humo y llamas.
Tanto él como Leonid habían visto el lanzamiento del torpedo, pero habían estado tan ocupados reagrupando a los hombres para retirarse hacia el revellín Primus que no se fijaron en su rumbo. La confusión del ataque contra la batería había ocupado su tiempo y se dio cuenta del impacto del torpedo cuando vio cómo su propia sombra se había alargado de repente por delante de él momentos antes de que una tremenda fuerza lo lanzara al suelo. Sobrevinieron diversas impresiones de una luz brillante y varias explosiones atronadoras, seguidas del dolor causado por la lluvia de piedras y tierra que le cayó encima.
Se puso en pie algo aturdido y miró alrededor intentando ver el alcance de los daños, pero fue inútil. No se podía ver más allá de una decena de metros por la densidad de las nubes de polvo y de humo. Distinguió algunas siluetas que también se ponían en pie, pero le resultó imposible saber si eran amigos o enemigos.
Los gritos apagados de los sargentos que reunían a la tropa atravesaron la penumbra llena de polvo y le pareció oír a Leonid llamándolo, pero era difícil saberlo. Intentó gritar para responder, pero tenía la boca seca y llena de ceniza, así que lo único que logró soltar fue un graznido. Escupió un par de veces, se limpió la cara de mugre y se esforzó en vano por quitarse el polvo del uniforme.
Había llegado el momento de poner algo de orden. Caminó algo tambaleante hacia el lugar donde le había parecido oír la voz de Leonid. Avanzó a ciegas, con el sentido de la orientación perdido por completo.
Vauban se quedó inmóvil cuando oyó otra voz y una enorme figura protegida por una armadura bruñida manchada de polvo y sangre emergió de entre los jirones de humo que se arremolinaban ante él.
El guerrero iba con la cabeza descubierta. Llevaba el cabello negro cortado al rape y lo miraba con un odio tan intenso que a Vauban se le estremeció hasta el alma.
Los dos se quedaron uno frente al otro en silencio hasta que Vauban desenvainó la espada de energía y se colocó en una posición de combate relajada, aunque el miedo que sentía ante aquel guerrero le palpitaba en todos y cada uno de los nervios del cuerpo. Habló con voz tranquila.
—Soy el castellano Prestre de Roche Vauban Sexto, heredero de las tierras de Burgovah en el planeta Joura, descendiente de la Casa Vauban. Cruza tu espada con la mía si quieres morir, demonio impío.
El guerrero sonrió.
—Yo no tengo tantos títulos impresionantes, humano. Me llamo Honsou, el mestizo, mezclado, basura, escoria. Cruzaré mi espada con la tuya.
Vauban activó la hoja de la espada y tomó una posición de combate más agresiva cuando Honsou se acercó. La batería quedó en silencio mientras los dos combatientes daban vueltas uno alrededor del otro buscando una debilidad en la guardia del otro.
Vauban alzó la espada en un gesto de saludo y sin aviso alguno se lanzó a por Honsou.
El marine se echó a un lado y lanzó un tajo horizontal hacia el cuello de Vauban. El castellano se agachó y atacó con una estocada alta a su vez.
Honsou desvió el ataque y dio unos pasos atrás manteniendo la espada por delante. Vauban recobró el equilibrio y avanzó hacia su enemigo. Se tiró a fondo de nuevo y Honsou detuvo de forma experta la estocada para luego girar la muñeca y lanzar otro tajo a la cabeza de Vauban, pero éste se había dado cuenta de la finta y esquivó el golpe.
Ambos, mucho más prudentes ya, dieron unas cuantas vueltas más con las guardias preparadas para cualquier estocada repentina.
Honsou atacó con una serie movimientos veloces y centelleantes que obligaron a Vauban a retroceder paso tras paso. El castellano logró detener una cuchillada feroz dirigida contra su pecho, y el rápido golpe de respuesta abrió un profundo surco en la armadura de Honsou, aunque no logró herirlo.
El marine del Caos retrocedió y Vauban lo siguió con un gesto de satisfacción sin dejar de atacarlo con ánimos renovados. Puede que Honsou fuera un guerrero poderoso, pero Prestre Vauban había practicado la esgrima durante toda su vida, y en cada ataque lograba herir a su adversario.
Vauban machacó las defensas de su enemigo una y otra vez, y lentamente lo obligó a retroceder hasta que Honsou trastabilló y perdió pie.
El castellano giró hacia la izquierda y golpeó el brazo del arma de Honsou. El marine fue rápido y logró interponer la espada justo a tiempo para detener el golpe. Las dos armas chocaron y despidieron una lluvia de chispas y chasquidos. Vauban lanzó un rugido cuando la espada de Honsou se partió y la suya alcanzó su objetivo. El guerrero de hierro soltó un gruñido de dolor cuando el arma le rebanó el otro brazo justo por debajo del codo.
Honsou retrocedió trastabillando mientras del muñón del brazo surgía una cascada de sangre.
Preste Vauban quiso aprovechar la oportunidad y se abalanzó sobre él para darle el golpe de gracia, pero en el último instante se dio cuenta de que el marine del Caos le había tendido una trampa.
Honsou rugió y dio un paso para encararse con Preste Vauban. Franqueó su guardia y le metió lo que quedaba de la hoja de la espada en la placa pectoral plateada atravesándole el corazón.
Un dolor al rojo blanco recorrió todo el cuerpo de Prestre Vauban cuando Honsou retorció la hoja. La brillante sangre roja le cubrió el pecho a la vez que una oscuridad le nublaba la visión. ¿Había oído a alguien gritar su nombre? Sintió que se le escapaba la vida y miró a los ojos de su asesino.
—Así te maldigan… —susurró.
—Eso ya me pasó hace mucho tiempo, humano —le contestó Honsou entre dientes, pero Vauban ya estaba muerto.