DOS

DOS

El cuchillo de hoja de hueso raspaba la sangre incrustada en un surco del pesado avambrazo y la corteza seca se juntaba en la curva parte trasera de la hoja. Larana Utorian sumergió la hoja en el caldero de agua caliente que tenía a su lado y volvió a la tarea. Una vez más, Kroeger había vuelto al refugio subterráneo con toda la armadura embadurnada de sangre seca y, sin decirle una palabra, le había indicado que tenía que quitarle la armadura y limpiársela.

Todas las piezas eran pesadas, excesivamente pesadas, y si no fuera por el rechinante brazo mecánico que los cirujanos-carniceros de Kroeger le habían injertado en el hombro, ella no habría podido levantar la armadura. Los componentes de acero negro del brazo mecánico eran nauseabundos a la vista, y el tacto de sus corruptos elementos biomecánicos avanzando como gusanos por su cuerpo la hacían desear arrancárselo del hombro. Sin embargo, los retorcidos zarcillos negros de nervio sintético habían forjado una unión indestructible con su propia carne, y ya no podía quitárselo al igual que no podía detener el latido de su corazón.

Una pesada estructura metálica servía de soporte a las piezas de la armadura de Kroeger, el peto, musleras, grebas, avambrazos y gorguera estaban colocados de tal precisa forma que parecían una especie de gigantesco hombre mecánico desmembrado. Prácticamente cada centímetro de su superficie estaba manchada con sangre seca, y el hedor de sustancia descomponiéndose le daba arcadas cada vez que miraba la armadura.

Se puso a la tarea una vez más y comenzó a rascar y limpiar otro surco de la armadura de Kroeger. Las lágrimas le corrían por las mejillas mientras limpiaba la armadura de un monstruo, sabiendo que al día siguiente tendría que repetir la misma tarea.

Por qué no la había matado Kroeger era un misterio, y prácticamente todos los días deseaba que lo hubiera hecho.

Todos los días se odiaba por querer seguir viviendo.

Esforzarse por servir a una bestia como ésa era jugar a servir al mismo demonio.

Era un demonio caprichoso. Ella no tenía forma de predecir su humor y estado de ánimo, no tenía forma de saber la reacción de Kroeger a cualquier cosa que hiciera. Lo increpaba y lo insultaba, golpeándolo con los puños en su armadura ensangrentada, y él se echaba a reír, empujándola a un lado. Ella accedía a sus deseos y lo encontraba poco amable e inquietante mientras se rascaba sus viejas cicatrices y lamía su propia sangre de las manos —él se negaba a dejar que sus heridas cicatrizaran— al tiempo que la miraba con desprecio.

Ella lo odiaba con una pasión fiera, pero también quería vivir. No había forma alguna de saber cómo comportarse para impedir que Kroeger la matara. Rascó la sangre que quedaba en el avambrazo y apartó el cuchillo de hueso. Tomó un trapo untado en aceite y comenzó a sacar brillo a la superficie. Una vez que estuvo satisfecha de cómo había quedado la pesada pieza de la armadura, se puso en pie y la colgó de la estructura metálica.

Mientras colocaba el avambrazo en su sitio su mirada se vio atraída otra vez por la apariencia y el mal olor de la cara interior de la armadura de Kroeger. Ella abrillantaba y limpiaba el exterior de su armadura, pero nunca tocaba su superficie interior. Recubierta de un terror escalofriante y aborrecible, la cara interna se parecía a trozos despellejados de carne podrida, su pútrida superficie ondulándose como si estuviera imbuida de una sucia vida interna. Sin embargo, a pesar de toda su vil apariencia, la armadura irradiaba una odiosa atracción, como si la llamara a un nivel no cognoscible.

Se estremeció cuando retiró otra pieza de la armadura de la estructura, la redondeada codera. Esa pieza no estaba tan manchada y no le llevaría mucho tiempo limpiarla.

Hará falta algo más que tu pequeño cuchillo para limpiar la sangre que he traído…

Volvió a tomar el cuchillo y lanzó una mirada furtiva al lugar donde descansaban las armas colocadas de forma vertical en un soporte de plata y marfil. Una inmensa espada sierra, con la empuñadura grabada en forma de estrella de ocho puntas y una guarda rematada con aguijones. Además de eso, una pistola decorada con un cañón en forma de cráneo con la boca abierta y los costados chapados en bronce. Sólo el cargador era más grande que su antebrazo.

Vamos, tócalas…, siente su poder…

Sacudió la cabeza. Kroeger nunca le permitía limpiar sus armas, y la única vez que ella se había ofrecido a hacerlo fue la última. La había golpeado ligeramente con el dorso de la mano, fracturándole la mejilla y saltándole varios dientes.

—Nunca tocarás estas armas, humana.

La amargura fue creciendo con las lágrimas y se maldijo por querer vivir, por servir a esta criatura del mal, pero no veía otra forma. Se sentía impotente para hacer otra cosa, excepto jugar a perrito faldero con un loco que se bañaba en sangre y se deleitaba con las matanzas.

¿Es eso tan malo? Obtener placer con la muerte de otro… ¿no es el mayor honor que puedes tributar a otra criatura?

Su odio por Kroeger era una llama brillante que ardía en su corazón, y sentía que si no lo dejaba salir, la consumiría.

Sí, odio, pequeña, odio…

Sus ojos volvieron a fijarse en la armadura y juró que casi podía oír una risa distante.

* * *

Las primeras luces de las montañas ya llegaban y descubrieron a Honsou observando las cuadrillas de esclavos que estaban subiendo los últimos componentes de la cureña de una pieza de artillería por encima del borde del promontorio. Observó con satisfacción que había unos pocos esclavos con las chaquetas azules del enemigo entre ellos. Parecía como si todavía quedaran algunos capaces de servir a los Guerreros de Hierro.

Forrix permanecía de pie a su lado, una cabeza por encima y vestido con su armadura de exterminador, supervisando el lento progreso de los trabajos en la llanura que tenían debajo.

Entre las retumbantes explosiones del fuego de artillería procedente de los dos bastiones y el revellín central, las zapas estaban avanzando desde la paralela ampliada, pero lo estaban haciendo cautelosamente, avanzando bajo la protección de rodillos de zapa con un gran blindaje, monstruos de bajo y ancho cuerpo que avanzaban arrastrándose despacio para proteger a los trabajadores que cavaban las zapas.

—El Forjador está contrariado —dijo Forrix, moviendo los brazos para abarcar las obras.

Honsou se giró para ver al pálido veterano con una ceja arrugada en señal de perplejidad.

—Pero si hemos avanzado con gran velocidad, Forrix. En menos de dos semanas hemos capturado este puesto avanzado y nuestras zapas están casi lo bastante cerca de la ciudadela como para unirla en una segunda paralela. Raras veces he visto yo un asedio que vaya con tanta rapidez.

Forrix sacudió la cabeza.

—Hay asuntos en marcha que requieren que lo hagamos incluso más rápido, Honsou. El Forjador desea que acabemos este sitio en diez días.

—¡Imposible! —farfulló Honsou—. ¿Con la segunda paralela todavía sin acabar? Nos llevará otros cuatro días al menos preparar las baterías, y probablemente éstas tardarán varios días en practicar una brecha en los muros. Además, no creo que podamos abrir una brecha viable sin establecer una tercera paralela y sin traer nuestros tanques de asedio. Todo esto llevará tiempo; lo sabe mejor que nadie.

—Aun así, debe hacerse.

—¿Cómo?

—Como sea necesario, Honsou. El tiempo es un lujo que no nos podemos permitir.

—¿Entonces qué sugieres?

—Que hagamos avanzar las zapas con mayor velocidad, que construyamos más rodillos de zapa y que lancemos esclavos y hombres a la excavación, de forma que los montones de cadáveres protejan a los hombres que estén cavando de la artillería imperial —dijo Forrix en tono tajante.

—Eso será difícil, Forrix —replicó Honsou lentamente—. Los artilleros imperiales están demostrando tener una asombrosa puntería.

—Ya lo creo —meditó Forrix, observando las montañas que rodeaban las llanuras—. Casi demasiada puntería, ¿no crees?

—¿Qué quieres decir?

—¿Estás seguro de que mataste a todo el mundo en los sitios que ocupaste antes de la invasión?

—Sí —gruñó Honsou—, no dejamos a nadie vivo.

Forrix devolvió la mirada a las montañas y suspiró.

—Creo que estás equivocado, Honsou. Creo que todavía hay alguien ahí arriba.

Honsou no dijo nada y Forrix continuó.

—Envía a Goran Delau a los sitios que atacaste, y si hay algún rastro de supervivientes, que los cacen y los maten. No podemos permitirnos que tu incompetencia nos siga retrasando.

Honsou fue a replicar pero se contuvo y simplemente asintió con frialdad antes de marcharse.

* * *

Ya sabía que el corazón era un órgano difícil de quemar, pero las llamas azules que subían en espirales desde el tejido muscular que se estaba asando habían merecido el esfuerzo, pensó Jharek Kelmaur, hechicero del Forjador y Poseedor de los Siete Secretos Arcanos. La oscuridad de la tienda estaba envuelta en sombras fantasmales proyectadas por el corazón ardiendo y la luz de la luna que se reunían en la entrada. Frotó las manos en un cráneo tatuado y extendió los brazos ante el órgano en llamas.

Aunque sus ojos estaban cosidos, miraba a las llamas viendo imágenes espectrales, más allá del saber de la vista mortal, fueron enfocando y desenfocando al tiempo que sus hechizos intentaban moldear el poder conferido por su última ofrenda en una forma utilizable. Abrió la mente a la gloria de la disformidad, sintiendo la ráfaga de poder y culminación que llegaban cada vez que se comunicaba con el immaterium. Como siempre, sentía los arañazos, la insistente presencia de innumerables bestias astrales que lanzaban sus garras contra cualquier intruso en su reino, sus irreflexivos azotes atraídos por su presencia.

Dichos fantasmas informes no tenían trascendencia para él; eran las otras criaturas más poderosas que estaban al acecho en las profundidades encantadas de la disformidad las que lo preocupaban.

Sentía que las energías generadas por la disformidad fluían a través de él, canalizadas e intensificadas por los sellos grabados en su armadura de oro y plata. Símbolos de antigua importancia geomántica ayudaban a contener las poderosas energías que reunió dentro de su carne y, aunque su físico estaba perfeccionado, sabía que el poder al que estaba llamando podía destruirlo en un instante si perdía el control sobre él.

El poder recorrió las frágiles terminaciones de sus nervios, dispersándose por todo su cuerpo, y un luminiscente fuego verde se desarrolló detrás de sus ojos, derramándose bajo los párpados cosidos y reuniéndose como lágrimas de esmeralda sobre sus mejillas antes de desvanecerse en una nube tóxica de brillante niebla. La niebla se retorcía y formaba espirales, aunque no había viento alguno que la empujara, alzándose en volutas desde su boca y ojos antes de deslizarse alrededor de sus hombros como una serpiente.

Unos zarcillos de luz verde salieron reptando del hechicero y se movieron ondulantes por el aire para llegar a las llamas del corazón ardiente. Las llamas silbaron y chisporrotearon con gran ferocidad mientras se consumían.

Unas imágenes fugaces centellearon tras los ojos de Kelmaur: la roca de Tor Christo; una cámara escondida en sus profundidades; un disco de bronce que brillaba como el sol envolviéndolo todo; una rueda dentada girando, con la superficie agrietada y con imperfecciones. Mientras Kelmaur la observaba, la rueda entró de repente en una erupción de marrones hebras necróticas de óxido, que se repartieron rápidamente por su estructura hasta convertirse en polvo.

Tan rápido como apareció, la visión desapareció, siendo sustituida por otra en forma de una lanza de luz blanca describiendo una curva en la oscuridad. Su brillo se desvaneció mientras se desplazaba antes de ser reemplazada a su vez por un guerrero vestido con una servoarmadura amarilla que apuntaba con sus armas a Kelmaur. Mientras éste observaba, el guerrero giró su arma hacia el hechicero y apretó el gatillo, y el cañón explotó con una brillante luz.

Jharek Kelmaur lanzó un grito y se desplomó sobre el suelo de la tienda mientras le brotaba la sangre por todos los orificios de la cabeza y un dolor atronador aporreaba el interior de su cerebro. Se puso en pie un poco aturdido, apoyándose con el soporte central de hierro de la tienda.

Se acercó tambaleándose hasta un largo camastro y se sentó sobre el borde, frotando las palmas de las manos contra sus sienes marcadas y respirando profundamente. Era lo mismo de antes, pero con cada visión la intensidad se hacía mayor y él sabía que se estaba acercando un momento crucial de confluencia.

Tenía que adivinar el significado de las visiones, aunque se temía que conocía la respuesta a la segunda aparición. Cuando los Guerreros de Hierro atacaron el espaciopuerto, él sintió una señal psíquica emitida hacia el exterior del planeta, demasiado rápida para haberla podido bloquear, aunque seguramente demasiado débil para que los receptores a quienes iba destinada pudieran recibirla. Sin embargo, Kelmaur tenía miedo de que otros pudieran haberla oído y que, si comprendían su importancia, pudieran estar ya de camino hacia este planeta. No se lo había dicho al Forjador de Armas, y confiaba en que los capitanes de su señor serían capaces de completar la destrucción de la ciudadela antes de que llegara a Hydra Cordatus cualquier tipo de ayuda. Había enviado la pinaza de combate Rompepiedras al distante punto de salto del sistema para que estuviera al acecho en previsión de cualquier posible rescatador, pero, consumido por la molesta sospecha de que ya era demasiado tarde, la había llamado para que regresara.

Su cábala de acólitos habían hablado de susurradores mentales en el planeta que no eran de los suyos. Cómo era posible aquello era un misterio para Kelmaur. Habría sido necesaria mucha astucia para haber evitado al Rompepiedras, pero, en ese caso, no estaban allí, ¿o sí…? Las inmensas naves mercantes que orbitaban el planeta no estaban equipadas con analistas místicos que les permitieran detectar cualquier enemigo que se acercara. ¿Habría pasado algo mientras el Rompepiedras estaba en otro sitio?

Y si fuera así, ¿adónde había ido y qué había hecho en el tiempo que había transcurrido?

La paranoia, su compañera constante, lo tenía bien agarrado, y su mente era un hervidero de todo tipo de posibilidades espantosas. ¿Debería contarle al Forjador sus sospechas? ¿Debería encargarse él solo de ello? ¿Debería fingir ignorancia?

Ninguna de las opciones era especialmente interesante y a Kelmaur lo invadía un terrible presentimiento. Por lo que se refería a la primera visión…, bueno, de ésa estaba más seguro. Se dio la vuelta cuando escuchó detrás de él un suave gemido.

Sonrió de manera forzada mirando a la cara del adepto Cycerin.

El anterior sacerdote del Adeptus Mecánicus, que Kroeger casi había matado en el ataque al espaciopuerto, estaba encadenado, desnudo, a una mesa de caballete en ángulo, mitad mesa de quirófano y mitad banco de trabajo. La mano que le faltaba había sido reemplazada por un guantelete biónico implantado que tenía pintarrajeados unos antiguos símbolos de poder en su negra superficie palpitante. Alrededor de la muñeca llevaba un ancho brazalete provisto de púas con unas garras curvas bien incrustadas en la carne que quedaba por encima del guantelete. Una forma modificada del tecnovirus de los arrasadores se filtraba por las garras, abriéndose camino lentamente por el cuerpo de Cycerin. Por toda la carne aparecían erupciones de componentes mecaorgánicos, de aspecto fluido aunque angulares. Su carne bullía con la acción de los virus para integrarse en la materia orgánica.

Jharek Kelmaur sonreía de manera forzada y se incorporó para acercarse al sacerdote del Dios Máquina.

Los cambios que habían devastado su cuerpo debían de haber sido dolorosos, pero la cara del adepto no ofrecía señales de ello. En su lugar, sus rasgos estaban alterados por el éxtasis y el placer obsceno.

—Sí —susurró Kelmaur—. Siente cómo el poder de la nueva máquina llena tu carne. Tienes un gran trabajo por delante.

Cycerin abrió un ojo. La negra pupila estaba muy dilatada y sus superficies internas llenas de circuitos recién nacidos. Sonrió y asintió hacia el palpitante guantelete.

—Más —susurró—. Dame más…