UNO
Cuando el teniente coronel Leonid entró en el Sepulcro, la llama situada al final de la vela osciló con la corriente provocada por la puerta delantera. Arrodillado ante una estatua de basalto del Emperador en el osario de la capilla, el castellano Vauban tapó la llama con la mano, protegiéndola del viento, y encendió una vela por los hombres del batallón A, como había hecho durante los seis días posteriores, a la caída de Tor Christo.
Leonid mantuvo una distancia respetuosa con su oficial al mando, esperando que terminaran las oraciones por los muertos, y Vauban agradeció la comprensión de su oficial.
La sombría torre conocida como el Sepulcro se levantaba sobre la ladera noroeste de las montañas, muy por encima de la ciudadela. Construida en un mármol suave y negro veteado con hebras de oro, era un tubo alto y hueco de unos treinta metros de diámetro y cien de alto. Sus paredes interiores estaban repletas de cientos de osarios que contenían los huesos blanqueados de todos los hombres que habían portado el título de castellano. A Vauban le había servido de mucho consuelo imaginar que algún día él también tendría un lugar de honor entre los muertos venerados, pero sabía que eso no era más que un sueño. Con toda probabilidad, él finalizaría sus días como un cuerpo disecado en algún lugar de la ciudadela, asesinado por su enemigo infernal. La idea de que sus huesos fueran barridos y limpiados por las tormentas de arena de aquel planeta lo llenaba de gran melancolía.
Todo el suelo era un disco pulimentado de sólido bronce. Su superficie estaba grabada con una intrincada tracería de líneas arremolinadas que serpenteaban elegantemente por la superficie, cruzándose y entretejiéndose en una danza cautivadora. Parecía un rompecabezas donde la solución, si es que había una, era siempre esquiva. Vauban sabía que era posible perder fácilmente varias horas intentando desentrañar el diseño a simple vista, pero ya había decidido hacía tiempo que era un misterio que nunca resolvería.
Se incorporó con una mueca de dolor cuando le crujieron las articulaciones. La guerra era un juego de jóvenes, y él era demasiado mayor para soportar los horrores que estaba presenciando. Hizo una reverencia hacia la imagen grabada del Emperador y susurró:
—Dios Emperador, bríndame la fortaleza para cumplir tus deseos. No soy más que un hombre con el valor de un hombre, y necesito tu sabiduría sagrada para guiarme en este, nuestro momento de necesidad.
La estatua permaneció en silencio y el comandante de Hydra Cordatus giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta, a las cámaras exteriores del Sepulcro.
Vauban pensaba que ya sabía lo que era la angustia porque había contemplado las escenas de destrucción en Jericho Falls y en las llanuras cuando los Guerreros de Hierro engañaron a los artilleros de Tor Christo para que bombardearan a sus propios hombres.
Sin embargo, con la caída de Tor Christo y la muerte de casi siete mil hombres, averiguó la verdadera profundidad de la miseria. Tantos muertos y la batalla no había acabado todavía.
Hizo una señal a Leonid cuando pasó a su lado, y su segundo al mando cerró la puerta de la casa de los muertos iluminada con velas. Las cámaras exteriores del Sepulcro eran una construcción ligera y abierta, como si los arquitectos hubieran entendido que la mente humana sólo podía absorber cierto dolor y que había momentos en que era bueno celebrar la inmortalidad del espíritu.
Unos brillantes globos luminosos, emplazados detrás de unas ventanas con vidrieras rematadas en arco, lanzaban una luz dorada y azul celeste sobre el suelo de mármol. Vauban se detuvo un momento para admirar el trabajo de unos artistas que habían muerto hacía diez mil años. Representaban escenas de batallas junto con imágenes del Emperador ascendiendo a su trono y gestas de héroes marines espaciales muertos hacía mucho tiempo.
—Bonitas, ¿verdad? —susurró Vauban.
—Sí, señor, ya lo creo —afirmó Leonid.
—Es triste que vayan a ser destruidas.
—¿Señor?
Vauban volvió a mirar a su segundo al mando con una sonrisa triste.
—Creo que a nuestros enemigos no les importaría ver este sitio reducido a polvo, ¿no crees, Mikhail?
—Posiblemente —admitió Leonid, con amargura—. Pero siempre y cuando no seamos traicionados por la sed de gloria de un hombre, o por la cobardía de otro, les haremos pagar por cada metro que avancen.
Vauban podía entender la amargura de Leonid. El princeps Fierach había condenado a muerte a casi dos mil hombres cuando sus titanes habían abandonado a los jouranos para dar caza al corrupto titán de clase Emperador. Los titanes que habían sobrevivido a la batalla se habían retirado sabiamente a sus hangares acorazados para hacer reparaciones y sus tripulaciones fueron acuarteladas mientras los jueces de la Legio intentaban atribuirle a alguien la culpa del desastre. La muerte de Fierach lo hizo mucho más fácil para ellos, proporcionándoles un chivo expiatorio muerto. El princeps Daekian, comandante del titán de clase Warlord Honoris Causa, había comparecido ante los oficiales de más rango de los Dragones de Jouran en uniforme de gala para ofrecer su pesar y una disculpa formal en nombre de la Legio Ignatum.
Por el bien de la unidad, Vauban había aceptado la disculpa, pero las palabras tuvieron un sabor amargo. Leonid no había mostrado tanta contención y se dirigió a Daekian y lo abofeteó. Vauban estaba preparado para la peor clase de reacción posible, pero el princeps Daekian se limitó a asentir y decir:
—Ése es su derecho y su privilegio, teniente coronel Leonid, y no le guardo rencor.
El princeps Daekian desenvainó entonces su sable curvo y dio un paso adelante para ofrecérselo, con el puño por delante, a Leonid.
—Pero quiero que sepa esto: la Legio Ignatum está dispuesta a luchar a su lado y no le volveremos a fallar. Juro por mi espada que será así.
Vauban estaba atónito. Que un oficial de la Legio ofreciera su espada a otro era una declaración de que si incumplía su juramento estaba dispuesto a morir con la hoja de su propia espada y a que los dioses de la batalla se burlaran de él durante toda la eternidad.
Leonid se quedó contemplando la espada durante varios segundos. En esas circunstancias, un oficial o un caballero acostumbraban a rechazar la espada, indicando que el gesto era suficiente. Pero Leonid había tomado la espada y se la había metido en el fajín de oficial antes de volver a su asiento. Vauban se había sentido decepcionado, pero no sorprendido. El batallón de Leonid había sufrido muchísimas bajas en la batalla y estaba decidido a cobrarse en sangre la muerte de sus hombres.
Leonid seguía portando la espada, y Vauban sabía que cuando los soldados se enteraran del incidente su popularidad subiría entre la tropa.
—Estoy orgulloso de usted, Mikhail —dijo Vauban de repente—. Tiene una cualidad de la que yo carezco: tiene la capacidad de identificarse con los hombres a su mando a cualquier nivel. Desde la formalidad del comedor de oficiales al habla barriobajera de los cuarteles.
—Gracias, señor —sonrió Leonid, encantado con el sentimiento de su comandante.
—Soy un líder competente y experimentado —continuó Vauban—, pero nunca he disfrutado del aprecio de mis soldados. Siempre me he dicho que no era necesario que mis hombres me quisieran, sino que sólo obedecieran. Sus hombres le quieren y respetan y, mejor aún, confían en que usted nunca les pondrá en peligro si no es por una buena razón.
Los dos oficiales abandonaron el Sepulcro y se estiraron las chaquetas de los uniformes cuando salieron al viento frío y azotador que soplaba en los altos picos de las montañas. Una escalera interminable se perdía montaña abajo entre estatuas erosionadas de descoloridos héroes del Imperio. Una guardia de honor de quince soldados los esperaba para escoltarlos de vuelta a la ciudadela.
Ambos oficiales contemplaban preocupados la asolada llanura situada ante la ciudadela y sintieron una angustiosa sensación de desesperación ante aquel panorama. Las columnas de humo procedentes de incontables fraguas y de las hogueras que calentaban el desayuno de los soldados enemigos ascendían retorciéndose hacia el cielo. La llanura era una maraña de hombres y máquinas, de depósitos de suministros y grupos de soldados cavando.
Habían prolongado la principal paralela hacia el oeste en los días siguientes a la caída de Tor Christo hasta llegar a la base del promontorio rocoso, y estaban llevando dos zigzagueantes zapas hacia la ciudadela. La primera apuntaba al ángulo saliente del revellín Primus, mientras que la segunda tenía como destino el flanco izquierdo del bastión Vincare.
—No los estamos retrasando lo suficiente —dijo Vauban sin ninguna necesidad.
—No —asintió Leonid—. Pero les estamos haciendo perder tiempo.
—Sí, pero necesitamos detenerlos —dijo Vauban, alzando la vista a la forma ennegrecida del titán de clase Emperador que permanecía inmóvil al pie de Tor Christo, todavía repleto de hombres que intentaban reforzarlo para que pudiera disparar sin venirse abajo. Por detrás de él, grandes cuadrillas de miles de hombres se habían pasado los últimos seis días trabajando y sudando para subir unos inmensos morteros de asedio y obuses por las laderas rocosas hasta el borde delantero del promontorio de Tor Christo. Desde allí podrían lanzar con total impunidad sus proyectiles dentro de los muros del bastión Vincare y emplazar las baterías para que disparasen por encima del glacis, apuntando con fuego directo a la muralla interior.
Todavía les quedaban varios días para terminar, pero cuando estuvieran listos era seguro que llevarían a cabo una horrible matanza en la plaza.
Leonid siguió la mirada de Vauban y dijo:
—¿Ha vuelto a reflexionar sobre mi idea acerca del guardia Hawke?
El guardia Hawke, todavía atrapado en las montañas, estaba demostrando ser de un valor incalculable para los artilleros de la ciudadela. Sus informes diarios acerca de dónde se concentraban las partidas de trabajo más importantes habían forzado a los invasores a cavar trincheras de aproximación adicionales para asegurarse de que podrían llegar vivos a la línea del frente, retardando así el avance. La admiración de Vauban por aquel humilde soldado había ido creciendo día a día, ya que había informado de los movimientos del enemigo, distribución y números aparentes al minuto, permitiéndoles adquirir una mejor comprensión de la capacidad del enemigo y dirigir su fuego de artillería en consecuencia. Si sobrevivían a todo esto, Vauban se aseguraría de que Hawke recibiera una condecoración.
—Lo he hecho, pero un plan así incluiría al Adeptus Mecánicus y ya no confío en ellos.
—Tampoco yo, pero necesitaremos su ayuda si queremos que salga adelante.
—Eso es algo que debe decidir el archimagos Amaethon.
—Señor, sabe que Amaethon se está deteriorando y que ya no se puede confiar en él. Es un bobo y, peor aún, es peligroso. ¡Mire lo que hizo con el túnel!
—¡Tenga cuidado, Mikhail! El Adeptus Mecánicus es un cuerpo antiguo y poderoso y Amaethon sigue siendo su superior y por tanto merece su respeto. A pesar de la verdad de sus palabras no quiero que vuelva a pronunciarlas. ¿Entendido?
—¡Sí, señor, pero se supone que estamos por encima de estas cosas!
—Estamos por encima de estas cosas, amigo mío, y por eso no dirá nada más sobre ello. Si vamos a triunfar aquí, necesitamos mantener al Adeptus Mecánicus a nuestro lado. No vamos a conseguir nada distanciándonos de ellos.
Leonid no dijo nada más, y Vauban entendió y estuvo de acuerdo con la reticencia que Leonid sentía respecto a los sacerdotes del Adeptus Mecánicus. La voladura del túnel entre Tor Christo y la ciudadela fue un acto de imperdonable crueldad, y si Amaethon no fuera ya menos que un hombre, habría hecho que pagara por su crimen.
El magos Naicin le había explicado cómo le había rogado al archimagos que no destruyera el túnel, pero el venerable Amaethon no había atendido a razones. Vauban también le había preguntado a Naicin por qué no se había destruido Tor Christo una vez que se recibió la señal de «Derribad el cielo».
—No lo sé, castellano Vauban —había sido la respuesta de Naicin—. Tal vez le falló el valor al mayor Tedeski en el último momento y no pudo cumplir con su deber.
Vauban estuvo entonces a punto de perder los estribos, recordando la horrorosa visión de un arrogante gigante vestido con armadura de exterminador lanzando a Tedeski a la muerte desde las almenas del bastión Marte cuando la batalla ya terminaba.
—Sea como sea, en el futuro el Adeptus Mecánicus no emprenderá acción alguna sin la aprobación directa del teniente coronel Leonid y de mí mismo. ¿Está claro?
—Como el agua, castellano. Y déjeme decir que estoy completamente de acuerdo con usted. No puedo condenar la muerte de los hombres que perdió en Tor Christo, pero el magos es mayor y no le queda mucho tiempo en este mundo. Pronto estará con el Omnissiah y, que el espíritu sagrado de la Máquina me perdone por decir esto, tal vez sería mejor para todos nosotros que se fuera más pronto que tarde…
Vauban no había contestado a los sentimientos de Naicin, pero había detectado de forma inmediata el deseo del joven magos de suceder a Amaethon.
Aunque no aprobara esas maquinaciones, era consciente con tristeza de que Naicin podía estar en lo cierto.
* * *
El guardia Hawke se pasó la mano por el despeinado cabello y se colocó en una posición más cómoda sobre las rocas utilizando su chaqueta como apoyo para los codos. Entonces enfocó los magnoculares hacia el campo enemigo que tenía debajo.
—Bien, veamos qué está ocurriendo ahora —murmuró. La oscura llanura era un mosaico de actividad, con franjas enteras de terreno dedicadas a la fabricación de armas y herramientas, con miles y miles de hombres circulando arriba y abajo. Había tardado unos cuantos días encontrar un punto desde donde observar el campo. Estaba lejos de ser cómodo, pero era probablemente lo mejor que se podía conseguir en aquellas montañas. Estaba protegido de lo peor de los vientos, y había un saliente rocoso que le permitía conciliar el sueño cuando el ruido de abajo no era demasiado fuerte. Bostezó, y sólo pensar en dormir hizo que su cuerpo lo anhelara aún más. Anochecía más temprano, y no podría ver mucho más a la velocidad que se estaba yendo la luz.
Había comido y bebido de manera frugal y todavía le quedaban reservas de comida y agua, pero ya hacía tiempo que se había quedado sin píldoras de desintoxicación. Sin embargo, sus preocupaciones por caer víctima de la atmósfera venenosa de Hydra Cordatus parecían ser infundadas. Aparte de unos cuantos moretones y rozaduras disfrutaba de una salud mejor que nunca desde que había acabado en aquel planeta inútil.
Una vez que el dolor y la rigidez iniciales habían abandonado sus músculos apenas utilizados, se sintió más despejado y en forma que nunca. Los dolores de cabeza constantes habían desaparecido como la bruma de la mañana y el sabor a ceniza que siempre sentía en el fondo de la boca también era historia. Su piel estaba adquiriendo un aspecto sano, y su palidez natural había sido reemplazada por un tono moreno.
Hawke le estaba agradecido a cualquiera que fuera la causa de esa repentina buena salud. Tal vez fuera la sensación de que estaba demostrando su valía al regimiento, que era un buen soldado y que podía compararse con los mejores de ellos. Mientras recorría el campo enemigo con los magnoculares, contando el número de cuadrillas de trabajo que se encaminaban a las trincheras de aproximación, Hawke se vio obligado a admitir que, si las cosas seguían igual, estaba viviendo la mejor época de su vida.