CINCO

CINCO

El Templo de la Máquina situado en el corazón de la ciudad vibraba con la fuerza apenas contenida, como si las propias paredes respiraran con una vida interior de percepción. Su estructura era extrañamente orgánica, aunque la cámara estuviera construida en honor de justamente lo contrario.

El espacio de la cámara estaba repleto de una maquinaria barroca que infestaba el lugar como un arrecife de coral gigantesco, en continuo crecimiento y aumentando su masa con el paso de los años. Un brillo enfermizo de color ámbar impregnaba la cámara junto con un zumbido suave y palpitante que apenas era audible.

Técnicos y servidores con las cabezas afeitadas y vestidos con ropas de color amarillo apagado deambulaban como fantasmas por el increíblemente complejo laberinto de máquinas. Sus cuidados hacia las sagradas tecnologías se habían ritualizado durante miles de años hasta el punto de que su verdadero propósito se había olvidado hacía ya mucho tiempo.

Fuera cual fuera su función, los rituales y bendiciones que se aplicaban a las máquinas cumplían su propósito: mantener vivo al único habitante de la cámara.

El archimagos Caer Amaethon, guardián de la Luz Sagrada, señor de Hydra Cordatus.

Custodiado encima de un afilado romboide situado en el centro de la cámara, la carne de la cara del archimagos, todo lo que quedaba de su cuerpo orgánico, estaba suspendida en una cuba borboteante de fluidos preservadores de la vida. Unos cables acanalados de cobre colgaban por detrás de la piel y otros estimulaban los músculos atrofiados de su cara. Una tubería transparente bombeaba nutrientes ricos en oxígeno a través de sus destrozados vasos capilares y de los Fragmentos incompletos de corteza, que eran todo lo que quedaba de su cerebro. El resto había sido reemplazado e implantado con kilómetros de serpenteantes galerías de grupos lógicos.

La cara de Amaethon se arrugó cuando los impulsos eléctricos lo despertaron, ya que se estaban dirigiendo a él.

—¿Archimagos Amaethon? —repitió el magos Naicin, dando una calada a una humeante tagarnina. El humo era absorbido por las unidades de reciclaje que limpiaban de contaminantes las cámaras del archimagos.

—¿Naicin? —preguntó confundido Amaethon, mientras sus labios carnosos tenían dificultades para formar las palabras—. ¿Por qué interrumpes mi comunión con el sagrado Omnissiah?

—Vengo a traerle noticias de la batalla.

—¿Batalla?

—Sí, maestro, la batalla que se libra arriba en la superficie.

—Ah, sí, la batalla —afirmó el archimagos.

Naicin hizo caso omiso del fallo de memoria de Amaethon. Durante seis siglos, Amaethon había estado conectado al corazón latente de la ciudadela, controlando cada faceta de sus operaciones y las del laboratorium cavernoso escondido debajo de ella. Durante el último siglo de esa misión no había podido salir del santuario, convirtiéndose cada vez más en parte de la ciudadela, mientras que todas las partes de su cuerpo se marchitaban y morían. El anciano hombre pronto los abandonaría, sus engramas biológicos fallarían y se verían reducidos nada más que a láminas de instrucciones para los servidores de trabajo.

Naicin sabía que la frágil sujeción de Amaethon a la realidad estaba perdiéndose, y no eran muchas las ocasiones en que podía reunir la suficiente memoria para relacionarse con los demás. El momento de pánico del principio, cuando atacaron los invasores, había galvanizado al archimagos en una sorprendente lucidez, pero incluso eso estaba comenzando a desvanecerse.

—La batalla —repitió Amaethon, mientras un fragmento de su memoria de cristal reaccionaba a la palabra—. Sí, ahora recuerdo. Ellos vienen a por lo que protegemos aquí. ¡No deben conseguirlo, Naicin!

—No, archimagos, no deben —asintió Naicin.

—¿Cómo pueden saber siquiera de su existencia?

—No lo sé, maestro. Pero lo saben, y debemos hacer planes para el caso de que las defensas de la ciudadela no mantengan a los invasores a raya.

La carne de la cara de Amaethon emergió de su suspensión amniótica.

—Pero deben hacerlo, Naicin, esta ciudadela fue diseñada por los mejores arquitectos de su tiempo, no hay nada que pueda quebrar su solidez.

—Estoy seguro de que está en lo cierto, archimagos, pero aun así debemos tener un plan de emergencia. Los miembros de la Guardia Imperial no son nada más que hombres. Carne, sangre y hueso. Orgánicos y por tanto débiles. No se puede confiar en ellos.

—Sí, sí, tienes razón —asintió Amaethon medio en sueños—. La carne es débil, Naicin. Sólo la máquina es fuerte. No debemos permitir que el laboratorium caiga en manos enemigas.

—Como siempre sus palabras están plenas de sabiduría, archimagos. Pero mientras estamos hablando ahora, el enemigo está avanzando hacia la fortaleza de Tor Christo, y es probable que caiga en unos pocos días.

Los flácidos rasgos de Amaethon temblaron al oír esta noticia y sus ojos se movieron alarmados de un lado a otro.

—¿Y el túnel que nos comunica con Tor Christo? ¿El enemigo lo conoce?

—No lo creo, archimagos, pero si Tor Christo cae, será inevitable que lo descubran.

—¡No se les debe permitir utilizarlo! —gorjeó Amaethon.

—Estoy de acuerdo, por eso he activado las cargas de demolición que lo destruirán.

—¿Se lo ha hecho saber a Vauban?

—No, archimagos.

—Bien. Vauban no entendería la necesidad de una acción como ésa. Su compasión por los hombres sería nuestra perdición.

Amaethon pareció suspirar y se mantuvo en silencio durante unos minutos antes de volver a hablar.

—No soy… tan fuerte como lo fui en su día, Naicin. El peso que soporto es grande.

El magos Naicin hizo una reverencia.

—Entonces permítame que cargue con algo de ese peso, archimagos. Cuando llegue el momento en que se acerquen los enemigos a los muros interiores de la ciudadela, estará bajo una inmensa presión para preservar el escudo de energía en su lugar así como para mantener la ciudadela en perfecto orden. Permítame que caiga sobre mis hombros parte de esa carga.

La máscara de piel de Amaethon asintió y, con un brusco cambio de tema, el archimagos susurró:

—¿Y qué ocurre con los astrópatas? ¿Ha sido capaz de aislar el contagio que sufren y que hace que la voz de su mente esté en silencio?

Tomado por sorpresa por un momento, Naicin hizo una pausa antes de responder.

—Ah, desgraciadamente, no, pero confío en que la respuesta esté dentro de sus grupos lógicos. Es sólo una cuestión de tiempo antes de que pueda restaurar sus capacidades y de que puedan enviar mensajes al exterior del mundo.

—Muy bien. Es imprescindible que consigamos ayuda, Naicin. La magnitud de las consecuencias de nuestra derrota aquí desafía a la imaginación.

—No seremos derrotados —le aseguró el magos Naicin con otra reverencia.

* * *

En la mañana del undécimo día del asedio, las baterías de Forrix estaban terminadas y las gigantescas armas de los Guerreros de Hierro fueron arrastradas hasta allí por cuadrillas de sudorosos esclavos o llegaron por sus propios medios diabólicos. Los observadores situados en las murallas de Tor Christo contemplaban los movimientos de las gigantescas piezas de artillería. A los pocos minutos, los Basilisks imperiales abrieron fuego. La interminable andanada convirtió el suelo ante la fortaleza en un infierno de fuego y metralla.

Las trincheras cavadas con mayor profundidad y anchura estaban hechas a prueba de todo salvo de impactos directos. Sólo fueron destruidas dos máquinas y sus tripulaciones, y aquellos que las estaban acarreando fueron hechos trizas por las letales esquirlas de acero. Una arma inmensa, un decorado obús de cañón largo, fue alcanzado de refilón por un proyectil que estalló justo encima. Imbuida con la energía controlada de un demonio del espacio disforme, la máquina de guerra lanzó un grito presa de una furia lunática, liberándose de sus ataduras de hechicero y comportándose como una bestia enloquecida en la trinchera de comunicación, aplastó a los cuatro esclavos que tiraban de ella y a los guardias que la vigilaban.

Fueron necesarios los esfuerzos combinados de Jharek Kelmaur, siete de sus hechiceros de cábala y las almas de cien esclavos para aplacar al demonio, pero el arma no tardó en estar en la posición que tenía preparada ante los muros de Tor Christo.

Los artilleros de las murallas intentaron cambiar el fuego hacia las dos baterías, pero pronto se dieron cuenta de que las oportunidades de dañar las máquinas de guerra atravesando las trincheras eran escasas, porque Forrix había emplazado bien sus baterías y los Basilisks no podían colocar sus proyectiles tan cerca del promontorio.

Fueron necesarias tres horas de órdenes y gritos para que Forrix estuviera contento con la situación de las armas. Entonces los esclavos encadenaron las demoníacas máquinas de guerra a las planchas de acero colocadas en el suelo de las trincheras.

Por fin, varias horas después de que el sol hubiera sobrepasado su cénit, Forrix dio la orden de abrir fuego.

Los primeros proyectiles alcanzaron la cara sureste del bastión Kane y tiraron al suelo a los hombres desplegados sobre sus muros. El rococemento se resquebrajó por el impacto y cascotes grises del tamaño de un puño estallaron en dirección al cielo formando una nube de polvo asfixiante. Segundos después, la segunda batería lanzó otra andanada que alcanzó la cara opuesta del bastión. Esta segunda ráfaga estaba dirigida más arriba y estalló en la parte superior de la banqueta en una tormenta de fragmentos de piedra que segaron la vida de docenas de hombres.

Sangre y gritos llenaron el aire. Los médicos se apresuraron socorrer a los heridos mientras que otros colegas arrastraban a los soldados de las murallas al patio que estaba debajo. No había pasado un minuto cuando más proyectiles alcanzaron los muros del bastión Kane, haciéndolo temblar hasta los mismos cimientos.

El ruido era increíble. El mayor Tedeski sabía que nunca olvidaría el volumen intenso y atronador del bombardeo enemigo. Las baterías se iban alternando para disparar. Las inmensas armas lanzaban los proyectiles explosivos contra sus muros con una fuerza increíble. El robusto mayor se había cambiado el uniforme de gala y llevaba puesta la chaqueta estándar del regimiento de color azul cielo, con la manga vacía metida dentro. Un estremecido capitán Poulsen permanecía en pie detrás de Tedeski y su cara temblaba con cada estallido de los proyectiles sobre la piedra.

Tedeski vio cómo se desmoronó sobre los muros la torre artillada de la esquina, llevándose por delante a una docena de hombres que gritaron hasta su muerte contra las rocas que tenían debajo.

—Dios Santo, las cosas están mal —murmuró.

—¿Señor? —preguntó Poulsen.

—Nada —dijo Tedeski, examinando las murallas—. Quiero a esos hombres fuera de las murallas. Deje a los pelotones uno y cinco en el parapeto y ordene a todos los demás que se retiren.

Poulsen retransmitió las órdenes de su oficial al mando, agradecido de tener algo que lo distrajera del atronador bombardeo. Tedeski se quedó observando cómo pasaba la orden hasta llegar a los muros y vio el alivio en las caras de los hombres a los que se había ordenado retirarse y el miedo en aquellos que tenían que seguir allí. El suelo volvió a temblar cuando impactaron más proyectiles. Tedeski lanzó una blasfemia cuando vio que toda una sección de la muralla sur se resquebrajó y desmoronó hasta la base. Aunque la banqueta estaba recibiendo una andanada de castigo, las armas enemigas todavía tardarían su tiempo en machacar lo bastante los muros como para formar una brecha practicable para que las tropas atacantes la pudieran escalar.

Esquirlas de metal atravesaban los cuerpos de los hombres que permanecían en las murallas convirtiéndolos en despojos ensangrentados, pero Tedeski sabía que no podía dejar las murallas totalmente desguarnecidas por miedo a que tuviera lugar un ataque con escaleras. Lo más probable era que estuviera mandando a esos hombres a la muerte, y el sentimiento de culpa tenía el sabor de cenizas en la garganta.

De repente, salió disparado hacia los muros y escaló los polvorientos escalones llenos de fragmentos que conducían del patio al parapeto.

—¿Señor? —gritó Poulsen—. ¿Adonde va?

—Quiero estar con mis hombres en las murallas —respondió tajante el irascible mayor.

Años de arraigada obediencia hicieron aparición y, sin pensarlo, Poulsen subió los escalones tras Tedeski antes de que su cerebro consciente verdaderamente comprendiera lo que estaba haciendo.

Unos vítores roncos recibieron la llegada de Tedeski cuando avanzó hasta la cabeza del bastión, haciendo frente de manera desafiante a las armas del enemigo. El parapeto estaba resquebrajado y se estaba combando y, además, había perdido varios metros de rococemento. Tedeski tenía una clara visión de la escena que estaba ocurriendo abajo.

Las dos baterías estaban envueltas en nubes de espeso humo gris que eran atravesadas de forma periódica por fogonazos. Los ruidosos proyectiles rasgaban el aire y algún soldado gritaba innecesariamente: «¡A cubierto!».

Los proyectiles inyectaban en la base del muro sobre el que estaba Tedeski, haciendo estallar grandes trozos de roca y envolviéndolos en una nube de humo atorbellinado. Tedeski no retrocedió y, cuando se despejó la nube, sencillamente se quitó el polvo de la chaqueta del uniforme con una mano.

Cuando fue disminuyendo el ruido de las explosiones, Tedeski gritó:

—Él enemigo debe de tener fiebre. ¿Los oís toser? ¡Tal vez debiéramos ofrecerles un poco de vino dulce!

Las risas y vítores aumentaron en las gargantas del batallón A de los Dragones Jouranos, y su coraje se vio acrecentado por las palabras y valentía de su comandante.

Continuó otra tensa hora de bombardeos que el mayor Gunnar Tedeski soportó con sus hombres en un resuelto silencio.

Cuando el atardecer cambió el color del cielo al de la sangre congelada, Tedeski se giró hacia Poulsen y tomó la placa de datos de su ayuda de campo con una mano temblorosa.

—Ordene que se desplieguen las armas de abajo y elimine esas baterías de un plumazo —dijo, haciendo un esfuerzo de voluntad para impedir que se le entrecortara la voz.

* * *

Forrix avanzó con mucho cuidado, seguido por treinta guerreros escogidos, por la llanura salpicada de cráteres tan rápido como se lo permitía su voluminosa armadura de exterminador. Habían atenuado el brillo de la armadura de exterminador con tierra roja de las llanuras. Con ello esperaban que los soldados que tenían por encima no los detectaran con la furia del bombardeo.

Sabía que no tenían mucho tiempo. El comandante de la plaza ya conocería para entonces el poder de la artillería de los Guerreros de Hierro y sabría que, salvo que la destruyera rápidamente, su fortaleza estaba perdida. Su siguiente paso sería desplegar las armas escondidas y esto era justamente lo que Forrix quería. Honsou estaba esperando en la paralela delantera con cuarenta de sus guerreros y casi seis mil soldados humanos desplegados a lo largo de la trinchera.

La sincronización tenía que ser perfecta. Si se adelantaba, las tropas imperiales sellarían los túneles que conducían a las armas; si se retrasaba, su artillería sería aniquilada.

Forrix acechaba en el páramo lleno de cráteres oculto a menos de cincuenta metros de la entrada de los disimulados fosos de artillería. Sus veteranos guerreros formaban en fila a su lado y esperaban. El ruido del bombardeo engullía el sonido de sus pesadas pisadas.

No tuvieron que esperar mucho. Un rayo de luz y el estruendo de algo pesado chirriando sobre raíles anunciaban que estaban emplazando las armas en su posición.

—Honsou —susurró Forrix, poniéndose en pie e iniciando la carga hacia las armas—, ¡vamos! ¡Ahora!

* * *

Honsou gruñó cuando las palabras de Forrix resonaron dentro de su casco, y dio una patada a la barricada de sacos de arena que conducía de la paralela delantera a la llanura. Avanzó a toda velocidad y los Guerreros de Hierro se desplegaron a su espalda mientras atravesaban a la carrera el irregular terreno en dirección a la base de la ladera pronunciada y rocosa. Por detrás de él, miles de soldados vestidos de rojo trepaban las trincheras mientras sus armas seguían disparando, machacando las murallas para abrir una brecha en el bastión central.

El haz de fibras implantadas de los músculos de su armadura impulsaba el ascenso de los guerreros, mientras que los soldados humanos luchaban por seguir su ritmo, tropezando en el crepúsculo iluminado por las explosiones.

Sus guerreros y él serían los primeros en llegar a la fortaleza. Este tipo de acción se conocía en su día como una empresa desesperada, porque los primeros hombres que llegaban a la brecha eran de forma invariable los primeros hombres en morir. El deber del grupo de vanguardia era atraer el fuego del enemigo mientras que el resto de la fuerza se enfrentaba con la fortaleza. Los hombres del grupo de vanguardia tomaban por asalto la brecha y ganaban tiempo con sus vidas para que avanzaran las tropas que venían detrás de ellos. Cientos de hombres podían ser sacrificados con esta táctica, simplemente para introducir a unos pocos en una brecha.

Tomar por asalto una brecha en una muralla era siempre algo muy sangriento, ya que el enemigo sabía exactamente de dónde iba a proceder el ataque, aunque Honsou esperaba que el continuo bombardeo procedente de las baterías mantuviera a los soldados imperiales con la cabeza baja.

Trepó con rapidez las cortantes rocas con poderosos impulsos de sus caderas que lo empujaban cada vez más cerca de la cima. A medida que se intensificaba el ruido de los impactos de los proyectiles, alzó la vista a un cielo que estaba oscureciéndose y vio la dañada parte superior de los parapetos y una gran abertura en un lado del bastión. Toneladas de escombros se apilaban en sus flancos y proporcionaban una rampa ya dispuesta para llegar a los defensores.

—Armas de la batería, alto el fuego —ordenó Honsou cuando coronó la pendiente.

Gritos de alarma resonaron desde la parte superior de las murallas, y un puñado de disparos láser cruzó el aire en su dirección, pero no estaban bien dirigidos y pasaron por encima de ellos.

Honsou susurró el catecismo de batalla de los Guerreros de Hierro: «Hierro dentro, hierro fuera», mientras sus hombres se ponían en pie ante Tor Christo y avanzaban junto a él hacia la brecha.

* * *

Forrix lanzó su puño de combate contra el pecho de un hombre que lucía el chaleco antibalas reforzado de un artillero y la parte superior de su cuerpo explotó en una lluvia de sangre y huesos. El atronador fuego de los cañones segadores atravesó a los artilleros y soldados imperiales, salpicando los flancos de su artillería con sangre.

—¡Proteged las armas! —gritó un oficial subalterno antes de que Forrix le cortara la cabeza.

Bobos. ¿De verdad creían que eran las armas su objetivo?, ¿de verdad creían que los Guerreros de Hierro no tenían ya demasiadas armas?

Su ataque había llegado sin previo aviso, y las primeras tropas imperiales habían muerto sin saber qué les había arrancado la vida. Los guardias imperiales intentaron contraatacar, pero en pocos segundos se dieron cuenta de que era imposible y huyeron ante Forrix y sus exterminadores. Sin embargo, el viejo veterano no iba a dejar escapar tan fácilmente a su presa. Tres de sus guerreros apuntaron con sus cañones segadores, llenos de proyectiles de punta afilada, y desataron una lluvia mortal de disparos que tumbó a los hombres a docenas.

Forrix avanzó con pasos pesados y sin hacer caso de las armas imperiales. Avanzó con toda la rapidez que pudo hacia las grandes puertas situadas en la falda de la montaña. Ya había sonado la alarma y se estaban cerrando con gran estruendo, pero con demasiada lentitud. Forrix y su séquito irrumpieron en el espacio que había al otro lado de ellas.

Una ráfaga de fuego láser los recibió, aunque silbó inofensiva sobre la gruesa armadura de los exterminadores. Había muchísimos guardias distribuidos por la cámara de la caverna, pero Forrix no prestó atención a los brillantes fogonazos de las armas y se puso a buscar el mecanismo de las puertas. Unos gruesos raíles atravesaban el suelo de rococemento procedentes de tres enormes salas y almacenes de pertrechos, todos ellos provistos de grúas y poleas de cadenas que llenaban el espacio por encima de su cabeza.

Vio unas escaleras excavadas en la roca que ascendían a algún sitio. La mayoría de los defensores de la caverna se habían concentrado en su base, detrás de una barricada de cajas y barriles levantada a toda prisa. Otro grupo se había agrupado tras un par de gigantescas excavadoras y estaban disparando a los invasores desde detrás de su mole amarilla. Adivinando que los controles de las puertas estaban alojados allí, Forrix cargó hacia ellos entre una lluvia de disparos. El lastimoso fuego de los defensores rebotaba débilmente sobre su armadura. Sus exterminadores y él abrieron fuego sobre los flancos de las excavadoras. Los proyectiles explosivos mataron a una docena de soldados y rebotaron sobre la chapa de las máquinas con detonaciones llameantes.

Otros exterminadores se dirigieron hacia los soldados que guardaban la escalera mientras Forrix rodeaba el extremo delantero de la excavadora más cercana y rociaba a los hombres que estaban allí con fuego de bólter. Unas granadas estallaron alrededor de los exterminadores al tiempo que un hombre se lanzaba hacia un lado y apuntaba a Forrix con un pesado rifle de cañón acanalado.

Un rayo de plasma al rojo blanco lo golpeó en el pecho, borró de forma instantánea la iconografía maldita colocada allí y quemó varias capas de la armadura de ceramita. Forrix sintió el calor del plasma quemándole la piel y se tambaleó por efecto del impacto. Su armadura de exterminador se había forjado en el yunque de Holades, en la propia Olympia, y su antiguo espíritu estaba tan corrupto como el suyo, pero todavía no dispuesto a caer. Forrix recuperó el equilibrio y le atravesó el pecho al artillero de plasma con su puño de combate. Levantó el cuerpo empalado del suelo y lo lanzó por el aire para hacerle describir un arco de sangre en medio de una lluvia de astillas de hueso.

Los estallidos de fuego de bólter y los tajos de las cuchillas relámpago que destripaban sin piedad silenciaron la resistencia. Forrix anduvo a grandes zancadas hasta los controles de acceso de las puertas y tiró de la palanca de desenganche hasta la posición de «abierto». Las puertas chirriaron y los mecanismos protestaron de que sus motores tuvieran que invertir la marcha de repente antes de comenzar a abrirse ruidosamente de nuevo. Forrix retrocedió y disparó tres proyectiles sobre el mecanismo de control.

Una vez satisfecho de que las puertas de la sala de las armas ya no se cerrarían de momento, Forrix rodeó la excavadora manchada de sangre y observó cómo sus guerreros comenzaban a matar salvajemente mediante descargas controladas de sus cañones segadores a los restantes defensores de la caverna.

Algunos guardias escaparon mientras continuaba la matanza y corrieron hacia la escalera. Aquellos que no fueron lo bastante rápidos para alcanzar la cobertura de la escalera fueron descuartizados por la potencia de fuego de los Guerreros de Hierro. Sus gritos quedaron ahogados por el ensordecedor rugido de los cañones. Todos los que no murieron en las primeras explosiones fueron pronto despedazados cuando los proyectiles destrozaron su barricada. En pocos segundos, toda la defensa había desaparecido. Sólo quedaban unas cajas chamuscadas y unos cadáveres destrozados.

De repente, un soldado aterrorizado dejó la cobertura y corrió hacia la escalera. Tres cañones lo siguieron en su carrera, pero Forrix dijo:

—No, éste es mío.

Forrix dejó que el hombre se acercara a un milímetro de la seguridad antes de disparar su arma.

Los proyectiles arrancaron trozos de la pared que estaba detrás de la víctima, destrozando varios paneles de control.

En cuanto al soldado, no fue lo bastante rápido. Un proyectil le perforó el muslo cuando se salía de la línea de fuego, amputándole de forma instantánea la pierna justo por debajo de la cadera.

Aterrizó en un revoltijo sangriento, chillando agónicamente cuando vio el muñón de su pierna, sus restos colgando de jirones ensangrentados. Forrix sonrió y, cruzando las anchas vías, atravesó el suelo de rococemento para quedarse de pie al lado del hombre. Estaba hiperventilando y miraba horrorizado su pierna mutilada.

—Te vas a desangrar en unos pocos segundos —dijo Forrix con su voz distorsionada por el aparato de comunicación. El hombre alzó la vista sin comprender, con los ojos vidriándose mientras se le acercaba la muerte.

—Tienes suerte —dijo Forrix—. Morirás antes de que ascienda el Forjador de Armas. Dale gracias a tu Emperador por eso.

El sonido de la batalla se desvanecía y la caverna era suya. Los exterminadores pasaron corriendo a su lado, impacientes por continuar con la matanza.

Abrió un canal con el resto de la compañía.

—El nivel inferior del fuerte es nuestro. Enviad al resto de los hombres.

Forrix levantó la vista del soldado moribundo y subió por la escalera para ver a dos exterminadores que estaban introduciendo sus puños equipados con sierras en las juntas de las puertas de acero.

Las chispas llenaban el túnel y caían por los escalones sobre los exterminadores que estaban esperando.

* * *

Honsou revolvió las angulosas pilas de escombros y piedras sueltas que caían en cascada por debajo de la brecha. De los bloques de rococemento hechos pedazos sobresalían como tendones unas cuantas vigas de refuerzo retorcidas. Brillantes cuchilladas de rayos láser rasgaban el humo en gran número, fundiendo la roca y silbando contra su armadura. Un proyectil lo golpeó en la hombrera, haciendo que se tambaleara, pero él continuó. Una granada estalló a sus pies y fragmentos letales golpearon la armadura y se le incrustaron en las grebas.

Se dio cuenta de que el enemigo había dispuesto una empalizada de troncos y ramas puntiagudas roñosas y afiladas vigas de hierro soldadas juntas para formar obstáculos que dificultaran su avance. Honsou sabía que cuanto más tiempo estuvieran expuestos al fuego enemigo, menos posibilidades tenían de poder escalar hasta la brecha. Este era el punto en el que fracasaban muchos asaltos, desbaratados por los obstáculos y descuartizados por el fuego de los defensores.

Para que aquel ataque tuviera alguna posibilidad de éxito tendrían que subirse a la brecha de un salto para doblegar a los defensores que cubrían el interior del parapeto. Honsou tropezó con las rocas que resbalaban bajo sus pies y evitó por poco ser eliminado de un disparo de cañón láser. Se puso en pie furioso y soltó una maldición cuando vio tres tubos de acero negro atados con cinta de empaquetar saltando colina abajo desde la brecha.

Honsou se lanzó al suelo sobre las rocas antes de que explotara la carga de demolición. La onda expansiva removió zonas enteras de escombros y se sintió deslizándose ladera abajo. Sus sentidos automatizados entraron en acción para protegerlo de la ensordecedora y cegadora detonación. Dos Guerreros de Hierro fueron reventados por el estallido y su armadura arrancada por la fuerza de la carga de demolición. Honsou rodó hasta ponerse boca arriba. La armadura echaba humo a causa de la explosión, y se fue agarrando para abrirse camino hasta la brecha.

Más disparos acribillaron la vapuleada brecha, vitrificando la roca y marcando el terreno con los impactos de las balas.

Honsou sintió unos potentes impactos en la armadura procedentes de un bólter pesado. El dolor atenazó su brazo izquierdo cuando un proyectil encontró el hueco entre el avambrazo y la codera. El fuego procedente del bastión norte enviaba un fuego lateral asesino hacia sus hombres. Ahora se estaba viendo el poder de fuego del enemigo. Honsou vio caer a otro guerrero de hierro con la armadura perforada por un agujero humeante en la coraza.

Más granadas bajaron rebotando desde la brecha. Honsou siguió subiendo, llegó a la empalizada de troncos de árboles y se alzó sobre ella. Los flancos grises de la muralla ascendían por encima de su cabeza. La única forma de entrar era a través de esa brecha de seis metros de ancho que había abierto la artillería, y el trocito de cielo que se podía ver a través de ella era un faro para él.

¡Le estaba llevando demasiado tiempo! Los soldados humanos del Caos ya estaban llegando al borde de las rocas y él ni siquiera se había abierto camino en la brecha todavía. Honsou agarró las vigas oxidadas de la barrera con ambas manos, rugiendo mientras las arrancaba de su posición, y las lanzó rodando sobre sí mismas contra la base de la brecha para aplastar a una docena de soldados.

Otro Guerrero de Hierro se encaramó para unirse a él y los dos avanzaron, disparando sus pistolas bólter mientras ascendían. A través del polvo y el humo, Honsou vio unas formas borrosas sobre el irregular borde superior de la brecha y oyó unos gritos por delante de él. Disparó hacia el humo y se oyeron aullidos de dolor cuando los proyectiles alcanzaron su objetivo.

Siguió avanzando, agarrándose a las rocas de la pronunciada pendiente. Un disparo golpeó en su coraza, y otro pasó rozándole la cabeza. Los disparos venían de todas partes, y los fogonazos de los rayos láser convertían el humo en vapor cuando lo atravesaban. La única torre que permanecía en pie en la parte superior del bastión hacía fuego graneado por toda la brecha levantando pequeñas nubes de polvo, mientras que las granadas los envolvían de detonaciones metálicas y fragmentos volátiles. El guerrero que tenía a su lado cayó con el casco convertido en una masa fundida, pero Honsou siguió avanzando haciendo caso omiso de los gritos de los hombres moribundos en torno a él y los gritos de batalla de los cientos de soldados que ahora escalaban la ladera rocosa.

La brecha ya estaba cerca y podía distinguir unas formas entre el humo. Vio cómo un guardia imperial manipulaba otra carga de demolición y esperó a que el hombre se pusiera en pie, dispuesto a lanzar los explosivos por encima del borde de la brecha, antes de dispararle en la cabeza. La sangre que brotó de su cuello lo salpicó todo y el hombre se tambaleó hacia atrás al tiempo que la carga de demolición ya activada caía de sus dedos muertos.

Honsou se tiró al suelo mientras la tremenda explosión barría a todos los defensores de las rocas que tenía por encima.

Gritos y órdenes desesperadas resonaron desde lo alto. Se puso en pie de un salto, desenvainó la espada y corrió a toda velocidad hacia la nube de humo negro que coronaba la cima de la brecha.

Chocó con un par de figuras vestidas con uniformes de color azul claro y les dio un tajo en el pecho, haciéndolos caer entre gritos al suelo. Vio más soldados corriendo para taponar la repentina abertura en su defensa y gritó:

—¡Guerreros de Hierro, conmigo!

Pero Honsou estaba solo. Se dio la vuelta para encarar al guardia más cercano que cargaba contra él. Mató al primer hombre con facilidad, pero en seguida se arremolinaron más y más hombres alrededor de él que le bloqueaban la espada con sus cuerpos y una vez muertos le impedían moverse. Se abrió paso, girando sobre sí mismo y formando un arco sangriento mientras hundía la espada en sus enemigos. Disparos y espadas golpeaban su armadura.

¿Dónde estaba el resto de sus hombres?

Echó una mirada a la ladera de la brecha. Lo que había por debajo de él era un infierno de láseres y balas, un fuego enfilado desde el bastión vecino que abría grandes huecos en las lilas de los soldados humanos mientras pugnaban por ascender las rocas. Cientos habían caído, con sus cuerpos destrozados por las armas automáticas o quemados por el fuego de los láseres. El bastión norte había escapado relativamente indemne hasta ahora. Unos cuantos proyectiles estallaron por encima, pero el principal bombardeo había sido dirigido contra este bastión y los hombres que lo habían asaltado estaban pagando ahora el precio de esa decisión.

Más enemigos se fueron acercando a él mientras disparaba, cortaba, acuchillaba, pateaba y atravesaba con una furia roja a los defensores. Soltó un rugido en señal de triunfo cuando los guerreros de su compañía escalaron los muros, barriendo de izquierda a derecha los parapetos. Los bólters abrían fuego una y otra vez y los hombres morían a cientos cuando los Guerreros de Hierro tomaron los parapetos del bastión Kane a sangre y fuego.

Recortado sobre las llamas de la completa derrota de los defensores, Honsou dio un salto al patio que tenía debajo, cuya roca agrietó bajo su peso. Los soldados enemigos se apresuraban a correr hacia la estrecha parte central del bastión perseguidos de cerca por los Guerreros de Hierro. La carga no debía perder ímpetu. A pesar de su éxito, era seguro que en los bastiones situados a los lados de aquél habría miles de soldados más.

Honsou se sumió en la confusión de la batalla, disparando mientras corría, y abatió a todos los soldados que no fueron lo suficientemente rápidos para escapar. En la parte central del bastión vio que los soldados imperiales se dirigían a una amplia trinchera atravesada por un estrecho puente. Las tropas se detenían en el paso ignorando los desesperados gritos de los oficiales para que no lo hicieran. Mientras Honsou observaba, el puente se derrumbó sobre la trinchera aplastando a los desafortunados que quedaron atrapados debajo. Algunos soldados se lanzaron a la trinchera posicionándose para disparar a los Guerreros de Hierro, pero otros muchos huyeron corriendo en tropel, presos del pánico, hacia la explanada principal, donde estaba agazapada una torre achaparrada y redonda en la base de la pronunciada escarpadura.

Unos oficiales vestidos de negro y tocados con gorras de pico con cráneos estampados gritaban órdenes a sus hombres para que se mantuviesen firmes, y en ocasiones reforzaban esas órdenes con disparos. Honsou les dejó disparar a sus propios hombres y agujereó a los soldados enemigos que no huían. Un creciente rugido de odio impregnó la noche cuantío las tropas puestas al servicio de los Guerreros de Hierro irrumpieron sobre las murallas, desplegándose hacia las escaleras o simplemente saltando al patio. El bastión era suyo; ahora sólo tenían que escapar de allí.

Ráfagas tartamudeantes de fuego láser destellaban procedentes de la trinchera, pero era demasiado poco y demasiado tarde, ya que Honsou saltó a la posición y comenzó a matar con un abandono displicente. Su espada atravesó a un aterrorizado guardia y el golpe de reverso destripó a otro. Se abrió camino por la trinchera, dejando tras él un sendero sangriento entre los defensores que caían hacia atrás horrorizados en cuanto los alcanzaba su hoja mortífera. Con la muerte de los guardias, Honsou se deleitaba con su superioridad y podía entender muy bien la atracción del camino de Khorne.

Los Guerreros de Hierro barrieron la trinchera matando a todos los que estaban dentro, con la furia de aquellos que se habían abierto camino en el infierno peleando y vivían para contarlo, masacrando todo lo que estaba a su alcance.

* * *

El mayor Gunnar Tedeski contemplaba la matanza con desesperación desde el interior del torreón de Tor Christo. Sus hombres estaban muriendo y no había nada que pudiera hacer para detener aquella masacre. Se la había jugado con las armas de la zona inferior confiando en que fueran capaces de parar el incansable avance de los Guerreros de Hierro, pero se habían anticipado y ahora la fortaleza ya no tenía utilidad alguna.

Había fracasado, y aunque la suerte de Tor Christo no había estado nunca realmente en duda, lo mortificaba que hubiera caído de forma tan rápida. Los atacantes no habían salido todavía del bastión Kane, pero seguramente desbordarían pronto las trincheras situadas detrás del mismo. Sabía que los que estaba viendo en los monitores de imágenes remotos no captaban el horror y carnicería que estaba teniendo lugar fuera. Miles de hombres estaban ocupando las murallas, y sólo era una cuestión de tiempo que los bastiones de Marte y Dragón fueran atacados desde sus vulnerables retaguardias. Si los dejaba, los hombres lucharían valientemente pero morirían, y Tedeski ya no quería más muertes en su conciencia.

—¡Poulsen! —suspiró Tedeski, secándose el sudor y el polvo de la frente.

—¿Señor?

—Envíe la señal «Derribad el cielo» a todos los comandantes de las compañías y al castellano Vauban.

—¿«Derribad el cielo», señor? —preguntó Poulsen.

—¡Sí, maldita sea! —contestó de forma brusca Tedeski—. ¡Rápido, hombre!

—S… sí, señor —asintió Poulsen de manera apresurada, y corrió a transmitir el código de evacuación a los operadores de comunicaciones.

Tedeski dejó de mirar a su ayuda de campo y se estiró la chaqueta de gala del uniforme antes de dirigirse a los restantes hombres y oficiales que estaban con él en el centro de mando de Tor Christo.

—Caballeros, ha llegado el momento de que abandonen este lugar. Me entristece decir que Tor Christo está a punto de caer. Como oficial al mando, les ordeno que conduzcan a todos los hombres que puedan hacia los túneles y que vayan por su cuenta a la ciudadela. El castellano Vauban necesitará a todos los hombres en las murallas en los días venideros y no le voy a privar de ellos sacrificándolos innecesariamente aquí.

El silencio recibió sus palabras hasta que un oficial subalterno le preguntó:

—¿No nos acompañará, señor?

—No. Me quedaré para sobrecargar el reactor y no entregar a nuestros enemigos esta fortaleza.

Tedeski levantó el brazo mientras oía los gritos de protesta.

—Ya he tomado la decisión y no voy a admitir discusiones. ¡Ahora váyanse! ¡El tiempo es vital!

* * *

—Han enviado la señal de «Derribad el cielo» desde Tor Christo, archimagos —informó el magos Naicin, mirando al interceptor de comunicaciones codificado que tenía ante él.

—¿Tan pronto? —susurró Amaethon, y aunque su carne había perdido cualquier calidad emotiva real, Naicin vio que una aproximación aceptable a una genuina alarma atravesó la cara del archimagos.

—Parece que los hombres de la Guardia Imperial son incluso más débiles de lo que me temía —dijo Naicin con voz triste.

—¡Debemos protegernos! ¡La ciudadela no debe caer!

—No debe —asintió Naicin—. ¿Qué quiere que haga, archimagos?

—¡Vuele el túnel, Naicin! ¡Hágalo ahora!

* * *

El capitán Poulsen bajó corriendo los peldaños excavados en la roca, con un manojo de carpetas con papeles y una brazada de placas de datos. El miedo era distinto a cualquier cosa que hubiera sentido antes. Él nunca había estado en la primera línea del frente. Su talento para la organización y la logística lo hacían mucho más valioso para las escalas de mando detrás de las líneas.

En las murallas del bastión Kane, rodeado de proyectiles explotando a su alrededor, experimentó el terror debilitador de un bombardeo de la artillería y estaba realmente agradecido de que le hubieran ahorrado el horror del combate. Cientos de hombres atestaban los túneles emplazados debajo del torreón que descendían a las profundidades y se dirigían al amplio túnel-caverna que conducía a la ciudadela. Similares pasajes subterráneos permitían la huida a los hombres de los bastiones de los flancos, aunque era demasiado tarde para los hombres del bastión Kane.

Era inevitable que algunos hombres tuvieran que morir para que otros pudieran vivir.

La débil iluminación de los globos luminosos que colgaban del techo proyectaba una luz irregular sobre los soldados que estaban a su alrededor. Las expresiones de miedo y culpa eran patentes en las caras de los oficiales. El polvo se filtraba del techo y las ruidosas unidades de reciclaje se esforzaban por mantener el aire en movimiento en el subterráneo caliente y abarrotado.

Cuando los escalones acababan, el túnel se ensanchaba hasta formar una caverna grande y casi circular con pasillos que se perdían en la roca bajo Tor Christo. Los hombres de los bastiones de Marte y Dragón ya estaban llegando en gran número por esos túneles. Unos guardias vestidos de amarillo intentaban imponer una apariencia de orden en la retirada con un éxito limitado. La orden de retirada del mayor Tedeski estaba siendo obedecida con celeridad. Cuatro gigantescas puertas de ascensor protegidas contra explosiones ocupaban una pared. Más adelante, la caverna se estrechaba en una bien iluminada vía subterránea de casi doce metros de ancho y siete de alto.

Normalmente ese túnel del fuerte se utilizaba para desplazar artillería y pertrechos entre Tor Christo y la ciudadela, pero también era adecuado para el movimiento de tropas a gran escala. Poulsen se abrió paso a empujones entre los soldados sudorosos y los gritos de los guardias y soldados, que eran casi ensordecedores. La masa compacta de hombres se movía hacia el túnel principal y Poulsen se sentía también arrastrado por ella. Soltó un grito cuando alguien le clavó dolorosamente un codo en el costado y dejó caer la brazada de placas de datos al suelo pintado.

El burócrata que llevaba dentro tomó el control y se arrodilló para recoger las placas que se le habían caído, maldiciendo por lo bajo cuando la bota de alguien trituró de un pisotón la que tenía más cerca. Una mano lo agarró y tiró de él hasta ponerlo en pie.

—¡Déjelas! —le dijo con un gruñido un guardia de expresión adusta—. ¡Siga andando!

Poulsen estaba a punto de protestar por el trato, cuando la tierra tembló y gritos de alarma resonaron por toda la caverna. Una lluvia de polvo les cayó del techo y un inquietante silencio descendió sobre la cámara.

—¿Qué ha sido eso? —musitó Poulsen—. ¿Artillería?

—No —susurró el guardia—. No oiríamos a la artillería aquí abajo. Eso ha sido algo diferente.

—¿Entonces qué ha sido?

—No lo sé, pero no me gusta cómo ha sonado.

Otra vibración más fuerte hizo temblar la caverna, y luego otra. Los gritos de alarma se convirtieron en chillidos de terror cuando Poulsen vio un infernal resplandor de color naranja correr hacia ellos por el túnel principal, seguido de un furioso estruendo. Poulsen miraba con total incomprensión el resplandor que se acercaba. ¿Qué estaba ocurriendo?

Su pregunta no respondida encontró contestación de inmediato cuando alguien gritó:

—¡Sangre del Emperador, están volando el túnel!

¿Volando el túnel? ¡Eso era totalmente inconcebible! ¿Mientras había hombres todavía dentro? El castellano Vauban no habría dado nunca una orden como ésa. Esto no podía estar ocurriendo. Cientos de soldados dieron la vuelta presos del pánico e intentaron echar a correr de vuelta hacia los túneles por los que habían venido, empujando y apartando aterrorizados a sus compañeros. Los hombres caían al suelo y eran pisoteados por la estampida de los jouranos que huían del túnel que estaba a punto de hundirse.

Poulsen dio un traspié, dejando caer las placas que había recogido del suelo, perdidas ya todas sus consideraciones sobre su valor. Las cargas de demolición comenzaron a explotar en el túnel e hicieron caer miles de toneladas de rocas sobre los hombres de la Guardia Imperial atrapados dentro de él.

Retrocedió tambaleándose hacia el túnel colapsado que acababa de dejar, agarrándose a los hombres que tenía delante, desesperado por escapar.

De repente, el túnel principal explotó en una locura de fuego y ruido. Los escombros salían despedidos de su boca, aplastando y prendiendo fuego a cientos de hombres en un instante. Poulsen apartó a un hombre que tenía delante y se abrió camino mientras oía un siniestro crujido procedente del techo que tenía encima. Una carga de demolición que estaba en el centro del techo de la caverna explotó, sepultando a los soldados que estaban debajo y haciendo que se desplomara todo el techo de la caverna.

Poulsen lanzó un grito cuando las rocas que estaban cayendo lo aplastaron contra el suelo, destrozándole el cráneo y machacándole el cuerpo hasta convertirlo en una masa gelatinosa.

Casi tres mil hombres lo acompañaron a la muerte cuando se selló el túnel entre la ciudadela y Tor Christo.

* * *

El mayor Tedeski dio un trago a la botella de amasec mientras contemplaba el visor de imágenes que mostraba el exterior del torreón, observando a miles de soldados vestidos de rojo inundar los muros de su fortaleza. Los bastiones de Marte y Dragón estaban atestados de soldados enemigos que disparaban sus armas al aire y celebraban su victoria. Furioso, había contemplado cómo alineaban y disparaban a sus soldados capturados contra las paredes del bastión o cómo los conducían a las trincheras y les prendían fuego con lanzallamas. Nunca antes había sentido Tedeski un odio tan fuerte. Una sombría sonrisa se dibujó en sus labios cuando se imaginó enviando a esos cabrones al infierno.

Tomó otro trago de la botella y asintió lentamente. No había nadie en el centro de mando salvo el magos Yelede, que estaba sentado bastante desanimado en una esquina, y él. El sacerdote de la máquina había protestado cuando le ordenaron que se quedara, pero Tedeski dijo que si no se quedaba de forma voluntaria, le dispararía.

Tedeski apuró hasta la última gota de la botella y se alejó de las enfermizas atrocidades que se estaban cometiendo dentro de sus muros. Agarró por la ropa al magos Yelede, alzándolo para que se pusiera en pie.

—Vamos, Yelede. Ha llegado el momento de que te ganes el puesto.

Tedeski sacó a rastras al poco dispuesto magos del centro de control y lo llevó a través del laberinto de pasillos y barreras de seguridad cerradas antes de descender en un ascensor regulado por llave a la sala de motores, que estaba en un nivel mucho más bajo que la torre. Mientras el ascensor bajaba ruidosamente, una fuerte vibración lo hizo temblar y las luces comenzaron a parpadear y el metal a chirriar al rozar contra las paredes del foso.

—¿Qué demonios? —se extrañó Tedeski cuando el ascensor reanudó su descenso.

En cuanto se abrieron las puertas del ascensor, Tedeski empujó al magos Yelede al anodino pasillo de color gris que conducía hacia la cámara del reactor. Intentó contactar con el capitán Poulsen y el resto de los comandantes de su compañía mediante el canal de comunicación, pero no tuvo ningún éxito, por lo que su preocupación fue aumentando.

La potente onda expansiva le había parecido una gran detonación subterránea y, como él sabía, una detonación de ese tipo sólo se podía haber producido de una manera. Sin embargo, no era nada probable que el castellano Vauban hubiera permitido que el Adeptus Mecánicus destruyera el túnel y cortara la retirada de miles de hombres. Un terrible sentimiento fue calando en su interior y deseó con todo fervor que sus sospechas fueran infundadas.

Por fin llegaron a las puertas principales de la cámara del reactor y Tedeski se quedó a un lado para permitir que el sacerdote de la máquina se aproximara a los controles de acceso.

—¡Abre la maldita puerta! —le ordenó bruscamente Tedeski, pues Yelede se había quedado quieto.

—No puedo, mayor Tedeski.

—¿Qué? ¿Por qué demonios no puedes?

—He recibido instrucciones de no permitir que se destruyan estas instalaciones.

Tedeski empujó a Yelede contra la pared y desenfundó su pistola bólter.

—¡Si no abres esa puerta, te voy a volar la cabeza!

—Todo con lo que me pueda amenazar es irrelevante, mayor —protestó Yelede—. Mis superiores me han dado una orden sagrada y no puedo desobedecerla. Nuestra palabra es de hierro.

—Y mi bala es de calibre 75 con punta de diamante y núcleo de uranio reducido, y si no abres esa maldita puerta ahora mismo te voy a atravesar esa miseria que tienes por cerebro. ¡Ahora abre la maldita puerta!

—No puedo… —comenzaba a decir Yelede cuando invadió el pasillo el chirrido del metal rasgándose. Los dos hombres se quedaron mirando cómo un puño enorme abría de golpe las puertas del ascensor y aparecía una gigantesca figura que ocupó todo el pasillo con su mole.

El inmenso guerrero de casi tres metros de altura dio un paso hacia la luz y Tedeski sintió cómo le latía con fuerza el corazón. La figura lucía una armadura de exterminador de hierro gris manchada de sangre con galones diagonales de rayas negras y amarillas. El casco tenía la forma de un chacal gruñendo, y la coraza de fundición portaba la máscara de cráneo con visor de los Guerreros de Hierro.

Yelede lloriqueó de miedo y se retorció para liberarse de la mano de Tedeski y apoyar rápidamente la palma sobre la placa de identificación.

—Máquina bendita, te ruego que concedas la entrada a tu sagrado santuario, a tu corazón palpitante, a este humilde sirviente —rezó Yelede, cuyas palabras eran pronunciadas con un frenesí desesperado.

—¡Date prisa, por el Emperador! —susurró Tedeski mientras se acercaba a ellos el exterminador. Más enemigos salieron a gatas de la caja destrozada del ascensor siguiendo a su líder. Tedeski disparó una ráfaga corta con su pistola bólter, pero las pesadas armaduras eran impenetrables.

La puerta de la sala del reactor se deslizó suavemente y Tedeski y Yelede se alegraron de poder escabullirse dentro antes de que se cerrara de golpe detrás de ellos.

Tedeski empujó a Yelede hacia el centro de la cámara, donde latía con fuerza un alto podio con una docena de gruesas barras de bronce colocadas sobre surcos en el suelo.

Tedeski arrastró al renuente magos hacia el podio y le apuntó con la pistola a la cabeza.

—Como me des más problemas, te mato. ¿Me entiendes?

Telede asintió, la poca carne que le quedaba en la cara estaba retorcida por el miedo. El magos dio un salto cuando unos impactos atronadores golpearon la puerta y la cara interior se abombó hacia dentro. Se fue raudo a las columnas de bronce y apretó con la palma en la parte superior de la primera, girándola y recitando una oración de perdón al Omnissiah. Se subió a la tarima central e hizo girar varias ruedas dentadas.

Tedeski intentaba mantener la calma mientras la primera columna de bronce se alzaba del suelo y despedía vapor procedente del metal ahora expuesto. Comenzaron a sonar sirenas de alarma y una retahila de palabras, sin sentido para Tedeski, en un par de altavoces montados en la tarima.

—¿Puedes hacerlo más rápido? —lo urgió Tedeski mientras la puerta volvía a abombarse hacia dentro.

—Voy tan rápido como puedo. Sin las atenciones adecuadas para apaciguar a los espíritus de la máquina que cuidan del reactor, me será del todo imposible persuadirlos para que nos ayuden.

—Entonces no pierdas el tiempo hablándome —lo cortó Tedeski cuando otro mazazo golpeó la puerta.

* * *

Forrix estrelló el puño de combate en la puerta sintiendo que las capas de metal comenzaban a ceder. Sabía que no tenía mucho tiempo. El magos que había capturado el Forjador de Armas les había hablado del poder del comandante de Tor Christo para destruir la fortaleza, y Forrix no se hacía ninguna ilusión sobre lo que estarían intentando hacer los dos hombres dentro de la cámara.

Sus guerreros se reunieron en torno a él, impacientes por matar a su presa y empezar a refortificar aquel lugar. Volvió a golpear la puerta con el puño, y sintió cómo el metal se doblaba bajo sus golpes. Agarró el metal retorcido y tiró, sacando la puerta de sus anclajes con un rugido de triunfo. Forrix atravesó la puerta y vio a un magos vestido de blanco rezando a una máquina situada en el centro de la cámara y a un oficial manco de la Guardia Imperial de pie a su lado. El hombre disparó su pistola bólter y Forrix sonrió al notar los sonoros impactos sobre su gruesa armadura. Sintió una sensación que no había conocido durante muchos siglos, pero que reconoció como dolor.

Alzó su arma y disparó una ráfaga corta que alcanzó al magos entre los hombros, desintegrando su torso y lanzándolo lejos de la tarima en un mar de sangre y huesos.

El oficial se giró, dio un salto hasta la tarima y comenzó a manipular las columnas de bronce, intentando en vano completar lo que el magos había empezado. Forrix se echó a reír ante los esfuerzos del hombre y le disparó en la pierna, derribándolo con un aullido de dolor. Desactivó el campo de energía que rodeaba su puño de combate, levantó del suelo al oficial que no cesaba de gritar y se lo arrojó a un exterminador que estaba esperando.

Forrix se subió a la tarima y vio que habían estado a punto de morir. Unos pocos minutos más y Tor Christo habría sido reducida a una inservible ruina derretida. Disparó a los dos altavoces de la pared y las ruidosas sirenas quedaron súbitamente en silencio.

—Recolocad las varillas. Eso impedirá que el reactor explote —ordenó a sus exterminadores, y salió andando de la habitación.

Tor Christo había caído.