CUATRO

CUATRO

A pesar del cálido viento que soplaba en los picos de las montañas, un escalofrío le recorrió la columna al mayor Gunnar Tedeski mientras observaba las actividades por debajo de la fortaleza de Tor Christo. El robusto mayor se inclinó sobre el parapeto del bastión Kane sujetándose con un brazo, e intentó adivinar el número de personas que estaban trabajando allí abajo, en la llanura. En un cálculo conservador, decidió que tal vez hubiera ocho o nueve mil obreros cavando o trabajando en las fortificaciones. El enemigo no andaba corto de hombres para cavar, eso era seguro, pero era imposible calcular cuántos guerreros reales tendrían.

—Esto…, mayor Tedeski, no estoy seguro de que ésa sea una buena idea —aventuró su ayuda de campo, el capitán Poulsen, que seguía sosteniendo una placa de datos.

—Tonterías, Poulsen, esta basura del Caos no son de los que puedan tener francotiradores.

—Aunque sea así, señor —reiteró Pulsen mientras resonaban las explosiones de la artillería desde los flancos del valle.

Tedeski sacudió la cabeza.

—Es demasiado corto como para preocuparnos.

Efectivamente, el proyectil cayó en las ruinas de la torre de guardia y provocó una columna de polvo y fragmentos de roca. La torre de guardia había sido demolida después de un día de bombardeo, pero en todo caso nunca había sido diseñada para aguantar un cañoneo tan exhaustivo.

Tedeski se retiró del parapeto y continuó su paseo alrededor del perímetro de las paredes del bastión. Los soldados estaban sentados, jugando a los dados o durmiendo por debajo del nivel del parapeto. Unos pocos exploraban el terreno que tenían ante ellos. Sus caras mostraban el agotamiento y la falta de sueño. El bombardeo más o menos constante los había privado de sueño a todos y los nervios estaban a flor de piel.

En la semana que había transcurrido desde el ataque abortado al sistema de trincheras de los traidores por el Legio Ignatum y las unidades acorazadas de los Dragones, la meseta había cambiado tanto que estaba irreconocible. La artillería enemiga había machacado la llanura a todas horas con proyectiles de alto poder explosivo, haciendo desaparecer el alambre de espino y detonando las minas. Las trincheras en zigzag cubrían el terreno y llegaban al promontorio sobre el que se emplazaba Tor Christo. Sus laterales estaban muy reforzados con terraplenes de tierra. Los artilleros de Tedeski habían hecho un buen trabajo, pero las trincheras se habían construido con una precisión matemática y era imposible enfilarlas con el fuego de la artillería. Sólo en una ocasión, cuando se sobrepasó u na parte de la trinchera, pudieron causar algún tipo de daño real, matando a los que cavaban y destruyendo la maquinaria.

Sin embargo, desde entonces, cada vez que una de las trincheras se estaba acercando a un punto que quedaría dentro del alcance de las armas, unas figuras gigantescas vestidas con armaduras de acero gris ordenaban a los obreros que cambiaran el ángulo de las trincheras.

Una red de trincheras y reductos se extendía hasta el campamento principal en la retaguardia y, aunque las armas de Tor Christo los machacaban todos los días, sus observadores no veían que causaran ningún daño apreciable. Era muy frustrante ver que el enemigo avanzaba con aquella impunidad. El enemigo había construido una segunda paralela donde terminaban las zapas, y su acusada forma curva era exactamente igual que la curva de sus murallas. Habían levantado unos muros altos en dos secciones de esta nueva paralela. No cabía duda de que la trinchera situada detrás de ellos se estaba cavando más profunda y ancha para permitir la colocación de unos obuses de gran calibre.

Aunque los hombres de Tor Christo habían soportado los bombardeos durante más de una semana, la distancia a la que estaban las armas enemigas era demasiado grande como para hacer otra cosa que desconchar un poco la muralla. Sin embargo, la distancia era la ideal para un fuego raseado que había destruido muchas de las armas montadas en las murallas de Tor Christo. Tedeski había ordenado que se retiraran las restantes armas al interior del fuerte. Las bajas habían sido pocas, tan sólo habían caído cincuenta y dos hombres hasta aquel momento, pero todo eso iba a cambiar cuando se terminaran las baterías de la segunda paralela.

Pero Tedeski también les tenía preparada una sorpresa a los atacantes de Tor Christo.

Las armas situadas en la base del promontorio rocoso, mantenidas en reserva hasta ese momento, pronto se harían sentir cuando el enemigo moviera su artillería pesada a las trincheras recién construidas.

—Ya no va a tardar, Poulsen —reflexionaba en alto Tedeski.

—¿El qué, señor?

—El ataque, Poulsen, el ataque —replicó Tedeski, incapaz de enmascarar su irritación—. Si no podemos impedir que acaben esas trincheras, traerán sus armas de gran calibre y lanzarán en parábola los proyectiles de alto explosivo por encima de los muros. En ese caso ya no necesitarán derribar nuestras murallas; podrán ir andando hasta la puerta principal y entrar, ya que no habrá nadie para detenerlos.

—Pero las armas que tenemos ahí abajo los detendrán, ¿verdad?

—Posiblemente —reconoció Tedeski—, pero tan sólo podremos utilizar ese truco una vez, y eso asumiendo que todavía no saben de su existencia. Recuerde la partida de reconocimiento contra la que abrimos fuego al comienzo de todo esto.

—Sí, señor.

—Bueno, entonces lo más probable es que nuestros enemigos sepan lo de estas armas de aquí abajo y que ya tengan sus planes al respecto.

—Seguramente no, señor. Si el enemigo las hubiera descubierto, habrían intentado bombardearlas en algún momento, ¿no cree?

Tedeski asintió de manera pensativa, dejando descansar el codo en la piedra del parapeto. El remate de su construcción en un ángulo tan agudo permitía a un soldado disparar a los atacantes que estuviesen directamente debajo.

—Eso es, Poulsen, y ésa es la única razón por la que no he bloqueado los pasillos subterráneos. No puedo permitirme que esas armas no disparen cuando llegue el momento ademado.

Envalentonado por la gallarda actitud de su oficial superior ante el posible peligro de los francotiradores, el capitán Poulsen permaneció al borde del parapeto y contempló la bulliciosa actividad que había en la llanura.

—Nunca pensé que vería una cosa así —susurró.

—¿Qué?

Poulsen señaló a la imponente mole del Dies Irae, que permanecía inmóvil donde lo había dejado mutilado el Imperator Bellum. La parte inferior de sus piernas, donde lo había chamuscado la fusión del titán imperial, estaba ennegrecida y todavía humeaba. Se había levantado una gran estructura de andamios y contrafuertes alrededor de sus piernas y cientos de hombres trabajaban para intentar reparar los graves daños que había sufrido. La parte superior del cuerpo del titán había escapado a lo peor de la explosión, y todos los días sus armas disparaban contra la ciudadela, salpicando sus muros de tremendas explosiones y desafiando a su enemigo a que saliera y le hiciera frente una vez más.

Tedeski asintió.

—Yo tampoco. Ha sido un honor ser testigo de la lucha de un valiente guerrero contra un monstruo tan diabólico. No obstante, sus titanes hermanos lo vengarán.

—¿Y quién nos vengará a nosotros? —meditó en voz alta Poulsen.

Tedeski se volvió hacia su ayuda de campo y le habló bruscamente.

—No necesitaremos que nadie nos vengue, capitán Poulsen, y me las veré con todos los hombres que expresen en público una opinión como ésa. ¿Me entiende?

—Si, señor —replicó Poulsen apresuradamente—. Sólo quería decir…

—Sé lo que quería decir, Poulsen, pero no hable de esas cosas en alto —lo previno Tedeski señalando con el brazo a los soldados que guardaban el parapeto y a los artilleros que se ocupaban de las piezas de artillería.

—¿Cuál cree que es el elemento más importante de una fortaleza, Poulsen? ¿Sus muros? ¿Su posición? No. Son los hombres que están detrás de esos muros y que le dicen al enemigo: «No, no tomaréis este sitio». El espíritu de lucha de esos hombres es lo que mantiene al enemigo más allá de estas murallas, y sólo permaneciendo unidos, con fe en el Emperador y con una creencia total en nuestra capacidad de resistir, podremos vencer. Pase lo que pase, los hombres necesitan creer que nosotros pensamos que Tor Christo puede resistir. Si no es así, estamos perdidos.

Poulsen asintió pensativamente antes de hablar.

—¿Cree que podremos resistir, señor?

Tedeski devolvió la mirada a la llanura que tenían por debajo de ellos.

—En última instancia, no, no podremos resistir. Tor Christo caerá, pero resistiremos todo lo que podamos. Cuando yo decida que está todo perdido, ordenaré la retirada a través de los túneles y sobrecargaremos el reactor para hacer estallar este lugar antes de permitir a esos cabrones que utilicen Tor Christo.

* * *

Honsou echó a un lado a un escuálido trabajador esclavo y siguió a Forrix a lo largo de la serpenteante trinchera que conducía a la paralela delantera. Al paso de los dos Guerreros de Hierro, los esclavos dejaron caer las palas y picos a toda prisa y se inclinaron ante sus señores. Ni Forrix ni Honsou hicieron caso a las desdichadas criaturas, demasiado concentrados en la imponente forma de Tor Christo que tenían ante ellos. Honsou sintió esa expectación que ya conocía cuando entraban en la paralela principal y vio la meticulosidad con que se había construido.

Se había cavado hasta una profundidad de tres metros, y la pared más cercana a Tor Christo tenía un perfil en ángulo para reducir al mínimo el efecto de los proyectiles que estallaban en el aire. Habían abierto unos refugios subterráneos en las paredes de la trinchera donde los esclavos dormían, comían y morían. Demasiado exhaustos para deshacerse de los muertos, los cadáveres se empujaban a un lado de la trinchera y los restos podridos impregnaban el aire con el hedor de la descomposición. En la base de la trinchera se habían colocado unos tablones de madera sobre traviesas de hierro, y Honsou quedó impresionado por la velocidad con la que Forrix había llevado adelante la construcción de la trinchera.

—La primera batería estará aquí —dijo Forrix, señalando una parte de la trinchera que Honsou calculaba que estaría a unos seiscientos metros de la base de la montaña. Vio que ya había comenzado el trabajo de ensanchamiento de la trinchera. En la entrada de la nueva batería se habían apilado unas gruesas placas de acero, listas para ser instaladas sobre el suelo para permitir que las armas de gran calibre dispararan sin que el retroceso las hundiera en el terreno.

Honsou asintió, alzando la vista hacia Tor Christo e imaginándose el ángulo de fuego que tendrían estas armas colocadas en la batería.

El punto más vulnerable de cualquier fortificación estaba en sus ángulos salientes, en los puntos sobresalientes de sus bastiones, donde el terreno que quedaba enfrente no estaba cubierto por el fuego directo procedente del parapeto. Forrix había cavado la zapa principal a la altura exacta del bastión central, y la paralela delantera estaba construida dentro del alcance de las armas del fuerte, aunque protegida por su profundidad y los terraplenes de tierra.

Honsou observó que las baterías se estaban instalando a ambos lados del saliente del bastión dispuestas en ángulo hacia dentro, de forma que las armas que se colocaran allí dispararían en perpendicular hacia las caras de la fortificación y podrían echarlas abajo con facilidad. Una vez que se hubiera abierto una brecha en las murallas con el fuego directo de las armas, los obuses dispararían sus terroríficos proyectiles hacia la abertura para barrer la infantería enemiga antes de que se iniciara el ataque principal. Incluso con ese plan, era seguro que iba a ser una empresa sangrienta.

Honsou pensó que había algo agradablemente inevitable en la mecánica de un asedio mientras observaba cómo cavaban los moribundos esclavos. Había escuchado historias sobre tiempos pasados en los que había una serie establecida de etapas que un atacante se veía obligado a cumplir siempre antes de que se pudiera considerar que había hecho lo necesario para ganarse la rendición de una plaza. Una vez que se decretaba que ambas fuerzas habían llevado a cabo todo lo que demandaba el honor, los defensores se rendirían y se les permitiría abandonar la fortaleza portando sus armas y luciendo en lo alto sus estandartes. Ese concepto era claramente absurdo, y Honsou no podía imaginarse en qué circunstancias aceptaría la rendición de un enemigo.

Una vez que los Guerreros de Hierro comenzaban un asedio no había ninguna forma de detenerlo.

Cuando el gran Perturabo lideraba a sus guerreros en la batalla, ofrecía a sus enemigos una oportunidad para rendirse antes de que hubiera plantado una sola pala en el suelo. Si la oferta era rechazada, ya no había otras, y el asedio sólo podía terminar de una manera: en sangre y muerte.

—Has colocado muy bien las baterías, Forrix —observó Honsou.

Forrix asintió rápidamente, aceptando el halago.

—Creo que no necesitamos cavar más. Seguir haciéndolo no tiene sentido alguno; nos expondríamos sin necesidad a los proyectiles que estallan en el aire y la ladera del promontorio taparía las paredes de la fortaleza.

Honsou comprobó que Forrix estaba en lo cierto.

—¿Qué ocurre con las baterías del pie de la montaña? Ésas sí que están dentro del radio de alcance, y no hay duda de que irán a por nuestras armas.

—Me doy cuenta de eso, Honsou, pero cuando nuestras armas estén en su sitio conduciré a los guerreros de mi compañía para tomar por asalto las posiciones de las armas enemigas.

Honsou estrechó los ojos, consciente de que Forrix lo había llamado por su nombre por primera vez. Entonces se dio cuenta de que se le iba a negar la oportunidad de capturar las armas que él mismo había descubierto y contestó con un gruñido.

—¿Capturarás las armas de la parte inferior? Yo las descubrí, el honor de su captura debería ser mío.

—No, Honsou, tengo otra tarea para ti.

—Ah, ¿y de qué se va a tratar? ¿De mantener el suministro de munición a las armas? ¿De vigilar a los esclavos?

Forrix no dijo nada y señaló un hueco en la pared de la trinchera que había sido rellenado con sacos de arena y estaba defendido por una escuadra completa de los Guerreros de Hierro.

—Cuando sea el momento adecuado, dirigirás los grupos de asalto desde este punto y tomarás la brecha. Debes aguantar la posición hasta que los soldados humanos puedan escalar la cara de la roca y asciendan la muralla con las escaleras y los garfios.

Honsou abrió la boca para replicar, pero se calló cuando se dio cuenta del honor de la tarea que le había sido encomendada. Su pecho se llenó de orgullo hasta que su cinismo y su suspicacia naturales hicieron aparición.

—¿Por qué, Forrix? ¿Por qué me haces este honor? Hasta ahora no has hecho más que burlarte de mí y mantenerme en mi sitio como a un mestizo.

Forrix permaneció en silencio durante unos largos segundos, como si él no supiera exactamente por qué había hecho una oferta como ésa. Dejó de mirar a la montaña y se volvió hacia Honsou.

—Hubo un tiempo en el que pensaba como tú, Honsou. Un tiempo en el que creía que luchábamos por algo más importante que una simple venganza, pero con los milenios de batallas he acabado comprendiendo que no tenía sentido lo que hacíamos. Nada cambiaba y nada nos acercaba a la victoria. He estado demasiado tiempo en el campo de batalla y fuera de él, Honsou, y cuando te observaba luchar con los hombres del Imperio supe que, en tu corazón, eres un Guerrero de Hierro. Sigues creyendo en los sueños de Horus; yo he dejado de hacerlo hace muchos siglos.

Forrix sonrió de repente.

—Y además, eso hará que Kroeger monte en cólera.

Honsou se echó a reír, sintiendo una inusitada generosidad hacia el venerable Forrix.

—Claro que lo hará, Forrix, pero también se sentirá avergonzado por tu decisión. ¿Estás seguro de que es una decisión inteligente irritar a Kroeger de esta forma? Su descenso hacia las garras del Dios de la Sangre continúa con el paso de los días.

—El joven no significa nada para mí. No veo nada en él más allá de carnicerías sin sentido, pero tú…, espero grandes cosas de ti. El Forjador de Armas también las espera. Lo veo cada vez que habla de ti.

—En eso creo que te equivocas. Me odia —dijo Honsou.

—Cierto, y sin embargo estás al frente de una de sus grandes compañías —señaló Forrix.

—Sólo porque Borak murió en Magnot Cuatro-Cero y porque el Forjador no ha nombrado todavía a su sucesor.

—También es cierto, pero pregúntate esto: ¿cuánto hace de la batalla de Magnot Cuatro-Cero?

—Casi doscientos años.

—Sí, ¿y crees que en todo ese tiempo el Forjador no podría haber encontrado a alguien para mandar la compañía?

—Obviamente no, o ya lo habría hecho.

Forrix suspiró y le contestó con brusquedad.

—¡Tal vez esa sangre contaminada que tienes te ha dejado tan tonto como un perrito faldero de Dorn! Piensa, Honsou. Si el Forjador te hubiera nombrado sucesor de Borak en aquel preciso momento, ¿alguno de sus guerreros te habría aceptado? No, por supuesto que no, y tampoco habrían tenido que hacerlo, porque para ellos eres tan sólo un mestizo despreciable.

—No han cambiado mucho las cosas, Forrix.

—Entonces eres más estúpido de lo que parecías —gruñó Forrix, y volvió por la trinchera hacia el depósito de suministros dejando a Honsou confundido y sólo en la batería a medio terminar.