TRES
Leonid observaba el trote de los Warhounds mientras hacían un movimiento circular alrededor de su posición, escupiendo fuego por sus bólters Vulcano sobre las líneas de los traidores. Los hombres que estaban a su mando vitorearon y dieron puñetazos al aire en respuesta a ese gesto de desafío, aunque Leonid sabía que sólo se trataba de eso. Los Warhounds les iban a conseguir tiempo para reagruparse, pero nada más.
—A todas las unidades, les habla el coronel Leonid. Reagrúpense y retírense al punto de reunión inmediatamente. Háganlo rápido, no tenemos mucho tiempo —ordenó Leonid mientras crecía el rugido ronco de vehículos procedente de las líneas de los traidores.
* * *
El princeps Carlsen maniobraba su ágil titán de clase Warhound de izquierda a derecha esquivando de forma frenética los disparos enemigos mientras intentaba obtener una posición de disparo favorable para su moderati artillero. El princeps Jancer en el Jure Divinus y él se alternaron para lanzarse hacia adelante y machacar las trincheras con sus bólters Vulcano y turboláseres, destrozando cualquier cosa que osara asomar la cabeza, antes de retirarse rápidamente a la seguridad del humo. La altura desde la que disparaban hacía inútil la protección que pudiera ofrecer el parapeto. Mataron a gran cantidad de hombres con cada descarga, pero él sabía que las bajas que estaban causando eran totalmente irrelevantes.
Sin las armas más pesadas del grupo de combate Espada, sus esfuerzos no dejaban de ser una mera táctica dilatoria.
Carlsen no creyó lo que oía cuando el princeps Fierach le dio la orden de abandonar a los jouranos para ir a enfrentarse cara a cara con un titán de la clase Emperador. Había escuchado con un horror creciente el titubeante intercambio de palabras por el canal de comunicación entre los titanes de combate mientras luchaban por sus vidas.
Él y su Warhound gemelo estaban demasiado al este para ir a ayudar a sus hermanos y tuvieron que contentarse con seguir el ataque de los blindados jouranos, aunque sin los Reavers se habían visto obligados a esperar hasta que la Guardia Imperial penetrara o fuera rechazada.
Los rayos láser y el fuego de los bólters estallaban contra los escudos de vacío, pero los juzgó irrelevantes. Lo que más preocupaba a Carlsen eran los tanques enemigos. En cada avance había visto más y más de ellos escondidos detrás de las trincheras, y sabía que sólo era una cuestión de tiempo que el comandante enemigo atacara.
Tres Land Raiders aparecieron entre el humo seguidos de cerca por una amplia formación de Rhinos y transportes que parecían una extraña mezcla de un chimera y un camión de plataforma. Las tropas apiñadas sobre ellos iban lanzando gritos en su avance en pos de los guardias que se batían en retirada sobre un terreno irregular.
—¡Princeps Jancer, venga conmigo! —gritó Carlsen mientras dirigía su bólter Vulcano sobre los vehículos ligeros que seguían a los Land Raiders. Los proyectiles cosieron el suelo en dirección a sus enemigos y partieron tres vehículos por la mitad en una lluvia de fuego y sangre. Los tres explotaron y los restos alcanzaron el lateral de un Land Raider. El pesado vehículo dio un bandazo y se estrelló contra uno de los chimeras, aplastándolo con un quejido de metal torturado.
El Jure Divinu apareció a su lado disparando sus armas de forma atronadora y barriendo el ataque enemigo con sus letales proyectiles. Dos Land Raiders se alejaron derrapando de los titanes, intentando huir de sus armas, pero Carlsen fue más rápido y lanzó una patada que alcanzó de lleno al vehículo más cercano en sus paneles laterales, hundiendo el casco acorazado con facilidad y lanzando por el aire los restos.
El segundo se dio la vuelta y abrió fuego con su cañón láser montado en un costado. Carlsen sintió la dolorosa sensación del fallo de sus escudos de vacío cuando los artilleros del Land Raider dieron en el blanco.
—¡Maldita sea! —exclamó Carlsen, echándose hacia atrás mientras las armas del tanque disparaban de nuevo. Los mortíferos rayos pasaron como relámpagos por encima de su cabeza.
—¡Moderati Arkian, ponga en funcionamiento otra vez esos escudos! ¡Ya!
Carlsen hizo que su titán marchara hacia atrás, abriendo fuego contra los vehículos de los traidores y poniendo especial cuidado en no alcanzar a los soldados de la Guardia Imperial que corrían a su lado. Los regueros de sudor que le corrían por la cara indicaban el precio que tenía que pagar por la tensión de un pilotaje tan preciso.
El Defensor Fidei trastabilló cuando Carlsen posó uno de sus pies sobre el casco machacado de un Leman Russ. El compartimento del piloto se inclinó peligrosamente cerca del suelo. El Jure Divinu permaneció vigilante cerca de su titán hermano, disparando y moviéndose mientras el enemigo avanzaba ahora de forma más cuidadosa.
—¡Arkian! —chilló Carlsen—. ¿Dónde están esos malditos escudos?
—¡Estoy en ello, princeps!
—¡Más rápido! —lo urgió, mientras veía surgir del humo a los dos Land Raiders que seguían intactos y que se dirigían hacia él.
* * *
El Imperator Bellum estaba muriendo, pero el princeps Fierach no se iba a rendir todavía. Estaba bañado en sudor y sangre y seguro de que el moderad Yousen ya estaba muerto. Sólo el Emperador sabía lo que estaba ocurriendo en los puentes de ingeniería; no había conseguido ponerse en contacto con nadie de allí abajo. El Dies Irae estaba haciéndolo pedazos, pero Fierach no iba a caer sin pelear aunque estaba sufriendo un castigo considerable. Los tanques que acompañaban a los titanes enemigos habían pasado raudos a su lado, contentos de permitir a su dios de la guerra que lo destruyera. Fierach sólo esperaba que los supervivientes del grupo de combate Espada fueran capaces de proteger a los jouranos y permitirles escapar.
Cayó sobre él otro mazazo, y el dolor sajó su cráneo como punzantes rayos de fuego. Lo que sentía el Imperator Bellum, él también lo sentía.
Levantó el cuchillo de sierra y el filo perforó el cañón del aniquilador de plasma del Dies Irae. Raudales de energía de plasma ardiendo salieron a chorro, emitiendo nubes de vapor que brotaron como un géiser y a una temperatura tal que vaporizaron a decenas de hombres.
El Dies Irae dio un paso adelante y estrelló su pierna contra la de Fierach, hundiéndole la articulación de la rodilla y destruyéndola en una explosión de chispas. Las sirenas de aviso sonaban con gran estruendo. Fierach se mordía la lengua con todas sus fuerzas, provocando unos gruesos hilos de sangre que colgaban de su boca y un dolor que era casi insoportable. Trato en vano de alejarse del titán enemigo, pero la pierna izquierda del Imperator Bellum se había bloqueado y no podía escapar.
El Dies Irae volvió a la carga y lanzó uno de sus brazos-arma contra el torso del Imperator Bellum. El tremendo golpe impactó en un lateral del titán de Fierach. Nuevas luces de aviso se encendieron indicando que los sistemas fallaban por toda la máquina de guerra. Luchó por recuperar el equilibrio, pero los giróscopos externos estaban hechos trizas y se vio obligado a confiar en sus propios sentidos tambaleantes en lugar de en los del titán.
Por increíble que pareciera, fue capaz de recuperar el equilibrio y se enfrentó al Dies Irae otra vez balanceando su puño-sierra, el único sistema en el que sabía que podía confiar.
La hoja dio un tajo a la sección central del Dies Irae arrancando grandes trozos de la armadura de la bestia. Fierach sabía que el reactor de un titán de clase Emperador estaba profundamente enterrado en la panza y que si él pudiera hacer un corte lo bastante grande en su armadura, tal vez otros podrían tener posteriormente la oportunidad de matar al monstruo. El Dies Irae dio un paso hacia un lado, se quitó de encima de un golpe el cuchillo de sierra con los cañones de su arma infernal y plantó la boca del arma sobre la parte superior de la silbante articulación de su rodilla.
Un magma incandescente surgió del arma y los proyectiles explosivos estallaron a bocajarro en su ya maltrecha pierna. La articulación explotó y el metal fundido fluyó como sangre mercurial por la pierna de la máquina de guerra. Fierach lanzó un grito al sentir el dolor del titán como si fuera suyo. La respuesta de la unidad de impulso cerebral frio buena parte de su propia corteza cerebral.
La poderosa máquina de guerra se desplomó hacia un lado y la ingle del titán golpeó contra la pierna amputada, aguantando al Imperator Bellum en ángulo.
Fierach soltó una carcajada histérica cuando su caída se vio detenida.
—Gracias, vieja amiga —gritó, y con un último esfuerzo hercúleo forzó a su cerebro moribundo para que tomara el control del titán en un último acto de desafío.
El Imperator Bellum avanzó sobre su única pierna buena y se lanzó hacia adelante para estrellar su sección del puente contra la cabeza del Dies Irae con una fuerza terrorífica.
El impacto destrozó el frente acorazado de la cabina del titán imperial, y lo último que vio Fierach antes de que el reactor del Imperator Bellum iniciara una reacción en cadena fue un único ojo, verde ardiente, mientras se aplastaba contra su superficie.
* * *
Forrix observó cómo retrocedía entre el humo el Warhound que tenían enfrente, y se dio cuenta de que debía de tener desarmados sus escudos.
—¡Seguidle! ¡Tras él! —gritó.
El titán ya no era una máquina de guerra enemiga para él; era una bestia de las leyendas olímpicas y él sentía un deseo ardiente y primitivo de matarlo. Casi se rio a carcajadas a causa de las pasiones que hervían dentro de él. Las emociones y deseos que creyó haber perdido para siempre resurgieron a la superficie de su mente como un hombre ahogándose luchando por el oxígeno. Sentía un odio fuerte y vivo; una ansia de lucha, intensa y urgente; y deseo, tan ferviente como nada que hubiera sentido en toda su vida. Su recién encontrado propósito estaba volviendo a despertar con toda su gloria visceral.
Forrix concentró la vista en la pantalla holográfica y contempló el caos de la batalla que tenía ante él. El cañón láser de otro Land Raider que rugía al lado del suyo cortó el humo. Podía ver a la infantería enemiga retroceder hacia la ciudadela. Algunos eran transportados en vehículos o iban agarrados a los estribos. De cuando en cuando, las bolsas de resistencia disparaban a los atacantes, ganando tiempo para que escaparan sus camaradas.
El Land Raider fue golpeado por un zumbante impacto que lanzó a Forrix hacia un lado. Sabía que el impacto había sido grave. El humo y las llamas inundaron el compartimento de la tripulación, y cuando Forrix miró detrás vio un gran agujero en un lado del blindaje del vehículo. A través del irregular desgarrón se podía ver el cielo rojo y la imponente forma de otro titán de la clase Warhound que se acercaba a ellos. Su cara estaba esculpida con una expresión de furia y a Forrix lo embargó de nuevo el deseo de matar a una de aquellas bestias.
—¡Desembarcad ya! —gritó Forrix mientras bajaba la rampa frontal y desembarcaban del Land Raider cuatro guerreros gigantescos equipados con una armadura de exterminador.
Kroeger avanzó entre el humo, lanzando un grito de guerra que helaba la sangre y segando la cabeza de un guardia imperial de un solo golpe de su espada sierra. A otro soldado le dio una patada en el vientre, destripándolo y partiéndole la columna. Lo rodeaban caras aterrorizadas, algunas de ellas llorando, otras suplicando piedad. Kroeger soltó una carcajada, matando todo lo que tenía a su alcance con idéntica imparcialidad.
Los guerreros de Kroeger se abrieron un sangriento camino entre los soldados de los Dragones Jouranos y empaparon sus armas de sangre. Aquello ya no era una batalla, sino una simple carnicería, y Kroeger se deleitaba en la matanza, sintiendo que lo invadía un sentimiento de satisfacción. Sus sentidos se contrajeron hasta que no vio nada más allá de las arterias seccionadas y no oyó otra cosa que los gritos de los moribundos.
Un hombre cayó de rodillas ante él, llorando y gritando, pero Kroeger cortó el cuello del hombre con un movimiento de su espada. Dejó caer la espada y se agachó para levantar al hombre moribundo del suelo. Kroeger se quitó el casco y dejó que el chorro de sangre que manaba del hombre le salpicara la cara. La sangre le corrió por el rostro formando caudalosos regueros, y Kroeger inclinó la cabeza hacia atrás para dejar que el fluido que daba la vida le llenara la garganta.
La sangre caliente tenía un sabor sublime, repleta de terror y de dolor.
Kroeger rugió con un deseo monstruoso, partió el cuerpo en dos y levantó su espada en alto. Sus sentidos le gritaban junto con todos y cada uno de sus nervios: ¡más!
Siempre más. Nunca habría suficiente sangre.
La neblina roja cubrió los ojos y Kroeger se dirigió una vez más a la batalla.
* * *
Honsou disparaba mientras corría, dirigiendo el avance de sus guerreros. Se lanzó de cabeza cuando una ráfaga de láser estalló por encima de él. Rodó sobre sus rodillas y abrió fuego contra la fuente de los disparos. Gritos inhumanos resonaban entre el humo cuando sus proyectiles encontraban su objetivo. Sus guerreros avanzaban en grupos, cubriéndose unos a otros con un fuego dirigido con todo cuidado.
Los hombres y los tanques rugían y los tubos lanzahumo de los vehículos emitían bancos ondulantes de nubes blancas.
Honsou lanzó una maldición cuando uno de los Land Raiders de Forrix pasó retumbando a su lado y su cañón láser montado en una barquilla lateral pasó a menos de un metro de él. Sus sentidos automatizados entraron en funcionamiento en cuanto abrió fuego la potente arma, que convertía el humo en vapor según se alejaba en la distancia.
Un tremendo estallido de luz procedente de delante de él le dijo a Honsou que allí había un titán y que uno de sus escudos de vacío había dejado de funcionar. Sonrió al imaginarse a la desesperada tripulación en su interior intentando frenéticamente recuperar ese escudo ya que los Guerreros de Hierro continuaban con su ataque. Los soldados obligados a prestarles servicio corrieron hasta situarse junto a Honsou. El Forjador de Armas consideraba que su compañía necesitaba apoyo de una chusma como aquélla. A Honsou lo irritaba que esa basura luchara junto a sus hombres, pero él no iba a rebajarse a expresar su indignación por este último insulto.
Dirigió el fuego de su bólter de izquierda a derecha, alcanzando de forma deliberada con su ráfaga a unos cuantos soldados vestidos de rojo, y se incorporó. Echó a correr hacia adelante y se unió a una escuadra de Guerreros de Hierro que estaban disparando. Habían acorralado a un gran número de guardias imperiales en un cráter polvoriento que tenía el borde coronado por alambre de espino. Del cráter salió disparado un misil que alcanzó a un ruidoso vehículo de transporte situado detrás de él y que estalló con gran estruendo metálico.
Pocos segundos después otro misil salió como un rayo del cráter, pero los insensatos de la dotación de armas pesadas no se habían cambiado de sitio antes de volver a disparar, por lo que una ráfaga de fuego de respuesta hizo pedazos al grupo de dos personas bajo una lluvia de balas.
Manteniéndose agachado, Honsou corrió hasta donde estaba en cuclillas un grupo de hombres con uniformes rojos parapetados tras unas destrozadas trampas para tanques de rococemento. Estaban disparando con sus rifles de cerrojo hacia el cráter. Honsou agarró al hombre más cercano por la parte trasera del traje y lo levantó a la altura de su casco.
—¡Estáis malgastando munición, estúpido! Sacadlos de ahí con las bayonetas.
El hombre asintió con la cabeza nerviosamente, demasiado aterrorizado para contestar. Honsou arrojó a un lado al desgraciado, se limpió el guantelete en la armadura y volvió a su escuadra.
* * *
El teniente coronel Leonid estaba tumbado sobre la ladera del borde de un cráter y disparaba su arma láser mientras el primer pelotón retrocedía a la carrera hacia el siguiente punto de reunión. Tenía la cara ennegrecida y tensa por la fatiga que provoca el miedo, pero seguía vivo y peleando, que ya era mucho dada la confusión que reinaba en esta batalla. El sargento Ellard estaba tumbado a su lado, disparando una y otra vez hacia las sombras borrosas que corrían entre el humo. El terror y la amenaza de ser rodeados, aislados y aplastados era algo físico, y Leonid tenía que luchar conscientemente para conservar la calma.
Tenía que dar ejemplo, y aunque su pecho era una agarrotada masa dolorida, seguía luchando para ofrecer un buen ejemplo a sus hombres.
—¡La fila delantera que abra fuego! ¡La fila trasera que se retire! —gritó al tiempo que Ellard se tiraba al suelo y comenzaba a meter prisa a la fila trasera para que alcanzara el siguiente punto de reunión. Una tras otra, las ráfagas de láser acribillaban las filas de los soldados vestidos de rojo que estaban cayendo por docenas. Hasta ahora la retirada se realizaba en orden, pero estaba en el filo de la navaja. Exigía a los hombres hasta el límite de su coraje, y habían respondido a todo lo que les había exigido. Ahora estaban llegando al fondo de sus reservas y no podrían aguantar así mucho tiempo.
Era más que nada una carrera contra el tiempo saber si podrían volver a la cobertura de las defensas de la ciudadela antes de que se agotara ese coraje.
El guardia Corde se arrastró hasta él, gritando por encima del sonido de los disparos y el rugido de los tanques y explosiones. Llevaba a la espalda el aparato de comunicaciones mientras se arrastraba con una sibilante arma de plasma en las manos. El arma despedía vapor por las bobinas de refrigeración de su cañón.
—¡El sargento Ellard informa de que ya han llegado al punto de reunión, señor!
—Muy bien, Corde —dijo Leonid, colgándose el rifle y gritando—: ¡Fila delantera, vámonos de aquí zumbando!
Los jouranos no necesitaron que se lo dijera dos veces. Bajaron la pendiente mientras el fuego de cobertura de armas láser que les proporcionaba la sección de Ellard acribillaba el humo. Leonid esperó hasta que el último hombre se hubo retirado, y solamente entonces Corde y él se unieron al resto del pelotón.
Oyó un rugido, como el de un carnosaurio jourano, en la pendiente que tenía detrás y Leonid se dio la vuelta para ver una legión de terroríficos monstruos de hierro dando sacudidas sobre el borde y cayendo de golpe con una fuerza demoledora. Los tanques eran inmensos, unas distorsionadas variaciones de los Leman Russ, y tenían sus flancos blindados pintarrajeados con símbolos obscenos. Sus torretas chirriaban con el quejido de viejos engranajes. El tanque más cercano tenía montada una arma de gran calibre en el casco delantero que tableteaba y escupía proyectiles de alta velocidad según bajaba la pendiente y acribillaba la marchita tierra. Leonid agarró a Corde y se tiró al suelo con él mientras las balas cortaban el aire por encima de sus cabezas.
Levantó los ojos y le invadió el terror cuando vio al tanque, que continuaba con su avance sordo, a punto de aplastarlos con sus orugas de bronce. Más balas surcaron el aire y el arma principal abrió fuego con una detonación ensordecedora, seguida pocos segundos después por una lejana explosión. La oruga siguió avanzando con gran estruendo hacia Leonid, y él se echó a rodar en la única dirección que podía.
Rodó debajo del casco del tanque y su rugiente parte inferior metálica pasó a un milímetro de su cabeza. Los gases calientes y los humos de escape que emitía le hicieron sentir una terrible náusea. Algo lo salpicó y sintió una cálida humedad sobre la cara y los brazos. Se cubrió los oídos y apretó el rostro cara contra el suelo, aplanando el cuerpo tanto como pudo.
—Que el Emperador me proteja… —susurró cuando el monstruoso tanque retumbó por encima de él. Un gancho de metal que sobresalía se trabó en una doblez de la chaqueta del uniforme y Leonid lanzó un gruñido de dolor cuando el tanque lo arrastró por el irregular terreno durante varios metros antes de que fuera capaz de soltarse.
De repente quedó libre y el tanque continuó con su ruidoso avance, dejándolo temblando de miedo y alivio. Respiró profundamente y regresó arrastrándose hasta Corde, que yacía inmóvil detrás de él.
Leonid sintió que le daba vueltas el estómago y vomitó de forma violenta cuando vio el cadáver destrozado de Corde. Él no había tenido tanta suerte como Leonid y el tanque había aplastado la parte inferior de su cuerpo hasta convertirla en una masa irreconocible. La sangre continuaba manando de su boca. A Leonid le dio una arcada cuando se percató de qué se trataba la humedad que lo había salpicado bajo el tanque.
El aparato de comunicaciones estaba destrozado, pero el arma de Corde seguía intacta. Leonid la tomó de las manos muertas del soldado. Lo invadió una furia intensa ante el pensamiento de que los asesinos de Corde probablemente ni siquiera se habían enterado de que habían matado a alguien. Leonid se incorporó y avanzó tambaleándose como un borracho detrás del monstruo de hierro.
No fue difícil encontrarlo. Iba moviéndose despacio y con todo su estruendo tras sus hombres, haciendo una carnicería con ellos con los proyectiles de su arma principal. Leonid gritó hasta quedarse ronco a los traidores que estaban dentro, se detuvo a menos de diez metros de la parte trasera del tanque y alzó el arma de plasma de Corde.
Apretó el gatillo dos veces de forma seguida, mandando proyectiles de energía de plasma candente hacia el tanque. Los disparos alcanzaron de lleno la delgada parte trasera del blindaje, que fue perforado con toda facilidad, y de forma casi instantánea inflamaron el combustible y las municiones del tanque. El vehículo explotó formando una gran bola de fuego roja y su torreta se retorció como consecuencia de la presión de las detonaciones internas. La onda expansiva tiró a Leonid al suelo e hizo que le ardiera el pecho de dolor en su caída.
Una columna de humo negro se elevaba por encima de los restos del tanque. Leonid lanzó un grito de furia cuando notó que alguien se acercaba corriendo hacia él. Se giró para apuntar con el arma, pero ésta todavía se estaba recargando. Tiró el arma a un lado y sacó su pistola láser al tiempo que surgía del humo el sargento Ellard.
El sargento no desperdició el tiempo; tiró de su oficial al mando para ponerlo en pie y se lo llevó de aquellas ruinas ardientes.
* * *
Carlsen aplastó otro vehículo con sus pesados pies y dio un paso a un lado cuando otro más intentó embestirlo. Emitió un gruñido en su esfuerzo para hacer que girara sobre su eje central el ágil Warhound y descargó una corta ráfaga contra la parte trasera del tanque. Los requisitos de munición de sus armas principales estaban consumiendo los cargadores de reserva y sabía que, al ritmo de combate que estaba sosteniendo, sus armas estarían vacías dentro de pocos minutos.
Entonces esta batalla se habría acabado. El moderati Arkian había hecho milagros, persuadiendo al espíritu de la máquina para que reinstaurara los escudos de nuevo y sin tardar un segundo porque aquel condenado Land Raider iba a por ellos otra vez. De nuevo lo había despojado de sus escudos protectores antes de que el June Divinu se plantara a su lado y lo mandase al espacio disforme de un disparo. Algunos guerreros habían conseguido salir, pero se perdieron en el humo y la confusión antes de que pudiera apuntar con sus armas y rematarlos.
Si tan sólo pudieran aguantar un poco más, volverían a estar en el campo visual de la ciudadela y de sus armas. Entonces estarían a salvo.
* * *
Forrix atravesó un cráter a la carga y abrió fuego con su combibólter de asalto contra las espaldas de unos guardias que se habían refugiado en su base encogidos de miedo. Un lazo de alambre de espino colgaba de su pierna. Vio a Kroeger al otro lado del campo de batalla aniquilando a un grupo de soldados lo bastante desafortunados como para haber sido dejados atrás y aislados.
Forrix hizo una pausa en su avance. Sus ojos se entrecerraron para observar el frenesí de enloquecida carnicería con la que los novatos masacraban a unos soldados enemigos. Su armadura plateada, brillante y prístina antes de la batalla, estaba ahora empapada de sangre. Kroeger estaba yendo demasiado lejos. La llamada del Dios de la Sangre era demasiado fuerte para resistirse a ella.
Honsou apareció por su lado derecho al frente del avance de sus hombres en perfecto orden, disparando y moviéndose, disparando y moviéndose. Por mucho que odiara admitirlo, el mestizo era un buen oficial, a pesar de su sangre mezclada.
La batalla había pasado a ser una serie de pequeños combates una vez derrotada la principal ofensiva del Imperio. No tenía mucho sentido continuar con la persecución. Las unidades que habían escapado habían recibido un castigo tan serio que era improbable que volvieran a ser útiles para el combate.
Todo lo que quedaba por hacer era matar al titán.
Justo a tiempo, el humo desapareció y allí estaba, frente a él, con su caparazón rojo y amarillo reluciendo a la luz del sol. Su cara gruñona lo retaba a pelear.
—Me obligas… —susurró—. Me obligas. —Y fue al encuentro de aquel monstruo acorazado, pero el enemigo se dio la vuelta y salió disparado hacia el humo tan rápido como había aparecido.
Privado de su presa, Forrix se detuvo y susurró:
—En otro momento, bestia…
* * *
Leonid avanzaba por el páramo dando tropezones y tambaleándose. Le costaba respirar a causa del dolor en el pecho. Si no hubiera sido por la ayuda del sargento Ellard, seguramente se habría desplomado. Por detrás de él se oían los gritos del enemigo, que ya estaba muy cerca, y los chillidos de aquellos a quienes habían atrapado.
De repente avistó tres inmensas moles que permanecían ante él, al borde de su campo de visión, y como Ellard seguía empujándolo hacia adelante, casi se echa a reír de alivio cuando las moles acabaron siendo la reconfortante forma de dos titanes de combate de la clase Reaver y un Warlord.
Pero al acercarse más vio, con una creciente sensación de horror, que los titanes tenían unos daños tremendos. Sus caparazones estaban hundidos y quemados por los repetidos impactos de las armas. ¿Qué les había pasado a aquellas máquinas de guerra? Cuando se dio cuenta de la gravedad de los daños, volvió a reconsiderar la terrible naturaleza del enemigo que tenían enfrente y el disparate que suponía subestimarlos. ¿Cuántas vidas se habrían perdido aquel día debido a ese error?
Dos Warhounds venían andando hacia atrás dando bandazos entre el humo y el polvo. Sus armas disparaban ráfagas controladas contra las filas del enemigo. Ambos presentaban daños, con algunos laterales de su blindaje con perforaciones y quemaduras, pero continuaban peleando.
Vio cómo los Reavers y el Warlord abrían fuego y el aire estallaba con un ruido ensordecedor. Los Warhounds agradecieron encontrar refugio a la sombra de sus primos mayores, añadiendo su propio fuego a la andanada.
Leonid continuó avanzando a paso titubeante más allá de los titanes hasta que llegó a la protección de las armas del revellín Primus, muy aliviado de haber conseguido llegar vivo. Tropas de refresco ocuparon la banqueta de disparo del borde de la trinchera delantera, y Ellard se lo entregó a un soldado con cara de asustado antes de volver al campo de batalla para estar al lado de sus hombres. Leonid se apoyó contra la pared del parapeto y reposó la cabeza en las manos mientras todo el horror de la batalla caía sobre él.
Puesto que todos los Dragones que habían podido escapar se encontraban ya bajo la protección de los titanes de la Legio Ignatum y de los artilleros de la ciudadela, el enemigo no pareció tener mucho interés en continuar con la matanza y se dio la vuelta para volver a sus líneas lanzando gritos estentóreos e insultos infernales. Algunos no pudieron contener sus deseos de matar e intentaron en vano atrapar a sus víctimas, pero sólo consiguieron ser acribillados por un fuego a corta distancia procedente de los titanes y de las armas del revellín y los bastiones.
Leonid sintió que un increíble agotamiento lo ahogaba. Alargó una mano para tranquilizarse, pero el mundo daba vueltas alocadamente y él se deslizó por la pared y se desplomó antes de que los soldados que estaban a su lado pudieran agarrarlo.