DOS
Cuando la artillería cesó en su ensordecedora descarga, los tanques de batalla de Leonid se dispersaron en una formación en línea y dispararon con todo lo que tenían. Las líneas de los traidores desaparecieron bajo las explosiones provocadas por las armas del Imperio. Pero esta vez el humo se dispersó de manera rápida barrido por la brisa.
Cuando la distancia entre ambas fuerzas se acortó, la formación en cuña de los transportes de tropas se desdobló en una formación en línea. Varios de los tanques más pesados hicieron un alto y adoptaron la posición de disparo. Sus poderosos cañones de batalla machacaron la línea de trincheras. El ruido era ensordecedor ya que se entremezclaba la artillería, los impactos de los proyectiles y de los láseres junto con el grave fragor de los forzados motores de los tanques. Leonid estaba consternado al comprobar el poco efecto que estaban teniendo sus armas.
La separación entre ambos enemigos se estaba acortando.
Leonid observaba las maniobras de su batallón con intensa admiración. Había visto muchas batallas, pero no había nada tan inspirador como contemplar una carga de la caballería blindada en terreno abierto. Ya casi habían llegado y cientos de tanques usaban sus tubos lanzahumo para confundir a los rastreadores de objetivo de las armas de los enemigos.
Se preguntaba por qué los titanes no habían abierto un fuego de cobertura como se había planeado. Alargó una mano hacia el aparato de comunicaciones para solicitarlo cuando un disparo cruzó el aire como un rayo desde un bunker en el centro de la línea de los traidores hasta alcanzar su objetivo en menos de un segundo. Un tanque Leman Russ fue alcanzado en un costado y el misil le atravesó el blindaje. El núcleo a alta temperatura del misil encendió el combustible del vehículo y prendió fuego a la munición, haciéndolo explotar en una grasienta bola de fuego negra.
El disparo fue la señal para que abriera fuego el resto de los Guerreros de Hierro y que la línea entrara en erupción con una lluvia de disparos de cañones láser y estelas de misiles cuando se desató la potencia de fuego concentrada de la legión traidora.
Los vehículos más cercanos no tuvieron ninguna oportunidad.
Los artilleros de los Guerreros de Hierro alcanzaban los tanques con facilidad, y a lo largo de las líneas del Imperio brotaron grandes explosiones cuando los disparos de los cañones láser y los misiles encontraron sus objetivos.
Los gritos de los soldados se podían oír por encima del continuo sonido de las explosiones y los silbidos de los centelleantes rayos láser. Entonces se unieron a la refriega los estallidos más fuertes de las armas de los titanes enemigos, que reducían los tanques a átomos con la inimaginable potencia de sus armas.
Atrapados por los restos en llamas de sus vehículos, los conductores de los tanques intentaban conducirlos a sitio seguro, envueltos en el fragor de metales retorcidos. Un Leman Russ se estrelló contra los restos de un ennegrecido chimera para intentar dejar libre un camino, pero un atento artillero advirtió la huida y despachó al tanque de batalla con un misil bien colocado en la parte trasera del vehículo.
Las puertas del Leman Russ se abrieron y escupieron humo negro y unos guardias en llamas del compartimento de la tripulación. Rodaron de manera desesperada sobre el terreno entre gritos de agonía mientras las llamas los consumían.
Leonid se aferró desesperadamente cuando unas brillantes lanzas de fuego de cañones láser atravesaron los cascos acorazados de sus chimeras con toda facilidad. Los vehículos explotaron en rápida sucesión, saliéndose de forma brusca de la línea y lanzando gruesas columnas de humo.
Salió despedido hacia un lado cuando su conductor hizo que el chimera describiera una serie de chirriantes giros en un esfuerzo por esquivar a los artilleros del enemigo. El chimera se estrelló contra la parte trasera del tanque en llamas y el sonido de su motor se intensificó cuando el frenético conductor aceleró e intentó apartar de su camino a empujones al pesado tanque. Pero el Leman Russ estaba demasiado encajado y no se podía mover.
Leonid bajó al compartimento de la tripulación del chimera y accionó de un golpe la palanca de la rampa trasera, gritando.
—¡Todo el mundo fuera! ¡Venga! ¡Venga! ¡Venga!
Su escuadra no necesitó orden alguna. Permanecer en el chimera era una muerte segura. Leonid apremió a sus hombres para que bajaran la rampa antes de seguirlos a la confusión de la batalla. No había hecho más que abandonar el blindado cuando un misil atravesó el lateral del chimera. Con la rampa trasera abierta, la mayoría de la fuerza de la explosión pudo salir hacia fuera, pero aun así el estallido levantó al tan que en el aire. Leonid titubeó. Le parecía que un puño gigante lo había tirado al suelo de un golpe. Escupió tierra y sintió un terrible pitido en los oídos. Se volvió para ver a Ellard, su sargento, gritándole, pero no entendía nada de lo que decía. El sargento señalaba hacia la línea de trincheras del enemigo y Leonid asintió, incorporándose.
Vio al soldado Corde arrastrando un cuerpo que tenía una chaqueta azul claro salpicada de sangre. Lanzó un grito, pero se dio cuenta de que no era fácil que lo oyeran con el estruendo de las explosiones y el fuego de las armas.
La confusión reinaba entre la gran cantidad de tanques y chimeras que despedían columnas de asfixiante humo negro. Una mano lo agarró por el hombro y se dio la vuelta para recibir un rifle de manos del sargento Ellard. El sargento ya le había colocado la bayoneta y Leonid le dio las gracias.
Había cuerpos por todas partes. En los tanques. Sobre el terreno. Sangre, fuego, ruido y gritos.
Sólo se olía a humo, combustible y cuerpos quemados.
Cuando explotó otro vehículo, se tiró al suelo y el rifle se le cayó de las manos, mientras fragmentos al rojo vivo segaban el aire por encima de sus cabezas y rebotaban contra el lateral metálico de otro tanque.
Llegaban a él fragmentos atenuados de gritos desesperados. Preguntas a gritos que no tenían sentido alguno. Aullidos pidiendo ayuda, médicos y que los sacaran de allí. Los soldados estaban tumbados en la tierra empapada de combustible disparando sus rifles contra la línea de trincheras. Sin pensarlo de forma consciente, agarró el rifle del suelo, se lo puso al hombro y comenzó a disparar hasta que el contador de la carga marcó cero.
Sacó la célula de energía y de un golpe metió una nueva. Estaba temblando tanto que tuvo que hacerlo dos veces.
A su alrededor, los tanques supervivientes disparaban con sus armas principales mientras sus conductores zigzagueaban de forma desesperada en un claro intento de esquivar el fuego enemigo. Algunos lo lograron y comenzaron a devolver el fuego a los traidores. Aquellos que no tenían éxito eran rápidamente aislados y volados en pedazos.
Leonid se deslizó hasta llegar al sargento Ellard, que le entregó una unidad de comunicaciones al tiempo que Leonid se quitaba el casco y se acercaba el auricular a la boca.
—¿Princeps Fierach? ¡Necesitamos fuego de cobertura, ya! ¡Responda por favor! ¿Dónde está?
El canal de comunicaciones crepitó y devolvió ruidos de estática a Leonid mientras él continuaba pidiendo ayuda.
—¡Princeps Fierach, quien sea, respondan, maldita sea! ¡Respondan, por favor!
Voces distorsionadas y más estática fueron la única respuesta que obtuvo, e, indignado, lanzó al suelo el auricular.
—¡Coronel! —gritó Ellard—. ¿Qué ocurre? ¿Dónde demonios está la cobertura de los titanes?
Leonid recogió el casco y se lo volvió a poner antes de contestar.
—No tengo ni idea, sargento.
Otra explosión hizo temblar el suelo.
—¡Hable más alto! —gritó Leonid—. ¿Hay bajas?
Corde dio otro grito.
—El comisario Pasken y el teniente Ballis están muertos, y Lonov está herido. Dudo mucho que sobreviva.
Leonid asintió con rostro serio y dio un respingo cuando otro vehículo explotó a su lado. El grupo no estaba en buenas condiciones. Sus caras estaban ennegrecidas y aterrorizadas.
Para muchos de ellos era su primera oportunidad de paladear una batalla de verdad y sabía que sería una de las dos emociones, miedo o valor, la que saldría triunfadora.
En el primer lance comprometido del combate un soldado se hunde en una riada de emociones. Terror, furia, culpa y odio. Todos los sentimientos que surgen a la superficie cuando se afronta la perspectiva de morir o matar a otro ser humano. En una combinación ideal, empujarían a un hombre hacia el enemigo como un asesino temible y despiadado, pero también podían hacer que retrocediera a la carrera hacia sus líneas presa del terror. Algunos hombres nacían con la combinación adecuada; otros necesitaban que se les grabara.
Su trabajo consistía en asegurarse de que obtenía el mejor resultado de aquellos hombres y sabía que estaban cerca de ir en una u otra dirección. Tendría que presionarlos para que se encendiera la semilla de la ira en sus corazones. Permanecer allí agotaría su valor hasta el punto de que ni siquiera la amenaza de un comisario los haría reaccionar.
Forcejeó para llegar al borde de su refugio y agachó la cabeza para moverse alrededor del destrozado chimera, intentando hacerse una idea de la situación.
¡Por el Emperador, qué mala era! El cielo resplandecía con colores rojos y negros debido a los muchos tanques que ardían intensamente, y una cantidad indescriptible de cadáveres salpicaban el suelo ensangrentado. El fuego de las armas pesadas era esporádico ahora que los conductores de los vehículos que habían escapado a la matanza inicial se habían refugiado detrás de sus destrozados camaradas. Leonid entendió que estaban atrapados.
¿Qué demonios había pasado con los titanes?
* * *
—¡Conecte los cargadores automáticos —gritó el princeps Fierach—, y haga que vuelvan a funcionar esos escudos de vacío!
El Imperator Bellum se estaba acercando al Dies Irae, pero había recibido un castigo enorme de la tormenta infernal del cañón del leviatán. Desde cierta distancia podía parecer que los gigantescos cañones estaban girando a un ritmo lento, pero la cadencia de fuego era engañosa y los proyectiles explosivos los habían despojado prácticamente de sus escudos de vacío con una sola andanada.
—¡Moderad Setanto, cargue los generadores de plasma! ¡Prepárese para disparar los cañones de plasma!
—¡A la orden, princeps! —replicó el oficial artillero. Fierach sabía que si querían derrotar a este monstruo tendrían que eliminar de forma rápida los escudos del Dies Irae o acercarse y enzarzarse en una lucha cuerpo a cuerpo. Ninguna de ambas perspectivas prometía ser fácil.
Fierach vio cómo se balanceaba el Honoris Causa bajo un aluvión de fuego procedente del titán enemigo y cómo empezó a tambalearse por efecto de los feroces impactos. El titán de la clase Warlord dio un tropezón cuando uno de sus gigantescos pies chocó con el saliente del sistema de trincheras enemigo, aplastando dos búnkers y unos cuantos hombres. Uno de los brazos del titán golpeó el suelo y levantó una enorme nube de polvo y el otro brazo se agitó en el aire frenéticamente mientras el princeps Daekian pugnaba por recuperar el equilibrio.
Fierach avanzó para cubrir al Honoris Causa y alzó sus brazos-armas mientras el moderati Setanto gritaba:
—¡Cañón de plasma totalmente cargado, princeps!
—¡Ya te tengo! —gruñó Fierach mientras disparaba un torrente de plasma al rojo blanco a la máquina diabólica situada frente a él. La pantalla se oscureció cuando los proyectiles alcanzaron al Dies Irae. Sus escudos de vacío despidieron un destello al sobrecargarse bajo el ataque de las armas del Imperator Bellum. Todavía seguía protegido, pero el margen se estaba estrechando.
Los titanes de la clase Reaver del grupo de combate Espada describieron un círculo a la derecha de Fierach, utilizando su mayor velocidad para situarse a un lado del titán enemigo. Una ráfaga de poderosas explosiones láser sobrecargaron los escudos de vacío del líder de los Reaver. En el preciso instante en que la tripulación comprendió que estaban en peligro, un latigazo de energía incandescente procedente del aniquilador del Dies Irae destrozó el puente de mando de la sección de la cabeza.
Fierach soltó una maldición cuando vio que una gran explosión le volaba la cabeza al Reaver y derribaba la máquina. Con toda elegancia, el Reaver se vino abajo y los movimientos de los músculos generados de forma artificial murieron con su princeps. Las rodillas de la máquina se doblaron y se desplomó contra el suelo envuelto en una inmensa nube de tierra roja. Los cuatro Reabres restantes se desperdigaron mientras Fierach pedía más velocidad a gritos.
Como si hubiera detectado que el Imperator Bellum era el líder de esta fuerza, el Dies Irae giró la parte superior de su pesado cuerpo para encarar a Fierach.
Así era como debían ser las cosas. Hombre contra demonio; carne, huesos y acero contra el tipo de horror que animara aquella máquina diabólica.
El Clavis Regni cargó ante él. Sus escudos de vacío resplandecieron cuando los tanques pesados enemigos y las dotaciones de armas pesadas añadieron su fuego al que lanzaba el Dies Irae. Los impactos alcanzaron a su propio titán y lo privaron de otro escudo. Cuando vio que otro grupo de combate de titanes enemigos emergía del humo con cientos de tanques tras ellos, el princeps Fierach conoció la duda por primera vez en muchos años.
No era casualidad que este rival hubiera acechado la galaxia con total impunidad durante los últimos diez mil años. Era un enemigo mortífero, y muchos princeps que se jactaban de buenos guerreros habían encontrado el final en sus manos.
Una andanada de fuego de cañón procedente de los refuerzos del enemigo alcanzó al Clavis Regni y Fierach observó, horrorizado, cómo batallaba su princeps hermano por mantener al titán en pie. Las llamas rugían procedentes del arma infernal montada en el brazo y, de repente, el arma explotó, bañando al Clavis Regni con combustible a altas temperaturas. El moderad Yousen gritó.
—¡Princeps! El coronel Leonid solicita cobertura inmediata. ¡Informa de que están sufriendo muchas bajas!
Fierach asintió con la cabeza, demasiado ocupado para responder mientras evitaba un poderoso disparo del láser defensivo del Dies Irae. Sintió, más que vio, caer a otro de los Reavers, derribado por la terrible potencia de fuego que estaba recibiendo.
Uno de los titanes enemigos se lanzó sobre el Imperator Bellum, protegiéndolo del fuego del Dies Irae. Su monstruosa cabeza oscilaba pesadamente de lado a lado mientras cargaba hacia él.
Fierach dio un paso hacia adelante para encontrarse con su nuevo enemigo, y lanzó su puño-sierra hacia la cabeza del titán. La gran hoja dentada mecánica pasó apenas rozando el caparazón acorazado de la máquina enemiga entre una lluvia de gruesas chispas de color naranja. El monstruo respondió lanzando su propio cuchillo-sierra a la sección central del Imperator Bellum. Fierach sintió el impacto atronador, el chirrido del metal haciéndose trizas cuando la hoja de energía atravesó el grueso blindaje de su titán como si fuera papel.
Los gritos invadieron el canal interno de comunicación. Los hombres morían más abajo y Fierach oyó gritar al ingeniero Ulandro:
—¡Princeps! ¡Tenemos una brecha en el reactor en el nivel secundus!
Fierach no respondió. De forma desesperada esquivó otro golpe del titán enemigo y se introdujo en su guardia para asestarle un potente golpe en el cuello. La máquina de guerra enemiga despidió unas llamas de color naranja cuando la hoja del Imperator Bellum le atravesó el blindaje y le separó la cabeza del cuerpo. Fierach rugió en señal de triunfo cuando unas tremendas explosiones secundarias volaron en pedazos al titán caído.
El humo inundaba el puente de mando y unos furiosos símbolos rojos de aviso parpadeaban apremiantes ante Fierach. El reactor estaba iniciando una reacción en cadena, pero sabía que Ulandro era el mejor y que si él no podía impedir una sobrecarga, nadie más podría hacerlo.
Dio la vuelta al Imperator Bellum a tiempo para ver la muerte del Clavis Regni. Sus escudos de vacío terminaron de fallar en una espectacular demostración pirotécnica cuando sus generadores se sobrecargaron y unas tremendas explosiones barrieron el interior de la máquina. El titán se agitó violentamente antes de que las explosiones internas lo volaran en pedazos, y Fierach gritó furioso al ver morir a un titán tan heroico de una forma así.
Un atronador impacto le hizo abandonar su furia y se giró para ver al Dies Irae en toda su gloria infernal con sus bastiones de las piernas lamidos por las llamas. Soltó un gruñido e hizo avanzar al Imperator Bellum cuando vio parpadear más runas de aviso en el panel del reactor.
El ingeniero Ulandro estaba librando una batalla que no podía ganar para contener la brecha en el reactor. Cuando Ferach oyó los gritos desesperados e implorantes de los soldados de la Guardia Imperial por el canal de comunicación, supo que había tomado una imperdonable decisión táctica. Al satisfacer su deseo de venganza hacia la Legio Mortis, había dejado desamparados a sus hermanos soldados. Una sensación de vergüenza invadió a Fierach.
Los Reavers del grupo de combate Espada habían derrotado a la cobertura de los titanes enemigos, pero sólo quedaban dos. Las llamas bailaban sobre los soportes de las armas y los retorcidos caparazones.
Los había condenado a todos.
El Clavis Regni había caído, pero el Honoris Causa todavía permanecía en pie, intercambiando disparos con el Dies Irae en una batalla desigual que sólo podía tener un resultado.
Fierach abrió un canal para el princeps Daekian mientras avanzaba con paso decidido hacia la lucha.
—¡Daekian! Retroceda hacia el este y refuerce las unidades jouranas.
—¿Princeps? —cuestionó un Daekian sin respiración.
—¡Hágalo, maldita sea! ¡Tome lo que quede de los Espada e intente salvar algo de este desastre!
—Sí, princeps —contestó Daekian.
Fierach vio que la brecha del reactor iba empeorando progresivamente y sintió una fatal lentitud en los movimientos del Imperator Bellum. El dios-máquina estaba muriendo, pero no iba a permitir que un guerrero tan poderoso emprendiera solo su camino al infierno. Giró su titán para encarar la imponente forma del Dies Irae.
La muerte lo esperaba y él le daba la bienvenida. Fierach habló con una repentina tranquilidad.
—Daekian, sólo le pido una cosa. Vénguenos.
* * *
Los hombres de la escuadra de Leonid se acurrucaron sobre el polvo, que relucía con el brillo del combustible derramado, y se mantuvieron con las cabezas agachadas bajo el constante sonido de las armas pesadas que disparaban desde las trincheras enemigas.
A pesar de las promesas transmitidas por el canal de comunicaciones, la cobertura de los titanes todavía no se había materializado. El chimera oscilaba con las cercanas explosiones y Leonid tenía que gritar para que pudieran oírlo en el fragor de la batalla.
—¡Corde! ¿Hay noticias de esos titanes?
El guardia Corde movió la cabeza furiosamente cuando otra explosión sacudió su refugio, y Leonid supo que sólo era una cuestión de tiempo que el chimera volara en pedazos.
Toda la escuadra, o al menos lo que quedaba de ella, rebosaba de la misma indignación que Leonid, e incluso el guardia Corde, tranquilo en circunstancias normales, estaba empeñado en enfrentarse con el enemigo.
Pero por muy valientes que fueran, sería casi imposible atravesar a la carga un espacio abierto como ése. Serían héroes, pero ni siquiera los héroes podían recibir el impacto de un misil y sobrevivir, sin importar lo valientes que fueran. Leonid sabía que tenían que hacer algo, y se dio cuenta de que éste era el momento en que tenían que ganarse los galones. Aquél era el momento en que, como líder, tenía que hacer sólo eso: liderar.
Una vez que tomó la decisión, Leonid se dio la vuelta hacia Ellard y gritó las órdenes.
—Sargento, reúna a los hombres. Vamos a avanzar.
El sargento pareció no haber oído a Leonid durante un segundo. Después asintió con la cabeza enérgicamente y comenzó a gritar órdenes, reuniendo a los hombres en posición. Leonid agarró el auricular del aparato de comunicación que transportaba Corde a la espalda y abrió un canal para las unidades que estaban a su mando.
—A todas las unidades, aquí el teniente coronel Leonid. Vamos a atacar la línea de trincheras de los traidores. Estén preparados y recuerden: ¡el Emperador espera lo mejor de cada hombre! Corto y cierro.
Dejó caer el auricular y se quedó mirando fijamente a Ellard.
—¿Preparado, sargento?
Ellard asintió.
—Como nunca voy a estarlo, señor. ¿Y usted?
Leonid sonrió.
—Supongo que estamos a punto de averiguarlo —estiró el brazo para darle la mano a Ellard—. Buena suerte, sargento.
—Para usted también, señor.
Leonid sopesó su rifle y, tras respirar profundamente para calmar su corazón acelerado, salió disparado lanzando un rugido de furia. La escuadra de mando se incorporó y siguió el ejemplo de su líder, saliendo a la carga entre aullidos de combate.
Fueron alcanzados por el fuego enemigo, que aniquiló a un grupo de ellos y dispersó al resto.
—¡Dispersaos! ¡Dispersaos! —gritó Leonid.
Ellos abrieron fuego con sus armas láser y lanzagranadas, pero la distancia era demasiado grande.
A pesar del minúsculo impacto que tuvo la escuadra de mando de Leonid sobre las líneas de los traidores, el efecto sobre las tropas imperiales fue eléctrico.
Los rescoldos de un fiero orgullo herido y una dominante sensación de ultraje se habían avivado entre sus soldados. Los hombres de los Dragones Jouranos se incorporaron y siguieron a su valiente oficial al mando.
Leonid y Ellard avanzaron juntos a la carga. Sus botas levantaban grandes nubes de tierra tras ellos. El grupo los seguía a corta distancia, entre gritos de ira y miedo que los transportaba a través del fuego enemigo.
La adrenalina corría por el sistema de Leonid, y una oleada de emociones lo embargó cuando disparó el rifle. Una loca euforia lo invadió, una salvaje sensación de peligro y de entusiasmo. El miedo fue expulsado y se rio con la feroz vitalidad de la que era dueño. El cielo que tenía sobre su cabeza nunca le había parecido tan rojo, ni tampoco su vista tan increíblemente penetrante. Era capaz de distinguir las caras de los enemigos que tenía delante con todo lujo de detalles.
Sentía como si estuviera avanzando a la carga pero a cámara lenta. Las balas y el fuego de los láseres pasaban a su lado como serpentinas brillantes. Se giró para dar gritos de ánimo a los hombres que iban detrás de él. Los proyectiles estallaban sin cesar a su alrededor, pero él seguía corriendo, invencible.
Unas fuerzas renovadas llenaron de energía sus extremidades y adelantó a todos los demás.
Disparó desde la cadera. El ruido era increíble. Oyó unos salvajes aullidos. ¿Los suyos?
Algo le dio un tirón en la manga. Un dolor agudo le sacudió el brazo, pero no le importó.
Estaba montado en una ola de coraje y locura.
Un terrible sonido rugiente y desgarrador resonaba de manera intermitente y vio cómo la tierra salía disparada ante él. La línea de fuego serpenteó entre ellos y diezmó el grupo que tenía alrededor. Cuatro hombres salieron despedidos hacia atrás. Una sangre brillante brotaba de sus cuerpos deshechos.
Eso no podía estar bien. ¡Ésta era una carga para la gloria!
Su fe en el Emperador y en la justicia de su causa era su escudo contra todo daño. Se suponía que eran invencibles.
Su paso vaciló y su visión se expandió para abarcar toda la masacre que tenía alrededor. Los cuerpos salpicaban el terreno. ¿Cientos? ¿Miles? Había tantos… Quién podía saber cuántos.
A pesar de lo valiente y gloriosa que había sido su carga, la parte racional del cerebro de Leonid de repente fue consciente de la locura que había hecho. Las cargas salvajes contra posiciones fortificadas sin fuego de cobertura eran material de leyenda hasta que tenía que hacerlo uno mismo. Aunque no lo comprendiera a un nivel consciente, Leonid había llegado a la situación que todo soldado de infantería debe afrontar en algún momento.
El punto donde la subida inicial de adrenalina se ha desvanecido y entra en escena el sentido innato de supervivencia del cuerpo. Ahí era donde se necesitaba el verdadero valor para empujar al soldado durante los últimos metros hasta llegar al enemigo.
Leonid dio un grito y siguió avanzando, hombro con hombro con sus soldados, su corazón bombeando sangre y latiendo a toda velocidad.
¡Lo iban a conseguir!
La línea de los traidores estaba sólo a diez metros de allí.
Entonces desapareció en una serie de brillantes fogonazos, humo y ruido ensordecedor.
Un puño gigante lo golpeó en el pecho.
Cayó al suelo, pugnando por respirar, su visión giró descontrolada.
El suelo se apresuró a reunirse con él y lo golpeó en la cara, cálido y sólido.
Alguien gritó su nombre.
Dolor, rojo intenso, punzadas en el pecho.
Rodó hasta yacer de espaldas. El ruido alrededor no paraba de aumentar; gritos y disparos. Levantó la cabeza y soltó un gemido cuando vio la sangre escarlata sobre su coraza. ¿Era suya?
Dejó caer la cabeza y cerró los ojos mientras una inmensa debilidad se apoderaba de él.
Lanzó un grito cuando lo agarraron de forma violenta y lo colocaron sobre el hombro de alguien, mientras su pecho se contraía de dolor. Veía una tierra quebrada y cubierta de sangre botando por debajo de él, y una chaqueta de uniforme jourana ensangrentada.
* * *
Se dio cuenta de que lo estaban alejando de las trincheras botando sobre el hombro de su rescatador, mientras el mundo daba vueltas alrededor de él. Nada tenía sentido. Intentó hablar, pero todo lo que consiguió fue emitir un sonido ronco.
El hombre que lo transportaba se detuvo de repente y bajó a Leonid del hombro, apoyándolo contra el lateral de un tanque destruido.
Todo le daba vueltas. Poco a poco se fue haciendo la luz.
El sargento Ellard se arrodilló a su lado para comprobar la herida que tenía en el pecho.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Leonid con una voz poco clara.
—Ha hecho que le dispararan, señor —contestó Ellard. Leonid echó un vistazo a su pecho.
—¿Ah, sí?
—Sí, señor. Iba corriendo por delante de los demás y recibió un impacto en el pecho. Menos mal que llevaba puesto el chaleco blindado debajo de la coraza. Aun así va a tener un cardenal de cuidado, señor.
—Sí, supongo —dijo Leonid, mientras lo recorría una sensación de alivio—. Lo último que recuerdo era que estábamos a punto de saltar sobre esos cabrones.
—Bueno, supongo que no estaba previsto que nuestra carga llegara a su destino. Da igual, ahora tenemos que mantener las cabezas agachadas porque Corde me ha dicho que nuestros cacareados titanes están a punto de llegar en cualquier momento y está claro que no queremos estar cerca de esas trincheras cuando comiencen a disparar.
Leonid intentó ponerse en pie, pero el intenso dolor que le sobrevino lo hizo desplomarse.
—¡Emperador, esto duele!
—Sí, creo que le han dado en el plexo solar, así que quédese tumbado durante un momento, señor. Se va a poner bien.
—De acuerdo —dijo Leonid—. Por cierto, gracias, sargento, por sacarme de allí.
—No se preocupe, señor, pero si no le molesta que se lo pregunte, ¿qué demonios estaba haciendo? Con todos mis respetos, señor, salió disparado como un loco.
—No lo sé, sargento. No podía pensar con claridad —dijo Leonid, sacudiendo la cabeza—. Todo lo que podía ver era la línea de las trincheras y el camino para llegar hasta ellas. Ha sido una locura, lo sé, pero ¡por el Emperador, ha sido maravilloso! Era como si pudiera oír y ver todo de forma tan clara…, y no había nada que no pudiera hacer… Y entonces me alcanzaron —terminó diciendo con poca convicción.
Más soldados se unieron a ellos mientras el aire de la tarde acercaba el distante retumbar de las atronadoras pisadas de los titanes. Nunca había oído Leonid un sonido tan grato en toda su vida.
Se puso en pie entre dolores y se dirigió a todos los que tenía a su alcance. Su voz tonante interrumpió el sonido crepitante de los esporádicos disparos y el estruendo de las explosiones.
—¡Bien, escuchen todos! ¡Los titanes se acercan, así que prepárense! En cuanto alcancen el objetivo quiero a todo el mundo de vuelta a la ciudadela a paso ligero o más rápido. Asegúrense de que no nos dejamos a nadie aquí y saldremos sin problemas de este sitio, ¿de acuerdo?
Unas pocas afirmaciones silenciosas acogieron las palabras de Leonid, pero los supervivientes del ataque estaban demasiado cansados y conmocionados por las explosiones para responder con mucho entusiasmo.
Leonid volvió su mirada al noroeste y pudo ver las formas de los titanes que se acercaban pesadamente entre el humo. A pesar del dolor que sentía en el pecho, sonrió para sí.
Los dioses-máquina seguramente iban a convertir las líneas de los traidores en una vorágine de muerte y cuerpos destrozados.
* * *
Kroeger observaba la carnicería que estaba teniendo lugar ante las trincheras con un vehemente deseo. Su puño golpeaba el lateral de su Rhino al ritmo de las explosiones. La matanza lo satisfacía, aunque le defraudara que los del Imperio no tuvieran el suficiente valor para llegar hasta sus líneas. Había desenvainado la espada pero todavía no había hecho correr sangre. Su espíritu se pondría furioso si tuviera que envainarla totalmente seca. Tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para no subir a bordo del Rhino y ordenar un avance en toda regla, pero no podía hacer eso salvo que lo decretara el Forjador de Armas.
Kroeger permanecía en pie, resplandeciente en su armadura que acababa de ser limpiada a fondo. El hierro pulido brillaba como nuevo. La prisionera que se había reservado de la masacre inicial había restaurado el lustre de la armadura, y aunque todavía no sabía por qué no la había matado, le satisfacía tener a su servicio a un lacayo del Emperador. Había algo más en todo ello, pero él no sabía de qué se trataba, y no lo abandonaba la sensación de que no había sido suya la decisión. Kroeger echó a la mujer de sus pensamientos; probablemente la mataría dentro de un día o dos.
El sonido del fragor de la batalla rebotaba contra los laterales del valle, y el choque inarmónico del acero contra el acero era música para los oídos de Kroeger. Durante miles de años, Kroeger había vivido con ese sonido y sólo deseaba poder distinguir la lucha a través del humo, en el oeste, donde la Legio Mortis peleaba cuerpo a cuerpo con los titanes enemigos. ¡Vaya batalla que tenían! Luchar bajo la sombra de dichas creaciones era luchar en el reino de la verdadera muerte, donde la vida de un guerrero pendía de los hilos del destino así como de su habilidad.
Kroeger se acercó impaciente al borde de la banqueta de la trinchera. Observó el muro de humo y llamas con hambre. Lanzó una mirada a las tropas que esperaban a ambos lados, humanos lastimosos que pensaban que su servicio a los Guerreros de Hierro los honraría ante los ojos del Caos. Los despreciaba.
Más hacia el oeste, Kroeger vio a Honsou y su compañía de mestizos. Honsou también parecía impaciente por participar en la contienda. Kroeger sabía que al menos en eso compartían un nexo común.
Oyó el estruendo de las potentes máquinas que tenía detrás y se dio la vuelta para ver a los tres gigantescos Land Raiders colocándose en posición en la entrada principal. La rampa frontal del poderoso vehículo que iba en cabeza bajó con un estruendo metálico, y una poderosa figura, vestida con una elaborada armadura de exterminador, apareció bajo el sol rojizo de la tarde.
Forrix atravesó la plataforma de acero que salvaba la trinchera y se unió a Kroeger en la banqueta de disparo. Llevaba en la mano derecha un antiguo y muy decorado combibólter, mientras que la izquierda mostraba un monstruoso puño de combate.
—El Forjador ha ordenado que ataquemos —dijo Forrix.
—¿Nosotros? —preguntó un desconcertado Kroeger. Forrix no había pisado el campo de batalla en casi tres milenios.
—Sí, nosotros. Yo soy un Guerrero de Hierro, ¿no?
—Lo eres, Forrix —asintió Kroeger mientras Honsou se acercaba para unirse a ellos.
—¿Forrix? —dijo Honsou—. ¿Hoy luchas con nosotros?
—Sí, mestizo. ¿Tienes algo que decir?
—No…, hermano. Nos honras con tu presencia.
—Así es —asintió Forrix.
Kroeger y Honsou compartieron una mirada, ambos igual de desconcertados y un poco confundidos por la situación. Kroeger se echó a reír y dio un golpe con el guantelete en la hombrera de Forrix antes de dejar la mano allí.
—Bienvenido otra vez, Forrix. Ha pasado demasiado tiempo desde que derramaste la sangre del enemigo por última vez. Apuesto a que ese puño de combate que tienes vuelve con más sangre en él que la que podamos derramar hoy el mestizo o yo.
Forrix asintió, claramente incómodo con la cordialidad de Kroeger. Se libró de la mano de Kroeger y le espetó:
—Déjame en paz, Kroeger. No significas nada para mí.
Kroeger retiró la mano con un gesto exagerado y dio un paso atrás.
—Como desees.
Honsou se alejó de Forrix y volvió a su posición en la línea al mismo tiempo que Forrix dejó la banqueta de disparo para reunirse con su compañía. Lanzó una mirada rápida hacia la gigantesca figura de Forrix, perfilado contra el intenso rojo del cielo. Algo le había pasado a Forrix y Kroeger lo sospechó de inmediato. Había una intensidad en la voz del anciano veterano que Kroeger no había oído durante muchos siglos.
Algo había reavivado el espíritu de Forrix, y Kroeger sospechaba que el viejo comandante tenía conocimiento de algún secreto que ignoraban Honsou y él. Kroeger no podía adivinar qué podría ser o cómo llegó a saberlo, pero se encargaría como fuera de averiguarlo.
Cualquier otra especulación fue interrumpida cuando un rugido ensordecedor devastó las primera filas, volando en pedazos a docenas de hombres que estaban en las banquetas de disparo. Varios proyectiles de gran calibre reventaron el borde de la trinchera en una lluvia de fuego, lanzando tierra y cuerpos en todas direcciones. Una torva sonrisa se dibujó en la cara de Kroeger.
A través del ondulante humo pudo distinguir la silueta borrosa de lo que parecía un titán de exploración. Corrió raudo hacia su Rhino, saltó sobre el estribo y golpeó el techo con un puño.
El motor del Rhino rugió y se puso en marcha, siguiendo a los Land Raiders de Forrix a través de la puerta de entrada y en dirección al humo de la batalla.
Kroeger permaneció en pie en lo alto y alzó la espada sierra para que todos sus guerreros la pudieran ver.
—¡Muerte a los seguidores del Falso Emperador!