UNO

UNO

La gran puerta sur de la ciudadela medía exactamente cuarenta y cuatro metros de alto y treinta metros de ancho y era conocida como la Puerta del Destino. Cada una de las hojas de bronce de la puerta tenía cuatro metros de grosor y pesaba cientos de toneladas. Nadie sabía exactamente cómo habían sido construidas, cuándo se habían transportado hasta Hydra Cordatus o incluso cómo era posible que pudieran abrirse con tanta facilidad. Ambas puertas estaban recubiertas de escenas de batallas grabadas en la superficie. Los detalles habían quedado oscurecidos por los estragos del tiempo y las manchas de óxido, pero aun así continuaban resultando impresionantes. Flanqueadas por las amenazantes formas de los bastiones de Mori y Vincare, formaban parte de las murallas de la ciudad de sesenta metros de altura y estaban rodeadas de estatuas.

Los rayos de sol de la mañana llenaron de destellos dorados la superficie de las puertas mientras se abrían con lentitud.

Las batallas inmortalizadas en sus caras parecieron volver a la vida cuando la luz se reflejó en ellas. Por fin se abrieron por completo y unas inmensas formas comenzaron a atravesarlas precedidas por el ruido de sus estruendosas pisadas.

Como gigantes de leyenda, los titanes de combate de la Legio Ignatum marchaban a la batalla. Sus caparazones blindados estaban pintados con colores rojo y amarillo intensos y la potencia de sus poderosas pisadas hacía retumbar el suelo.

Grandes estandartes de honor colgaban de aquellas inmensas piernas y unos enormes pendones de victoria ondeaban sobre los soportes de las armas; una letanía de batalla y victoria que se remontaba a los días de la Gran Cruzada y que no tenía ningún parangón entre las demás Legios de titanes.

El princeps Fierach iba al mando del titán de la clase Warlord Imperator Bellum y marchaba en cabeza de otros once dioses-máquina. Otros dos titanes de la clase Warlord flanqueaban a Fierach, el Honoris Causa y el Clavis Regni, y sus princeps estaban igual de ansiosos por entrar en combate con el enemigo. Fierach hizo detener al Imperator Bellum en la parte trasera abierta del revellín Primus. Los soldados que estaban dentro dieron vivas cuando la máquina de guerra de treinta metros de altura alzó las armas a modo de saludo.

Más titanes de la Legio Ignatum se unieron a los titanes de la clase Warlord. Cinco titanes de la clase Reaver, hermanos menores de la máquina de guerra de su líder, ocuparon su posición en la parte trasera y cuatro titanes de exploración de la clase Warhound avanzaron dando grandes zancadas hasta situarse a los lados de los titanes de batalla. Los titanes de la clase Warhound se dividieron en dos parejas y cada una se situó en los flancos de las grandes máquinas. Los titanes esperaban a la sombra del muro de la contraescarpa mientras salían de la ciudadela con todo su estruendo las unidades blindadas de los Dragones Jouranos y se arremolinaban alrededor de los inmensos pies de los titanes de batalla.

El princeps Fierach observó con una mezcla de emociones la reunión de los tanques y los vehículos de transporte de la infantería desde su posición elevada en la cabeza del Imperator Bellum. Se alegraba de su ayuda, pero sabía que podían ser unos aliados poco fiables con titanes enemigos en el campo de batalla. Fierach sabía lo fácil que podía ser quebrar los ánimos del enemigo con la fuerza imparable de un titán. Como muchos princeps que habían estado al mando de un titán durante un tiempo considerable, Fierach sentía un profundo desprecio por aquellos que no pudieran luchar como él lo hacía. Disponer de tal poder de destrucción era un perfecto caldo de cultivo para la arrogancia y para un total desdén por las insignificantes armas y máquinas que utilizaban esas fuerzas armadas que carecían de la tradición de las legiones de titanes.

Fierach estaba sentado en el interior del Imperator Bellum, conectado a su sistema mediante las antiguas tecnologías de una unidad de impulso cerebral. Sólo si se formaba parte de la conciencia del dios-máquina era posible dirigir aquellos poderosos artefactos y sentir cada movimiento de sus extremidades y cada brizna de potencia que corría por sus fibrosos músculos como si fueran propios.

Disponer de dicho poder de mando era una sensación embriagadora, y, cuando no estaba unido al dios-máquina, Fierach se sentía débil y encadenado a las limitaciones de su cuerpo mortal.

Fierach se acomodó en el asiento e integró sus sentidos con los del titán, permitiendo así que lo inundara el aluvión de información que estaba recibiendo el sensorium del Imperator Bellum. Cerró los ojos, sintiendo el súbito vértigo debido al cambio del ojo de su mente a un punto de vista de arriba abajo que mostraba el campo de batalla como una serie de contornos brillantes y puntos de luz intermitentes. Los iconos que representaban a sus propias fuerzas y a las de los jouranos continuaban agrupándose en la trinchera situada ante la contraescarpa que protegía la base de los muros y los bastiones. Los túneles camuflados que ascendían sobre el terreno emergían en la llanura situada ante la ciudadela y permitían que las unidades blindadas de la Guardia Imperial se desplegaran de forma rápida y brindaran apoyo a los titanes. Quinientos vehículos, una mezcla de tanques de batalla y vehículos blindados de combate, formaban junto a la trinchera mientras sus rugientes tubos de escape emitían nubes azules de humo.

Fierach no estaba contento con este ataque y había expresado sus dudas al castellano Vauban de la manera más firme posible, pero era un princeps superior de la Legio Ignatum, y muchos años atrás la legión había jurado obediencia a los mandatarios de la ciudadela. No sería Fierach quien fuese a quebrar ese juramento.

A Fierach lo desesperaba correr tantos riesgos sobre la base de la palabra de un pobre soldado, pero si aquel Hawke estaba en lo cierto, tendrían la oportunidad de entablar combate con el enemigo antes de que pudieran desplegar por completo sus titanes de combate. A pesar de las reservas que tenía al respecto, Fierach estaba eufórico ante la perspectiva de llevar a sus guerreros al campo de batalla. Aunque su deber de proteger la ciudadela era algo sacrosanto, no se trataba de la misión más gratificante para un guerrero que había forjado su reputación en incontables campos de batalla por toda la galaxia. Los estandartes de honor y de guerra que colgaban del Imperator Bellum eran los últimos de una larga serie. Muchos de los que habían sido portados en combate colgaban ahora en la Capilla de la Victoria, en su mundo natal de Marte, y su lista de honores apenas podía recoger el número de batallas ganadas y enemigos aniquilados.

Fierach retiró sus sentidos del despliegue táctico y gruñó de satisfacción cuando oyó el informe del moderati Yousen.

—El teniente coronel Leonid informa de que la Fuerza Yunque está en posición y preparada para avanzar en cuanto lo ordene.

Fierach se dio por enterado de la información con un movimiento del dedo, impresionado por la eficiencia de Leonid. Siempre había preferido al segundo al mando de Vauban al propio castellano, en la creencia de que Leonid era un guerrero mucho más natural que Vauban.

—Muy bien, moderati. Abra un canal a todos los titanes.

El dedo de Yousen se movió por encima del panel que tenía ante él. Asintió con la cabeza en dirección al princeps.

—A todos los princeps: les habla Fierach. Todos saben lo que tienen que hacer, así que limítense a cumplir las órdenes. Les deseo que disfruten y que tengan un buen día de caza. Que el Emperador guíe sus actos.

Cerró el canal sin esperar respuesta y paseó la vista por el espacio rojo de la llanura que se extendía ante su titán, observando las distantes columnas de fuego que marcaban la posición del campo enemigo.

Fierach susurró un mantra de saludo al espíritu del Imperator Bellum antes de hablar de nuevo.

—Ingeniero Ulandro, deme velocidad de avance. Entramos en combate.

Al princeps Carlsen le encantaba la sensación de velocidad que le recorría el cuerpo cuando su titán de la clase Warhound, el Defensor Fidei, corría por delante de los titanes de combate de la legión. De un tamaño inferior a la mitad de un titán de la clase Reaver, la clase Warhound era un ágil titán de exploración, los ojos y oídos adelantados de la Legio. Dotados de peor armamento y protección, no podían compararse con los otros titanes de tamaño muy superior, pero podían destrozar formaciones de infantería con una combinación de su mortal armamento de asalto y su velocidad.

Su compañero, el Jure Divinu, avanzaba con gran estruendo a su lado y mantenía el ritmo de sus maniobras de evasión para esquivar el fuego dirigido a ellos. No estaban recibiendo ningún disparo en este momento, pero no se debía ser demasiado complaciente cuando podían eliminar los escudos de vacío con una buena descarga.

Carlsen se giró hacia el moderati Arkian.

—¿Algo?

Arkian sacudió la cabeza.

—No, todavía no. Pero no tardará mucho.

Carlsen asintió y volvió a prestar atención al terreno que tenían ante él. Un espolón rocoso que sobresalía de un lateral del valle situado a unos quinientos metros de allí ofrecía cierta cobertura si fuera necesario protegerse del fuego enemigo. Las líneas del ejército enemigo estaban a un kilómetro de distancia, y él sabía que su velocidad los protegería de todo menos del infrecuente disparo afortunado.

Por detrás de él avanzaba en formación una parte de las fuerzas blindadas del 383 regimiento de Dragones Jouranos. A diferencia de los princeps de los grandes titanes, Carlsen sentía un sincero respeto por la infantería y los vehículos blindados de combate. El apoyo de esas fuerzas era vital para un titán de su tamaño. La infantería y los vehículos del enemigo podían constituir una grave amenaza para un titán de la clase Warhound.

—¿Nos habrán visto siquiera? —se preguntaba en alto.

—Tal vez los hayamos pillado comiendo —sugirió el moderati Arkian con una sonrisa.

—Eso nos vendría muy bien, pero creo que acabamos de alborotarlos —contestó Carlsen cuando advirtió unas lenguas de fuego que se alzaban hacia el cielo procedentes de la artillería situada detrás de los monstruosos terraplenes de fortificación que se habían levantado delante del campamento enemigo.

Desvió el Defensor Fidei hacia un lado, manteniéndose cerca de las paredes del valle.

El teniente coronel Leonid viajaba en su chimera de mando recibiendo el azote del viento en la cara. Las gafas y el pañuelo le protegían la cara y los ojos del polvo y, a bordo del vehículo que iba en cabeza, disponía de una magnífica vista del campo de batalla. Su coraza de bronce refulgía como el oro bajo el sol rojizo del atardecer. Su avance hacia la batalla le hacía sentir un fiero orgullo por su regimiento.

Al igual que Fierach, él también tenía sus reservas sobre este ataque, pero al ver tantos tanques marchando a toda velocidad envueltos en el gran estruendo y la vibración del terreno que provocaba el paso de la Legio Ignatum, se sintió transportado por la gloria de aquella carga. Más adelante veía las líneas de los traidores, sus altas y oscuras fortificaciones levantadas en un espacio de tiempo increíblemente breve. Quienquiera que estuviera organizando esta operación debía de estar haciendo que sus hombres trabajaran hasta la extenuación.

Leonid observó a los dos titanes de la clase Warhound asignados a su fuerza de asalto moviéndose a una velocidad incongruente para unas máquinas tan grandes. Los de la clase Reaver, que se movían más despacio, avanzaban a un lado de la formación mientras que la mayoría de la Legio marchaba hacia el ángulo saliente de la línea de trincheras de los atacantes, el punto donde giraba hacia el sudoeste y atraía la menor cantidad de fuego. Los titanes deberían atravesar aquel saliente, y las armas de Tor Christo cubrirían su flanco derecho y los tanques y hombres de los Dragones Jouranos harían lo mismo con su lado izquierdo.

Al mismo tiempo, los blindados jouranos atacarían la línea de trincheras que iba del este al oeste, asaltando aquellas defensas con cuatro mil guerreros ansiosos en busca de venganza. Leonid había permitido que se conociera la identidad de los soldados que habían muerto en el ataque inicial a Tor Christo, y los Dragones Jouranos estaban terriblemente ansiosos por vengarlos.

Una vez que los titanes hubieran asentado su avance, se unirían a la lucha en las trincheras y se les permitiría que barrieran el campamento de los invasores, causando todos los estragos que pudieran antes de retroceder de forma ordenada hacia la ciudadela y evitar el seguro contraataque.

Sobre el papel era una estrategia acertada, pero Leonid tenía la suficiente experiencia como guerrero para saber que pocos planes sobrevivían al contacto con el enemigo, y estaba dispuesto a poner en práctica sus propias iniciativas si la situación se volvía en su contra. Pero una mirada a las fuerzas blindadas que tenía a su mando y a los gigantescos dioses-máquinas que marchaban a su lado lo llenó de gran confianza.

A su espalda oía el estruendo de las distantes explosiones de las baterías de cañones, ya que la ciudadela estaba abriendo fuego para cubrir el ataque con unos planes de artillería cuidadosamente dispuestos que era de esperar que mantuvieran bajas las cabezas de los invasores hasta que el avance hubiese llegado hasta ellos y los hombres y mujeres del 383 regimiento de Jouran alcanzaran su objetivo.

Por debajo del pañuelo que le cubría la boca, Leonid sonrió para sí mismo.

* * *

Forrix observó con desinterés la carga de las fuerzas imperiales que se acercaba a sus líneas, sabiendo que sus circunvalaciones eran tan seguras como podían serlo. Se colocó en el triangulo saliente de la línea y estudió con detenimiento la marcha de los titanes del Imperio hacia ellos. La transparencia de su plan era obvia incluso desde allí.

Las armas de Tor Christo abrieron fuego y enviaron unos chirriantes proyectiles hacia sus líneas, pero Forrix había estado construyendo fortificaciones durante miles de años y era un verdadero maestro del arte del asedio. Los altos terraplenes de tierra de sus trincheras absorbieron lo peor de las explosiones y el daño infligido fue mínimo. Unos pocos grupos de esclavos abandonaron el trabajo, pero tan pronto como dejaron de estar a cubierto fueron destripados por la tormenta de explosiones.

Las armas de la ciudadela también estaban disparando y envolviendo la meseta en humo, pero Forrix había situado la primera paralela más allá de su alcance, por lo que los defensores imperiales estaban malgastando munición. Un espeso humo gris envolvió la llanura y oscureció los tanques del Imperio, pero los Guerreros de Hierro de los búnkers eran capaces de penetrar obstáculos tan insignificantes como aquel humo con las miras de sus armas.

Los titanes de la Legio Mortis permanecían detrás de las primeras líneas, dispuestos para ser lanzados contra el enemigo una vez que el Forjador de Armas decretara dónde debían atacar. El Dies Irae permanecía inmóvil justo detrás de él y sus poderosas armas esperaban el inminente conflicto. Su silueta brilló de forma tenue cuando se encendieron los generadores del escudo de vacío que revistieron a la máquina de varias capas de campos protectores de energía.

El humo del combustible diesel y el irrespirable mal olor de los tubos de escape impregnaron la atmósfera cuando cientos de tanques blindados atravesaron el campamento, en dirección a las puertas de las líneas de defensa, dispuestos a salir y enfrentarse al enemigo. Los artilleros dispusieron las piezas de artillería hacia la llanura que había frente a la ciudadela. Tor Christo había dejado de ser el objetivo por el momento.

Forrix podía ver a Honsou y a Kroeger preparando a sus guerreros para la inminente batalla, dictando órdenes a la tropa ligada a los Guerreros de Hierro y lanzándolos hacia las trincheras. Prácticamente podía sentir su deseo de entrar en combate y suspiraba por compartirlo. Pero aquel conflicto prometía ser uno más que también se acabaría difuminando en una vida continua de matanzas.

Mirando en derredor por el pabellón del Forjador, le sorprendió una vez más la sensación de cambio inminente que saturaba al gran líder de los Guerreros de Hierro. Se podía sentir en todo momento un poder apenas contenido alrededor del Forjador, y algo le decía a Forrix que su maestro estaba a punto de algún cambio monumental, pero ¿de qué se trataba?

Los dioses del Caos eran seres caprichosos, capaces de elevar a sus sirvientes hasta las cumbres más altas de la jerarquía demoníaca o de arrojarlos a una vida de brutalidad inconsciente. Era una decisión que les pertenecía y nadie podía predecir cuál sería su elección.

¿Podría explicar aquello la urgencia de la campaña de Hydra Cordatus?

¿Sería el rango de príncipe demonio la recompensa del Forjador por su éxito en la campaña?

Si fuera así, ¿no sería posible que aquellos que lo acompañaron y lo ayudaron en su viaje lo siguieran?, ¿que se incorporaran a su ascensión a nuevas y más grandes cosas, donde el tiempo que se había empleado desde la derrota en Terra fuera un breve instante y se abriera un universo de posibilidades?

Forrix notó una desconocida sensación en su interior y no se sorprendió demasiado al darse cuenta de que los fuegos de la ambición, que él pensaba extinguidos para siempre, tan sólo habían estado ardiendo lentamente en los rincones más recónditos de su mente.

Volvió la mirada hacia el Forjador de Armas y una fría sonrisa se posó en sus labios.

* * *

El princeps Fierach hizo un esfuerzo para ver las líneas de combate del enemigo a través de las nubes de humo provocadas por el fuego de artillería desde la ciudadela y desde Tor Christo. Las nubes ondulantes de polvo rojo que flotaban en el ambiente prácticamente le impedían ver nada. Rápidamente avisó a gritos a los oficiales de artillería.

—¡Alto el fuego todos los hombres! ¡Repito, alto el fuego!

Se produjeron unas pocas explosiones ante las líneas de los traidores procedentes de proyectiles que ya estaban en el aire, pero Fierach pudo comprobar que su orden se había obedecido con toda rapidez ya que el humo que levantaron esos impactos no vino seguido por nuevas detonaciones. Giró la pesada cabeza de su Warlord hacia la izquierda para comprobar qué daños habían provocado las armas de la ciudadela en la principal línea de trincheras, pero la lenta retirada del humo frustró sus esfuerzos.

Conectó su conciencia al sensorium del titán y observó que su grupo de combate estaba moviéndose un poco demasiado rápido y que estaba adelantando a los tanques más lentos de la Guardia Imperial en su precipitación por entrar en batalla. Contempló durante un segundo la posibilidad de ordenar al ingeniero Ulandro que redujera la velocidad, pero casi de forma inmediata desechó la idea. Era bueno de vez en cuando reforzar su superioridad sobre la Guardia Imperial, y un poco de rivalidad entre las distintas armas de los defensores de la ciudadela tampoco haría daño.

Se abrió un hueco en el humo que tenía delante y se le hizo un nudo en la garganta cuando alcanzó a ver algo inmenso y espantoso que se desplazaba entre la humareda. No podía ser…, era demasiado grande.

Pero si lo era…

Abrió un canal de comunicación con el princeps Cullain y el princeps Daekian, comandantes de los Warlords que lo flanqueaban.

—Cullain, Daekian, ¿han visto eso?

—¿Si hemos visto qué, princeps? —preguntó Cullain.

—Yo no he visto nada con este humo —negó Daekian—. ¿Qué ha visto usted?

—No estoy seguro, pero por un momento me pareció…

Las palabras se le quedaron atascadas en la garganta cuando el viento arrastró el humo y Fierach vio una pesadilla gigantesca que avanzaba entre las líneas enemigas como un demonio salido de la disformidad. Aquella estructura de color rojo broncíneo se alzaba por encima de él, con unas armas y unas torres de tamaño espeluznante. El monstruoso titán marchó en su dirección y aquellos relucientes ojos verdes parecieron clavar la mirada en los suyos en una promesa cierta de muerte. El corazón de Fierach palpitó con mayor fuerza y el Imperator Bellum trastabilló un momento cuando la conexión de impulso mental intentó ajustarse a la reacción del princeps.

—¡Sangre de la Máquina! —blasfemó Cullain al canal de comunicación que seguía abierto entre los princeps.

—¡Legio Mortis! —exclamó Daekian al reconocer la imagen del cráneo que el titán enemigo lucía en los inmensos bastiones superiores.

Fierach vio el estandarte de victoria colgando de las gigantescas torres de las piernas del titán y la gran cantidad de símbolos blasfemos que se retorcían allí. Una ira abrasadora lo inundó ya que sabía que algunas de esas marcas debían de representar a titanes y princeps de la Legio Ignatum. La cabeza de la bestia había sido sacada de sus peores pesadillas, una infernal mezcla de máquina y demonio, la imagen misma de la muerte.

¡Legio Mortis, el antiguo enemigo! Y no sólo eso… Si no estaba equivocado, aquella diabólica máquina no era otra que la temible Dies Irae, la infernal blasfemia que había atravesado los muros del Palacio Imperial en el final del Imperio. Allí, en Hydra Cordatus. ¿Podía un guerrero de la Legio Ignatum pedir algo más? Uno de los labios de Fierach se curvó en un gesto de odio y una ardiente emoción recorrió sus venas ante el pensamiento de entrar en combate con aquel monstruo de los albores de los tiempos. Una batalla primaria entre dos antiguos enemigos. El honor de abatir al castigo más antiguo de la Legio que iba a ser suyo era inconmensurable. Fierach rugió con toda su furia de combate.

—¡Clavis Regni, Honoris Causa y el grupo de combate Espada, conmigo! ¡Ignatum!

—¿Princeps? —protestó Cullain—. ¿Está seguro? Esa maniobra dejará a los jouranos peligrosamente expuestos.

—¡A la mierda los jouranos! —gritó Fierach—. ¡Quiero a ese titán! ¡Ahora quédese callado y sígame!

Fierach pidió más velocidad a gritos al ingeniero Ulandro y activó el inmenso puño-sierra del Imperator Bellum mientras cargaba hacia su contrario.