CINCO

CINCO

La noche ya había caído del todo para cuando Honsou comenzó a cruzar la tierra llena de cráteres ante Tor Christo. El cielo mostraba un color anaranjado apagado con alargadas manchas rojizas que cruzaban la atmósfera superior, pero para Honsou, el terreno que se extendía ante él estaba tan visible como si caminara bajo la luz del mediodía gracias a los sentidos automatizados de la armadura, que convertían la noche en día.

Muy por detrás de él los guerreros de la compañía de Forrix marcaron con estacas el arco de la primera trinchera que se cavaría delante de las murallas de la fortaleza sobre la colina. Aquel tipo de trinchera era llamada paralela y se cavaba en línea con la zona de la muralla de la fortaleza que iba a ser atacada. Era profunda pero estrecha y se encontraba justo fuera del alcance de los cañones de la fortaleza, siendo la primera línea de ataque. Desde aquella primera paralela se excavaban las trincheras de ataque conocidas como trincheras de zapa. Estas se dirigirían hacia la fortaleza siguiendo una serie de líneas que, si se prolongaran, no cruzarían la fortaleza, por lo que la guarnición no podría enfilarlas con sus disparos.

Cuando las trincheras de zapa alcanzaran un punto donde la artillería de los Guerreros de Hierro tuvieran a tiro la fortaleza sobre la colina, se excavaría una segunda paralela y se posicionarían los cañones de asedio para batir las murallas y convertirlas en escombros antes de que se iniciara el asalto. Si fuese necesario se abrirían nuevas trincheras en zigzag para crear una tercera paralela donde nuevas piezas de artillería podrían disparar en parábola proyectiles de alto poder explosivo por encima de las murallas y hacia el centro de la guarnición.

Honsou dudaba mucho de que hiciera falta un asedio tan concienzudo para tomar Tor Christo. La guarnición vería sin duda los progresos que irían haciendo los atacantes y lo más probable era que abandonaran la fortaleza para retirarse con todos los hombres a la ciudadela principal.

La toma de Tor Christo era algo necesario y previo si se quería asaltar la ciudadela, pero no había ninguna duda de que sería una misión sangrienta e ingrata en la que poca gloria se podría alcanzar. La tarea que estaba llevando a cabo en esos momentos era un buen ejemplo de ello. Desde lejos era fácil confiar en lo que se veía y en las observaciones lejanas para preparar un plan de ataque contra una fortaleza. Honsou había visto fracasar decenas de ataques contra fortificaciones debido a la falta de un reconocimiento en condiciones, cuando los atacantes se habían encontrado con trampas o con reductos imprevistos que habían inutilizado todos sus planes.

Mantuvo vigilada la torre de guardia que dominaba toda la meseta mientras se esforzaba por no tropezar con ningún fragmento de proyectil o con armas y equipos abandonados. El sonido llegaba más lejos de noche, y lo último que le hacía falta era ser descubierto en terreno abierto sin ninguna clase de apoyo en la cercanía. Él y cuarenta guerreros de su compañía se arrastraban por el mortífero terreno donde habían muerto miles de personas ese mismo día, y gracias al sigilo lograron acercarse a la fortaleza más de lo que lo había logrado ninguno de los prisioneros mediante un asalto directo.

Rodeó con cuidado una mina que sus sentidos automatizados habían detectado y dejó caer un marcador para que las tropas que lo siguieran supieran que estaba allí. El campo de minas que estaban atravesando no representaba una amenaza importante para los Guerreros de Hierro, pero ralentizaría el trabajo de excavación de los prisioneros y los esclavos si éstos tenían miedo de que estallase algo a cada paso que daban. Se oyó un chasquido metálico y Honsou soltó una maldición en silencio cuando vio la enorme silueta de Brakar Polonas, u no de los ingenieros veteranos de Forrix, rodear la mina y marcar la posición en una placa de datos opaca. El venerable guerrero caminaba con un paso cojeante y extraño. Le habían sustituido la pierna izquierda por un implante biónico. Por lo que parecía, aquel implante le impedía moverse en silencio. Había sido un insulto deliberado por parte de Forrix enviar a Polonas, ya que así le hacía saber a Honsou que su información era de fiar sólo si alguien la confirmaba. Era otra anotación en la lista de agravios cometidos contra su valía. Tan sólo esperaba que no acabaran todos muertos por culpa del torpe insulto de Forrix.

Dejó de pensar en el intruso de su grupo y continuaron con el avance, que realizaron con bastante rapidez a pesar de las precauciones y de la falta de sigilo de Polonas.

Honsou ya estaba a menos de doscientos metros de la base del promontorio rocoso donde se asentaba Tor Christo. El reconocimiento ya había dado sus primeros frutos. Vio delante de ellos tres pozos de artillería excavados en la base de la colina. Unas puertas cubiertas de rocas conducían al interior, y si no hubiese sido por los raíles que llevaban a los cañones a su posición de tiro no los habría descubierto.

Se vio obligado a admirar de nuevo la astucia de los arquitectos de Hydra Cordatus. Aquellos pozos de artillería habían sido diseñados para permanecer quietos y ocultos hasta que los atacantes de Tor Christo creyesen que habían acabado con todos los cañones de la fortaleza. En cuanto los atacantes posicionaran las baterías de asedio, aquellos cañones lanzarían unas tremendas y mortíferas salvas de artillería para destruir las piezas enemigas.

Estaban excavadas en ángulo dentro de la ladera rocosa, por lo que era difícil, si no imposible, acabar con ellas con luego de contrabatería. Honsou se dio cuenta de que aquella información le brindaba la oportunidad de demostrar su valía ante el Forjador de Armas.

Le indicó por señas a su segundo al mando, Goran Delau, que se acercase y le señaló las posiciones de artillería.

—Muy listos —comentó Delau.

—Sí —contestó malhumorado Honsou—. Destruirlas será un infierno.

—Seguro.

Honsou miró atrás cuando oyó de nuevo el sonido del metal al rozar contra la roca y contuvo un insulto cuando Brakar Polonas se reunió con ellos.

—¿Por qué nos paramos? —les preguntó.

Honsou no le contestó, sino que se limitó a señalar a las posiciones artilleras ocultas.

Polonas asintió y estudió las posiciones atentamente y con ojo experimentado.

—Podemos marcar sus posiciones y bombardearlas en cuanto hayamos desplegado las primeras baterías de la paralela —sugirió Delau—. Podemos hacer caer roca suficiente como para enterrar los cañones.

Polonas negó con la cabeza.

—No creo que se pueda hacer con cañones. Mira, hay una cubierta de roca justo encima de cada abertura, y un foso delante para contener los cascotes que puedan caer.

Honsou quedó impresionado. No había visto aquellas defensas, por lo que su respeto por el anciano creció un punto.

—Entonces podemos lanzarnos a la carga y capturar los cañones ahora mismo.

Polonas negó con la cabeza de nuevo.

—Contén tu impaciencia, mestizo. No debemos precipitarnos. Piensa con claridad. Esas puertas llevan al interior de la fortaleza, lo más probable es que hasta las entrañas de ésta, pero posiblemente incluso hasta la ciudadela principal. Si atacamos ahora, el enemigo sellará los túneles más allá de nuestra capacidad para abrirlos y los defenderá con fuerza.

—¿Y qué sugieres que hagamos, Polonas? —le espetó Honsou.

Polonas se giró para mirar fijamente a Honsou y le lanzó un gruñido de advertencia.

—Debes aprender a respetar a tus superiores, mestizo. La primera lección de la recogida de información es saber cómo utilizar aquella que hayas conseguido. Si actuamos de forma precipitada, alertaríamos al enemigo sobre lo que ya sabemos.

—Pero entonces ¿qué hacemos? No podemos olvidarnos de que hemos descubierto esas posiciones.

—No, ni mucho menos. Continuaremos actuando como si desconociéramos su existencia. Esperaremos que desplieguen sus tropas y después tomaremos las posiciones con tropas que hayamos infiltrado. Si lo hacemos junto a un asalto frontal, eso nos permitirá tomar Tor Christo en cuestión de horas.

Honsou contuvo una respuesta burlona cuando vio que el plan de Brakar Polonas tenía sentido. Era una lección útil, así que inclinó la cabeza y aceptó las palabras del ingeniero de Forrix.

—Muy bien, haremos como dices, Brakar Polonas —con testó Honsou de manera formal.

Honsou se apresuró a ponerse en contacto con los demás guerreros del grupo y les dio la orden de retirada hasta el punto de reunión. Desconectó el comunicador y se preparó para marcharse cuando Brakar Polonas resbaló sobre un trozo de pizarra y el metal de la pierna biónica resonó con fuerza al chocar con dos peñascos.

Los Guerreros de Hierro se quedaron inmóviles.

Pasaron unos cuantos segundos tensos mientras Honsou contenía la respiración. Se arrastró hasta donde se encontraba el veterano marine con todo el sigilo que pudo y vio que la pierna se le había quedado encallada entre las dos rocas. Soltó una maldición en voz baja y apoyó las manos en las hombreras de Polonas.

—No te muevas —le advirtió.

Cuando ya creía que no los habían oído, una línea de luz fosforescente cruzó el aire hacia el cielo, seguida de una segunda línea instantes después. Ambas estallaron a los pocos segundos y la meseta quedó inundada de repente por dos soles gemelos que ardían resplandecientes mientras iban descendiendo con lentitud gracias a los pequeños paracaídas de gravedad.

Se oyó un grito de alarma y Honsou blasfemó en voz alta, sin importarle ya quién pudiera oírlo.

—¡Maldito seas, Polonas! —soltó Honsou mientras tiraba del viejo guerrero.

El metal de la pierna biónica estaba atascado con firmeza, por lo que fueron los componentes biológicos de la extremidad los que cedieron y se desgajaron con un chorreón de sangre cuando por fin Honsou logró levantarlo del suelo.

Polonas dejó escapar un gruñido de dolor, pero los mecanismos de curación acelerada de su cuerpo cortaron la hemorragia de la pierna en cuestión de segundos. Honsou se lo echó al hombro antes de dirigirse a sus compañeros.

—¡Guerreros de Hierro, vámonos! —les gritó—. ¡A toda prisa!

* * *

Había oído el inconfundible sonido de los morteros al disparar. Honsou sabía que las primeras andanadas servirían para calcular las distancias, pero que ya habría observadores en las murallas para dirigir las siguientes. Tendrían que aprovechar al máximo el poco tiempo que tenían. La luz parpadeante de las dos bengalas provocaba sombras enloquecidas en el terreno desigual, y Honsou tuvo que emplearse a fondo para evitar caerse en su carrera para alejarse de la base de la montaña. El suelo se estremeció cuando los primeros disparos de mortero estallaron por delante de ellos y lanzaron una lluvia de metralla letal en todas las direcciones. Pero impactaban demasiado lejos. La altura de los morteros actuaba en contra de los artilleros imperiales. Aquella elevación les proporcionaba un mayor alcance, pero también significaba que no podían atacar a objetivos que estuviesen más cerca.

Honsou pensó por un momento que habrían estado más a salvo si se hubiesen quedado donde estaban, pero también sabía que tan sólo habría sido cuestión de tiempo que hubieran enviado tropas para acabar con ellos. Era improbable que los Basilisks se unieran al bombardeo, ya que sería un desperdicio de munición disparar hacia unos objetivos contra los que había tan pocas posibilidades de impactar.

Otra andanada impactó contra el suelo, esa vez más cerca, y Honsou trastabilló, apenas capaz de mantener el equilibrio con el peso de Polonas sobre un hombro. Por encima de ellos explotaron nuevas bengalas y comenzaron a sufrir los disparos de las armas de menor calibre. Los disparos de láser vitrificaban el polvo que levantaban los proyectiles de los bólters pesados. Sintió que un disparo lo rozaba en el hombro y que otro le daba de refilón en el muslo, pero no eran más que unas pequeñas molestias. La servoarmadura podía resistir aquellas armas.

Unos impactos más potentes cayeron cerca de él y lanzó otra maldición al darse cuenta de que los defensores habían logrado colocar algunas armas pesadas sobre los parapetos de las murallas. El rayo de un cañón láser fundió el suelo a pocos pasos de él abriendo un agujero en la tierra y convirtiendo el polvo en vapor.

Cayeron nuevos proyectiles y Honsou acabó arrojado al suelo cuando una granada de mortero estalló a menos de cinco metros de él y lo cubrió de una metralla afilada y mortífera. Varias runas rojas aparecieron en el visor del casco cuando el espíritu de la armadura comprobó que había brechas en la estructura. Honsou sintió por un momento un reguero de sangre por la espalda y por la pierna antes de que su metabolismo modificado coagulara las heridas.

Dirigió una breve plegaria de gracias a los dioses por dejar lo con vida. Una servoarmadura era de las mejores protecciones que podía tener cualquier guerrero, pero incluso así, tenía sus limitaciones. Alargó una mano para echarse a Polonas otra vez al hombro y se dio cuenta de por qué seguía con vida.

La espalda del veterano había quedado al aire y estaba destrozada hasta el hueso, dejando al descubierto las gruesas costillas y la espina dorsal, goteantes y rojizas. La cabeza había quedado convertida en una masa de carne ensangrentada contenida en el cráneo destrozado, del que salía un chorro de materia gris. Honsou se encogió de hombros y, antes de ponerse en pie, dio un par de golpecitos sobre el icono de los Guerreros de Hierro que Polonas llevaba en la hombrera en gesto de agradecimiento por haberle salvado la vida. Se lanzó a la carrera. Al haber quedado liberado del peso de Polonas no tuvo dificultad alguna en dejar atrás con rapidez los disparos de los morteros, cruzando el terreno cubierto de cráteres con grandes y poderosas zancadas.

Las granadas de mortero siguieron cayendo a su espalda, pero los artilleros ya estaban disparando contra fantasmas, porque los objetivos habían escapado de su alcance. Honsou bajó el ritmo de carrera y contó a sus hombres. Aparte de Polonas, tan sólo había caído otro guerrero, así que consideró que habían tenido suerte.

Nuevas bengalas mantuvieron el día sobre el valle, pero los imperiales no estaban más que malgastando munición.

Honsou atravesó los piquetes de guardia que protegían los grupos de excavadores y quedó satisfecho al ver los avances que estaban realizando los esclavos. El suelo era polvoriento y duro, pero con las amenazas y los castigos adecuados, los esclavos estaban trabajando a buena velocidad. Había más de dos mil personas cavando en el suelo baldío de Hydra Cordatus para crear una trinchera desde el extremo oriental de la pared del valle hasta un punto delimitado por la matanza de prisioneros y que se encontraba fuera del alcance máximo de los cañones de Tor Christo. Allí la trinchera giraba hacia el sur y seguía la curva de aquella parte de la muralla de la fortaleza.

La tierra sacada del hueco de la trinchera se apilaba en el borde exterior, el borde que daba a la fortaleza, lo que proporcionaba un apoyo para disparar además de una protección pura los excavadores. En cuanto la trinchera estuviera acabada, los Guerreros de Hierro construirían fortificaciones más permanentes a lo largo de toda su extensión, con búnkers cada cincuenta metros y conectados entre sí, además de campos de minas propios.

Honsou cruzó de un salto la trinchera y saludó con un gesto de la cabeza a los hombres de su compañía que estaban vigilando el trabajo de los esclavos para asegurarse de que todo se hacía según sus órdenes. La tarea avanzaba a buena velocidad, y, si los imperiales no interferían, estaría acabada sin duda antes de que amaneciera.

Atravesó con facilidad la multitud de cuerpos dedicados a excavar y a almacenar los suministros necesarios para el asalto a Tor Christo. Los esclavos arrastraban enormes carretones llenos de munición y explosivos o sudaban bajo el peso de las hojas de adamantium que formarían los caminos para la artillería pesada y los tanques. Otros estaban agrupados alrededor de capillas alzadas de forma apresurada y cantaban alabanzas a los Dioses Oscuros mientras uno de los hechiceros de Jharek Kelmaur los vigilaba.

Habían erigido unas torres de hierro con brillantes luces de arco en el extremo en determinados puntos escogidos por los hechiceros para así crear una especie de distribución cabalística. Honsou no estaba muy seguro de qué se lograría con aquello, pero se dijo que nunca vendría mal apaciguar a los dioses fuese lo que fuese necesario para ello. Honsou honraba a los Poderes Siniestros del Caos, pero prefería confiar en la fuerza de su brazo y en los explosivos de la artillería para ganar las campañas. Confiar simplemente en el Caos era invitar a que se produjera un desastre debido a la volubilidad de los dioses. ¿No había fallado el propio Angron en persona en Armaggedon al hacer precisamente eso?

Vio que el pabellón del Forjador de Armas estaba desplegado sobre las rocas del flanco oriental de las montañas. Los mástiles de bronce sostenían un tejido metálico ligero que ondeaba al viento en el que había dibujado una serie de diseños ondulantes y caóticos que atraían la vista y mantenían fija la mirada hasta que la razón se perdía en las circunvoluciones que jamás acababan de mostrarse con claridad. Honsou había aprendido a no dejar que la mirada se le fuese hacia el diseño maligno y mantuvo los ojos fijos en las figuras que estaban reclinadas bajo el dosel demoníaco.

El Forjador de Armas estaba sentado en un trono enorme, traído desde la perdida Olympia y que según se decía había sido construido por el propio Perturabo. El Forjador proclamaba que había sido un regalo del propio primarca después de la batalla por Tallarn, aunque Honsou dudaba mucho que su monstruoso y demoníaco progenitor hubiera sido tan generoso después de aquella campaña desastrosa. Junto a la enorme y enfermiza figura del Forjador de Armas se encontraba Forrix, que estaba leyendo listas de números y de desplazamientos de tropas de una placa de datos enmarcada en hueso.

Detrás del trono estaba Jharek Kelmaur, el hechicero cuyas visiones los habían conducido a aquel planeta. La armadura del hechicero estaba ornamentada de oro y plata. La taracea y las filigranas eran de una complejidad asombrosa. Las grebas y las musleras estaban decoradas con cráneos, y la placa pectoral moldeada con la forma de una musculatura pronunciada. No llevaba puesto el casco y los rasgos de su rostro indicaban una astucia rastrera: una boca con labios casi inexistentes y unos ojillos entrecerrados bajo una frente ancha. Tenía el cráneo rapado y pálido, con una serie de tatuajes que parecían retorcerse con vida propia.

A Honsou le disgustaba Kelmaur y no confiaba en su magia ni en sus sutiles manipulaciones. Kelmaur giró la cabeza hacia Honsou, como si leyera sus pensamientos, y una leve sonrisa apareció en su cara de piel apergaminada.

A los pies de Kelmaur había una figura en cuclillas vestida con una túnica. Llevaba la cabeza cubierta por una capucha, por lo que no se le veía la cara. El símbolo monocromo de un engranaje bordado en la espalda de la túnica lo identificaba como miembro del Culto de la Máquina. Honsou se preguntó por un momento para qué querrían a aquella criatura.

Dejó a un lado aquella pregunta y se detuvo al borde del pabellón para esperar que su señor le diera permiso para acercarse ante su presencia. Forrix alzó la mirada de las listas que estaba revisando y entrecerró los ojos al ver que Honsou estaba solo. El Forjador de Armas también alzó la vista, con el rostro envuelto por sombras revoloteantes.

—Honsou —le dijo—. Entra y cuéntanos qué ha pasado.

—Mi señor —susurró Honsou mientras entraba en el pabellón.

Sintió una náusea cada vez mayor a medida que se acercaba al Forjador, pero contuvo las ganas de vomitar para dar el informe.

—Logramos acercarnos hasta unos doscientos metros del promontorio, y tengo que informar que existen posiciones de artillería escondidas en la base. Serán casi imposibles de destruir con artillería y creo que…

—¿Dónde está Brakar Polonas? —lo interrumpió Forrix.

—Ha muerto —le contestó Honsou con no poca satisfacción.

—¿Muerto? ¿Cómo? —insistió Forrix sin emoción alguna en la voz.

—Recibió un impacto de mortero a corta distancia y murió al instante.

Forrix miró a Jharek Kelmaur, quien asintió de un modo casi imperceptible.

—El mestizo dice la verdad, hermano Forrix. Además, la información que nos trae nos ayudará sobremanera.

Sorprendido por el inesperado apoyo del hechicero, Honsou continuó hablando, aunque preguntándose qué le pediría aquel brujo a cambio.

—Podemos infiltrar guerreros hasta una posición desde la que los cañones puedan ser asaltados cuando se preparen para disparar. Si coordinamos este ataque con un asalto a las murallas, podríamos tomar Tor Christo en cuestión de horas. Seguro que los túneles llevan hasta el interior de las murallas y quizá incluso hasta la ciudadela.

—Supones demasiado, Honsou —le contestó el Forjador de Armas. La voz sonó como si unas uñas de hierro arañaran una placa de datos.

—¿Mi señor?

—¿Quieres planificar esta campaña en mi lugar? ¿Crees que no comprendo y domino los métodos de asedio?

—No, mi señor —se apresuró a contestar Honsou—. Tan sólo pensé en ofreceros una sugerencia sobre…

—Eres joven y todavía tienes mucho que aprender, Honsou. La sangre inferior que corre por tus venas tiene demasiada influencia en tu forma de pensar y me apena ver que no has aprendido de tus superiores. Piensas como un imperial.

Honsou se encogió como si lo hubieran golpeado en el rostro. Sintió que en su interior crecía una ira monstruosa, pero la contuvo con la cincha de hierro de su voluntad. La dejó allí, ardiendo de un modo peligroso.

—Honsou, cuando desee escuchar alguna de tus «sugerencias» te las pediré. Todavía no eres digno de hacerme semejantes ofrecimientos. Debes aprender que no es asunto tuyo sugerirme nada. Debes pasar otros mil años a mi servicio antes de ni siquiera pensar que estás cualificado para ello. Te permitiré esta incorrección, pero no lo haré más. Puedes retirarte.

Honsou se mordió la lengua para no contestar lleno de ira al ver la satisfacción que Forrix sentía por verlo humillado de nuevo y en público. Ya debería estar acostumbrado a sufrir insultos y desplantes semejantes por culpa de su sangre impura, pero era demasiado sufrirlos cuando sabía a ciencia cierta que tenía razón.

Se inclinó con rigidez para despedirse y salió del pabellón del Forjador de Armas con el corazón hirviendo a causa de la rabia que sentía.

Les demostraría que estaban equivocados. A todos ellos.