CUATRO

CUATRO

Larana Utorian se esforzó por soportar un poco más el dolor de su brazo destrozado. Aunque lograra sobrevivir a aquella pesadilla, algo que sabía que era poco probable, era consciente de que perdería la extremidad. El gigante que los había llevado hasta allí se había encargado de ello al romperle todos los huesos y tendones del brazo. Cada paso que daba provocaba latigazos de dolor que la recorrían de arriba abajo, y tenía que realizar un esfuerzo supremo de voluntad para no dejarse caer de rodillas y abandonar la lucha.

Había visto lo que les ocurría a los que se rendían, y no deseaba acabar la vida convertida en un despojo aullante y con los ojos arrancados para después terminar ensamblada al chasis de un tanque traidor. Se enfrentaría a la muerte de pie, como una auténtica luchadora del Emperador.

Siguió subiendo la colina entre espasmos de dolor, manteniendo la vista fija en la nuca del individuo que tenía delante y concentrándose en poner un pie delante del otro. Levantó la mirada cuando el hombre se detuvo de repente y sintió una tremenda sensación de miedo en todo el cuerpo al ver las formidables laderas rocosas de Tor Christo ante ella. Los bastiones de color gris construidos sobre las rocas estaban a más de un kilómetro de distancia, pero Utorian se imaginó que era capaz de ver los rostros de los soldados y de los artilleros en sus puestos. Se preguntó qué estarían pensando. ¿Tenían miedo o se sentían llenos de valor, confiados en que nada lograría atravesar aquellas altas murallas? Larana esperaba que tuvieran miedo.

La columna empezó a avanzar de nuevo mientras una hilera de camiones la adelantaban. Los camiones se pararon en seco delante de la vanguardia de la columna y Larana sintió de nuevo una oleada de esperanza cuando vio a unos individuos vestidos con monos de trabajo rojos y una estrella de ocho puntas cosida en la parte izquierda empezar a entregar unos rifles láser baqueteados pero con aspecto de poderse utilizar a los sorprendidos prisioneros. Si aquellos canallas traidores pensaban que los hombres y mujeres de los Dragones louranos iban a luchar por ellos, estaban más enloquecidos de lo que ella había creído. En cuanto le dieran un arma, la apuntaría contra sus captores y al infierno con las consecuencias.

Sin embargo, toda esperanza de una muerte rápida en un último combate glorioso desapareció cuando Larana tomó uno de los rifles y descubrió que no era más que un tubo hueco sin ninguno de los mecanismos internos. Sintió que estaba a punto de echarse a llorar de frustración, pero se contuvo con rabia. Alguien tiró de ella y la obligó a seguir a los demás, que estaban siendo embarcados en los camiones. Estaba demasiado aturdida para resistirse, así que dejó que la metieran en uno de ellos, aunque tuvo que morderse el labio para no gritar de dolor cuando más y más personas abarrotaron el interior. El hedor del miedo era abrumador. Los soldados vomitaban o se cagaban encima por el terror cuando sus reservas de valor se agotaron.

Larana, atrapada en un extremo del camión, sólo pudo distinguir algunos retazos de lo que estaba ocurriendo fuera. El rugido de los motores acelerando se intensificó hasta ser un ruido ensordecedor. Logró ver que había centenares de camiones, todos tan abarrotados como el suyo, alineados en el borde de la meseta. Entremezclados con los camiones se veían unos transportes de tropas blindados, de forma rectangular, similares a los que había visto utilizar a los marines espaciales. Sabía que los llamaban Rhinos, pero los que allí había se parecían muy poco a los nobles vehículos que los miembros de los Adeptus Astartes empleaban. Los costados mostraban una textura aceitosa y repugnante, como si estuvieran vivos, y toda su superficie estaba adornada con pinchos, cadenas y cráneos. El rugido de los tubos de escape recordaba a los de alguna clase de depredador impaciente. Todos ellos se estremecían adelante y atrás, como si estuvieran furiosos por el retraso en atacar.

Larana se mordió el labio con tanta fuerza que se hizo sangre cuando el camión se puso en marcha con una sacudida. Las ruedas giraron enloquecidas sobre el polvo mientras los neumáticos intentaban agarrarse. La cabeza empezó a darle vueltas y se agarró con fuerza al cañón del rifle láser inutilizado que le habían entregado mientras se esforzaba por no imaginarse cuál sería el siguiente horror que los esperaba.

* * *

El artillero de primera clase Dervlan Chu observó con deleite la línea de vehículos que se iba acercando a través de la mira telescópica de la pieza de artillería Basilisk montada detrás de las murallas del bastión Kane de Tor Christo. La imagen era borrosa y había una interferencia estática que afectaba a la mira, pero la belleza de la visión era inconfundible. Era el sueño de todo artillero. Intentó calcular el número de objetivos que se acercaban a la fortaleza dividiendo la línea que se acercaba por la mitad y luego dividiéndola de nuevo. Calculó que serían unos trescientos camiones, cargados sin duda con escoria traidora deseosa de estrellarse contra el baluarte de Tor Christo. Calculó que también habría un par de docenas de transportes de tropas blindados.

Aquellos idiotas ni siquiera se habían preocupado de comenzar el ataque con una barrera de artillería o bajo una capa de humo. Si ésa era la clase de enemigo a la que se enfrentaban, las advertencias de los comandantes de compañía habían sido bastante innecesarias. Mandarían a aquellos incompetentes de regreso a casa y en pedacitos. Chu ya tenía sus zonas de disparo asignadas en los mapas. Conocía los alcances precisos del cañón y su equipo de carga ya tenía metido uno de los proyectiles de un metro de largo en la recámara de la enorme pieza de artillería. Echó un rápido vistazo a la línea de emplazamientos de artillería y se sintió satisfecho de que todos los demás cañones también estuvieran cargados y preparados para disparar. Jephen, el jefe de dotación del siguiente Basilisk de la línea, le sonrió y le hizo un gesto de ánimo con el pulgar hacia arriba. Chu se rio y lo saludó a gritos.

—¡Buena caza, señor Jephen! ¡Una botella de amasec a que disparo más veces que usted y sus chicos! Jephen le devolvió el saludo de un modo relajado antes de contestarle.

—Acepto la apuesta, señor Chu. Nada sabe tan bien como el amasec que ha pagado otra persona.

—Algo de lo que sin duda disfrutaré más tarde, señor Jephen.

Chu volvió a pegar el ojo a la mira telescópica mientras la linea de vehículos se seguía acercando. El rugido de los motores era poco más que un gruñido lejano desde aquella posición elevada. El humo y el polvo se arremolinaban detrás de los camiones. Estarían a distancia de tiro en muy poco tiempo.

Chu giró sobre la silla de tiro del Basilisk para mirar a los oficiales superiores de Tor Christo, quienes estaban al lado de los omnipresentes sacerdotes del Dios Máquina. Todos se encontraban bastante alejados de los cañones y estaban consultando un logistro de ataque que sin duda se hallaba conectado a las miras telescópicas de las piezas de artillería.

Un ayudante de campo de uniforme pasó con una ronda de amasec servido en copas de cristal y llevado en una bandeja de plata mientras otro entregaba los protectores auriculares. Los oficiales se echaron a reír por algún chiste y brindaron por el éxito de la misión antes de beberse el amasec de un solo trago.

Los oficiales se quitaron las gorras y se pusieron los protectores auriculares. Uno de los oficiales, al que Chu reconoció como el mayor Tedeski, se dirigió hacia los cañones y se llevó un comunicador portátil a los labios.

El comunicador manchado de aceite situado al lado de Chu siseó y se oyó la voz seca y precisa de Tedeski.

—Los felicito, caballeros. Pueden disparar cuando quieran.

Chu sonrió y volvió a observar por la mira telescópica. Vigiló el marcador de alcance y vio que iba bajando a medida que el enemigo se acercaba.

* * *

Honsou se metió en el compartimento del Rhino y cerró la escotilla. No tenía sentido empuñar los bólters en esos momentos, y sería un riesgo innecesario avanzar con la escotilla abierta.

Volvió a sentarse en el puesto del comandante mientras el vehículo se bamboleaba sobre el terreno desigual. El conductor redujo la marcha y dejó que los camiones que transportaban a los prisioneros los adelantasen. Seguro que había campos de minas antes de llegar a la colina de la fortaleza, pero una de las misiones de los camiones era descubrirlas.

Los guerreros que lo acompañaban iban canturreando un monótono cántico fúnebre, una plegaria a los Dioses Oscuros que no había cambiado a lo largo de los diez mil años anteriores. Honsou cerró los ojos y dejó que el cántico lo envolviera mientras movía los labios al compás de las palabras. Empuñó con fuerza el bólter, aunque sabía que todavía no había llegado el momento de saciar su ansia de combate con la sangre de los traidores. Lo más probable era que las únicas muertes que se produjeran ese día fueran las de los inútiles prisioneros, gente que merecía morir de todas maneras por su tozuda negativa a seguir el único camino verdadero que podía salvar a la humanidad de los múltiples horrores de aquel universo.

¿Dónde si no en el Caos podría encontrar la humanidad la fuerza necesaria para resistir el imparable avance de los tiránidos, la barbarie de los orkos o el peligro resurgente de los antiguos dioses estelares que comenzaban a despertar de su sueño de eones? Tan sólo el Caos tenía poder suficiente para unir a la fragmentada raza humana y derrotar a aquellos que intentaban destruirla. Al enfrentarse al Caos, los soldados del dios cadáver sólo aceleraban la desaparición de aquello que decían defender.

Bueno, al menos la gran misión que estaban llevando a cabo haría que la victoria definitiva del Caos estuviese un paso más cerca, y el Forjador de Armas recompensaría sin duda a aquellos que lo ayudaran en esa victoria con el favor de los dioses del Caos. Un premio semejante merecía cualquier sacrificio y Honsou sabía que arriesgaría lo que hiciese falta. El rugido del motor se hizo más intenso y sacó a Honsou de su ensimismamiento. Supo entonces que había llegado el momento de pasar a la siguiente fase del ataque.

* * *

El camión se bamboleó sobre el terreno desigual y Larana Utorian sintió que las piernas le flaqueaban por el tremendo dolor que le recorrió el cuerpo. Se desplomó contra uno de los costados del vehículo, cayó de rodillas y se estampó de cara contra los listones de madera del costado. Notó el sabor de la sangre en la boca y cómo un diente se le separaba de la encía.

Larana intentó ponerse en pie, pero la aglomeración de cuerpos era tal que no pudo ni moverse. Quedó atrapada entre las piernas bamboleantes mientras los pantalones se le empapaban con el charco de orina y heces que recorría el suelo del transporte.

Vio otro camión a través de un agujero en una de las planchas de madera. El conductor del mono de trabajo rojo que iba al volante ni siquiera prestaba atención al ganado humano que transportaba en el vehículo. Larana cruzó la mirada con un soldado joven que estaba frente a ella. El chaval tenía los ojos abiertos de par en par por el terror, con las lágrimas dibujándole surcos en la mugre del rostro. La mirada era una súplica muda, pero Larana no podía hacer nada por él. El camión del chico comenzó a acelerar como si estuviera en una carrera. Los adelantó y vio cómo saltaba por encima de un pequeño montículo.

Una enorme explosión lanzó al vehículo por los aires y lo hizo girar sobre su parte delantera antes de que se partiera por la mitad. Los ojos de Larana se vieron asaltados por las brillantes llamas y por la imagen de los cuerpos arrojados por doquier. La mina enterrada también disparó una munición secundaria: minas antipersonal que explotaron segundos más tarde para acabar con cualquiera que hubiera tenido la suerte de sobrevivir a la explosión inicial. Había perdido de vista al chaval cuando una nube de polvo envolvió al camión destrozado, pero Larana sabía que no había forma alguna de que hubiera sobrevivido a aquello.

De repente se sintió arrojada hacia adelante, y los gritos de terror se hicieron más fuertes a la vez que se oían explosiones. El camión frenó casi en seco en mitad de una nube de polvo rojizo. ¿Qué estaba pasando? Oyó gritos y chillidos desesperados antes de que alguien abriera la compuerta de carga y una intensa luz inundara la parte trasera del camión. Varias voces crueles y mazas provistas de pinchos golpearon a los prisioneros, algunos de los cuales fueron arrastrados para sacarlos de la ilusoria protección que representaba el camión.

Larana acabó de pie gracias a la estampida de gente que desembarcaba del vehículo y cayó al suelo pedregoso. Unas columnas de humo negro ascendían desde las decenas de camiones destrozados por las explosiones de las minas. Había cuerpos por todas partes y nadie hizo caso de los gritos agónicos de los heridos mientras los prisioneros eran obligados a avanzar. Los Rhinos adornados con pinchos se pararon detrás de los restos humeantes, y los gigantes de hierro que los habían llevado hasta aquella matanza surgieron con facilidad fruto de la práctica y con las armas en las manos.

Un hombre aterrorizado y con los ojos desorbitados pasó trastabillando hacia ella en dirección contraria. Larana vio cómo uno de los gigantescos guerreros apuntaba sin apresurarse y lo abatía. Un solo proyectil de su arma le arrancó casi por completo el torso al hombre. Larana se puso en pie, aturdida y cegada por el polvo y el dolor. Los ojos le picaban a causa del humo y ya no sentía el brazo. Se tambaleó en la misma dirección en que todo el mundo corría. ¿Era hacia la salvación? No había forma de saberlo.

Los aullidos de confusión y de dolor le asaltaron los oídos. Empuñó con más fuerza el cañón del inservible rifle láser que llevaba y juró que le aplastaría el cráneo a uno de sus enemigos antes de que acabara el día. Sonaron nuevos disparos a su espalda. Un cuerpo acribillado y lleno de agujeros ensangrentados cayó sobre ella y unos cuantos proyectiles pasaron silbando por encima de la cabeza.

Empujó a un lado el cuerpo y corrió hacia el humo.

* * *

Dervlan Chu apretó el botón de disparo del panel de armamento y cerró los ojos cuando el Basilisk disparó. El retroceso del enorme cañón del arma hizo que casi se metiese en la unidad propulsora. El estampido del proyectil al salir disparado penetró con facilidad los protectores auriculares que llevaba puestos. A pesar de las grapas agarraderas que la inmovilizaban, la unidad propulsora se bamboleó adelante y atrás por la fuerza del retroceso. La dotación sacó la cápsula y bajó otro proyectil del soporte metálico que estaba al lado del cañón mientras el primer disparo todavía cruzaba el aire.

Acercó el ojo a la mira telescópica y comprobó cuánto se había desviado el tiro a causa del retroceso del cañón. Vio que no había sido mucho y lo centró de nuevo con la manivela de corrección, colocando la retícula de puntería en el centro y ajustando el arma para el siguiente disparo.

—¡Cargador alfa listo! —gritó una voz desde abajo.

—¡Dentro! —contestó el encargado de la recámara.

Chu sonrió. El primer proyectil todavía no había impactado y ya estaban preparados para disparar. Tanto él como la dotación se habían entrenado para aquel tipo de situación y ese entrenamiento estaba dando sus frutos.

Centró la retícula de puntería en un camión en llamas del que saltaban decenas de hombres en estado de confusión y apretó el botón de disparo de nuevo.

* * *

Larana Utorian fue capaz de oír el aullido del proyectil que iba a caer sobre ellos incluso por encima de los gritos y la confusión. Se lanzó de cabeza y soltó un chillido cuando su brazo herido chocó contra el duro suelo. Ese mismo suelo saltó hacia arriba y la arrojó al aire cuando el primer proyectil del Basilisk impactó y abrió un cráter de quince metros de diámetro matando a una docena de personas en un instante. Se oyeron gritos un poco más lejos cuando nuevos proyectiles pesados golpearon el suelo como monstruosos martillazos. Saltaron enormes trozos de roca y se levantaron vendavales de polvo cuando impactó la primera andanada. Larana cayó de nuevo al suelo y el golpe la dejó sin aire en los pulmones. Rodó sobre sí misma hasta llegar al borde de un cráter y se dejó caer en el humeante agujero.

La superficie interior estaba cubierta de trozos de carne y de hueso. El hedor a carne achicharrada y a propelente quemado le asaltó la nariz. Otro prisionero buscó refugio en el mismo lugar. Tenía la boca abierta de par en par porque estaba chillando de terror, pero Larana no podía oírlo porque lo único que le resonaba en la cabeza era un campanilleo constante.

Sintió que algo húmedo le salía por las orejas.

El hombre que también estaba a cubierto en el cráter se le acercó trastabillando y ella vio que movía la boca sin parar, pero Larana no le hizo caso e intentó trepar hasta el borde del cráter mientras empuñaba el rifle láser como si fuera alguna clase de talismán. Él hombre insistió y tiró del uniforme de Larana. Ella lo apartó de un empujón y gritó algo incoherente por encima del rugido siseante de aire desplazado producido por otra andanada. El hombre se encogió sobre sí mismo en posición fetal y se balanceó adelante y atrás de puro terror.

Larana enterró la cabeza en el suelo cuando sintió las terribles vibraciones de los impactos de proyectil martillear la tierra. Se agarró al suelo con el brazo bueno. La boca se le llenó de polvo y le pareció que las ondas expansivas iban a convertirle los huesos en gelatina.

Sabía que no podía quedarse allí. Tenía que regresar, pero ¿en qué dirección debía ir? Podía recibir un impacto en cualquier sitio, por no decir que se había quedado sin sentido de la orientación por el humo y el aturdimiento.

Se arrastró hasta el hombre gimoteante y lo arrastró por el cuello de la chaqueta hasta el borde posterior del cráter.

—¡Vamos! ¡Tenemos que regresar! —bramó.

El hombre sacudió la cabeza y se retorció con la fuerza de un loco hasta librarse del agarrón de Larana.

—¡Morirás si te quedas aquí! —le gritó.

El hombre negó con la cabeza y ella no supo si no la había oído o es que no se había hecho entender. Lo había intentado, pero si aquel idiota quería quedarse, no podía hacer nada para evitarlo. Se pegó de nuevo a tierra cuando otra detonación estruendosa sacudió el terreno, pero la explosión la lanzó fuera del cráter.

Aterrizó sobre algo blando y suave, pero se alejó rodando con un grito de espanto al ver que había caído sobre un cuerpo destrozado. Vio siluetas que corrían entre el humo, pero no supo quiénes eran o hacia dónde corrían. No se veía nada más allá de unos cuantos metros de distancia. El humo y el polvo ocultaban todo lo demás.

Vio por el rabillo del ojo un camión humeante que había quedado tumbado sobre uno de sus costados y empezó a arrastrarse hacia allí por encima de los cadáveres partidos por la mitad y de los heridos gemebundos que habían perdido las piernas o los brazos. Se cruzó con un hombre que estaba arrodillado intentando en vano reunir sus entrañas y meterlas de nuevo en el tremendo agujero que tenía en la barriga. Otro se metió el brazo cortado en el interior de la chaqueta mientras a su lado un hombre vomitaba gruesos hilos de una espesa sustancia roja. Cada pocos pasos se veía una nueva muestra de horror y Larana se echó a llorar mientras el suelo temblaba como si estuviese siendo azotado por un terremoto terrible.

Llegó hasta el camión en llamas llorando y riéndose de forma histérica a la vez ante aquella pequeña victoria. Había un cuerpo ennegrecido debajo de la cabina destrozada del camión, que lo había partido por la mitad al volcar. Larana se dio cuenta de que el cadáver llevaba puesto el mono rojo de los guardianes y sintió que la invadía una inmensa sensación de odio. Gruñó de miedo y de rabia y empezó a golpear el cráneo del cadáver con la culata del rifle hasta machacarlo a la vez que sollozaba con cada golpe. Tiró a un lado el arma ensangrentada y se cobijó todo lo que pudo al lado del camión en llamas. Las huellas de las ruedas atravesaban el humo y llevaban, probablemente, al lugar donde había comenzado toda aquella locura. Respiró profundamente y esperó hasta que impactó otra salva de artillería.

Sabía que no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir, pero no estaba dispuesta a rendirse, así que Larana Utorian emprendió el camino para encontrar una salida de aquel infierno.

* * *

El humo acre de los propelentes llenaba el bastión Kane, pero Dervlan Chu estaba exultante a pesar del campanilleo en los oídos y del picor de ojos. Habían detenido en seco el ataque enemigo antes de que pudieran recorrer la mitad de la distancia hasta Tor Christo. Habían empujado al enemigo dentro de las zonas de disparo y habían descargado todos los disparos sobre ellos. Sabía sin lugar a dudas que su dotación había disparado más veces y con mayor acierto que la de Jephen y estaba ansioso por recibir la botella de amasec esa noche en el comedor. Ya estaba anocheciendo y el humo que flotaba en el aire ocultaba buena parte de la destrozada línea de combate que había estado compuesta por cientos de vehículos. El mayor Tedeski había ordenado un alto el fuego hasta que el humo se dispersase, ya que no estaba dispuesto a desperdiciar munición disparando contra un enemigo que quizá ya estaba aniquilado. Se recostó contra la reja que rodeaba la plataforma del cañón y sacó una pitillera con tagarninas. Escogió una y la encendió, luego le pasó la pitillera al cargador y al encargado de sacar los cartuchos utilizados.

—Bien hecho. Creo que hemos logrado sacudirle a base de bien al enemigo.

La dotación sonrió y los dientes relucieron en los rostros manchados de hollín.

—Cuando Jephen me dé esa botella de amasec, la compartiremos.

Dio una profunda calada de satisfacción a la tagarnina y echó otro vistazo por la mira telescópica del Basilisk. El humo se estaba despejando y su ojo profesional se sintió satisfecho por la inmensa destrucción visible. El suelo estaba sembrado de cientos de vehículos destrozados y las llamas se alzaban hacia el cielo mientras ardían junto a los traidores que habían transportado. Las zonas de disparo estaban arrasadas y llenas de cráteres. El suelo había quedado irreconocible por la tremenda potencia y furia de las andanadas de artillería.

Giró la mira telescópica y vio que los cañones instalados en el bastión Marte también habían sido concienzudos. Los cañones del bastión cubrían la zona sur de Tor Christo, y Chu se imaginó la frustración que sentía su comandante de que los artilleros de los bastiones Kane y Marte fuesen quienes hubiesen causado las primeras bajas.

Chu volvió a observar su zona de disparo. El viento había comenzado a despejar el humo y ya se distinguían algunas siluetas en la penumbra. Chu se sorprendió de que quedara algo con vida en aquel sitio. Incrementó la potencia de aumento de la mira a medida que el humo se dispersaba y vio unos cuantos vehículos más allá: los transportes de tropas blindados que había atisbado justo antes de que comenzase el bombardeo.

Apretó el botón de cálculo de alcance del panel de armamento y soltó una maldición cuando vio que los transportes y los guerreros que estaban a su lado se encontraban a unos cuantos cientos de metros más allá del alcance máximo del cañón. Un puñado de figuras tambaleantes caminaban o se arrastraban hacia los guerreros. Chu incrementó el aumento otro grado y notó que el estómago le daba la vuelta cuando vio los uniformes manchados que llevaban puestos los objetivos.

Iban cubiertos de polvo y de manchas de sangre, pero eran sin duda de color azul claro, el del 383 de Dragones Jouranos.

Horrorizado, giró la mira telescópica para observar de nuevo la desolación llena de cráteres que él y su cañón habían ayudado a crear y se le escapó un gemido cuando vio más y más uniformes que le resultaban familiares tirados por el suelo, rotos e inmóviles.

Chu sintió que la bilis le subía de golpe a la garganta cuando se dio cuenta de lo que acababan de hacer. La idea de haber ganado una botella de amasec por aquella matanza hizo que le entraran ganas de llorar.

* * *

Honsou estaba satisfecho. Había observado las andanadas de artillería disparadas desde la fortaleza sobre la colina con tranquilidad, estudiando lo lejos que llegaban los proyectiles y la amplitud que tenía el ángulo de tiro de cada bastión. El que estaba situado más al sur no había disparado, pero Honsou sabía que, con aquel alcance, sus cañones no tenían importancia. Sus piezas de artillería pesada tan sólo podían cubrir la zona sur, pero los cañones de menor calibre y los soldados posicionados en las murallas podían atacar la zona frontal del bastión central con una potencia de fuego letal.

Los sentidos automatizados del casco habían penetrado con facilidad en el humo causado por los disparos y, a pesar del odio que sentía por los hombres que había en el fuerte, tuvo que admitir a regañadientes que eran artilleros competentes. Competentes, aunque no inteligentes. Honsou disponía en la cabeza de un plano exacto de las zonas de disparo de la fortaleza. Normalmente, cualquier atacante debía pagar un precio muy elevado en bajas para obtener aquella información, pero ¿para qué hacerlo si se podían utilizar los prisioneros?

Honsou vio cómo los supervivientes de la barrera de artillería regresaban de las zonas de disparo y amartilló el bólter. Al descubrir el estado tan lamentable en que se encontraba la gente que emergía de las nubes de humo se dio cuenta de que tenía poco sentido dejarlos con vida. ¿Cómo podrían utilizarlos como esclavos si un hombre sordo no puede entender órdenes u obedecerlas? ¿Para qué serviría un hombre con un solo brazo? ¿Cómo podría cavar una trinchera? Si no podían ser útiles en alguna tarea, a Honsou no le interesaban en absoluto.

Asintió en dirección a sus hombres y los Guerreros de Hierro alzaron los bólters con una coordinación perfecta y abrieron fuego.

Giraron las armas de izquierda a derecha destrozando a los patéticos supervivientes con una lluvia de proyectiles explosivos. Los rostros suplicantes pidieron piedad, pero los Guerreros de Hierro no tenían ninguna que dar.

Pocos segundos después, casi todos los cinco mil prisioneros que habían avanzado hacia los cañones de Tor Christo estaban muertos.

Honsou divisó otra figura tambaleante que surgía de entre el humo llevando un brazo pegado al cuerpo y apuntó el bólter a la cabeza de la mujer.

Antes de que pudiera apretar el gatillo, apareció una mano enguantada y apartó el arma de un manotazo. Honsou lanzó un gruñido y alargó la mano para desenvainar la espada, pero Kroeger blandió la suya y se la apartó del arma.

Honsou dio un paso atrás con el rostro contraído por un gesto de furia.

—¿Qué haces, Kroeger? Has ido demasiado lejos.

Kroeger se echó a reír y le dio la espalda a Honsou para agarrar por la camisa a la única superviviente de la matanza y alzarla hasta tenerla cara a cara.

—¿Ves a esta mujer, mestizo? Tiene valor. Puede que sea un porro faldero del Falso Emperador, pero tiene valor. Dile a este perro cruzado tu nombre, mujer.

Honsou observó que la cara de la mujer mostraba un gesto de incomprensión hasta que Kroeger repitió la pregunta. Vio entonces que los ojos de la prisionera se fijaban en los labios de Kroeger y se dio cuenta de que lo más probable era que se hubiera quedado sorda por la ferocidad del bombardeo. Al final pareció entender las palabras de Kroeger y contestó con voz quebrada.

—Teniente Larana Utorian, 383 de Dragones Jouranos. Me diste tu palabra…

Kroeger soltó otra carcajada y asintió.

—Sí, lo hice, pero ¿esperas que la cumpla?

La mujer negó con la cabeza y Honsou se quedó sorprendido cuando Kroeger la arrojó en brazos de uno de sus jefes de escuadra.

—Llévala a los quirumeks y que le amputen el brazo herido. Que se lo reemplacen antes de traérmela de nuevo.

—Kroeger, ¿le perdonas la vida? ¿Por qué? La misericordia no es típica en ti.

—Mis razones son asunto mío, mestizo —le respondió cortante Kroeger, aunque Honsou se dio cuenta de que estaba tan sorprendido como él de su propio comportamiento—. Harías bien en recordarlo. Pero la verdad es que estoy desperdiciando mi tiempo hablándote de eso. El Forjador quiere que avances con tus hombres y que consigas información de las defensas más de cerca. Ya tenemos las zonas de disparo, así que puedo comenzar la primera paralela.

—¿Antes de saber si existen reductos o trampas cerca de las murallas?

—Sí, tenemos que actuar a toda prisa. O a lo mejor pensabas que las órdenes del Forjador no tenían nada que ver contigo.

—No eres muy listo si vas a comenzar las trincheras antes de que tengamos más información —le soltó Honsou.

—Y tú no eres más que un cachorro cruzado que no es digno de mandar una compañía de los Guerreros de Hierro. Se puede oler el hedor el antiguo enemigo que llevas dentro desde aquí. Tú y tu despreciable compañía de bastardos. Es una afrenta que lleves el símbolo de los Guerreros de Hierro en la hombrera, y lamento el futuro de nuestra legión al saber que híbridos impuros como tú pueden pertenecer a nuestras filas.

Honsou se esforzó por mantener a raya la feroz rabia que sentía. Los nudillos de la mano que tenía cerrada sobre la empuñadura de la espada se pusieron blancos. Sería muy fácil desenvainar e intentar partirle la cabeza de un tajo a su rival, pero era lo que quería Kroeger para así poder demostrar que no era merecedor de pertenecer a los Guerreros de Hierro. Se obligó a sí mismo a calmarse, aunque le costó, y vio la cara de decepción de Kroeger cuando se dio cuenta de que Honsou no iba a caer en la trampa.

—Se hará lo que el Forjador ordene —contestó Honsou antes de dar media vuelta y marcharse.