TRES

TRES

Forrix observó cómo otra columna de camiones descubiertos que transportaban soldados de rostro cetrino cruzaba rugiendo la pista de aterrizaje en dirección a la puerta de la muralla exterior del espaciopuerto. En cuanto aterrizaban, de las enormes panzas de las naves de transporte surgían hileras de toda clase de vehículos. Descargaban convoy tras convoy de tanques, camiones, contenedores móviles de munición, vehículos de transporte blindados y piezas de artillería autopropulsada. Miles de vehículos pasaban ante él, dirigidos en cada etapa de su viaje por un guerrero de hierro de la gran compañía de Forrix. No se dejaba nada al azar. Cada uno de los aspectos de aquella pesadilla logística había sido previsto por Forrix y se había planeado en consecuencia.

Cada nave descendía de un modo preciso, aterrizaba en mitad de una nube cegadora de ceniza y chorros de retrorreactores y desembarcaba su carga antes de despegar en una secuencia cuidadosamente ordenada. Forrix sabía con exactitud qué capitanes de naves eran prudentes en la aproximación y cuáles eran demasiado atrevidos, cuánto tardarían en aterrizar y lo eficiente que era la tripulación de tierra de cada uno. El rugido era ensordecedor, y la mayoría de los humanos que estaban aterrizando ese día jamás lo volverían a oír.

Para cualquier observador que no entendiera, el espaciopuerto no era más que una masa ingente de hombres y máquinas, pero si ese mismo observador lo hubiera mirado todo desde más cerca, habría visto una estructura subyacente en los movimientos. Allí no se producían desplazamientos al azar, sino una serie de maniobras cuidadosamente planificadas cuyos complejos patrones tan sólo podían ser captados por aquellos que poseían siglos de experiencia en el traslado de esos gigantescos volúmenes de hombres y máquinas.

La increíble escala de la operación y la velocidad a la que se estaba llevando a cabo habrían dejado maravillados a los encargados de la logística imperial. Si no hubiera sido por el propósito criminal de los Guerreros de Hierro, esos encargados se habrían puesto de rodillas de buen grado ante Forrix para suplicarle que les enseñara cómo hacerlo.

Además de la tarea de supervisar las operaciones en el espaciopuerto, Forrix había ordenado a sus guerreros que realizaran una misión en su exterior. La penosa línea defensiva que habían destrozado en el ataque inicial ya estaba siendo reparada y mejorada con una serie de trincheras de contravalación excavadas para defender el espaciopuerto de cualquier ataque exterior. No es que Forrix esperase ninguno, pero era el procedimiento y era lo que debía hacerse. Si la historia y sus largos años de guerra le habían enseñado algo era que en el mismo momento en que te creías a salvo de cualquier ataque era cuando te encontrabas más vulnerable.

Un increíble entramado de líneas de trinchera, campos de alambradas y pequeños fortines, todo organizado en formaciones defensivas, fue construido alrededor del espaciopuerto con una velocidad que hubiera avergonzado a los mejores ingenieros imperiales. Forrix esperaba que para cuando cayera la noche las líneas de contravalación ya estarían completas y Jericho Falls estaría más seguro de lo que jamás lo había estado a lo largo de toda su dilatada existencia.

El espaciopuerto era responsabilidad suya y no permitiría que quedase desguarnecido, sin que le importara mucho que el Forjador de Armas les asegurara que no había manera alguna de que las fuerzas imperiales hubieran podido pedir ayuda, ya que su contacto psíquico con el resto de la galaxia había sido eliminado.

Forrix no estaba tan seguro. Le había parecido que Jharek Kelmaur, el hechicero cabalístico del Forjador de Armas, se mostró inquieto cuando su señor desdeñó la importancia de los telépatas imperiales. Forrix se preguntó qué se habría callado el hechicero. ¿Era posible que las fuerzas imperiales hubieran sido capaces de ponerse en contacto con el mundo exterior de un modo que los planes del hechicero habían sido incapaces de evitar? Era una idea interesante, y Forrix se guardaría esa información por si acaso demostraba ser una moneda de cambio valiosa en algún momento. Había dejado de sentir pasión por la intriga hacía ya mucho tiempo, pero Forrix era lo bastante astuto como para saber que la información era poder y que jamás venía mal tener alguna ventaja sobre tus rivales. Decidió que asumiría que existía una remota posibilidad de que la ciudadela recibiera refuerzos y que planificaría las defensas de acuerdo con esa posibilidad.

Una runa parpadeó en la placa de datos y Forrix dejó a un lado las intrigas paranoicas que eran parte básica del capítulo de los Guerreros de Hierro y observó cómo la pista principal quedaba despejada de soldados y vehículos mientras otra enorme nave empezó a ascender hacia el cielo de profundo color ámbar envuelta en una aullante nube de fuego de retrorreactores. Apenas había atravesado las señales exteriores del espaciopuerto cuando otra gigantesca sombra se deslizó suavemente sobre la pista de aterrizaje. La profunda oscuridad de esa sombra se extendió sobre las instalaciones como una asquerosa mancha de aceite negro.

Forrix supo sin levantar la vista qué nave era la que había entrado en la fase de aterrizaje. Aunque los rostros de aquellos que se impresionaban con mayor facilidad se esforzaban por alzarse lo máximo posible para contemplar al leviatán que descendía hacia Jericho Falls, Forrix únicamente se sintió irritado de que llegara casi treinta y seis segundos tarde sobre el plan. Un rugido gimiente, como el de un mundo entero al partirse, hendió el aire a la vez que el chirrido de los gigantescos pistones y engranajes orgánicos se superponían al profundo resonar rítmico de los mecanismos que mantenían en el aire a la nave. Aquellos artefactos arcanos y antiguos, una combinación odiosa de lo que antaño habían sido componentes biológicos y tecnología milenaria, habían sido creados de forma específica para esas naves y no existía nada parecido en la galaxia. Su construcción le debía tanto al poder de la hiperrevolución y de la hechicería como al de la ingeniería. La física que le permitía funcionar debería haber sido imposible.

Forrix sabía con total seguridad que su construcción sólo había sido posible en el interior del Ojo del Terror, aquella región de la galaxia donde la disformidad entraba en el espacio normal y todas las reglas de la realidad dejaban de tener aplicación, aquella región del espacio considerada su hogar por las legiones del Caos.

Forrix levantó la vista cuando la sombra ominosa dejó de moverse, aunque sin dejar de emitir aquel rugido chirriante, para comprobar que la nave mantenía la altitud correcta.

Lo que transportaba era vital para el éxito de la campaña.

La gigantesca nave parecía un enorme pináculo de roca volcado de lado y dejado durante milenios en el fondo de un océano. La superficie tenía un aspecto increíblemente antiguo y era de un color negro brillante, como el caparazón de un insecto asqueroso. Estaba agujereada, cubierta de heridas y orificios que supuraban fluidos. La parte inferior estaba repleta de cavernas con salidas parecidas a esfínteres que resplandecían con un monstruoso calor.

Antaño, hacía ya mucho tiempo, aquella nave había recorrido las heladas profundidades del espacio, cruzando la vasta inmensidad que separaba las galaxias, siendo el hogar y el centro vital de miles de millones de criaturas unidas en una conciencia común, esclavizados a la tarea de consumir materia biológica y de reproducirse. Había ido de planeta en planeta arrancando toda clase de vida de cada uno de ellos. Cada una de las criaturas que pertenecían a aquella mente compartida actuaban en perfecta conexión con la mente general. Todo eso se había acabado cuando el Forjador de Armas provocó que los circuitos neurálgicos quedaran infectados por el mismo virus tecnológico que había infectado a los enloquecidos marines arrasadores. Aquello había interrumpido la comunicación vital entre la enorme nave nodriza y su descendencia, arrancándole así la sensación de protección de pertenecer al enjambre.

Nadie sabía durante cuánto tiempo había combatido aquel leviatán la infección antes de que los hechiceros del Forjador eliminaran sus defensas y arrastraran el cuerpo hasta el Ojo del Terror. Quizá la nave-criatura había pensado que era para ayudarla, pero en ese sentido iba a lamentar estar equivocada.

En vez de eso, la profanaron y la pervirtieron para que sirviera en vez de mandar y la esclavizaron a la voluntad del Forjador. De ese modo, se convirtió en una pieza más de su grandioso plan.

La nave abrió la inmensa panza como si fuera un legendario monstruo marino y varios geiseres de gases putrefactos surgieron del interior. Medía más de dos mil metros de largo y flotaba sobre Jericho Falls de un modo que en absoluto parecía posible.

Dos siluetas descendieron con lentitud desde la oscuridad sudorosa de su interior. Unos gritos de terror y de bienvenida los recibieron por igual cuando los soldados humanos alistados para combatir al lado de los Guerreros de Hierro gritaron para saludar a sus dioses de la guerra.

Con la parte superior envuelta en tentáculos parecidos a cables de varios metros de grosor, dos enormes titanes de combate de la Legio Mortis descendieron hasta tocar el suelo de Hydra Cordatus. Primero llegaron las gigantescas piernas, cada una como la torre de un castillo, con la superficie cubierta de portillas de armas y marcada por los disparos de una guerra que duraba milenios. Las siguieron los amplios torsos y los pechos blindados.

Con siluetas formadas a la imagen del hombre, la similitud con sus creadores acababa ahí. Los poderosos brazos, equipados con armas más grandes que los edificios, colgaban inertes de los amplios hombros parecidos a torretas. Por fin aparecieron las cabezas. Forrix, a pesar del hastío que sentía ya por los combates, no pudo evitar quedar impactado por el terrible poder que emanaba de aquellas gloriosas creaciones. Nadie podía decir con seguridad si habían sido tallados, moldeados o formados por la voluntad de los propios Dioses Oscuros, pero en sus rostros demoníacos relucía el poder del Caos, como si un fragmento de esa energía en estado puro pudiera contenerse en sus rasgos infernales.

El suelo se estremeció con una tremenda vibración cuando los pies de aquellas máquinas gloriosas tocaron el suelo como la pisada de un dios enfurecido. Los relucientes cables tentaculares soltaron su carga y retrocedieron hacia las entrañas del leviatán para desaparecer allí mientras se preparaba a los siguientes dos titanes de combate para desembarcarlos.

Forrix observó con atención a los dos titanes que habían desembarcado ya. A pesar de encontrarse inmóviles, el aura de poder y de majestad eran palpables. El titán de mayor tamaño tenía una cola sinuosa, con una bola de demolición provista de pinchos y más grande que cualquiera de los tanques superpesados de batalla, en su extremo. Un tremendo clamor surgió de las gargantas de los soldados allí reunidos.

De repente, un fuerte zumbido surgió de los titanes cuando los poderosos brazos-arma comenzaron a moverse y las máquinas se pusieron en marcha con un vigor feroz y monstruoso. La primera, antaño un titán de combate de la clase Emperador que había estado al servicio del dios cadáver, conocido y temido como el Dies Irae, avanzó un poderoso paso y el enorme pie se estampó contra el suelo con una fuerza estremecedora. Su princeps demoníaco estaba deseoso de entrar en combate, no fuese que la monstruosa máquina de guerra aliviara su furia contra sus aliados.

Su mortífero compañero, el Pater Mortis, alzó las armas hacia el cielo como si estuviese saludando y dando las gracias a los dioses por llevarlo de nuevo a la guerra. Lanzó un rugido para mostrarle a todo el mundo el ansia de combate. Era más pequeño que el Dies Irae, por lo que lo seguía como si fuera una cría o un acólito devoto.

Forrix sonrió un momento mientras miraba a las dos poderosas máquinas de destrucción salir del espaciopuerto y dirigirse a las montañas. Los tanques y la infantería se agolpaban a sus pies. Aquellos que ya habían combatido junto a aquellas máquinas letales mantenían una distancia sensata, mientras que los que no estaban acostumbrados a ver el poder de sus señores manifestado de una manera tan física se agrupaban a su alrededor para rendirles homenaje. Muchos de los estúpidos soldados humanos pagaron el precio de una devoción tan poco sabia cuando grupos enteros quedaron aplastados con cada paso que los gigantes daban.

Otros dos titanes comenzaron el descenso al suelo del planeta, lo mismo que harían muchos más antes de que acabaran las operaciones de aquel día. Forrix todavía tenía mucho por hacer, pero estaba satisfecho de que todo marchara acorde con la planificación.

En otro par de horas tendría dispuesto un ejército de conquista preparado para destrozar aquel mundo en una tormenta de hierro.