DOS

DOS

Lo primero que se le ocurrió al guardia imperial Hawke en mitad de la semiinconsciencia en que se encontraba fue que esta vez había empinado el codo demasiado, que esta vez había bebido algo que lo había superado. En ninguna de sus ya famosas borracheras había sentido un dolor como aquél, como si todo su cuerpo fuese un enorme moretón pateado por un carnosaurio.

La oscuridad y el polvo lo rodeaban. Tosió cuando los pulmones tuvieron que esforzarse por respirar y se preguntó qué demonios estaría pasando. Abrió lentamente los ojos y tardó unos momentos en ver con claridad lo que había ante ellos. Tenía delante de la cara el rococemento de lo que parecía ser el suelo del puesto de vigilancia, pero aparte de eso no podía ver nada más. Una luz anaranjada y unas cuantas volutas de humo lo tapaban todo.

Intentó cambiar de postura, pero un dolor intenso le atravesó el hombro izquierdo, lo que le hizo soltar una serie de tacos. También sintió que algo húmedo y caliente le recorría el brazo.

Hawke giró con lentitud la cabeza e intentó darle algún sentido al lugar achicharrado y de olor acre donde se encontraba. Vio una masa ennegrecida tirada contra una pared, aunque no logró distinguir lo que era en medio de aquella penumbra. Le zumbaban los oídos, y cada ruido que hacía con sus movimientos le sonaba lejano y débil. Cambió de postura otra vez, poniéndose de espaldas, y apretó los dientes cuando el dolor le atravesó de nuevo el hombro. Entonces fue capaz de entender un poco más la situación. Tenía algo pesado sobre las piernas, y al levantar un poco la cabeza vio que era lo que quedaba del aparato comunicador.

Hawke salió arrastrándose de debajo del pesado aparato mientras lo que había ocurrido —¿cuánto tiempo hacía ya?— regresaba a su memoria. Se recostó contra una de las paredes, revisó las heridas con la mano sana y recordó el repiqueteo de las granadas al entrar en el búnker. Había logrado colar una en el sumidero, pero la otra había explotado antes de que pudiera hacer lo mismo. Dio gracias al Emperador de que el decrépito equipo que había instalado en aquel maldito lugar fuera tan pesado y voluminoso que lo hubiera protegido de la explosión.

Se frotó el brazo y notó otra punzada de dolor en la herida. Luego miró a la forma ennegrecida que había al otro lado del búnker. El brillo del hueso y la mano consumida por el fuego le indicaron que se trataba de su viejo camarada Hitch.

Hawke no tenía tiempo de sentir pena por Hitch: había unos cuantos problemas a los que debía enfrentarse. Por ejemplo, ¿qué puñetas iba a hacer? El equipo de comunicación estaba destrozado y estaba seguro de que no podría repararlo. Estaba atrapado cerca de la cima de una montaña sin ningún modo seguro de poder descender y el brazo le dolía como mil pares de…

Hawke se puso en pie con un gruñido. Las piernas le temblaban, así que tuvo que apoyarse contra la pared del búnker de vigilancia. Le dolía el pecho al respirar y se preguntó si tendría alguna costilla rota. Avanzó a trompicones hacia un armario de metal gris, oculto en parte bajo los restos del cañón de asalto y la consola del aparato de comunicación. Apartó los escombros a patadas y abrió la puerta del armario para sacar una mochila y rebuscar luego en el interior. Sacó una pequeña caja de medicamentos y la abrió antes de quitarse con dificultad la chaqueta y la camiseta del uniforme.

Cubrió la herida con fluido analgésico y se colocó una venda de presión en el brazo. Mientras se curaba se preguntó quién demonios lo habría atacado. La pregunta sólo se le ocurrió después de que se le hubiese aclarado un poco la cabeza. No había podido verlos bien, pero fuesen quienes fuesen, eran enormes. Había tenido la impresión de que era algo enorme y de color gris hierro. Era algo demasiado grande para ser otra cosa que no fuera un marine espacial.

Hawke hizo un alto en la cura que se estaba aplicando cuando sintió que se le cortaba la respiración.

Un marine espacial…

Había visto marines espaciales unas cuantas veces. Cuando tuvo la mala suerte de ser destinado a Ojalá los había visto salir de las cañoneras de transporte. Al principio quedó impresionado por su estatura, y le habría gustado preguntarle a alguno de ellos sobre su vida, las batallas que había librado y los lugares que había visitado. Sin embargo, su comportamiento estoico, su apostura marcial y las enormes armas que empuñaban le habían dejado muy claro que probablemente sería el error más grave, o el último, que jamás cometería.

Además, había algo en lo que atisbo fugazmente de aquel guerrero desconocido que lo hizo temblar con un miedo repentino. No se parecía a ningún otro marine espacial que Hawke hubiera visto antes. A pesar de su arrogante superioridad, ninguno de ellos lo había aterrorizado, cuando se habían dignado mirarlo, con una maldad tan ancestral y espantosa. Aquello era algo distinto por completo.

Una sonrisa irónica cruzó la cara cubierta de ceniza de Hawke cuando se dio cuenta de que su deseo de entrar en acción se había cumplido por fin y del modo más concreto posible. Se había enfrentado cara a cara al enemigo y todavía estaba vivo. La incógnita de por qué lo habían dejado con vida la resolvió cuando se fijó de nuevo en el cuerpo ennegrecido que estaba junto a la pared. Habían visto el cadáver de Hitch y habían supuesto que era el suyo. Se echó a reír, aunque sonó un poco alto, casi histérico.

—Bueno, querido Hitch —dijo entre risas Hawke—; por lo que parece, al final hiciste algo útil en tu vida.

Al igual que la mayoría de la gente que había conocido a Hawke, el enemigo lo había subestimado. Sintió que lo invadía una rabia repentina. Era un soldado, joder, y se iba a asegurar de que aquellos cabrones se enteraran.

Se pegó el brazo al pecho y fabricó un cabestrillo con las vendas del botiquín antes de vaciar el contenido de la mochila en el suelo. Tiró a un lado todo lo que resultara ser un peso inútil y volvió a guardar el resto, aunque no había mucho que hubiera sobrevivido a la explosión. Cargó con todas las raciones de comida que pudo y con un par de botellas de plástico con cápsulas de hidratación. Comprobó los bolsillos del uniforme en busca de las píldoras desintoxicantes y suspiró de alivio cuando las encontró en el bolsillo interior. Si no las hubiera encontrado, más le habría valido pegarse un tiro en la cabeza, ya que los venenos que contenía la atmósfera lo harían enfermar ese mismo día a menos que se tomara los purgantes y las sustancias purificadoras que los magos biologis del Adeptus Mecánicus destilaban y manufacturaban para los soldados. Eran las pastillas más asquerosas que jamás hubiera probado Hawke, pero supuso que si lo mantenían con vida podría soportarlo. Aunque no le quedaban demasiadas…

Rebuscó en el armario y sacó un equipo de respiración algo baqueteado que metió luego en la mochila. El marcador de oxígeno indicaba que estaba a media carga, pero le vendría muy bien para cuando se desatara una de las frecuentes tormentas de polvo que azotaban las montañas.

Hawke sonrió cuando encontró una unidad de comunicación portátil al fondo del armario, aunque llamarla portátil era un chiste. Las abultadas baterías pesaban un kilo cada una, y el propio aparato ocuparía la mitad de la capacidad de la mochila. De todas maneras, había oído decir que no había nada más peligroso para un individuo en el campo de batalla que quedarse sin comunicaciones. Él hubiera preferido quedarse con un cañón láser, pero así era la vida.

Vació las mochilas de Hitch y de Charedo y rebuscó para encontrar algo útil entre el equipo de sus antiguos camaradas.

Un indicador de dirección y unos magnoculares que habían pertenecido a Charedo acabaron en uno de los bolsillos, además de seis cargadores de energía para el rifle láser. Hawke se colocó al cinto el cuchillo reluciente y afilado con su vaina trabajada a mano que habían sido el orgullo de Hitch. Le hizo un gesto al cadáver ennegrecido.

—No te importa que me lleve esto, ¿verdad? No, ya me parecía a mí. Gracias, Hitch.

Satisfecho de haber podido recuperar todo aquello de los escasos recursos del lugar, Hawke se puso a buscar su rifle láser removiendo los escombros y echando a un lado los montones de polvo de color ámbar que habían entrado por la puerta.

Allí estaba. Se agachó y lo agarró por la culata para sacar el arma del polvo. Vio que el cañón estaba doblado, casi retorcido, por lo que dejó caer el arma inútil con un gruñido de disgusto y se dirigió hacia la reventada puerta de entrada.

Hawke salió al exterior y tuvo que entrecerrar los ojos a causa del repentino resplandor antes de quedarse mirando boquiabierto las columnas de humo que ascendían desde Jericho Falls.

—¡Por la sangre del Emperador! —susurró Hawke cuando levantó la vista al abarrotado cielo, repleto de naves tan grandes que no deberían haber sido capaces de mantenerse en el aire con aquel inmenso tamaño. En Jericho Falls había más actividad de la que jamás había visto. Decenas de miles de soldados y de vehículos llenaban los accesos al espaciopuerto, muchos más de los se habían reunido cuando todo el regimiento se preparaba para embarcar después de la Gran Leva en Joura.

Le temblaron las piernas y cayó de rodillas. Hawke sintió el calor de la ceniza de la montaña a través de la tela del uniforme cuando se apoyó en el suelo. ¿Quién se habría imaginado que era posible trasladar a tal cantidad de hombres? Alargó el brazo sano para apoyarse y mantener el equilibrio y los dedos tropezaron con una barra de metal frío. Cuando se cerraron, fue alrededor del cañón de un rifle.

Hawke bajó la mirada y vio un rifle láser de diseño jourano con la culata manchada de sangre seca. Lo empuñó y vio que el indicador de carga mostraba un tranquilizador color verde.

Sintió que se le levantaba el ánimo de nuevo y entonces se puso en pie.

Tenía que hacer algo, pero ¿qué?

No podía combatir contra tantos enemigos. Incluso los legendarios primarcas de los marines espaciales lo tendrían imposible. Sin embargo, el Emperador había tenido a bien ofrecerle aquella oportunidad de mostrar su valía. No estaba muy seguro de cómo lo lograría, pero estaba muy decidido a hacerlo. Y a pensaría en algo.

No podía ver la ciudadela desde donde se encontraba, pero la cresta montañosa que iba hacia el noroeste desde el búnker de vigilancia subía otros mil metros más o menos, y desde el extremo dispondría de una magnífica vista tanto del valle de la ciudadela como del espaciopuerto de Jericho Falls.

Se colgó el rifle del hombro sano y serpenteó entre las rocas hasta el punto donde el terreno se hacía más escarpado y empinado. Aspiró profundamente y se echó a toser cuando el aire polvoriento se le atascó en la garganta.

Pensó en la situación en que se encontraba. Estaba aislado en mitad de las montañas sin otra cosa que un comunicador portátil, un rifle con seis cargadores y un cuchillo de combate.

«Cuidado, enemigos del Emperador, allá voy», pensó con ironía antes de empezar a trepar.