CINCO

CINCO

El comandante del 383.º regimiento de Dragones Jouranos, Prestre Vauban, le dio una calada al puro y cerró los ojos. Dejó que el humo le recorriera un poco la boca antes de exhalarlo con lentitud. El grueso puro era un regalo del adepto Naicin, y aunque él prefería las variedades más suaves, había algo extrañamente satisfactorio en el fuerte sabor de aquel enorme puro liado a mano.

Naicin los fumaba de forma casi constante y juraba que llegaría el día en que los apotecarios imperiales admitirían por fin que se trataba de un pasatiempo sano del que cualquiera podía disfrutar.

Vauban lo dudaba mucho, pero era difícil hacer cambiar de idea a Naicin cuando algo se le metía en la cabeza. Vauban apoyó los brazos sobre la balconada de hierro y observó el paisaje que tenía ante sí.

La vista desde el balcón sur de la cámara de reuniones era espectacular, y eso era quedarse corto. El resplandeciente cielo de color naranja lo había asombrado con su fuego primigenio cuando llegó por primera vez, pero aquel brillo ya le daba náuseas. Lo mismo que casi todo en aquella roca dejada de la mano del Emperador. Los picos cubiertos de ceniza de las montañas llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Si no fuese por el tremendo frío y las gruesas columnas de humo que se elevaban hacia el sudeste, incluso habría disfrutado de la belleza escarpada del paisaje.

Vauban jamás olvidaría en toda su vida el horror de las escenas ocurridas en Jericho Falls que le habían llegado por los pictógrafos. El espaciopuerto había ardido con llamaradas rojas por la sangre de sus soldados. El hecho de que no hubiera podido hacer nada por impedirlo no lo libraba de la sensación de culpabilidad por la muerte de tantos soldados. Eran sus hombres y tenían derecho a pensar que su comandante no los pondría en peligro sin un buen motivo. Había fallado en su deber para con sus hombres y el dolor de ese fallo le partía el corazón.

Jericho Falls estaba en manos del enemigo, y había tantos muertos que resultaba inconcebible para un soldado como él.

Vauban descubrió que se había quedado mirando el magnífico panorama de montañas de laderas empinadas mientras pensaba en los combates que se iban a producir.

Se preguntó qué importancia tendría que viviesen o muriesen allí. ¿Acaso las montañas se derrumbarían convertidas en polvo, el viento soplaría con menos fuerza o el sol brillaría con menos intensidad? Por supuesto que no, pero luego pensó en las imágenes tan viles que había visto en Jericho Falls. La maldad que vaticinaban no se parecía en nada a cualquier otra cosa que Vauban hubiera experimentado. Cada nervio de su cuerpo se rebelaba ante la idea de pensar en ello.

Seres capaces de llevar a cabo una matanza semejante eran inherentemente malignos y debían ser derrotados. No tenían derecho a existir en el universo.

Era posible que a las rocas y al sol no les importara que murieran en aquel lugar, pero Vauban sabía que una maldad semejante debía ser combatida y derrotada allí donde apareciese.

—¿Señor? —dijo una voz sacándolo de aquellos amargos pensamientos.

Un oficial de estado mayor se encontraba al lado de la puerta blindada que llevaba a la cámara de reuniones. Tosía debido al cargado ambiente y llevaba apretados contra el pecho un grueso fajo de papeles y carpetas.

—¿Ya han llegado todos? —preguntó Vauban.

—Sí, señor. Ya ha llegado todo el mundo —contestó el oficial.

Vauban asintió en respuesta al saludo que le dirigió el oficial, que se retiró aliviado. Echó un último vistazo a los enormes picos e inspiró profundamente antes de ceñirse la chaqueta de color azul claro y abrocharse el cuello.

Puede que estuvieran en guerra, pero las apariencias seguían siendo importantes.

Vauban se estremeció. Se dijo a sí mismo que se debía al aire frío de las montañas, pero tan sólo se lo creyó a medias. Aquel mundo había sido invadido por un enemigo más maligno de lo que jamás se hubiera podido imaginar.

Debían planear cómo combatirlo.

A Vauban le pareció que hacía demasiado calor en la cámara de reuniones, pero no hizo caso de las gotas de sudor que se le formaron en la frente y se dirigió hacia la silla que presidía la mesa de reuniones. Los colores y las placas de los diferentes regimientos que habían permanecido como guarnición en aquella ciudadela a lo largo de los siglos aparecían alineados por las paredes, y Vauban saludó con respeto a los fantasmas de sus antecesores.

Todas las sillas estaban ocupadas. Los comandantes de los distintos batallones y los jefes de puesto estaban sentados alrededor de la larga mesa ovalada. Los comandantes de su regimiento estaban a un lado: Mikhail Leonid, el segundo al mando, y los tres comandantes de batallón, Piet Anders, Gunnar, Tedeski y Morgan Kristan. A lo largo del otro lado de la mesa estaban los representantes del Adeptus Mecánicus. El adepto Naicin estaba sentado con las manos enguantadas entrelazadas delante de él y fumaba un largo puro. Los pulmones artificiales se encargaban de expeler el humo por los pequeños tubos de escape que tenía a lo largo de su flexible espina dorsal plateada. Un séquito de escribanos y registradores automáticos permanecía a su espalda, anotando de forma meticulosa cada gesto que hacía o cada palabra que pronunciaba.

Al lado del adepto Naicin había una placa holográfica con bordes de bronce en la que se veía la imagen parpadeante de un rostro ceniciento rodeado de tubos gorgoteantes y cables. La cara se estremecía cuando los músculos recordaban de repente movimientos automáticos, a pesar de que su naturaleza orgánica ya estuviese sometida al palpitar de las máquinas que los rodeaban. El archimagos Caer Amaethon, Señor de la Ciudadela de Hydra Cordatus, fruncía el entrecejo desde las profundidades del templo-máquina donde se encontraba encadenado para siempre al corazón mecánico y palpitante de la ciudadela, conectado con cada uno de los procesos automatizados. Estaba tan unido a la matriz interna de la ciudadela que las escasas partes orgánicas que quedaban del cuerpo de Amaethon no podrían abandonar jamás el útero mecanizado enterrado en las profundidades de la fortaleza.

Los oficiales de menor rango iban y venían sirviendo cafeína y entregando notas repletas de columnas de números que mostraban la fuerza operacional de cada unidad y los suministros de los que disponía.

Vauban gruñó disgustado.

—Existen tres tipos de mentira —soltó después de echarle un rápido vistazo a un documento—. Las mentiras, las malditas mentiras… ¡y las estadísticas!

Detrás de la mesa, un grupo de técnicos tonsurados preparaba la placa visual para mostrar los gráficos que había pedido Vauban además de un atril de metal.

Cuando el último de los técnicos y ayudantes salió de la estancia, Vauban se levantó de la silla y se situó detrás del atril. El comandante de bruscos modales exhaló una tremenda bocanada de humo y se dirigió al consejo de guerra.

—Bueno, caballeros, nos han dado fuerte y lo más probable es que la situación empeore antes de que vaya a mejorar.

En las caras de sus ayudantes aparecieron unos cuantos gestos de incredulidad ante aquella declaración aparentemente derrotista. Vauban no les hizo caso y siguió hablando.

—No tenemos mucho tiempo, así que quiero que esto sea lo más breve posible para poder devolver golpe por golpe. Nos han hecho daño, mucho daño, pero si actuamos con rapidez, creo que tenemos una buena oportunidad de darle una patada en la boca al enemigo.

»Lo primero que voy a hacer es mostrarles lo que hemos estado viendo hasta ahora. Iré con rapidez, así que procuren seguir el ritmo. Si tengo que hacer alguna pregunta, será mejor que me contesten enseguida, pero si tienen alguna pregunta que hacerme, esperen hasta que termine.

Se tomó el silencio de los oficiales como un gesto de asentimiento, de modo que se giró hacia el mapa a gran escala de la ciudadela y de sus alrededores que había aparecido en la placa situada a su espalda. Jericho Falls estaba trazado con líneas rojas, mientras que la ciudadela, Tor Christo y el túnel subterráneo que unía ambos lugares estaban resaltados en verde.

—Como pueden ver, el enemigo ha tomado Jericho Falls y nos ha impedido por completo utilizar las instalaciones que tenemos allí. Esto incluye cualquier posibilidad de disponer de cobertura o de superioridad aérea.

Vauban se giró hacia Gunnar Tedeski.

—¿Cuántas aeronaves había en la base, mayor Tedeski?

El fornido mayor era un individuo bajito, un antiguo piloto de Marauders con un solo brazo y una cuenca ocular derecha vacía y cicatrizada con una quemadura. Lo habían derribado mientras atacaba un convoy orko y los pielesverdes lo habían capturado. Lo habían estado sometiendo a diversas torturas hasta que lo rescataron los guerreros de la cuarta compañía de los Ultramarines.

Tedeski contestó sin ni siquiera consultar las notas.

—Cinco escuadrones de Lightnings y cuatro de Marauders. Un total de ciento doce aeronaves, la mayor parte de ellas cazas interceptores, y nos tememos que la mayoría están destruidos.

—Muy bien. Al menos, podemos estar bastante seguros de que el enemigo no utilizará nuestras propias aeronaves contra nosotros. De todas maneras, y dejando eso a un lado, todavía disponemos de la ventaja estratégica y la logística. Cuánto tiempo …

—Discúlpeme, coronel Vauban —lo interrumpió el magos Naicin—. ¿Puede explicarme cómo ha llegado a semejante conclusión? Según yo lo veo, hemos perdido la línea de comunicación que teníamos con el mundo exterior y el enemigo está utilizando nuestras propias instalaciones para desembarcar más tropas y máquinas de guerra. No veo qué tiene eso de ventaja para nosotros.

Vauban ni siquiera se molestó en ocultar su enfado. Se apoyó sobre el atril y habló en el mismo tono con el que se dirigiría a un oficial inferior bastante estúpido.

—Magos Naicin, usted es un hombre de ciencia, no de guerra, así que no se espera que lo entienda, pero yo tengo muy claro que este ataque contra la ciudadela no puede tener éxito. Tenemos más de veinte mil soldados, una brigada de vehículos blindados y una semilegión de la Legio Ignatum a nuestra disposición. Conozco esta fortaleza y he leído los informes de los castellanos anteriores. La proporción de fuerzas necesaria para tomar los bastiones de esta ciudadela es de cuatro a uno, en el peor de los casos, y estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que tal número está más allá de aquello a lo que nos enfrentamos.

Naicin se mostró incómodo por el tono despectivo de la respuesta, pero Vauban se limitó a concentrarse de nuevo en la placa. La disposición de las tropas apareció en la pantalla y Vauban fue señalando por turno cada uno de los brillantes iconos.

—Nuestras fuerzas están desplegadas por todos los mandos principales. El batallón C se encuentra posicionado aquí, junto al batallón B. En total son unos doce mil soldados y unos novecientos vehículos blindados. Los efectivos del batallón A estaban divididos entre Jericho Falls y Tor Christo. Si tenemos en cuenta las bajas sufridas en Jericho Falls, el batallón dispone de algo menos de siete mil hombres, todos desplegados en Tor Christo.

La pantalla cambió de nuevo de imagen cuando las tropas y las posiciones enemigas aparecieron impresas sobre el mapa.

—Respecto al enemigo, sabemos que desde que acabaron los combates en Jericho Falls apenas han salido tropas del espaciopuerto. En cuanto a su número, sólo podemos suponerlo, pero calculamos que debe de haber unos treinta mil o cuarenta mil soldados, todos bien armados y, hasta el momento, bien dirigidos y motivados.

Vauban se detuvo un momento para que la enormidad del número que había dicho calara en las mentes de los presentes. Se sintió satisfecho de que ninguno mostrara el menor temor.

—Muy bien, pues ésa es la situación, por lo que sabemos. Ahora quiero que cada uno de ustedes nos informe a los demás de la situación actual de las tropas bajo su mando. Nada de fantasías. Quiero sinceridad. Si alguna unidad está mal, le faltan suministros o cualquier otra cosa que les reste efectividad, quiero que me lo digan ahora mismo. Necesitamos saberlo. ¿Entendido?

Vauban se dirigió a la figura holográfica y parpadeante del archimagos Amaethon situada al final de la mesa.

—Archimagos Amaethon, usted se encuentra más cerca de los mecanismos de esta fortaleza que nadie. ¿Hay algo que yo deba saber?

La imagen del archimagos titiló en el holograma. Vauban estaba a punto de repetir la pregunta cuando Amaethon contestó con voz insegura y débil.

—Creo que debemos atacar con dureza y con rapidez… Sí, es cierto, esta ciudadela es magnífica…, pero cualquier fortaleza cae indefectiblemente a menos que la socorran. No tendremos salvación a menos que sepamos que han enviado refuerzos en nuestra ayuda. Debemos luchar para sobrevivir hasta que puedan llegar los refuerzos.

—Muy bien, todos han oído al magos. Quiero un inventario completo de todas las municiones de todos los puestos de combate para mañana por la mañana. Bueno, normalmente no me gusta reaccionar a los movimientos del enemigo, ya que así se le da la iniciativa y nos mantiene a contrapié. Sin embargo, en esta ocasión, no creo que tengamos mucha elección.

Vauban se giró hacia los jefes de batallón.

—Gunnar, Piet, Morgan… ¿Cuál es el estado de sus unidades?

Piet Anders fue el primero en contestar.

—¡Señor, les enseñaremos a esos canallas una o dos cosas sobre cómo luchar! ¡Por mi alma que lo haremos! El batallón C enviará a esos perros herejes de vuelta con el rabo entre las piernas antes de que ni siquiera hayan visto las murallas de la ciudadela.

—Lo mismo que el batallón A —se apresuró a añadir Tedeski.

Vauban sonrió, satisfecho del espíritu agresivo de sus oficiales.

—Muy bien. Buen trabajo.

Los oficiales saludaron deseosos de agradar al oficial al mando y ansiosos por entrar en combate.

El castellano de la ciudadela continuó la reunión, enfatizando cada punto con un gesto del puño mientras daba la vuelta a la mesa.

—El mayor Tedeski continuará encargado de la defensa de Tor Christo, reforzado por dos pelotones de artillería de cada uno de los otros batallones. Quiero hacer caer tantos proyectiles como sea posible sobre esos malnacidos antes de que ni siquiera se puedan acercar a la ciudadela. Mayor Kristan, usted defenderá el bastión Vincare y el mayor Anders el bastión Mori. Desplegaremos por turnos unas cuantas escuadras de ambos batallones en el revellín Primus bajo el mando del teniente coronel Leonid.

Los oficiales de Vauban asintieron mientras éste explicaba los planes.

—Caballeros, va a ser un combate muy duro. No nos haremos ningún favor si le permitimos alguna clase de respiro al enemigo. Si el princeps Fierach de la Legio Ignatum acepta mis propuestas, he planeado utilizar los titanes bajo su mando y las compañías blindadas de las que disponemos para combatir contra el enemigo cuando aparezca la oportunidad apropiada, para no darles ni el tiempo ni la tranquilidad necesarias para que sigan con sus propósitos. Cuanto más podamos retrasar el avance enemigo y lo mantengamos lejos de las murallas de la ciudadela, más tiempo le proporcionaremos a los refuerzos para que lleguen.

Leonid se inclinó hacia adelante y apoyó los codos sobre la mesa.

—¿Cuánto tardarán en llegar los refuerzos?

—Puedo contestar a eso —le respondió el magos Naicin—. ¿Da su permiso, castellano Vauban?

Vauban asintió y el magos siguió hablando.

—El adeptus magos destinado en Jericho Falls logró enviar antes de la caída del espaciopuerto un comunicado cifrado con el prefijo de máxima prioridad. El mensaje lo recibirán muy pronto todos los puestos cercanos del Adeptus Mecánicus. El prefijo de seguridad impreso en el mensaje provocará una respuesta inmediata.

—Sí, pero ¿cuándo será eso? —insistió Leonid.

—Es imposible decirlo con seguridad. El viaje a tales distancias está repleto de peligros y toda clase de variables, y existen muchos factores que pueden afectar de modo adverso la llegada de los refuerzos.

—Un cálculo aproximado, entonces.

Naicin se encogió de hombros y suspiró. Un restallido de estática brotó del amplificador de voz de la garganta.

—Unos setenta días, cien como máximo.

Leonid asintió, aunque era evidente que no estaba nada contento con la respuesta que le había dado.

—¿Hemos enviado otro mensaje desde aquí, desde la Cámara Estelar? Por si acaso el primero no llegara a su destino.

El magos Naicin se removió inquieto en la silla y miró de reojo a la forma titubeante de su superior antes de seguir hablando.

—Por desgracia, últimamente hemos tenido algunos problemas con el codificado de mensajes para mandar en tránsito, y la Cámara Estelar ahora mismo…, no está disponible.

Naicin recobró la compostura y prosiguió.

—Mayor, no se preocupe por ello. Puede que nuestros enemigos nos venzan por pura superioridad numérica, pero eso les llevará tiempo. No disponen de ese tiempo si los refuerzos están en camino. Se comportarán con imprudencia porque saben que el tiempo los apremia, lo que les hará ser descuidados. Eso actuará a nuestro favor.

Naicin se recostó de nuevo contra la silla y Vauban se sentó en la suya.

—Muy bien, caballeros. ¿Tenemos claro lo que debemos hacer? Vamos a hacerlo bien y con rapidez. No podemos permitirnos cometer ningún error, así que mantengan el rifle cerca y la espada afilada. ¿Alguna pregunta?

No hubo ninguna, así que Vauban prosiguió.

—No se confíen: el peligro al que nos enfrentamos es muy real. La batalla que se avecina exigirá lo mejor de ustedes y de sus hombres. El precio de la victoria será alto, muy alto, pero es un sacrificio que todo debemos estar dispuestos a realizar.

»En marcha. Tenemos una batalla que librar.