CUATRO

CUATRO

Los últimos sonidos de los combates ya se habían apagado cuando los comandantes de las tres grandes compañías de los Guerreros de Hierro que habían invadido Hydra Cordatus se reunieron por orden de su señor y amo.

El Forjador de Armas se quedó de pie, espléndido en su monstruosa servoarmadura, observando y disfrutando de la matanza provocada en su nombre. Los tres comandantes estaban de rodillas ante él. Sus armaduras estaban salpicadas de sangre, que tomaba una coloración anaranjada por el sol del mediodía. El Forjador no hizo caso de su presencia y siguió mirando al paisaje destrozado que antes había sido un espaciopuerto. Sin embargo, la apariencia de devastación era engañosa.

Unas grandes máquinas excavadoras, llegadas desde la órbita hacía menos de una hora, estaban retirando con las palas las aeronaves destrozadas y las cápsulas de desembarco de la pistas de aterrizaje y despegue. Los cuerpos quedaban aplastados bajo las orugas o amontonados antes de ser arrojados sin ceremonia alguna en los gigantescos cráteres. Alzó la mirada hacia el cielo brillante y despejado y recordó la primera vez que había visto aquel mundo. Tanto él como el planeta eran muy distintos en aquel entonces, y se preguntó si aquellos que lo llamaban su hogar sabían cómo había llegado a convertirse en una imagen tan placentera del infierno.

Muy por encima de él distinguió una silueta ovalada de bordes imprecisos, pero visible gracias a sus ojos modificados, que flotaba en el resplandor asfixiante de la atmósfera superior. La gigantesca nave espacial estaba luchando contra la fuerza de la gravedad del planeta mientras seguía descargando centenares de naves de desembarco, como si fuera una cerda que estuviese dando a luz a una numerosa carnada.

Cada una de las naves de desembarco medía cientos de metros y estaba repleta de esclavos, soldados, munición, máquinas de asedio, herramientas y toda clase de material necesario para un ejército invasor dispuesto a atacar una fortaleza. Forrix sabía hacer bien su trabajo y el Forjador confiaba en que toda aquella exigente y compleja operación se desarrollaría sin problemas.

Sabía que el tiempo era su principal enemigo. Abbadon el Saqueador les había permitido llevar a cabo aquella misión antes de poner en marcha sus propios planes a cambio de zanjar la deuda por la retirada de los Guerreros de Hierro de esos mismos planes. Al Forjador de Armas le parecía que los planes del Saqueador apestaban a la misma traición que los había obligado hacía tanto tiempo atrás a aliarse finalmente con los dioses del Caos. Perturabo había cometido el error de confiar en alguien que él consideraba su amigo y señor. El Forjador de Armas no pensaba cometer el mismo fallo.

Puede que Abbadon tuviera sus planes, pero el Forjador también tenía los suyos.

Descubrió que existía una agradable sincronía en el hecho de regresar a Hydra Cordatus. En aquel momento, cuando se hallaba al borde de alcanzar la grandeza, había regresado al mundo donde había puesto en práctica por primera vez todo lo que había aprendido como novicio en Olympia.

Destruiría por completo lo que antaño había ayudado a crear.

Bajó la vista hacia los jefes de sus tropas y los estudió con la mirada uno por uno.

Forrix, el capitán de la más importante de las grandes compañías, con quien había defendido la última puerta del Palacio Jarelphi, quien había dirigido la retirada de Terra y había comprometido su juramento de fidelidad sobre el cadáver del propio Horus. Tenía tanta experiencia como el que más, y el Forjador de Armas valoraba su opinión sobre la de todos los demás. El fuego del ansia de gloria en su hermano de combates se había apagado hacía mucho tiempo, pero diez mil años de guerra no habían disminuido su fuerza, y la saturación del Caos imbuía a su cuerpo de un poder increíble. Su armadura de exterminador había sido creada en las forjas de la propia Olympia. Cada greba, avambrazo y pieza de coraza había sido tallada a mano por artesanos cuya habilidad ya no era más que un mito susurrado.

Al lado de Forrix se encontraba Kroeger, el joven Kroeger, aunque aquel término era ridículo, ya que había combatido en aquella larga guerra durante casi tanto tiempo como el propio Forrix. Sin embargo, siempre se había comportado como un joven, con la necesidad física de lanzarse a lo más encarnizado del combate. Llevaba la armadura abollada y quemada en una docena de sitios, lo que daba prueba de su ferocidad en combate, pero el Forjador de Armas sabía que no era un simple matarife. Kroeger no se parecía en absoluto a Khârn, de los Devoradores de Mundos, aunque sí era un guerrero sangriento poseído por una mentalidad simple y decidida. Si hubiese sido otro más de aquellos que sucumbían a las ansias del Dios de la Sangre, no habría sobrevivido durante tanto tiempo.

Aunque no se atrevían a mirarse el uno al otro en su presencia, el Forjador sentía el odio que existía entre Kroeger y Honsou el mestizo. La sangre de Olympia corría por las venas de Honsou, pero también había recibido implantes de simiente genética arrancada de los cuerpos de sus viejos enemigos, los Puños Imperiales. Su sangre estaba contaminada por la del perro faldero del emperador, Rogal Dorn, y Kroeger jamás le perdonaría algo así. No importaba que Honsou hubiera demostrado su valía una y otra vez: algunos odios quedan grabados en el corazón. No importaba que sus hazañas más siniestras igualaran a las de Kroeger. Honsou había encabezado la vanguardia en el asalto a la brecha del bastión Casiano de Magnot Cuatro Cero después de que una andanada de varios Basilisks acabara con el capitán de su compañía. Había roto en persona el asedio de Sevastavork y había llevado a la Rebelión Lorgamar a la victoria definitiva. Sin embargo, nada podía compensar la odiosa sangre que corría por sus venas, y por ese motivo, además de otros, el Forjador no había nombrado a Honsou capitán de la gran compañía, a pesar de ser idóneo para el cargo.

El Forjador de Armas notaba el olor a fe y a ambición que desprendía Honsou, y aquel aroma le era agradable en extremo. Aquel individuo lo arriesgaría casi todo por tener el honor de ser nombrado capitán. La rivalidad entre los capitanes, que él había estimulado de un modo tan cuidadoso, era una fragancia de una cualidad casi alimenticia para sus sentidos.

Él Forjador ya no veía como la mayoría de los mortales: su mirada se veía cada vez más arrastrada a los dominios del immaterium y percibía, más allá de la envoltura mortal de las personas, aspectos que volverían locos a los humanos normales. En cada voluta de aire que se retorcía veía indicios, sugerencias y mentiras sobre el futuro. Cada partícula de materia que flotaba le susurraba relatos sobre lo que ocurriría y sobre asuntos que quizá jamás sucederían. Vio una miríada de futuros que emanaban de los comandantes, el rugido de una escoria repleta de toxinas que recorría una oscuridad de pesadilla, una terrible explosión que parecía un sol recién nacido y un combate increíble con un gigante de un solo brazo cuyos ojos resplandecían con un fuego helado. No sabía lo que eran, pero el mensaje de muerte que prometían le hizo sonreír.

—Lo habéis hecho muy bien, hijos —comenzó a decir el Forjador bajando los ojos hacia ellos.

Ninguno respondió: ninguno se atrevió a pronunciar una palabra a menos que el amo lo permitiese u ordenase.

Satisfecho por aquel temor, el Forjador de Armas siguió hablando.

—Hemos venido a este mundo por orden del Saqueador, pero hacemos lo que debemos porque así cumplimos mis objetivos. En este planeta existe una fortaleza que contiene algo que es muy valioso para mí y quiero tenerlo en mi poder muy pronto. Vosotros, hijos míos, seréis los instrumentos para conseguirlo. Grandes recompensas y privilegios esperan a aquel que me entregue lo que deseo. La derrota y la muerte nos esperan a todos si fallamos.

El Forjador de Armas alzó la cabeza hacia las laderas montañosas que se alzaban hacia el oeste del espaciopuerto envuelto en humo. Una carretera bien cuidada ascendía hacia el objetivo, hacia el motivo de la batalla que se iba a producir. Sabía que al final de aquel camino se encontraba oculta, escondida bajo la superficie, la culminación de todo por lo que había luchado. Era un premio tan valioso y tan secreto que ni siquiera los más poderosos e importantes dentro de aquel imperio corrupto conocían su existencia.

El Forjador se puso en marcha, sin esperar a sus comandantes, hacia un Land Raider con diversas marcas de rango y unas gruesas placas de blindaje adicional, además de cadenas con resaltes de bronce. La puerta de adamantium se abrió con un siseo chirriante y el Forjador se giró para dirigirse a los comandantes.

—Venid, echémosle un vistazo al enemigo que debemos destruir.

* * *

Honsou mantuvo el equilibrio en la torrecilla exterior del Rhino de mando en que viajaba mientras vigilaba el cielo en busca de cualquier posible amenaza aérea a la columna de vehículos. No es que esperara nada semejante, ya que el espaciopuerto estaba en sus manos y el cielo estaba repleto de aeronaves propias lanzadas por los transportes orbitales. Sin embargo, la prudencia natural de Honsou lo hizo mantenerse alerta.

El polvo se le acumuló en la garganta y escupió un chorro de flema por el borde del vehículo. La neuroglotis que tenía implantada en la garganta analizó la composición química del aire.

El órgano ya no funcionaba de un modo tan efectivo como antaño y muchas de las trazas de las toxinas que logró detectar le resultaron desconocidas. Sin embargo, notó lo suficiente como para darse cuenta de que aquel planeta había sido venenoso y letal para cualquier ser vivo que pisase la superficie.

Giró el cuello para mirar atrás, hacia la ruta que habían tomado, por encima de las polvorientas y áridas rocas de las montañas que habían sido su hogar a lo largo de los tres meses anteriores. Encima de las piedras flotaba una leve neblina originada por el polvo acumulado a lo largo de siglos y que se había levantado con los bombardeos orbitales. En circunstancias normales, un bombardeo orbital era un asunto arriesgado y los aciertos precisos algo casi inaudito, pero la misión encubierta de Honsou en las montañas había proporcionado a los cañones del Rompepiedras algo contra lo que apuntar, y había permitido concentrar la tremenda potencia de fuego de la pinaza de combate en las defensas del planeta.

Disfrutaba de tener el poder blindado de un Rhino a los pies mientras marchaba a la batalla a la cabeza de sus guerreros. El enemigo los esperaba y Honsou ansiaba sentir de nuevo la emoción del combate correrle por las venas. La batalla en el espaciopuerto le había supuesto un gran alivio, pero deseaba participar en la destrucción de una fortaleza imperial, con la metodología lógica, la secuencia precisa de causa y efecto que conllevaba un plan y una organización meticulosa.

El aire estaba repleto de polvo y tuvo que escupir de nuevo. Se preguntó qué le habría ocurrido a aquel mundo para que fuese tan inhóspito, pero dejó a un lado la cuestión por irrelevante. Giró la cabeza de nuevo para mirar hacia lo más alto del risco situado delante de ellos, donde los transportes de Kroeger, Forrix y el Forjador de Armas se habían detenido, con los motores al ralentí y las columnas de humo negro elevándose desde los tubos de escape rematados en cabezas de gárgolas. Era exasperante verse obligado a viajar detrás de los capitanes de las demás compañías como si fuera un perro amaestrado. Había combatido y había matado durante casi tanto tiempo como Kroeger y Forrix. También había cometido actos horrendos para conseguir sus objetivos, y había encabezado a los hombres en los combates una y otra vez. Entonces, ¿por qué se le negaba el mando de capitán? ¿Por qué debía esforzarse de un modo constante para probar su valía?

La respuesta le llegó de forma casi inmediata en cuanto miró el guantelete manchado de sangre de su armadura. La causa era su sangre contaminada. Ser creado a partir de la simiente del enemigo era un insulto tanto para él como para el enemigo, y un recordatorio constante de que no era puro, de que no procedía por completo del material genético de los Guerreros de Hierro, a pesar de los fragmentos de ese tipo de material genético que procedían de los elegidos de Olympia.

Sintió una profunda amargura y se dejó llevar por ella, disfrutando de su punzante sabor en la boca. La amargura era más fácil de soportar que el hedor a desesperación y frustración que desprendía y que olía en sí mismo. Sabía que no importaba lo mucho que se esforzase: jamás sería aceptado.

El conductor de su Rhino había sido hacía mucho tiempo un guerrero de hierro, pero había acabado mutando y fundiéndose en simbiosis con el vehículo que conducía. Detuvo el Rhino en lo alto del risco, al lado del de Forrix. El endurecido veterano lo saludó con un gesto seco, mientras que Kroeger no le hizo ni caso.

Honsou sonrió. No importaba la amargura que sintiera hacia su señor, siempre podía disfrutar del hecho de que era un guerrero lo bastante bueno como para hacer que Kroeger se sintiera amenazado. Sabía que el Forjador estimaba a Kroeger, y si el obstinado capitán de la segunda compañía se sentía amenazado por Honsou, mejor que mejor.

El Forjador de Armas estaba de pie al borde del risco, perdido en sus pensamientos. Honsou se estremeció con un miedo irracional cuando fijó la mirada en los movimientos sinuosos de las almas condenadas que se retorcían en el interior de la sustancia que componía la armadura de su señor. Le dolerían los ojos si se quedaba mirando durante demasiado tiempo, pero algo distinto le llamó la atención, algo mayor, mucho mayor que la armadura del Forjador.

Delante de ellos, asentada entre las rocas de color marrón rojizo del valle, se alzaba la fortaleza de Hydra Cordatus.

Honsou apenas podía creer lo que veía. La perfección de la ciudadela era capaz de cortar el aliento. Jamás había posado los ojos en un ejemplo tan maravilloso del arte arquitectónico militar.

A un lado, agazapado sobre un promontorio rocoso situado por encima de la meseta, se encontraba un fuerte de tres bastiones con murallas inclinadas de rococemento sin adornos. Ante el bastión central se elevaba una torre almenada con grandes murallas que protegían la garganta que se abría entre el bastión central y el izquierdo. La torre dominaba la meseta, como si mantuviese un asedio prolongado sobre el conjunto. Honsou vio de forma inmediata que debían destruirla en primer lugar. La altura y lo escarpado de las laderas que llevaban hasta la fortaleza ya formaban de por sí una barrera formidable, y Honsou supo que un asalto a sus murallas sería algo terriblemente sangriento. Sin duda, cada centímetro del terreno situado a los pies del fuerte estaría cubierto por la artillería y nadie podría acercarse a la ciudadela mientras aquella fortaleza estuviese en manos imperiales.

Pero a medida que la mirada de Honsou subía hacia el norte, éste se olvidó de la impresionante fortaleza situada sobre el promontorio. No era más que la hermana pequeña de la ciudadela principal. Honsou sintió que las venas le palpitaban con fuerza ante la perspectiva de atacar un edificio tan imponente. Tenía unas proporciones tan perfectas que se preguntó si él o cualquiera de los demás Guerreros de Hierro habría sido capaz de diseñar una creación tan majestuosa.

Dos enormes bastiones, cada uno con capacidad suficiente para albergar a miles de soldados, se mantenían agazapados de un modo amenazador a cada lado del valle, con la mayor parte de las estructuras blindadas ocultas bajo la ladera de terreno que descendía hacia donde se encontraba Honsou. La geometría de la construcción era impecable y la precisión de su edificación una maravilla. Un largo lienzo de muralla los unía, y Honsou distinguió entre los dos formidables bastiones la parte superior de un revellín de vanguardia, una estructura en ángulo excavada en forma de V aplanada. El revellín protegía el lienzo de muralla y la puerta situados a su espalda, y desde allí se podría acribillar a los atacantes de cualquiera de los bastiones con un fuego de flanco mortífero. Las dos partes frontales del revellín estaban a su vez protegidas por la parte delantera de cada bastión, por lo que no había refugio posible de la tormenta de disparos.

Aunque la subida del terreno ocultaba la parte inferior de los bastiones y del revellín, Honsou estaba seguro de que cada una de aquellas fortificaciones dispondría de una combinación mortífera de zanjas, zonas de fuego y de disparo, campos de minas y otras trampas defensivas.

Varios cientos de metros de alambre de espino se extendían a lo largo del borde del glacis, la ladera levantada en el borde delantero de la zanja excavada ante las murallas, una ladera artificial que servía para impedir que la base de las murallas recibiera impactos directos del fuego de artillería. La alambrada formaba una alfombra espinosa por todo el suelo del valle.

Buena parte de lo que quedaba de la fortaleza se encontraba oculta a la visión por el ángulo del terreno y por la astucia de los constructores, pero Honsou vio en el centro de la parte más septentrional un blocao en forma de diamante construido en lo alto de la ladera, con la parte superior repleta de cañones. Su localización en aquel lugar tan sólo podía significar una cosa: protegía algo que estaba más abajo y fuera de la vista, posiblemente una entrada a las defensas subterráneas en el interior de la montaña.

Situada en una posición más elevada, a casi un kilómetro del blocao, se encontraba una torre muy adornada, coronada por ángeles alados y tallada en piedra negra de superficie pulida. Honsou se dio cuenta desde donde se encontraba que no había sido construida con materiales locales, sino con otros traídos de fuera del planeta. Una pasarela alineada de estatuas bajaba desde la torre hasta desaparecer de la vista al pasar por detrás del horizonte de la parte superior de los bastiones.

Era un misterio para qué servía o por qué habían construido una pieza tan exquisita de una arquitectura tan delicada en un lugar tan desolado como aquél, pero eso a Honsou no le importaba. Su importancia estratégica en cualquier plan para atacar aquella fortaleza era ínfima, por lo que era irrelevante para él.

Quienquiera que fuese el que había diseñado la ciudadela, era sin lugar a dudas un maestro. Honsou notó una sensación de nerviosismo en el estómago cuando se imaginó el lugar repleto de hombres y de máquinas, de sangre y de muerte, con el rugido de la artillería resonando en las laderas del valle inundado por nubes cegadoras de humo acre y asfixiante y los gritos de los moribundos que se ahogaban en los grandes charcos de barro o que fallecían aplastados por las pisadas de los poderosos titanes.

¿Qué secretos guardaba aquella ciudadela? ¿Qué arma poderosa o tesoro desconocido estaba oculto tras sus paredes? Lo cierto era que a Honsou no le importaba lo más mínimo: la oportunidad de asaltar un lugar de semejante majestad era un honor más que suficiente. Que el Forjador de Armas deseara desentrañar sus misterios también era un motivo más que convincente para Honsou. Juró hacer todo lo necesario, fuese lo que fuese, para ser el primero en cruzar los escombros de las murallas derribadas de la ciudadela.

En los costados del valle resonó un estampido hueco y Honsou distinguió una leve humareda oscura surgir detrás de las murallas del promontorio. Se dio cuenta de que el disparo se quedaría corto mientras el proyectil surcaba el cielo anaranjado. Así ocurrió: la enorme granada cayó a medio kilómetro de su posición sobre el risco, lanzando al aire grandes trozos de tierra y una columna de humo.

El Forjador de Armas se quedó mirando en la dirección de donde había partido el disparo.

—La batalla ha comenzado y ha llegado el momento de que sepamos más sobre la capacidad de nuestro enemigo.

Se giró hacia los comandantes y le hizo un gesto a Kroeger.

—Trae a los prisioneros…