TRES

TRES

La primera oleada de cápsulas de desembarco que partieron del Rompepiedras aterrizaron entre nubes de fuego y humo cuando los retrorreactores frenaron su caída después de atravesar aullando la atmósfera. En cuanto una cápsula se posaba en el suelo, el anclaje de seguridad de la base se abría y permitía que las paredes se desplegasen dejando al descubierto el interior.

Todas las cápsulas de aquella oleada eran de la clase Deathwind, que iban equipadas con una plataforma pesada automática de disparo. En cuanto aterrizaron, las armas comenzaron a disparar de forma letal en una trayectoria de tiro circular. Nuevas explosiones sacudieron el lugar cuando los proyectiles acribillaron las aeronaves expuestas y a sus pilotos. Las andanadas de bombas de la pinaza de combate cesaron cuando una nueva oleada de líneas de fuego siguió a la primera. Las torretas defensivas de los bunkers se enfrentaron a las cápsulas de ataque, apuntando de forma metódica contra cada una de ellas y destruyéndolas con disparos acertados. Sin embargo, las Deathwinds cumplieron su propósito, ya que mantuvieron ocupados a los artilleros enemigos mientras la segunda oleada de cápsulas de desembarco descendía atravesando la atmósfera sin oposición alguna hacia la base.

Kroeger apretó con más fuerza todavía la empuñadura de la espada sierra y repitió la Letanía del Odio de los Guerreros de Hierro por novena vez desde que salió disparada la cápsula de desembarco de la clase Dreadclaw desde la panza de la nave Rompepiedras. La cápsula se estremeció con una fuerza tremenda debido a las turbulencias que la azotaron mientras atravesaba la atmósfera. Cuando el descenso se hizo más suave, supo que las maldiciones y las ofrendas a los Poderes del Caos habían saciado su apetito monstruoso. Sonrió dentro del casco mientras veía al altímetro engastado en hueso desgranar la distancia que quedaba y contar los segundos hasta el aterrizaje.

Ya debían de estar dentro del alcance de los letales cañones del espaciopuerto, pero si el mestizo Honsou había cumplido con éxito su misión, deberían recibir pocos o incluso ningún disparo. Frunció el labio en una mueca de desdén al pensar que aquel individuo impuro estaba al mando de una de las compañías del Forjador de Armas. Era increíble que un mestizo lograra una responsabilidad semejante, y Kroeger despreciaba a Honsou con todo su ser.

Miró a su alrededor, a los guerreros con armadura que estaban recostados contra las paredes de acero del interior de la cápsula de desembarco. Las servoarmaduras abolladas tenían el mismo color que el hierro oscuro, con un aspecto barroco y pesado, y ninguna tenía menos de diez mil años de antigüedad. El arma de cada uno de ellos había sido ungida con la sangre de una docena de cautivos, por lo que el hedor a muerte inundaba el interior de la cápsula. Los hombres tironeaban de los arneses de seguridad que los mantenían sujetos al asiento, con los ojos clavados en la válvula de iris del suelo del compartimento y sin dejar de pensar en matar a sus enemigos.

Kroeger había escogido en persona a aquellos guerreros. Eran los combatientes más enloquecidos de toda su compañía de Guerreros de Hierro, aquellos que habían seguido el sendero de Khorne durante más tiempo que la mayoría. El ansia de matar y de conseguir cráneos para el Dios de la Sangre se había convertido en el impulso vital de aquellos individuos. Era muy dudoso que alguna vez lograran salir del ciclo de muertes y asesinatos en que estaban inmersos. El mismo Kroeger se había dejado llevar muchas veces por el ansia de matanza que tanto agradaba a Khorne, pero no se había entregado por completo al frenesí asesino del Dios de la Sangre.

Normalmente, cuando un guerrero quedaba inmerso en esa furia homicida, acababa muerto, y Kroeger tenía planes para el futuro. Khorne no era un dios agradecido. No le importaba de dónde procediera la sangre. Los adoradores del Dios de la Sangre a menudo descubrían que la suya propia era tan bien recibida como la de sus enemigos.

Los retrorreactores de la cápsula de desembarco se pusieron en marcha e inundaron el interior de la nave abarrotada con un aullido semejante al de un espíritu poseído. Kroeger pensó que aquel aullido era un buen augurio.

Alzó la espada al modo de saludo de los guerreros y lanzó un rugido.

—¡Que la sangre sea vuestra consigna, la muerte vuestra compañera y el odio vuestra fuerza!

Apenas un puñado de los guerreros presentes respondieron al saludo. La mayoría de ellos estaban demasiado inmersos en los pensamientos sobre la sangre que iban a derramar para darse cuenta de que les estaba hablando. No importaba: los odiados seguidores imperiales del dios cadáver morirían y arrancarían el alma de los cuerpos destrozados. La sangre le hervía ante la perspectiva de matar a más soldados de sus enemigos ancestrales. Rezó a la Majestad de la Disformidad para que el primer muerto fuera suyo.

Sintió la sacudida estremecedora que sufrió la cápsula Dreadclaw al impactar contra el suelo incluso a través de las gruesas placas de ceramita de su servoarmadura. A la válvula de iris apenas le dio tiempo de abrirse del todo antes de que Kroeger se dejara caer por ella. En cuanto llegó al suelo, dobló las rodillas y se echó a un lado para que lo siguiera el siguiente guerrero. El humo gris y espeso de los retrorreactores oscurecía toda la visión, y los incendios que azotaban el espaciopuerto hacían que los aparatos augures de detección de calor de su casco fuesen inoperantes.

Desenfundó la pistola mientras le daba las gracias a los poderes del Caos por permitirle matar a sus enemigos.

* * *

El adepto Cycerin estaba a punto de dejarse llevar por el pánico. No había recibido ninguna respuesta a su petición de ayuda por parte de la ciudadela, aunque sin duda debían conocer ya la gravedad del peligro. La idea de que hubiera enemigos con la capacidad de anular los puestos de vigilancia y de aproximarse a su fortaleza sin ser detectados lo había desquiciado. Maldijo la parte orgánica y débil de su cuerpo por sentir aquel terror incapacitante y deseó una vez más poseer la frialdad emocional de sus superiores.

La gran placa de datos situada en la pared indicaba que habían penetrado en la muralla exterior, y los mensajes entrecortados que se superponían en los canales de comunicación hablaban de gigantes con armaduras de hierro bruñido que mataban a todos los que se ponían por delante. No podía organizar una defensa sin unos informes en condiciones, y el caos de aquellos combates…

Caos.

La palabra le provocó un escalofrío que le recorrió toda la espina dorsal y de repente supo cómo era posible que el enemigo hubiera conseguido burlar los augures de vigilancia. Sin duda, la maldita hechicería de la disformidad habría confundido a los espíritus de las máquinas y las había cegado ante la llegada del monstruoso mal que se acercaba a Hydra Cordatus. En cuanto pensó en aquello, se le ocurrió otra idea.

Sólo podía existir un motivo para que los adoradores de los Poderes Siniestros atacaran un lugar como aquél. La idea lo hizo estremecerse de miedo. Varios iconos confusos parpadearon sobre el holomapa de la base. Representaban las fuerzas imperiales que salían de los barracones y se esforzaban por combatir contra los invasores. Cycerin se percató de que aquello no sería suficiente. Se habían producido demasiados daños durante los primeros momentos del ataque.

Sin embargo, se consoló pensando que tanto él como su personal estaban a salvo allí. No había modo alguno de que los atacantes atravesaran las defensas. No lo había en absoluto.

* * *

Honsou atravesó el torso de un soldado con la espada y le separó el cuerpo en dos mitades de un solo tajo. Su ataque a través de la muralla rota había pillado completamente por sorpresa a los soldados imperiales. La mayoría de ellos ya estaban muertos al caerles encima los grandes trozos de piedra que las armas pesadas habían arrancado de la muralla.

Un oficial enemigo intentaba reagrupar a sus tropas desde la escotilla superior de un chimera de mando gritándoles que permanecieran firmes. Honsou le pegó un tiro en la cara y saltó por encima de un enorme trozo de rococemento. Blandió la espada a izquierda y derecha entre los horrorizados enemigos. Varios disparos acribillaron el suelo a su lado. Las explosiones lanzaron chorros rojos al aire: era el bólter pesado del chimera. Honsou se echó a un lado de un salto cuando la torreta comenzó a girar en su dirección.

—¡Acabad con ese vehículo! —gritó.

Dos gigantes de hierro apostados en lo alto de la muralla que llevaban unos largos cañones al hombro apuntaron aquellas armas pesadas hacia el vehículo. Dos rayos de energía incandescente atravesaron el chimera. Instantes después, desaparecía convertido en una bola de fuego anaranjado que escupió más restos sobre el campo de batalla. Honsou se puso en pie al mismo tiempo que otro chimera intentaba alejarse de la zona sin dejar de disparar mientras lo hacía. Los artilleros de la muralla giraron las armas con cuidado y lo destruyeron con una facilidad desdeñosa.

La base estaba envuelta en llamas, pero el ojo experimentado de Honsou descubrió que las plataformas de descarga y las pistas de aterrizaje vitales habían sobrevivido a lo peor del bombardeo. Supervisó el mapa proyectado en el interior del casco mientras sus hombres se reagrupaban a los pies de la muralla. Divisó a través del humo y de las grandes llamaradas la silueta de una torre muy alta rematada por un techo circular y achatado. Aquello debía de ser la torre de control, que era su siguiente objetivo. El campo de batalla estaba sembrado de cadáveres y otros restos: cápsulas de desembarco, aeronaves y vehículos en llamas, con sus tripulaciones muertas o luchando por sus vidas.

El cielo seguía cubriéndose de más líneas de fuego a medida que nuevas oleadas de Guerreros de Hierro descendían sobre el planeta. Sus camaradas comandantes, los jefes de compañía Kroeger y Forrix, ya debían de estar sembrando la muerte en el planeta. Él no podía ser menos a los ojos del Forjador de Armas.

—Ya los tenemos, hermanos, pero todavía queda mucha muerte por infligir. ¡Seguidme y os conduciré a la victoria!

Honsou alzó la espada y echó a correr hacia la torre de control. Sabía que si la tomaba, lo recompensarían con creces. Avanzó en zigzag hacia el lugar, ya que los charcos de combustible ardiendo y los restos de máquinas y vehículos destrozados lo obligaron a desviarse de un modo frustrante una y otra vez. Después de tres meses de arrastrarse en silencio por las montañas, su furia se veía liberada de un modo catártico en mitad de una brutalidad como aquélla. El aire estaba repleto de muerte. Aunque no era un hechicero, hasta él era capaz de notar el resplandor actínico de la matanza que estaban llevando a cabo en Hydra Cordatus.

Encontraron bolsas de resistencia aquí y allá, pero la visión de los treinta guerreros empapados en sangre lanzados a la carga desmoralizó a todos menos a los más valientes. La espada de Honsou estaba goteante de sangre y de restos hasta la empuñadura para cuando llegaron a la torre.

Tuvo que admitir a regañadientes que tanto el edificio como las defensas eran impresionantes. Los soldados se encontraban parapetados en las posiciones fortificadas que la rodeaban y no dejaban de disparar desde los reductos de muros angulosos. Detrás de cuatro baluartes amurallados y comunicados entre sí vio las antenas de varios tanques, pero no fue capaz de adivinar de qué clase eran. Las armas de los bunkers blindados en cada uno de los puntos cardinales acribillaban la zona con una lluvia de balas y habían convertido el terreno abierto en una zona letal.

Honsou y sus hombres avanzaron hasta quedar ocultos detrás de los restos de un bombardero Marauder. El estampido del cañonazo de un tanque cercano le activó los amortiguadores de sonido del casco. Una nube de polvo y de escombros cayó sobre el lugar y Honsou oyó los gritos de los que habían quedado heridos por la explosión. Tenían que moverse con rapidez, ya que si no, los defensores de la ciudadela podrían lanzar un contraataque antes de que los Guerreros de Hierro consolidaran sus posiciones en aquella zona.

Miró a través de un agujero en el fuselaje de la aeronave, aunque para ello tuvo que apartar el cuerpo destrozado de uno de los tripulantes, y analizó la situación. La clave eran los bunkers de las esquinas: si se eliminaban, la línea imperial caería con facilidad. La lluvia de disparos que salía de esas fortificaciones era mortífera. Cualquiera que cargara de frente contra ella pagaría el precio más alto por semejante estupidez. Sonrió con maldad cuando vio a bastantes de los hombres de Kroeger, berserkers por su aspecto, desmembrados y desvendados, con su sangre empapando el suelo. Se preguntó si Kroeger se encontraría entre todos aquellos muertos, pero sabía que, a pesar de sus imprudencias, Kroeger no era idiota y que no arriesgaría su propio cuello si no estaba obligado.

Mientras pensaba en él, distinguió a su némesis a unos doscientos metros de distancia. Estaba disparando inútilmente con la pistola contra los defensores imperiales. El ataque de Kroeger contra la torre había fallado y entonces Honsou supo que era su oportunidad.

Se arrastró hasta los artilleros de las armas pesadas y golpeó con el puño las hombreras de los guerreros con los cañones láser. Los llevaban al hombro con tanta facilidad como un soldado humano llevaría un bastón de pasear.

Los artilleros se giraron y saludaron a su jefe con un breve asentimiento de cabeza.

Otra lluvia de escombros cayó alrededor del grupo cuando el proyectil de un tanque estalló en las cercanías. Honsou señaló a la torre y les dio las órdenes a voz en grito.

—En cuanto os lo diga, apuntad hacia el saliente del bunker más cercano y disparad sin parar hasta que se parta por la mitad.

Los artilleros asintieron y Honsou avanzó un poco más por la línea de guerreros. Sabía que acababa de condenar a aquellos dos hombres a la muerte, pero no le importó. Otro de los artilleros pesados llevaba una arma siseante con un cañón ancho decorado con llamas ondulantes. La armadura del artillero estaba mellada y quemada en diversas partes, pero el aspecto del arma era impecable, como si la acabaran de sacar de la forja.

—Cuando los cañones láser abran un agujero en el bunker, quiero que metas suficientes disparos con el rifle de fusión como para que la roca se derrita.

Honsou ni siquiera esperó la respuesta y se acercó de nuevo a los artilleros de los cañones láser. Les señaló el bunker con el puño y ordenó a las demás escuadras que estuvieran preparadas. Se arrastró hasta el borde del Marauder destruido y observó cómo los dos artilleros se colocaban en una buena posición de disparo y apuntaban los cañones láser. El saliente del bunker recibió un rayo tras otro de incandescente energía láser y fue perdiendo grandes trozos de rococemento y de blindaje. Los artilleros imperiales se percataron del peligro y apuntaron las armas hacia aquellos dos enemigos. El terreno alrededor de los Guerreros de Hierro quedó acribillado por una tormenta de proyectiles y de disparos láser.

Los dos artilleros de los cañones láser ni siquiera prestaron atención al fuego enemigo y siguieron disparando rayo tras rayo de energía contra su objetivo. Honsou vio por fin cómo la esquina del bunker se resquebrajaba después de que el rococemento hubiera quedado al rojo blanco. Por un momento pareció que los artilleros de los Guerreros de Hierro sobrevivirían a la lluvia de disparos dirigida contra ellos.

Sin embargo, el rugido de los cañones de batalla imperiales acabó con el asunto destrozando a ambos con una descarga de artillería. Antes de que el resonar de las explosiones se hubiera apagado, el Guerrero de Hierro armado con el cañón de fusión surgió de su escondite y avanzó para disparar. La descarga del arma emitió al principio un aullido ensordecedor que se convirtió en un siseo achicharrante. El guerrero había apuntado con precisión y el aire del interior del bunker se incendió con una fuerza pavorosa, hasta el punto que por las aspilleras y las troneras salieron despedidos trozos de carne casi licuada y chorros de oxígeno incandescente.

Acababan de abrir un agujero enorme en la línea de defensa. Honsou se puso en pie y lanzó un grito.

—¡Muerte al Falso Emperador!

Salió de la cobertura del fuselaje del Marauder y echó a correr hacia el infierno derretido en que se había convertido el bunker destruido. Las paredes se habían reblandecido y fluían hacia el suelo como cera derretida. Sus hombres lo siguieron sin dudarlo un instante. Vio cómo Kroeger, a su izquierda, se afanaba por reagrupar a sus propios hombres. Era obvio que se había dado cuenta de que era posible que Honsou llegara antes que él a la torre.

Honsou se subió de un salto a los restos del bunker. Las botas metálicas casi se hundieron en la roca fundida y el calor achicharró la armadura de las piernas, pero lo soportó y se lanzó al interior de las fortificaciones enemigas.

Vio la matanza que habían provocado los disparos de los artilleros y se alegró de que sus esfuerzos hubieran dado unos frutos tan sangrientos. Los miembros achicharrados y ennegrecidos de los defensores yacían por doquier. Aquello era lo único que quedaba de los soldados que habían estado apostados demasiado cerca del búnker. La onda expansiva del cañón de fusión había convertido la carne y los huesos en cenizas en cuestión de un instante. Se fijó en una cabeza arrancada que aún tenía la boca abierta, que se encontraba encima de un cúmulo de escombros, como si la hubieran colocado allí en alguna especie de broma macabra. Honsou la tiró de un puñetazo cuando pasó al lado.

Los soldados imperiales estaban intentando reorganizar de un modo frenético la línea de batalla mientras los Guerreros de Hierro seguían entrando a raudales por el hueco abierto en la línea de defensa. Honsou vio un tanque, un Leman Russ Demolisher, que estaba dando marcha atrás y cuya torreta giraba para apuntar a los atacantes. Honsou se tiró al suelo en cuanto las armas de las barquillas y del casco comenzaron a disparar. Se vio otra descarga al rojo blanco del cañón de fusión y la torreta del Demolisher quedó envuelta por el infierno del impacto. El vapor de agua y el humo ocultaron el tanque a la vista durante unos momentos, pero, aunque pareciera increíble, el blindado siguió avanzando.

A Honsou le pareció que el tiempo iba más despacio mientras observaba cómo el cañón del arma principal bajaba hasta apuntar hacia él. Sabía que acabaría convertido en diminutos fragmentos. De repente, con una explosión atronadora, la torreta salió despedida del casco y el tanque estalló de forma espectacular cuando el proyectil explotó en el interior del cañón. Las ráfagas de mortífera metralla azotaron las filas imperiales, abatiendo a decenas de soldados y convirtiéndolos en jirones de carne. Honsou rugió de alivio al darse cuenta de que el intenso calor del disparo del cañón de fusión debía de haber doblado el tubo del cañón lo bastante como para que el proyectil estallase en su interior antes de tiempo.

Se alzó sobre una rodilla y disparó la pistola bólter contra todos los que habían tenido la suerte de sobrevivir a la destrucción del Demolisher. Mató a todos los que tenía a la vista.

Los berserkers enloquecidos y sedientos de sangre de Kroeger subieron por los restos de las murallas sin hacer caso de las heridas que sufrían y que habrían sido capaces de abatir varias veces a un humano normal. No utilizaban la elegancia de la estrategia militar organizando ataques precisos y organizados. Lanzaban los cuerpos de los enemigos a un lado después de haberlos desgarrado con las manos desnudas si no disponían de una arma.

Honsou vio a Kroeger al frente de sus hombres, dando tajos a derecha y a izquierda con la espada sierra entre la masa de gente. Alzó su espada para saludar a su camarada, pero Kroeger hizo caso omiso del saludo, como Honsou sabía que haría. Sonrió bajo el casco y cruzó corriendo al lado del Demolisher destrozado en dirección a la torre.

* * *

El adepto Cycerin estudió la batalla que se estaba desarrollando bajo la torre con tranquilidad analítica. Había superado el breve momento de pánico. Estaba a salvo en la torre de control, desde donde observaba el baile entre atacantes y defensores mediante los iconos de colores que se movían sobre la representación topográfica de la base. Los iconos rojos rodeaban la torre y de vez en cuando se acercaban, pero siempre desaparecían cuando los disparos de los defensores acababan con ellos.

Se sentía un poco avergonzado del pánico que había tenido antes, y decidió que solicitaría la ascensión al siguiente peldaño de simbiosis con la sagrada máquina. Pediría permiso en cuanto aquellas criaturas infames hubiesen sido derrotadas. A pesar de los fallos que había cometido en el pasado, seguro que el archimagos Amaethon no se las tendría en cuenta y apreciaría su defensa magistral de Jericho Falls. Sonrió cuando vio cómo más iconos rojos desaparecían de la pantalla.

La sonrisa se desvaneció cuando el icono que representaba el bunker del lado sur pasó de relucir de un color azul claro a quedar en negro.

—¡Operador tres! ¿Qué ha ocurrido?

—¡Ha desaparecido! ¡Lo han destruido! —contestó Koval Peronus—. ¡Hace un segundo estaba ahí, y ahora ha desaparecido!

Cycerin observó horrorizado cómo los iconos rojos se abalanzaban de repente sobre el lugar que hasta momentos antes había sido uno de los puntales del sistema de defensa. En cuanto penetraron en las defensas, toda la línea cayó con una rapidez espantosa. Los iconos azules desaparecieron a medida que eran eliminados de forma sistemática. Cycerin ni siquiera podía imaginarse la matanza que estaba teniendo lugar a escasos veinte metros de donde él se encontraba.

El resplandor anaranjado y danzarín de las llamas atravesó los cristales blindados, pero no les llegó ningún sonido, lo que los hizo parecer aislados y alejados del lugar. Un poco más abajo de donde estaba se habían perdido incontables vidas, y se perderían más antes de que acabara la matanza de aquel día.

Se consoló al saber que la torre en sí era impenetrable y que no podía haber hecho nada más para impedir aquel desastre.

Se produjo un silencio expectante y atemorizado entre los operadores y el personal de la sala de control cuando de repente se oyó el eco de un estampido atronador que llegó desde la entrada principal.

—En el nombre de la Máquina, ¿qué ha sido eso? —susurró Cycerin muerto de miedo.

* * *

Forrix se quedó mirando cómo la puerta de adamantium se estremecía bajo el impacto del martillo de asedio del Dreadnought. La superficie comenzó a abombarse bajo los repetidos golpes. Tan sólo era cuestión de tiempo que la puerta acabara arrancada del marco por la aullante máquina de guerra. Unas gruesas cadenas colgaban unidas a unas grandes anillas en las patas y en los hombros del artefacto. A los extremos de las cadenas se encontraban dos docenas de los Guerreros de Hierro más forzudos, preparados para retener a la máquina en cuanto hubiera echado abajo la puerta de la torre de control.

Se imaginaba muy bien el tormento que sufría el alma condenada a permanecer para siempre dentro del sarcófago, en el interior del Dreadnought. No podía participar directamente en la sensación de la matanza ni notar cómo hervía la sangre en el momento del combate. No disfrutaba del roce de la piel contra la piel en el instante de arrebatarle la vida al enemigo. Un destino semejante era sin duda un sufrimiento y un martirio. No era de extrañar que una vez se los confinaba en el caparazón de un Dreadnought, los destrozados cuerpos que despertaban en su interior, aprisionados en las paredes frías y metálicas de una prisión eterna, acabaran completamente enloquecidos.

Al menos, para aquellas máquinas de guerra dementes, la locura era una forma de escapar. A Forrix, matar ya no le suponía una liberación. Diez mil años de carnicerías y de matanzas le habían permitido explorar las profundidades más recónditas y malvadas de la capacidad humana para la crueldad y la muerte. Había disparado, rebanado, estrangulado, partido, asfixiado, machacado y desmembrado incontables cuerpos a lo largo de su extensa vida, pero no podía recordar a ninguno de ellos. Cada uno de aquellos cuerpos se entremezclaba en una secuencia interminable de horror banal que le había embotado hacía tiempo los sentidos y que le había hecho perder la capacidad de disfrutar de una matanza.

De vez en cuando le llegaba el sonido de un tiroteo: estaban eliminando los últimos focos de resistencia. Los guerreros del mestizo estaban acabando con los soldados imperiales de la zona de los barracones. A pesar del desprecio que Forrix sentía por Honsou y por su ascendencia, tuvo que admitir que su rival era un comandante competente. Además, todavía creía en el sueño de Horus, en la unificación de toda la humanidad bajo los formidables Poderes del Caos.

Forrix vio a Kroeger caminar arriba y abajo como un animal enjaulado, impaciente por poder entrar y dar rienda suelta a su furia en el interior de la torre de control. Hacía tiempo que la impaciencia de Kroeger había dejado de molestar a Forrix. Simplemente lo irritaba. El individuo era un asesino eficiente y había combatido contra los enemigos del Forjador de Armas durante diez mil años, eso tenía que admitirlo, pero carecía de la perspectiva necesaria que debía proporcionar una eternidad de guerra y desesperación. A diferencia de Honsou, Kroeger había abandonado tiempo atrás cualquier idea de servicio a la humanidad. Luchaba por codicia, por el placer de la matanza y por la oportunidad de vengarse de los que lo habían derrotado hacía tantos miles de años.

En cuanto a él… Forrix ya no sabía por qué combatía, sólo sabía que ya no podía hacer otra cosa. Había quedado condenado en el mismo instante de renunciar a sus votos de lealtad al Emperador. Era el único camino que le quedaba.

Los guerreros de su compañía esperaban a su espalda, alineados en filas desiguales y preparados para llevar a cabo la enorme operación logística que suponía el transporte y desembarco de decenas de miles de esclavos, operarios, guerreros y máquinas de guerra desde la órbita del planeta. En los siglos que habían pasado desde la traición, Forrix había organizado centenares de operaciones semejantes y era capaz de hacer desembarcar a diez mil hombres y tenerlos dispuestos en orden de combate en menos de cinco horas.

Hasta que aterrizasen los titanes, la mole de la gran torre era impenetrable a sus armas, y el propio Forjador de Armas le había dejado claro a Forrix la necesidad de que aquella campaña se desarrollara con rapidez. No podía arriesgarse a hacer bajar los enormes transportes de tropa, que en realidad eran más bien naves barracones, desde la órbita hasta que se hubieran apoderado de la torre de control. Era probable que existieran baterías de armas o silos de torpedos ocultos en las montañas a la espera de la oportunidad de disparar contra unos objetivos semejantes.

En cuanto Kroeger hubiera tomado la torre comenzarían los aterrizajes.

Y aquel planeta ardería por los cuatro costados.

* * *

Kroeger vio cómo por fin el Dreadnought arrancaba de cuajo la puerta machacada y lanzaba la enorme hoja de metal por los aires. El aullido demente de la máquina resonó por todo el espaciopuerto cuando los Guerreros de Hierro alejaron su enorme mole del interior de la torre.

El comandante lanzó un gruñido y cruzó de un salto los restos destrozados de la puerta mientras la sangre le corría por las venas debido a la intensa emoción. Sentía una inmensa sed de sangre, incrementada más todavía por los enervantes retrasos en lograr entrar a la torre. Un concierto de aullidos y rugidos lo siguió cuando una oleada de asesinos con armadura se abalanzaron hacia el interior del último bastión de los defensores imperiales.

Los disparos láser acribillaron el aire a su alrededor y varios rebotaron contra la armadura, pero nada pudo pararlo. Unos cincuenta hombres defendían el interior de la torre de control, unos cobardes que habían permitido que sus camaradas fueran aniquilados mientras rezaban para que algo los librara de aquello, pero no habría liberación posible.

Kroeger cargó de cabeza hacia el núcleo de la defensa mientras unos Guerreros de Hierro armados con bólters pesados con bocacha en forma de cabeza de gárgola se apostaban a ambos lados de la puerta y acribillaban la barricada de los defensores.

Kroeger dio cinco grandes zancadas y se encontró en mitad de los soldados imperiales, donde empezó a repartir tajos a diestro y siniestro con la espada. La sangre saltó en fuentes carmesíes y los gritos de terror reverberaron contra las paredes cubiertas de restos sanguinolentos cuando los Guerreros de Hierro mataron a todos los enemigos que se encontraron por delante. Fue un combate desigual, y Kroeger dejó escapar un gruñido de descontento mientras sacaba la espada de las tripas del último hombre. ¿Qué placer se podía encontrar en matar a semejantes debiluchos? El Imperio se había vuelto blando.

Ninguno de aquellos soldados habría sido digno de estar en las murallas de Terra con la frente bien alta durante los últimos días del asedio. Kroeger sacudió la cabeza para despejar la mente de aquellos viejos recuerdos. Todavía tenía una batalla que librar.

* * *

El adepto Cycerin se quedó sentado frente a su consola de control y esperó a la muerte. Había oído los gritos de los moribundos por los altavoces de los comunicadores y había sentido cómo el terror surgía de nuevo, asfixiándolo con su intensidad. Le temblaban las manos de un modo incontrolable y no había sido capaz de mover las piernas en los minutos anteriores. Iba a morir. Los acumuladores lógicos de su cerebro modificado no ofrecían ningún otro final posible, sin importar lo mucho que rezara o suplicara.

El personal del centro de mando estaba acurrucado y tembloroso en el extremo más alejado de la estancia. Se abrazaban unos a otros mientras la muerte se acercaba. Koval Peronus estaba solo, de pie, apuntando con un par de pistolas láser a la puerta. Cycerin no se hacía ilusiones de que un obstáculo tan débil fuese a detener a nadie, pero estaba impresionado por la decisión que mostraba el rostro de su subordinado.

De repente, cesaron los espantosos gritos agónicos y el estrépito del combate, y Cycerin supo que todos los soldados habían muerto. Resultaba extraño lo inviolable que había considerado su persona allí dentro y lo poco que habían tardado en arrebatarle esa sensación de seguridad. Observó con atención a Peronus y vio que tenía la frente cubierta de gotas de sudor y la mandíbula apretada. Se fijó en que le temblaban un poco los brazos. Aquel hombre estaba aterrorizado, pero a pesar de ello se mantenía firme ante una muerte segura. Cycerin no era soldado, pero era capaz de reconocer el valor cuando lo veía.

Se puso en pie con dificultad y tuvo que obligar a su cuerpo tembloroso a colocarse al lado de Koval Peronus. Puede que estuviese a punto de morir, pero como adepto del Dios Máquina que era, lo haría de pie ante el enemigo y con la cabeza bien alta. Koval giró la cabeza cuando el adepto llegó a su altura y sonrió levemente antes de asentir en gesto de agradecimiento por el apoyo de su superior.

Giró una de las pistolas en la mano y le ofreció la empuñadura a Cycerin.

—¿Ha disparado alguna vez una arma en combate? —le preguntó.

Cycerin negó con la cabeza.

—Supervisé el proceso de producción de varios tipos de ella en la forja de armas de Gryphonne IV durante cincuenta años, pero jamás he disparado una.

Tragó saliva con dificultad. Era la frase más larga que le había dirigido a alguien de su personal.

—Es muy fácil. Sólo hay que apuntar y apretar el gatillo —le explicó Peronus—. He puesto la potencia al máximo para tener la posibilidad de herir al menos a alguno de esos herejes, por lo que tan sólo dispondrá de tres o cuatro disparos como mucho. Haga que merezcan la pena.

Cycerin se limitó a asentir, demasiado atemorizado para contestar. La pistola le pesaba en las manos, pero parecía tranquilizadoramente letal. Que venga el enemigo, pensó. Que venga y se encontrará al adepto Etolph Cycerin preparado para enfrentarse a ellos.

* * *

Kroeger permaneció agazapado al final del pasillo que llevaba a la sala de control y observó cómo dos Guerreros de Hierro colocaban cargas de fusión en el centro de la puerta. Se giraron hacia él y asintieron antes de retirarse a la carrera y ponerse a cubierto. Los detonadores de tiempo activaron las cargas, que estallaron en una bola de luz incandescente.

Kroeger quedó cegado durante unos instantes cuando los sentidos automatizados del casco desactivaron los receptores para compensar el tremendo destello, pero en cuanto se reactivaron dejó escapar un gruñido de satisfacción al ver que la puerta y la mitad de la pared habían quedado arrasadas.

Nada atravesó el umbral de la puerta, ni un disparo, ni una granada ni un solo guerrero que buscara morir con algo de honor. Se puso furioso al quedarse sin posibilidad de tener algo de gloria, así que cruzó la entrada humeante y se llevó por delante un trozo de pared con su inmensa mole.

Había dos siluetas delante de él que lo apuntaban con unas pistolas temblorosas. Quizá había encontrado unos enemigos dignos de su espada. Sonrió al oler su miedo.

La sonrisa desapareció cuando vio que ninguno de ellos era un soldado. Uno era un técnico tonsurado, mientras que el otro no era más que otro de los ilusos sacerdotes del Dios Máquina.

¿Qué podían ofrecerle que no le hubiera arrancado ya a cinco decenas de hombres? El sacerdote, vestido con una túnica, lanzó un grito y abrió fuego. El disparo hizo un agujero en la pared situada al lado de Kroeger. El técnico disparó un instante después y el marine del Caos trastabilló hacia atrás cuando el impacto le abrió un agujero en la servoarmadura. Kroeger se abalanzó sobre él antes de que el individuo tuviera tiempo de disparar otra vez. Le propinó un puñetazo de revés que le reventó la cabeza en un estallido de sangre y huesos.

El adepto abrió fuego de nuevo y el disparo perforó la parte trasera de la armadura. Kroeger se dio la vuelta y le arrebató el arma arrancándole la mano por la muñeca. El adepto cayó de rodillas, con la boca abierta, mientras la sangre le salía a chorros por el muñón desgarrado.

Kroeger desenfundó la pistola para acabar de rematar a aquel idiota, cuando una voz suave y sibilante sonó en la entrada reventada:

—Kroeger, ¿vas a costarme la victoria? No sería muy inteligente por tu parte.

Kroeger se giró en redondo. Sintió que una oleada de sangre le subía a la cabeza y bajó inmediatamente el arma.

—No, mi señor —contestó con un leve tartamudeo. Cayó de rodillas, anonadado y humilde ante la repentina presencia del Forjador de Armas.

La oscuridad en el interior de la estancia se incrementó cuando uno de los jefes más poderosos de los Guerreros de Hierro entró para proclamar su victoria. Kroeger apenas había vislumbrado una armadura del hierro más oscuro, casi negro, y un rostro destrozado que emitía una leve luz pálida. De aquel rostro emanaba palpitante una vitalidad horrible. Kroeger se esforzó por no vomitar dentro del casco de lo poderosa que era la presencia de su superior.

La armadura bruñida del Forjador de Armas era espléndida. Incluso con la mirada bajada, Kroeger vio rostros burlones y formas retorciéndose en sus profundidades translúcidas. Sus aullidos agónicos resonaban en el límite de su capacidad auditiva: aquellos seres habían quedado atrapados para siempre en el interior de la materia maldita del cuerpo del Forjador. Sus pisadas resonaban con el peso de los siglos, imbuidas con la autoridad de alguien que había combatido al lado del primarca de la legión, el gran Perturabo, en el maldito suelo de Terra.

Unas volutas de humo fantasmal se alzaban allá donde pisaba. Cada voluta se retorcía como un alma en pena antes de desaparecer por completo. Kroeger no se atrevió a mirar al Forjador antes de que éste se lo ordenara por temor a que uno de los infernales exterminadores de su guardia personal acabase con él en un instante. Se mantuvieron a una distancia respetuosa de su señor mientras éste daba vueltas alrededor de Kroeger.

El Forjador de Armas pasó los dedos de una mano por la mellada armadura de Kroeger y éste sintió que lo asaltaban unas náuseas tremendas. Cada célula de su cuerpo pareció retroceder ante el contacto con el Forjador, y sólo gracias a un mantra repetitivo de odio consiguió permanecer consciente. Aunque el dolor era muy intenso, también sintió un ansia tremenda por semejante poder. Se preguntó cómo debía ser poseer el poder del empíreo, notar cómo esa energía de potencia inconmensurable te recorría las venas como si fuera sangre.

—Eres demasiado imprudente, Kroeger. ¿Es que diez mil años de combates no te han enseñado nada?

—Sólo deseo serviros y matar a todos aquellos que nos niegan nuestro destino.

El Forjador de Armas soltó una breve risa que resonó como la tierra esparcida sobre la tapa de un ataúd.

—Kroeger, no me hables de destino. Sé por qué luchas y no es nada tan elevado como eso.

Kroeger sintió nuevas oleadas de dolor lacerante que le atravesaron el cerebro cuando el Forjador bajó la cabeza hasta acercarla a la suya.

—Me viene muy bien que mates a los lacayos de ese emperador muerto, pero ten cuidado de que tus necesidades no interfieran con las mías.

Kroeger se limitó a asentir, incapaz de articular palabra, al sentir de nuevo la proximidad de un cambio en el Forjador. Se esforzó por mantenerse consciente.

El Forjador de Armas se apartó de él y Kroeger dejó escapar un suspiro de alivio. El señor de los Guerreros de Hierro se quedó de pie al lado del adepto herido, que seguía retorciéndose en el suelo. Vio por el rabillo del ojo que el Forjador se agachaba y estudiaba con atención al aullante adepto con el muñón ensangrentado.

—Mi hechicero, Jharek Kelmaur, me habló de este individuo. El sirviente de la máquina con una sola mano. Kroeger, es importante para mí, y tú casi lo matas.

—Os ruego que me perdonéis, mi señor —jadeó Kroeger.

—Procura que no muera y así lo haré.

—No morirá.

—Si lo hace, lo seguirás aullando a los infiernos —le prometió el Forjador antes de salir de la estancia.

Kroeger notó cómo la sensación de náusea en su interior desaparecía en cuanto su superior se marchó. Se puso en pie y miró al gimoteante adepto de ropajes ensangrentados.

Lo levantó con rudeza de la túnica y lo sacó de allí. No comprendía qué motivos tendría el Forjador de Armas para que aquel individuo viviera, pero si su señor no quería que aquel enemigo muriera, así sería.