DOS
El espaciopuerto de Jericho Falls se encontraba en la falda de las montañas, convertido en una baliza luminosa en mitad de la uniforme capa gris de la tormenta de polvo. Tormentas como aquélla eran habituales en Hydra Cordatus y constituían otro más de los fenómenos desagradables del planeta a los que no quedaba otro remedio que acostumbrarse. Era el típico puesto militar imperial, con docenas de edificios, que incluían desde los hangares blindados para las aeronaves tipo Marauder y Lightning, los almacenes de repostaje y las salas de comedor hasta los alojamientos para la tropa y los talleres de mantenimiento. Las pistas de aterrizaje y las vías asfaltadas cubrían el ochenta por ciento del terreno rodeado por las murallas de tres metros de alto, lo suficiente para hacer despegar o permitir aterrizar a toda una ala de ataque en menos de cinco minutos. La base disponía de unas enormes naves de transporte de suministros, cada una con capacidad para albergar a un titán de combate, aunque en realidad, allí no había llegado nada mayor que una cañonera Thunderhawk desde hacía ya muchos años.
El puesto de mando del espaciopuerto se encontraba en el edificio conocido por los soldados como «El Ojalá», debido al comentario generalizado entre los guardias imperiales de que «ojalá» no los enviasen de guardia a Jericho Falls. Se trataba de una gruesa torre blindada, con la parte superior rematada en un disco plano, que se alzaba en el extremo norte de los campos de aterrizaje. El Ojalá estaba protegido por muros de rococemento reforzado y recubiertos con placas de adamantium, un encargo especial a los astilleros de Calth. Los vientos aullantes que azotaban el terreno abierto de la base hacían que el polvo abrasivo se colara por todos los pliegues y costuras del uniforme de los soldados, además de metérseles en las bocas y por detrás de las gafas protectoras, ahogándolos y cegándolos.
El único modo de salir de Ojalá era a través de una puerta de adamantium que se abría mediante cuatro gigantescos pistones.
En el interior había de guardia cinco compañías de Dragones Jouranos, que estaban albergados en los barracones reforzados y en un hangar blindado. Las luces rojas y verdes de las numerosas pistas de aterrizaje parpadeaban sin cesar y varios focos de gran potencia atravesaban los remolinos de polvo e iluminaban el perímetro exterior de la base. Los vehículos de patrulla, con los motores modificados para soportar el ambiente cargado de polvo, también se esforzaban por penetrar en la semioscuridad mientras daban vueltas alrededor del lugar, pero con menos éxito.
El ambiente en el interior de Ojalá estaba tranquilo. La hora cercana al amanecer siempre era así, aunque no difería mucho de las demás horas del día. Las dotaciones ya estaban cansadas e inquietas una hora antes del cambio de turno. El leve tictac de las máquinas cogitadoras, las conversaciones en voz baja entre los soldados y los vehículos de patrulla eran lo único que se oía.
El operador número tres, Koval Peronus, se frotó los ojos antes de tomar un sorbo de cafeína. Ya estaba fría, pero seguía manteniéndolo despejado. Se inclinó de nuevo hacia el panel de comunicaciones.
—Puesto de escucha Sigma IV, adelante —dijo.
La única respuesta fueron los chasquidos de la estática. Comprobó la hora. Ya habían pasado dos horas y diez minutos desde la última llamada de comprobación de Hawke. Otra vez llamaba tarde.
—Puesto de escucha Sigma IV, adelante —dijo de nuevo—. Hawke, sé que estás ahí, ¡así que responde de una puñetera vez!
Disgustado, Koval dejó caer el micrófono y tomó otro sorbo de cafeína. El cabrón de Hawke tenía que liarla siempre.
Lo intentaría una vez más, y si no lo lograba, tendría que llamar a un superior y dejar que Hawke se las apañara como pudiese.
Llamó de nuevo. No hubo respuesta.
—Vale, Hawke. Allá tú si te has vuelto a quedar dormido en tu puesto de guardia —susurró antes de apretar el botón de comunicaciones con el adepto.
—Dígame, operador tres —contestó el adepto Cycerin.
—Siento molestarlo, adepto, pero es posible que tengamos un problema. Uno de los puestos de vigilancia no ha efectuado la llamada de rutina y no puedo ponerme en contacto con los ocupantes.
—Muy bien. Voy para allá.
—Sí, adepto —contestó Koval. Se echó hacia atrás y esperó a su superior.
Hawke la había fastidiado a base de bien. Ya le habían abierto un expediente disciplinario y lo habían mandado a las montañas, pero si aquélla era otra de sus cagadas, estaba acabado en la Guardia Imperial.
El adepto Cycerin apareció a su espalda y se inclinó por encima del hombro hacia el panel. El sonido rasposo del amplificador de voz que llevaba en la garganta siseó, mostrando así su disgusto. Olía a incienso y a aceite industrial.
—¿Quién se encuentra de guardia en Sigma IV? —le preguntó.
—Hawke, Charedo y Hitch.
El amplificador de voz del adepto soltó un chasquido, lo que a Koval le pareció un suspiro de frustración. Por lo que se veía, la fama de Hawke había llegado incluso hasta los sacerdotes del Dios Máquina.
—He intentado tres veces ponerme en contacto con ellos, adepto, pero ni siquiera recibo la señal de contestación de su aparato.
—Muy bien. Siga intentándolo, pero si no logra ponerse en contacto con ellos dentro de diez minutos, envíe una escuadrilla de ornitópteros para investigar el asunto. Manténgame informado.
—Sí, adepto.
Hawke no se iba a salvar de ésta.
* * *
Honsou distinguió el brillo apagado del espaciopuerto a lo lejos. Las luces saltarinas de un vehículo en marcha atravesaban la penumbra. Eran un par de focos que se dirigían hacia ellos. Se puso de rodillas y alzó un puño. A su espalda, treinta figuras con armadura se pusieron también de rodillas y prepararon sus bólters. Era poco probable que los faros del vehículo fueran capaces de atravesar la espesa capa de polvo hasta donde ellos se encontraban, pero no tenía ningún sentido ser imprudente.
Las luces siguieron avanzando y Honsou se relajó un poco. La rutina había provocado que los soldados imperiales fueran descuidados. A lo largo de los últimos meses había podido estudiar los circuitos de patrulla de los vehículos enemigos, sus rutas y sus horarios. Sólo la disformidad sabía cuánto tiempo llevaban destinados aquellos guardias imperiales en el planeta, pero debía de ser mucho. Era normal que su estado de alerta decayera y que las patrullas de vigilancia se pudieran predecir con bastante exactitud. Era algo inevitable causado por los largos turnos de servicio y que los mataría en muy poco tiempo.
Tranquilizado después de ver que el vehículo de patrulla seguía su camino, Honsou alzó el puño de nuevo y lo abrió y lo cerró tres veces en rápida sucesión. Estaban demasiado cerca del espaciopuerto para arriesgarse a utilizar los comunicadores. Oyó el leve sonido de unos pasos cuidadosos a su espalda y se giró para ver una figura llena de polvo, con marcas negras y amarillas en la armadura que se acercaba de un modo furtivo hasta él. Era Goran Delau, su segundo al mando, quien se arrodilló a su lado y asintió. La servoarmadura del recién llegado estaba muy modificada y cubierta de remaches, con puntas en forma de cráneo y caras de bronce con gesto angustiado en el reborde de las hombreras. Un servobrazo chirriante, parecido a una garra excavadora, asomaba por encima del hombro derecho de Delau. La garra se abría y se cerraba como si siguiera el ritmo de una respiración propia.
Honsou señaló al cielo y después cerró el puño para estamparlo contra la palma de la otra mano. Delau asintió y sacó una placa de datos de aspecto primitivo de la abultada mochila. Ajustó un dial y una luz roja comenzó a parpadear en el panel frontal, que no sufrió ningún otro cambio. Un instante después, se quedó fija con un intenso brillo rojo.
Delau alzó ambas manos hacia el cielo y el servobrazo imitó el gesto. Honsou no pudo oír lo que decía, pero supo que Delau estaba ofreciendo una plegaria de agradecimiento a los Dioses Oscuros por darle de nuevo la oportunidad de atacar a su antiguo enemigo.
Honsou se quedó mirando la luz roja de la placa de Goran y grabó ese momento en la memoria. Acababan de poner en funcionamiento las balizas de localización que habían estado colocando durante los tres meses anteriores a lo largo del espaciopuerto de aquel planeta desolado, y los artefactos señalaban de forma electrónica el lugar exacto donde se encontraban.
Aquél era el momento más peligroso de la misión. Los imperiales desplegados en el espaciopuerto se darían cuenta de que tenían enemigos cerca de ellos.
Si los Dioses del Caos los abandonaban en esos momentos, todos acabarían muertos en muy poco tiempo. Se encogió de hombros y los músculos artificiales de la servoarmadura chirriaron cuando se esforzaron por imitar el gesto. Si los dioses deseaban que muriesen allí, que así fuese. No les pedía nada, por lo que no esperaba nada a cambio.
Tan sólo esperaba que si tenía que morir en aquel planeta asqueroso, fuese por la voluntad de los dioses, no por culpa de aquel imbécil de Kroeger.
* * *
El centro de mando se vio inundado de repente de chillidos penetrantes cuando las balizas de localización comenzaron a emitir sus señales. Los técnicos y operadores se arrancaron los auriculares de la cabeza por el agudo pitido casi al mismo tiempo que las sirenas de alarma comenzaban a sonar.
El adepto Cycerin se quedó mirando con el rostro blanco por el miedo a la pantalla llena de runas. Numerosos puntitos luminosos parpadeaban en el mapa que tenía desplegado ante él. Cada puntito señalaba uno de los silos de torpedos orbitales o de las baterías de defensa antiaérea. Los operadores se apresuraron a ponerse en contacto con los oficiales de aquellos puestos para saber qué estaba ocurriendo.
¿Estaban emitiendo? ¿Se encontraban bajo un ataque? En nombre del Emperador, ¿qué estaba ocurriendo?
Cycerin regresó a su puesto de supervisión, se sentó y colocó las manos al final de las acanaladuras metálicas de los reposabrazos. Unos delgados cables de metal plateado surgieron retorciéndose como gusanos de debajo de las uñas y se acoplaron con un leve chasquido a los orificios de bronce de las ranuras. El adepto dejó escapar un suspiro y su ojo orgánico tembló detrás del pálido párpado cuando la multitud de datos e información procedentes de los numerosos sensores y aparatos augures instalados por todo el espaciopuerto inundó sus sentidos a través de la tecnología de los mecadendritos.
Su conciencia se expandió y sus sentidos mentales percibieron el espacio y el tiempo como vectores, alcances y cobertura del terreno. Esos mismos sentidos registraron el espacio siguiendo los barridos de los augures orbitales. La información fluyó a su cerebro modificado con prótesis, donde fue procesada y compartimentada en los acumuladores lógicos sintéticos. Incluso a pesar de su afinidad con la máquina, apenas pudo asimilar el diluvio de datos sensoriales.
Tenía que haber algo, aquello no podía estar pasando sin motivo alguno. La lógica dictaba que existiera una causa para aquel efecto. Algo debía estar mal…
¡Allí, en el sector norte! Enfocó su percepción cerrando las zonas de información sensorial que no eran relevantes en su búsqueda y concentrándose en la anomalía. En un punto donde debían detectarse oleadas de energía que bajaran de las montañas sólo se veía una negrura vacía. Los puestos de vigilancia de las laderas septentrionales estaban en silencio y sus aparatos augures no estaban activados. Se dio cuenta de forma inmediata de que aquello dejaba un corredor abierto por el que cualquier enemigo podría infiltrarse sin ser detectado hasta el mismo perímetro de la base.
¿Cómo era posible que aquello hubiese pasado desapercibido? ¿Por qué no habían informado los operadores de aquel fallo de seguridad tan imperdonable? La identidad del puesto de vigilancia principal le apareció en la mente.
Sigma IV.
Soltó una maldición cuando se dio cuenta de que se había informado de la anomalía, pero que el fallo del puesto de vigilancia se había achacado a un error humano por parte de sus ocupantes. Soltó otra maldición, algo muy poco habitual en su comportamiento carente de emociones, y en la sala de control resonaron nuevas sirenas de alarma.
Sorprendido, Cycerin reabrió la mente a otras partes de su conciencia y se le hizo un nudo en la garganta cuando sintió la presencia de decenas de naves de guerra en la órbita de Hydra Cordatus. ¡Inconcebible! ¿De dónde habían aparecido aquellas astronaves y cómo era posible que no las hubieran detectado antes? Nada podía penetrar ni siquiera en las zonas exteriores del sistema planetario sin que se enteraran… ¿O sí era posible? ¿Se trataba de otra muestra de error humano? No. Las máquinas lógicas habrían dado la alarma por sí mismas muchos días antes si hubieran detectado aquella gran flota acercándose. De algún modo, aquellas astronaves habían conseguido evitar que las detectaran los equipos de vigilancia más sofisticados y valiosos del Adeptus Mecánicus.
Se preguntó por un momento de qué clase de tecnología dispondrían aquellas naves y cómo funcionaría, pero sacudió la cabeza: aquello era irrelevante en esos momentos. Tenía asuntos más importantes y urgentes por los que preocuparse. Debía avisar a los defensores de la ciudadela de que había comenzado una invasión. Abrió el canal de comunicación mental con el archimagos Amaethon, del Templo de la Máquina, situado en la ciudadela, y envió el código de alerta psíquico. Los astrópatas allí destinados lo detectarían y enviarían una señal de auxilio más potente para que se enviara ayuda a Hydra Cordatus.
Cerró el canal de comunicación mental inmediatamente después y retiró los mecadendritos del puesto de control. Abrió los ojos y vio una escena presidida por la eficiencia. Los operadores de sistemas llamaban a los silos de torpedos para verificar los códigos de lanzamiento y transmitirles las coordenadas de disparo sobre las naves en órbita. El tiempo era un factor esencial y debían lanzar los torpedos cuanto antes.
Las sirenas de alarma ya debían de estar sonando en los barracones de los pilotos y pronto habría escuadrillas enteras en el aire, preparadas para enfrentarse a cualquier clase de amenaza que se estuviera acercando. Los soldados de los Dragones Jouranos ya estarían agrupándose para repeler a los atacantes.
Había entrenado a los operadores para una situación semejante una y otra vez. En aquellos momentos, cuando ocurría de verdad, le complació ver la calma que transmitía todo el personal.
—¡Adepto Cycerin! —gritó uno de los operadores que estaban encargados de controlar los movimientos en la órbita—. Nos llegan señales múltiples que se separan de los contactos en órbita.
—¡Identifíquelas! —le ordenó Cycerin.
El operador asintió e inclinó la cabeza de nuevo sobre la pantalla y pulsó nuevas instrucciones en la placa que tenía al lado del monitor.
—Son demasiado rápidas para ser naves de desembarco. Creo que son proyectiles orbitales.
—¡Calcúlalas trayectorias! ¡Rápido! —rugió Cycerin, aunque temía que ya sabía la respuesta.
Las manos del operador recorrieron a toda velocidad las teclas de la placa y aparecieron varias líneas verdes que se extendieron desde los puntos en movimiento y hasta la representación de la superficie del planeta. El amplificador de voz de Cycerin soltó un repentino chasquido provocado por el miedo cuando vio que los rumbos de las bombas que se aproximaban coincidían de un modo casi exacto con las señales de localización emitidas desde los silos de lanzamiento de torpedos.
—¿Cómo…? —jadeó con un susurro el operador, totalmente pálido.
Cycerin alzó la vista y miró a las ventanas de cristales blindados de la sala de mando.
—Hay alguien ahí fuera…
Casi mil hombres murieron en los primeros segundos del bombardeo inicial de los Guerreros de Hierro contra el espaciopuerto de Jericho Falls. La pinaza de combate Rompepiedras disparó tres andanadas de bombas de magma contra las desoladas laderas rocosas que rodeaban el espaciopuerto. Los proyectiles lanzaron por los aires enormes trozos de roca a cientos de metros de altura y acabaron con eficacia implacable con casi todos los silos de torpedos situados en las montañas.
Sonaron más sirenas y las baterías del espaciopuerto se colocaron en posición de disparo mientras los artilleros buscaban de forma desesperada localizar objetivos antes de que acabaran con ellos. Unos cuantos torpedos bendecidos de forma apresurada se elevaron rugientes para atravesar el cielo anaranjado dejando tras de sí columnas de fuego, y varios potentes rayos láser atravesaron ese mismo cielo siempre carente de nubes.
Cayeron más bombas, pero ya dentro del perímetro de Jericho Falls, donde demolieron edificios, abrieron unos cráteres enormes y lanzaron ingentes cantidades de polvo y ceniza a la atmósfera. Las llamas de las estructuras incendiadas iluminaron el humo mientras los cadáveres ardían entre los restos del espaciopuerto destrozado. Las pistas de despegue estaban abarrotadas de aeronaves que reventaban cuando el calor hacía estallar el combustible o la munición.
Las bombas cayeron sobre el rococemento y lanzaron una lluvia de esquirlas letales por doquier. Otras se estrellaron contra las pistas de despegue, llenándolas de agujeros y fundiendo el adamantium semiperforado con el calor del corazón de una estrella.
Los Marauders y los Lightnings que estaban en terreno abierto sufrieron lo peor del bombardeo y quedaron casi pulverizados por la fuerza de las explosiones.
El ruido y la confusión reinantes eran increíbles. El cielo estaba rojo a causa de los incendios y negro por el humo. Los disparos de las baterías láser de defensa cruzaban incandescentes el cielo.
Algunas bombas cayeron sobre el techo del hangar principal. La estructura blindada había resistido los ataques hasta ese momento, aunque el techo y las paredes estaban atravesados por grietas zigzagueantes.
La pista de despegue principal estaba envuelta en llamas. Los grandes charcos de combustible en llamas vomitaban enormes columnas de humo negro que transformaban el día en noche.
El infierno había llegado a Hydra Cordatus.