UNO
«¡Ojalá que el Emperador mande el alma del mayor Tedeski a la disformidad!», pensó con amargura el guardia imperial Hawke mientras se acurrucaba más cerca del generador de ondas de plasma que proporcionaba el escaso calor existente en la pequeña y abarrotada estación de vigilancia. Se imaginó a sí mismo disfrutando al meterle un disparo láser en la cabeza al comandante de su compañía mientras caminaba por las explanadas cubiertas de ceniza de Tor Christo.
¡Por nada! Una falta de nada y Tedeski lo había sacado de su cómodo puesto en la parte alta de Tor Christo, lejos de las miradas ordenancistas de los demás oficiales, y lo había enviado a aquel puñetero lugar.
Miró sin interés alguno la pantalla de vigilancia que tenía delante. Se dio cuenta de que, ¡oh, sorpresa!, no ocurría nada nuevo en el exterior.
Como si alguien en su sano juicio quisiera intentar atacar Hydra Cordatus. Una simple ciudadela medio en ruinas construidas sobre una roca polvorienta, más fría y sombría que el corazón de un asesino, sin nada de interés para nadie, y mucho menos para el guardia imperial Hawke.
La gente no acababa en Hydra Cordatus de forma voluntaria: acababa allí a la fuerza.
Estaba sentado en el interior frío y estrecho de uno de los dieciséis puestos de vigilancia desplegados alrededor del espaciopuerto de Jericho Falls, la única salida al exterior que tenía aquel planeta. Los sistemas de vigilancia del puesto barrían de forma constante la zona circundante en busca de posibles atacantes. Tampoco es que hubiera muchas posibilidades de que apareciera alguno, aunque conocieran la existencia de la ciudadela.
Acabar destinado allí era una pesadilla. Todo el mundo lo sabía. Los calentadores apenas funcionaban, el rugido del viento que bajaba aullando desde las altas cimas era algo enloquecedor. No había nada que hacer, y el increíble aburrimiento era capaz de desesperar incluso a los individuos de voluntad más fuerte. Lo único que se podía hacer era observar los artefactos de vigilancia e informar de alguna oscilación ocasional en la pantalla.
Maldijo su mala suerte y siguió imaginando modos de reventarle la cabeza a Tedeski.
Vale, era cierto que se habían presentado al cambio de guardia con una resaca tremenda. Bueno, para ser sinceros, incluso era posible que todavía estuviesen borrachos de la noche anterior, pero es que tampoco se podía hacer otra cosa en aquella roca dejada de la mano del Emperador. Ni es que les hubieran encomendado una misión secreta y de importancia vital. Estaban en el turno de madrugada, poco antes del cambio de guardia. ¡Por el Trono, ya habían aparecido otras veces borrachos y no había pasado nada!
Fue mala suerte que el mayor Tedeski decidiera realizar un simulacro de alerta esa mañana y que los pillaran dormidos como troncos en las murallas de Tor Christo. Al menos habían tenido suerte de que no los pillara el castellano Vauban.
Habían recibido una reprimenda feroz por parte del mayor Tedeski, que los había enviado allí: a un cubículo de cemento en lo más alto de las montañas a la espera de unos enemigos que jamás llegarían.
Estaba a solas en ese momento. Sus dos compañeros de castigo habían salido a revisar una zona repleta de rocas polvorientas, a unos cien metros del puesto de vigilancia. Se puso en pie, se alejó del inútil calentador y comenzó a dar patadas contra el suelo y a golpearse el cuerpo en un esfuerzo infructuoso por entrar en calor. Luego se acercó a las paredes de rococemento del bunker en miniatura y miró a través de lo que, de un modo humorístico, sin duda, llamaban rendijas de visión, por encima de la empuñadura del cañón de asalto de la parte trasera para comprobar si podía ver a las otras dos víctimas de la ira de Tedeski.
Después de un par de minutos lo dejó, frustrado. No se veía absolutamente nada a través de aquellos remolinos de polvo. Tendrían suerte si llegaban a verse entre ellos en mitad de aquella niebla gris. En la pantalla de vigilancia había aparecido una pequeña señal de alarma y habían echado a suertes quiénes saldrían para comprobar qué era.
Gracias al Emperador había hecho trampas y no había tenido que abandonar el escaso calor que proporcionaba aquel mísero refugio. Los otros llevaban fuera más de media hora cuando se dio cuenta de que había llegado el momento de ponerse en contacto con ellos.
—Hitch, Charedo. ¿Habéis encontrado algo?
Puso el mando en posición de recibir y esperó a que le respondieran.
Del baqueteado comunicador tan sólo surgió el siseo de la estática, que llenó el puesto de vigilancia de un sonido vacío e inquietante. Abrió de nuevo la comunicación con una mano mientras con la otra empuñaba la culata del cañón de asalto y ponía el dedo en el gatillo.
—Eh, vosotros dos. Respondedme si estáis bien. ¿Me recibís?
La única respuesta fue la estática de nuevo, así que le quitó el seguro al cañón de asalto. Estaba a punto de llamar de nuevo cuando el comunicador emitió una voz. Se echó a reír de alivio.
—¿Estás de broma, Hawke? ¡Lo único que hay por aquí fuera somos nosotros! —dijo la voz, que a pesar de la fuerza del vendaval reconoció como la del guardia Hitch. La distorsión de la voz del soldado era cada vez peor, así que ajustó los mandos, aliviado de oír una voz amiga.
—Sí, ya me lo suponía —contestó—. ¡Seguro que hace un tiempo de mierda! —soltó entre risas.
—¡Que te den! —le espetó Hitch—. Se nos está helando el culo. Que le den a todo esto también. —Hawke soltó otra risa cuando Hitch volvió a maldecir en voz alta—. Aquí no hay nada —añadió su compañero—. Debe de ser un fallo del equipo o algo parecido. Estamos donde se supone que debíamos estar y no hay nada vivo en kilómetros a la redonda.
—¿Seguro que estáis en el lugar correcto? —preguntó Hawke.
—¡Joder, claro que sí! —le contestó a gritos Hitch—. Sé leer un mapa, no todos somos tan estúpidos como tú.
—Yo no estaría tan seguro, bonito —replicó Hawke, disfrutando del enfado de su compañero.
—Aquí fuera no hay nada de nada —exclamó Hitch, malhumorado—. Vamos a regresar.
—Vale, os veo dentro de un rato.
—Prepara algo de café. Oye, que esté caliente, pero caliente de verdad, ¿vale?
—Claro —contestó Hawke antes de cortar la comunicación.
Ya se había bebido toda la cafeína que quedaba, así que se tomó un sorbo de amasec de una petaca plateada. Saboreó el calorcillo que le produjo mientras bajaba por la garganta hasta el estómago. Era lo único que daba algo de calor en aquel lugar. La guardó en uno de los bolsillos: no quería compartir el licor con Hitch o con Charedo y sabía que estaban a punto de volver en cualquier momento.
La tormenta continuó aullando en el exterior de la pequeña estación de escucha mientras Hawke se dedicaba a pasear arriba y abajo. El malhumor le aumentó a cada paso que dio. Hacía poco tiempo que había mandado el mensaje de rutina, obligatorio cada dos horas, y el imbécil del operador de la base le había informado de que el relevo llegaría dos horas más tarde de lo previsto debido a que la tormenta de polvo había vuelto a estropear los motores de los ornitópteros, así que se quedarían allí durante el Emperador sabía cuánto tiempo.
¡Si es que era una cosa detrás de otra!
Sabía que ya tendría que haberse acostumbrado a aquellas alturas de la vida. Llevaba en la Guardia Imperial casi diez de los veinticinco años que tenía. Lo habían escogido de entre las mejores tropas de la Fuerza de Defensa Planetaria de Jouran III para que entrase a formar parte del 383 regimiento de Dragones Jouranos. Había deseado desde entonces ver nuevos mundos y criaturas extrañas. Sin duda, la Guardia Imperial implicaba una vida de aventuras.
Pero la realidad era que se había visto destinado a aquel puñetero planeta rocoso durante casi la totalidad de los diez años sin otra cosa que faltas y castigos en la hoja de servicio. Allí no había nada aparte de la ciudadela, y por lo que sabía, en el interior no existía nada por lo que mereciera la pena luchar. ¿Por qué creían que merecía la pena tener a más de veinte mil hombres, a media legión de titanes de combate y a todas aquellas baterías de artillería en aquel lugar? Él, desde luego, no lo entendía.
La vida en la Fuerza de Defensa Planetaria había sido muy aburrida, así que cuando lo alistaron en el servicio de la Guardia Imperial, la vida en el regimiento le pareció de lo más fascinante. Entrenamientos continuos, tanto de marchas como de armas, tácticas de combate… Todo aquello se lo habían enseñado una y otra vez, como si le fuera la vida en ello.
¿Y todo para qué?
¡No había entrado ni una sola vez en combate en aquellos diez años!
Estaba aburrido hasta la médula.
Hawke era un individuo inquieto. Quería luchar, la oportunidad de mostrar su valía. Empuñó el rifle, se lo colocó al hombro y se imaginó aun alienígena en el centro del punto de mira.
—Bam, bam, estás muerto —susurró blandiendo el arma de un lado a otro e imitando el sonido del arma al disparar contra sus enemigos imaginarios. ¡Ojalá tuviera esa suerte! Soltó una pequeña risa y dejó a un lado el rifle después de ganar el combate. Sí, eso era lo que necesitaba.
* * *
El cazador que estaba a punto de matar a los guardias imperiales Hitch y Charedo había estado acercándose en silencio al puesto de vigilancia a lo largo de la hora anterior con la oscuridad como cobertura. Su visión modificada genéticamente era capaz de transformar la noche en día.
Se llamaba Honsou. En la hora transcurrida, había conseguido avanzar doscientos metros arrastrándose boca abajo.
Los sentidos automatizados de su casco le advertían del momento en que los aparatos de vigilancia del puesto fortificado comprobaban la zona. Cada vez que el casco emitía el tintineo de alarma, se quedaba inmóvil por completo mientras los espíritus rastreadores de la antigua maquinaria lo investigaban.
Los demás miembros de la escuadra permanecían invisibles incluso para él, pero sabía que también ellos se estaban acercando poco a poco al puesto de vigilancia. Dos de los objetivos habían abandonado el bunker. ¿Estaban rastreando la zona? ¿Se trataba de una patrulla regular o alguien de los que vigilaba había captado algo inusual en los aparatos de detección? Se preguntó por un momento si el soldado que quedaba dentro habría informado de algo.
Lo más probable era que no fuera así. Los dos idiotas seguían dando vueltas sin dirección en mitad de la tormenta de polvo. Habían pasado a poco más de un metro de donde se encontraba cuando se dirigían al punto donde creían que él podría estar haciendo tanto ruido como para espantar a una manada de groxes.
Con un poco de suerte, el tercer soldado del puesto de vigilancia sería tan patético como aquellos dos. Había esperado durante media hora, viendo cómo daban vueltas sin rumbo, antes de que llegaran a la conclusión de que su búsqueda no tenía sentido y que sería mejor que emprendieran el regreso.
Honsou se preguntó de nuevo mientras los veía alejarse cómo era posible que el Imperio hubiera sobrevivido durante diez mil años con hombres como aquéllos defendiéndolo. Ojalá todos los soldados del Falso Emperador fueran como aquéllos.
Los siguió poco a poco, aunque avanzando con más rapidez boca abajo que los soldados a pie, hasta que casi se les echó encima. Y a estaba a menos de siete metros de la puerta trasera del bunker, que era la única entrada.
Se estremeció cuando vio los tubos múltiples del cañón de asalto e inspiró profundamente.
Paciencia. Tenía que esperar hasta que los soldados introdujeran el código y abrieran la puerta.
Sacó la pistola bólter de la funda aislante sin levantarse del suelo y metió un proyectil en la recámara. La tormenta ahogó por completo el sonido. Quitó el seguro y esperó.
Los objetivos llegaron bajo el hueco resguardado de la puerta y el más alto de los dos comenzó a teclear el código de seguridad. Honsou apuntó el arma contra el soldado que tenía más cerca, enfilándola con precisión hacia el hueco entre el casco y el chaleco antifragmentación. Exhaló con lentitud para relajar la respiración y se preparó para disparar.
Todo lo demás se le borró de los sentidos. Sólo quedó el disparo.
Casi había acabado de introducir el código. El dedo se le tensó sobre el gatillo y la visión se le estrechó hasta convertirse en un túnel que seguía la trayectoria que recorrería el proyectil.
* * *
Hawke puso mala cara cuando la puerta del búnker comenzó a abrirse y dejó entrar el frío del exterior. ¿Por qué puñetas no instalaban un sistema de seguridad con dos puertas? Bueno, aunque no fuera por la seguridad, sí al menos para conservar algo de calor.
Le echó un vistazo a la imagen del exterior que mostraba el pictógrafo mientras la puerta seguía abriéndose con lentitud. Miró otra vez con más atención cuando un instante después el viento amainó y la nube de polvo desapareció. Detrás de Charedo se veía una silueta enorme protegida por una armadura y que empuñaba una pistola.
No se lo pensó ni un momento: se levantó de un salto, corrió hacia el mando de cierre de emergencia de la puerta y lo pulsó de un golpe.
El rugido del viento ahogó el sonido del primer disparo.
Hawke oyó el segundo, seguido de dos golpes sordos. Soltó una maldición al ver a Hitch y a Charedo tirados en el suelo con unos agujeros enormes en lo que antes habían sido sus caras.
Empuñó la montura posterior del cañón de asalto y apretó con fuerza el gatillo antes de girar el arma de un lado a otro, sin apuntar, pero sin dejar de disparar. El rugido del arma era ensordecedor y el tintineo de los casquillos de la munición resonaba en el interior de las paredes de color gris.
Los miles de proyectiles levantaron una tormenta de barro y tierra polvorienta y convirtieron la zona que se encontraba delante del arma en una trampa letal al destrozar todo lo que encontraban a su paso.
Gritó mientras disparaba. No sabía si le había dado a algo, pero tampoco le importó en esos momentos.
—¡Os habéis metido con el tío equivocado! —aulló.
Una ráfaga de polvo le dio en pleno rostro. La boca se le llenó de arenilla y tuvo que escupir con fuerza para aclararse la garganta. Luego…
¿Polvo? Echó un rápido vistazo a la puerta.
No, no…
El cuerpo de Hitch había bloqueado la puerta e impedía que se cerrara.
Se quedó indeciso. ¿Seguía con el arma o cerraba la puerta?
—¡Joder, Hitch! —gritó mientras se bajaba de un salto de la plataforma del montante del arma. Agarró el cuerpo casi descabezado de su compañero y tiró para sacarlo de la trayectoria de la hoja de la puerta.
Una silueta surgió en mitad de la ventisca de polvo. Hawke salió despedido hacia atrás cuando una bala le atravesó el hombro.
El guardia lanzó un grito, pero empuñó el rifle de su compañero muerto cuando la enorme figura se acercó a la puerta.
Hawke apretó el gatillo y disparó. Se echó a reír a carcajadas cuando el disparo impactó de lleno contra el pecho del atacante. La gran silueta trastabilló hacia atrás, pero no cayó. Hawke disparó todo lo que quedaba en el cargador apretando una y otra vez el gatillo. Soltó otra carcajada cuando por fin logró meter el cadáver de Hitch en el bunker y cerrar la puerta apoyando todo el peso del cuerpo contra ella.
—¡Ja! ¡Entrad ahora, cabrones! —le gritó a la puerta antes de soltar un par de aullidos de alegría.
Algo rebotó repiqueteando contra el suelo en el preciso instante que la puerta se cerraba, y dejó de reírse en cuanto se percató de que tenía dos granadas a los pies.
—Mierda, no…
Les dio una patada de forma instintiva y las envió deslizándose por el suelo al sumidero de granadas, una abertura estrecha y profunda que se encontraba a lo largo de una de las paredes del puesto de vigilancia precisamente para una situación como aquélla. La primera cayó directamente en el agujero, pero la otra rebotó y regresó rodando hacia él.
Hawke soltó el rifle láser y se puso a cubierto de un salto detrás del voluminoso aparato de comunicaciones. La granada estalló.
Una lluvia de fuego y metralla, acompañada de un relámpago y de un estruendo ensordecedor, azotó el interior del bunker y lo transformó en un infierno rugiente. La sangre y la onda expansiva lo llenaron todo.
El guardia Hawke gritó cuando el fuego y la metralla le acribillaron el cuerpo. La fuerza de la explosión lo levantó por los aires y lo lanzó contra la pared del puesto de vigilancia.
A pesar de tener los ojos cerrados, vio el fogonazo de un millar de puntitos luminosos al mismo tiempo que el dolor se apoderaba por completo de su cuerpo. Le dio tiempo a gritar una última vez antes de que la onda de choque le arrancara el aire de los pulmones, le estampara la cabeza contra la pared y acabara con el dolor.
Honsou cruzó el destrozado umbral de la entrada mientras el polvo terminaba de asentarse en el suelo y estudió el interior arrasado del búnker. Tenía el pecho cubierto de sangre en el lugar donde el guardia le había acertado con sus disparos.
Aquélla era la menor de las preocupaciones que tenía. El lacayo imperial había convertido un ataque planificado hasta el más mínimo detalle en una matanza.
Dos de los hombres de su escuadra habían muerto acribillados por las primeras ráfagas del cañón de asalto.
Sin embargo, habían bastado un par de granadas para acabar con el arma. Las granadas de fragmentación no eran las más potentes de su arsenal, pero utilizadas en el interior de una construcción cerrada como el búnker eran devastadoras.
Pateó con furia el cuerpo ennegrecido y humeante del guardia imperial y desahogó la rabia que sentía contra el cadáver. Había tenido que agacharse para entrar en el búnker. Cuando se alzó en el interior humeante, casi llegaba hasta el techo. Honsou era un guerrero gigantesco. Iba protegido por una servoarmadura del color del hierro bruñido, con las placas desgastadas por los tres meses que llevaba viviendo en el entorno hostil de Hydra Cordatus. Limpió de polvo el visor y encendió el iluminador que la armadura llevaba incorporado al hombro. El potente rayo de luz reverberó en parte contra la armadura, y la placa pectoral y el símbolo de los Guerreros de Hierro de la hombrera derecha provocaron dos sombras alargadas.
Cruzó el interior del búnker haciendo crujir los restos del suelo y miró a través de las rendijas de observación hacia el espaciopuerto, más abajo de las montañas. Apenas podía distinguirlo debido a las nubes de polvo, pero sabía que la tormenta estaba amainando. Debían actuar con rapidez.
Había perdido dos hombres, pero al fin y al cabo, supuso que aquello no tenía mucha importancia. Dos de los puestos de vigilancia que daban al espaciopuerto ya habían caído, por lo que tenía una brecha por la que colarse y disponía de hombres más que suficientes para poder llevar a cabo su misión.
Se puso en contacto con los demás guerreros.
—Vía libre. Que todas las escuadras se reúnan conmigo para avanzar.