EL VERBO DESENCARNADO

La novela y el teatro son formas que permiten un compromiso entre el espíritu crítico y el poético. La primera, además, lo exige; su esencia consiste precisamente en ser un compromiso. En cambio, la poesía lírica canta pasiones y experiencias irreductibles al análisis y que constituyen un gasto y un derroche. Exaltar el amor entraña una provocación, un desafío al mundo moderno, pues es algo que escapa al análisis y que constituye una excepción inclasificable; de ahí el extraño prestigio del adulterio durante la edad moderna: si para los antiguos era un crimen o un hecho sin importancia, en el siglo XIX se convierte en un reto a la sociedad, una rebelión y un acto consagrado por la luz ambigua de lo maldito. (Asistimos ahora al fenómeno contrario: la boga del erotismo suprime sus poderes de destrucción y creación. Tránsito del pecado a la diversión anónima…). El sueño, la divagación, el juego de los ritmos, el fantaseo, también son experiencias que alteran sin posible compensación la economía del espíritu y enturbian el juicio. Para el burgués, la poesía es una distracción —¿pero a quién distrae, si no es a unos cuantos extravagantes?— o es una actividad peligrosa; y el poeta, un clown inofensivo —aunque dispendioso— o un loco y un criminal en potencia. La inspiración es superchería o enfermedad y es posible clasificar las imágenes poéticas —curiosa confusión que dura todavía— como productos de las enfermedades mentales.

Los «poetas malditos», no son una creación del romanticismo: son el fruto de una sociedad que expulsa aquello que no puede asimilar. La poesía ni ilumina ni divierte al burgués. Por eso destierra al poeta y lo transforma en un parásito o en un vagabundo. De ahí también que los poetas no vivan, por primera vez en la historia, de su trabajo. Su labor no vale nada y este no vale nada se traduce precisamente en un no ganar nada. El poeta debe buscar otra ocupación —desde la diplomacia hasta la estafa— o perecer de hambre. Esta situación se confunde ron el nacimiento de la sociedad moderna: el primer poeta «loco» fue Tasso; el primer «criminal» Villon. Los Siglos de Oro españoles están poblados de poetas mendigos y la época isabelina de líricos rufianes. Góngora mendigó toda su vida, hizo trampas en el juego y acabó sitiado por los acreedores; Lope acudió a la tercería; en la vejez de Cervantes hay un penoso incidente en el que aparecen con luz equívoca mujeres de su familia; Mira de Mescua, canónigo en Granada y dramaturgo en Madrid, cobraba por un empleo que no desempeñaba; Quevedo, con varia fortuna, se entregó a la política[46]; Alarcón se refugió en la alta burocracia… Marlowe fue asesinado en una oscura intriga, después de haber sido acusado de ateísmo y libertinaje; Jonson fue poeta laureado y recibía, amén de una suma de dinero, una barrica anual de vino: ambas insuficientes; Donne cambió de casaca y así logró ascender a Deán de San Pablo… En el siglo XIX la situación social de los poetas empeora. Desaparecen los mecenas y sus ingresos disminuyen, con excepciones como la de Hugo. La poesía no se cotiza, no es un valor que puede transformarse en dinero como la pintura. Las «tiradas de lujo» no han sido tanto una manifestación del espíritu de secta de la nueva poesía como un recurso para vender más caros, en razón del poco número de ejemplares, libros que de todos modos el gran público no ha de comprar. El Manifiesto comunista afirma que «la burguesía ha convertido al médico, al abogado, al sacerdote, al poeta y al hombre de ciencia en servidores pagados». Esto es verdad, con una excepción: la burguesía cerró sus cajas de caudales a los poetas. Ni criados, ni bufones: parias, fantasmas, vagos.

Esta descripción sería incompleta si se omitiese que la oposición entre el espíritu moderno y la poesía se inicia como un acuerdo. Con la misma decisión del pensamiento filosófico, la poesía intenta fundar la palabra poética en el hombre mismo. El poeta no ve en sus imágenes la revelación de un poder extraño. A diferencia de las sagradas escrituras, la escritura poética es la revelación de sí mismo que el hombre se hace a sí mismo. De esta circunstancia procede que la poesía moderna sea también teoría de la poesía. Movido por la necesidad de fundar su actividad en principios que la filosofía le rehúsa y la teología sólo le concede en parte, el poeta se desdobla en crítico. Coleridge es uno de los primeros en inclinarse sobre la creación poética, para preguntarle qué significa o dice realmente el poema. Para el poeta inglés la imaginación es el don más alto del hombre y en su forma primordial «la facultad original de toda percepción humana». Esta concepción se inspira en la de Kant. Según la interpretación que ha hecho Heidegger de la Crítica de la razón pura: la «imaginación trascendental» es la raíz de la sensibilidad y del entendimiento y la que hace posible el juicio… La imaginación despliega o proyecta los objetos y sin ella no habría ni percepción ni juicio; o mejor: como manifestación de la temporalidad que es, se despliega y presenta los objetos a la sensibilidad y al entendimiento. Sin esta operación —en la que consiste propiamente lo que llamamos «imaginar»— sería imposible la percepción[47]. Razón e imaginación («trascendental» o «primordial») no son facultades opuestas: la segunda es el fundamento de la primera y lo que permite percibir y juzgar al hombre. Coleridge, además, en una segunda acepción de la palabra, concibe la imaginación no sólo como un órgano del conocimiento sino como la facultad de expresarlo en símbolos y mitos. —En este segundo sentido el saber que nos entrega la imaginación, no es realmente un conocimiento: es el saber supremo, «it’s a form of Being, or indeed it is the only Knowledge that truly is, and all other Science is real only as it is symbolical of this»[48]. Imaginación y razón, en su origen una y la misma cosa, terminan por fundirse en una evidencia que es indecible excepto por medio de una representación simbólica: el mito. En suma, la imaginación es, primordialmente, un órgano de conocimiento, puesto que es la condición necesaria de toda percepción; y, además, es una facultad que expresa, mediante mitos y símbolos, el saber más alto.

Poesía y filosofía culminan en el mito. La experiencia poética y la filosófica se confunden con la religión. Pero la religión no es una revelación, sino un estado de ánimo, una suerte de acuerdo último del ser del hombre con el ser del universo. Dios es una substancia pura, sobre la que la razón nada puede decir, excepto que es indecible: «the divine truths of religion should have been revealed to us in the form of poetry; and that at all times poets, not the slaves of any particular sectarian opinion, should have joined to support all those delicate sentiments of the heart…»[49] Religión es poesía, y sus verdades, más allá de toda opinión sectaria, son verdades poéticas: símbolos o mitos. Coleridge despoja a la religión de su cualidad constitutiva: el ser revelación de un poder divino y la reduce a la intuición de una verdad absoluta, que el hombre expresa a través de formas míticas y poéticas. Por otra parte, la religión is the poetry of Mankind. Así, funda la verdad poético-religiosa en el hombre y la convierte en una forma histórica. Pues la frase «la religión es la poesía de la humanidad» quiere decir efectivamente: la forma que tiene la poesía de encarnar en los hombres, y hacerse rito e historia, es la religión. En esta idea, común a todos los grandes poetas de la edad moderna, se encuentra la raíz de la oposición entre poesía y modernidad. La poesía se proclama como un principio rival del espíritu crítico y como el único que puede sustituir los antiguos principios sagrados. La poesía se concibe como el principio original sobre el que, como manifestaciones secundarias e históricas, cuando no como superposiciones tiránicas y máscaras encubridoras, descansan las verdades de la religión. De ahí que el poeta no pueda sino ver con buenos ojos la critica que hace el espíritu racional de la religión. Pero apenas ese mismo espíritu crítico se proclama sucesor de la religión, lo condena.

Sin duda las reflexiones anteriores simplifican con exceso el problema. Ya se sabe que la realidad es más rica que nuestros esquemas intelectuales. Sin embargo, reducida a lo esencial, no es otra la posición del romanticismo alemán, desde Hölderlin y, a partir de ese momento, de todos los poetas europeos, llámense Hugo o Baudelaire, Shelley o Wordsworth. No es inútil repetir, por otra parte, que todos estos poetas coinciden en algún momento con la revolución del espíritu crítico. No podía ser de otro modo, pues ya se ha visto que la empresa poética coincide lateralmente con la revolucionaria. La misión del poeta consiste en ser la voz de ese movimiento que dice «No» a Dios y a sus jerarcas y «Sí» a los hombres. Las Escrituras del mundo nuevo serán las palabras del poeta revelando a un hombre libre de dioses y señores, ya sin intermediarios frente a la muerte y a la vida. La sociedad revolucionaria es inseparable de la sociedad fundada en la palabra poética. No es extraño por eso que la Revolución francesa suscitase una inmensa expectación en todos los espíritus y que conquistase la simpatía de los poetas alemanes e ingleses. Cierto, a la esperanza sucede la hostilidad; pero más tarde —amortiguado o justificado el doble escándalo del terror revolucionario y del cesarismo napoleónico— los herederos de los primeros románticos vuelven a identificar poesía y revolución. Para Shelley el poeta moderno ocupará su antiguo lugar, usurpado por el sacerdote, y volverá a ser la voz de una sociedad sin monarcas. Heine reclama para su tumba la espada del guerrero. Todos ven en la gran rebelión del espíritu crítico el prólogo de un acontecimiento aún más decisivo: el advenimiento de una sociedad fundada en la palabra poética. Novalis advierte que «la religión no es sino poesía práctica», esto es, poesía encarnada y vivida. Más osado que Coleridge, el poeta alemán afirma: «La poesía es la religión original de la humanidad». Restablecer la palabra original, misión del poeta, equivale a restablecer la religión original, anterior a los dogmas de las Iglesias y los Estados.

La actitud de William Blake ilustra de un modo insuperable la dirección de la poesía y el lugar que ocupa al iniciarse nuestra época. Blake no escatima sus ataques y sarcasmos contra los profetas del siglo de las luces y especialmente contra el espíritu volteriano. Sólo que, con el mismo furor, no cesa de burlarse del cristianismo oficial. La palabra del poeta es la palabra original, anterior a las Biblias y Evangelios: «El genio poético es el hombre verdadero…, las religiones de todas las naciones se derivan de diferentes recepciones del genio poético…, los Testamentos judío y cristiano derivan originalmente del genio poético…»[50]. El hombre y el Cristo de Blake son el reverso de los que nos proponen las religiones oficiales. El hombre original es inocente y cada uno de nosotros lleva en sí a un Adán. Cristo mismo es Adán. Los diez mandamientos son invención del Demonio:

Was Jesus chaste? or did he

Give any lessons of chastity?

The morning plush’d a fiery red:

Mary was found in adulterous bed.

……………………………

Good and Evil are no more,

Sinai’s trumpets, cease to roar!

La misión del poeta es restablecer la palabra original, desviada por los sacerdotes y los filósofos. «Las prisiones están hechas con las piedras de la Ley; los burdeles, con los ladrillos de la Religión». Blake canta la Revolución americana y la francesa, que rompen las prisiones y sacan a Dios de las iglesias. Pero la sociedad que profetiza la palabra del poeta no puede confundirse con la utopía política. La razón crea cárceles más oscuras que la teología. El enemigo del hombre se llama Urizen (la Razón), el «dios de los sistemas», el prisionero de sí mismo. La verdad no procede de la razón, sino de la percepción poética, es decir, de la imaginación. El órgano natural del conocimiento no son los sentidos ni el raciocinio; ambos son limitados y en verdad contrarios a nuestra esencia última, que es deseo infinito: «Menos que todo, no puede satisfacer al hombre». El hombre es imaginación y deseo:

Abstinence sows sand all over

The suddy lambs and flaming hair,

But desire gratified

Plants fruits of life and beauty there.

Por obra de la imaginación el hombre sacia su infinito deseo y se convierte él mismo en ser infinito. El hombre es una imagen, pero una imagen en la que el mismo encarna. El éxtasis amoroso es esa encarnación del hombre en su imagen: uno con el objeto de su deseo, es uno consigo mismo. Por tanto, la verdadera historia del hombre es la de sus imágenes: la mitología. Blake nos cuenta en sus libros proféticos la historia del hombre en imágenes míticas. Una historia en marcha que está sucediendo ahora mismo, en este instante y que desemboca en la fundación de una nueva Jerusalén. Los grandes poemas de Blake no son sino la historia de la imaginación, esto es, de los avatares del Adán primordial. Historia mítica: escritura sagrada: escritura de fundación. Revelación del pasado original, que desvela el tiempo arquetípico, anterior a los tiempos. Escritura de fundación y profecía: lo que fue, será y está siendo desde toda la eternidad. ¿Y qué nos profetizan estas sagradas escrituras poéticas? El advenimiento de un hombre que ha recobrado su naturaleza original y que así ha vencido a la ley de gravedad del pecado. Aligerado de la culpa, el hombre de Blake vuela, tiene mil ojos, fuego en la cabellera, besa lo que toca, incendia lo que piensa. Ya es imagen, ya es acto. Deseo y realización son lo mismo. Cristo y Adán se reconcilian, Urizen se redime. Cristo no es «el eterno ladrón de energías» sino la energía misma, tensa y disparada hacia el acto. La imaginación hecha deseo, el deseo hecho acto: «Energía, delicia eterna». El poeta limpia de errores los libros sagrados y escribe inocencia ahí donde se leía pecado, libertad donde estaba escrito autoridad, instante donde se había grabado eternidad. El hombre es libre, deseo e imaginación son sus alas, el cielo está al alcance de la mano y se llama fruta, flor, nube, mujer, acto. «La eternidad está enamorada de las obras del tiempo.» El reino que profetiza Blake es el de la poesía. El poeta vuelve a ser Vate y su vaticinio proclama la fundación de una ciudad cuya primera piedra es la palabra poética. La sociedad poética, la nueva Jerusalem, se perfila por primera vez, desprendida de los dogmas de la religión y de la utopía de los filósofos. La poesía entra en acción.

El romanticismo alemán proclama ambiciones semejantes. En la revista Athenäum, que sirvió de órgano a los primeros románticos, Federico Schlegel define así su programa: «La poesía romántica no es sólo una filosofía universal progresista. Su fin no consiste sólo en reunir todas las diversas formas de poesía y restablecer la comunicación entre poesía, filosofía y retórica. También debe mezclar y fundir poesía y prosa, inspiración y critica, poesía natural y poesía artificial, vivificar y socializar la poesía, hacer poética la vida y la sociedad, poetizar el espíritu, llenar y saturar las formas artísticas de una substancia propia y diversa y animar el todo con la ironía». Las tendencias del grupo de Jena encuentran en Novalis la voz más clara y el pensamiento más recto y audaz, unidos a la autenticidad del gran poeta. La religión de la noche y de la muerte de los Himnos los impresionantes Fragmentos —cada uno como un trozo de piedra estelar, en la que estuviesen grabados los signos de la universal analogía y las correspondencias que enlazan al hombre con el cosmos—, la búsqueda de una Edad Media perdida, la resurrección del mito del poeta como una figura triple en la que se alían el caballero andante, el enamorado y el vidente, forman un astro de muchas facetas. Una de ellas es un proyecto de reforma histórica: la creación de una nueva Europa, hecha de la alianza de catolicismo y espíritu germánico. En el famoso ensayo Europa y la Cristiandad —escrito en 1799, el año de la caída del Directorio-Novalis propone un retorno al catolicismo medieval. Pero no se trata de un regreso a Roma, sino de algo nuevo, aunque inspirado en la universalidad romana. La universalidad de Novalis no es una forma vacía; el espíritu germánico será su substancia, pues la Edad Media está viva e intacta en las profundidades del alma popular germana. ¿Y qué es la Edad Media sino la profecía, el sueño del espíritu romántico? El espíritu romántico: la poesía. Historia y poesía se funden. Un gran Concilio de la Paz reconciliará la libertad con el Papado, la razón filosófica con la imaginación. Nuevamente, y por vías inesperadas, la poesía entra en la historia.

El sueño de Novalis es un inquietante anuncio de otras y más feroces ideologías. Mas la misma inquietud, si se ha de ser justo, deben provocarnos ciertos discursos de Saint-Just, otro joven puro, que son también una profecía de las futuras hazañas del espíritu geométrico. La actitud de Novalis, por otra parte, refleja una doble crisis, personal e histórica, imposible de analizar aquí. Baste decir que la Revolución francesa puso entre la espada y la pared a los mejores espíritus alemanes, como lo hizo con los españoles[51]. El grupo de Jena, tras un momento de seducción y no sin desgarramiento, reniega de muchas de sus concepciones del primer momento. Algunos se echan en brazos de la Santa Alianza, se acogen a la Iglesia católica o a los príncipes y el resto penetra en la gran noche romántica de la muerte. Estas oscilaciones son la contrapartida de las crisis y convulsiones revolucionarias, desde el Terror hasta el Thermidor y su final culminación en la aventura de Bonaparte. Es imposible entender la reacción romántica si se olvidan las circunstancias históricas. Defender a Alemania de las invasiones napoleónicas era combatir contra la opresión extranjera, pero también fortificar el absolutismo interior. Dilema insoluble para la mayoría de los románticos. Como ha dicho Marx: «La lucha contra Napoleón fue una regeneración acompañada de una reacción». Nosotros, contemporáneos de la Revolución de 1917 y de los Procesos de Moscú, podemos comprender mejor que nadie las alternativas del drama romántico.

La concepción de Novalis se presenta como una tentativa por insertar la poesía en el centro de la historia. La sociedad se convertirá en comunidad poética y, más precisamente, en poema viviente. La forma de relación entre los hombres dejará de ser la de señor y siervo, patrono y criado, para convertirse en comunión poética. Novalis prevé comunidades dedicadas a producir colectivamente poesía. Esta comunión es, ante todo, un penetrar en la muerte, la gran madre, porque sólo la muerte —que es la noche, la enfermedad y el cristianismo, pero también el abrazo erótico, el festín en donde la «roca se hace carne»— nos dará acceso a la salud, a la vida y al sol. La comunión de Novalis es una reconciliación de las dos mitades de la esfera. En la noche de la muerte, que es asimismo la del amor, Cristo y Dionisos son uno. Hay un punto magnético donde las grandes corrientes poéticas se cruzan: en un poema como El pan y el vino y la visión de Hölderlin, poeta solar, roza por un momento la del Himno V de Novalis, poeta de la noche. En los Himnos arde un sol secreto, sol de poesía, uva negra de resurrección, astro cubierto de una armadura negra. Y no es casual la irrupción de esa imagen del sol como un caballero que lleva armas y penacho enlutados, porque la comunión de Novalis es una cena mística y heroica en que los comensales son caballeros que también son poetas. Y el pan que se reparte en ese banquete es el pan solar de la poesía. «Beberemos ese vino de luz, seremos astros», dice el Himno. Comunión en la poesía, la cena del romanticismo alemán es una rima o respuesta a la Jerusalem de Blake. En ambas visiones descendemos al origen de los tiempos, en busca del hombre original, el Adán que es Cristo. En ambas, la mujer —que es el «alimento corporal más elevado»— es mediación, puerta de acceso a la otra orilla, allá donde las dos mitades pactan y el hombre es uno con sus imágenes.

Desde su nacimiento la poesía moderna se presenta como una empresa autónoma y a contracorriente. Incapaz de pactar con el espíritu crítico, tampoco logra encontrar asidero en las Iglesias. Es revelador que para Novalis el triunfo del cristianismo no entrañe la negación, sino la absorción, de las religiones precristianas. En la noche romántica «todo es delicia, todo es poema eterno y el sol que nos ilumina es la faz augusta de Dios». La noche es sol. Y lo más sorprendente es que esta victoria solar de Cristo se cumple no antes sino después de la era científica, esto es, en la edad romántica: en el presente. El Cristo histórico que predicó en Galilea evidentemente no es el mismo que la deidad noche-sol que invocan los Himnos. Lo mismo ocurre con la Virgen, que asimismo es Perséfona y Sofía, la novia del poeta, la muerte que es vida. El nuevo catolicismo de Novalis es, al pie de la letra, nuevo y distinto del histórico; y también es más antiguo porque convoca las divinidades que adoraron los paganos. Desde esta perspectiva se ilumina con otro sentido el ensayo Europa y la Cristiandad; la poesía, una vez más, ostenta una doble faz: es la más revolucionaria de las revoluciones y, simultáneamente, la más conservadora de las revelaciones, porque no consiste sino en restablecer la palabra original. La actitud de los otros grandes precursores —Hölderlin, Blake, Nerval— es aún más neta: su Cristo es Dionisos, Luzbel, Orfeo.

La raíz de la ruptura entre poesía moderna y religión es de índole distinta a la que enfrenta el espíritu poético con el racional, pero sus consecuencias son semejantes: también las Iglesias, como la burguesía, expulsan a los poetas. La oposición entre las escrituras poéticas y las sagradas es de tal naturaleza que todas las alianzas de la poesía moderna con las religiones establecidas terminan siempre en escándalo. Nada menos ortodoxo que el cristianismo de un Blake o de un Novalis; nada más sospechoso que el de un Baudelaire; nada más alejado de la religión oficial que las visiones de un Shelley, un Rimbaud o un Mallarmé, para no hablar de aquel que hizo de ruptura y negación el canto fúnebre más acerado del siglo: Isidoro Ducasse[52].

No es necesario seguir los episodios de la sinuosa y subterránea marcha del movimiento poético del siglo pasado, oscilante siempre entre los dos polos de Revolución y Religión. Cada adhesión termina en ruptura; cada conversión, en escándalo. Monnerot ha comparado la historia de la poesía moderna con la de las sectas gnósticas y con la de los adeptos de la tradición oculta. Esto es verdad en dos sentidos. Es innegable la influencia del gnosticismo y de la filosofía hermética en poetas como Nerval, Hugo, Mallarmé, para no hablar de los poetas de este siglo: Yeats, George, Rilke, Breton. Por otra parte, cada poeta crea a su alrededor pequeños círculos de iniciados, de modo que sin exageración puede hablarse de una sociedad secreta de la poesía. La influencia de estos grupos ha sido inmensa y ha logrado transformar la sensibilidad de nuestra época. Desde este punto de vista no es falso afirmar que la poesía moderna ha encarnado en la historia, no a plena luz, sino como un misterio nocturno y un rito clandestino. Una atmósfera de conspiración y de ceremonia subterránea rodea el culto de la poesía.

Condenado a vivir en el subsuelo de la historia, la soledad define al poeta moderno. Aunque ningún decreto lo obligue a dejar su tierra, es un desterrado. En cierto sentido, Dante jamás abandonó Florencia, pues la sociedad antigua siempre guardó un sitio para el poeta. Los vínculos con su ciudad no se rompieron: se transformaron, pero la relación continuó viva y dinámica. Ser enemigo del Estado, perder cienos derechos cívicos, estar sujeto a la venganza o a la justicia de la ciudad natal, es algo muy distinto a carecer de identidad personal. En el segundo caso la persona desaparece, se convierte en un fantasma. El poeta moderno no tiene lugar en la sociedad porque, efectivamente, no es «nadie». Esto no es una metáfora: la poesía no existe para la burguesía ni para las masas contemporáneas. El ejercicio de la poesía puede ser una distracción o una enfermedad, nunca una profesión: el poeta no trabaja ni produce. Por eso los poemas no valen nada: no son productos susceptibles de intercambio mercantil. El esfuerzo que se gasta en su creación no puede reducirse al valor trabajo. La circulación comercial es la forma más activa y total de intercambio que conoce nuestra sociedad y la única que produce valor. Como la poesía no es algo que pueda ingresar en el intercambio de bienes mercantiles, no es realmente un valor. Y si no es un valor, no tiene existencia real dentro de nuestro mundo. La volatilización se opera en dos sentidos: aquello de que habla el poeta no es real —y no es real, primordialmente, porque no puede ser reducido a mercancía—; y además la creación poética no es una ocupación, un trabajo o actividad definida, ya que no es posible remunerarla. De ahí que el poeta no tenga status social. La polémica sobre el «realismo» se iluminaría con otra luz si aquellos que atacan a la poesía moderna por su desdén de la «realidad social» se diesen cuenta de que no hacen sino reproducir la actitud de la burguesía. La poesía moderna no habla de «cosas reales» porque previamente se ha decidido abolir toda una parte de la realidad: precisamente aquella que, desde el nacimiento de los tiempos, ha sido el manantial de la poesía. «Lo admirable de lo fantástico —dice Breton— es que no es fantástico sino real». Nadie se reconoce en la poesía moderna porque hemos sido mutilados y ya se nos ha olvidado cómo éramos antes de esta operación quirúrgica. En un mundo de cojos, aquel que habla de que hay seres con dos piernas es un visionario, un hombre que se evade de la realidad. Al reducir el mundo a los datos de la conciencia y todas las obras al valor trabajo-mercancía, automáticamente se expulsó de la esfera de la realidad al poeta y a sus obras.

A medida que el poeta se desvanece como existencia social y se hace más rara la circulación a plena luz de sus obras, aumenta su contacto con eso que, a falta de expresión mejor, llamaremos la mitad perdida del hombre. Todas las empresas del arte moderno se dirigen a restablecer el diálogo con esa mitad. El auge de la poesía popular, el recurso al sueño y al delirio, el empleo de la analogía como llave del universo, las tentativas por recobrar el lenguaje original, la vuelta a los mitos, el descenso a la noche, el amor por las artes de los primitivos, todo es búsqueda del hombre perdido. Fantasma en una ciudad de piedra y dinero, desposeído de su existencia concreta e histórica, el poeta se cruza de brazos y vislumbra que todos hemos sido arrancados de algo y lanzados al vacío: a la historia, al tiempo. La situación de destierro, de sí mismo y de sus semejantes, lleva al poeta a adivinar que sólo si se toca el punto extremo de la condición solitaria cesará la condena. Porque allí donde parece que ya no hay nada ni nadie, en la frontera última, aparece el otro, aparecemos todos. El hombre solo, arrojado a esta noche que no sabemos si es la de la vida o la de la muerte, inerme, perdidos todos los asideros, descendiendo interminablemente, es el hombre original, el hombre real, la mitad perdida. El hombre original es todos los hombres.

La tentativa más desesperada y total por romper el cerco y hacer de la poesía un bien común se produjo ahí donde las condiciones objetivas se habían hecho críticas: Europa, después de la primera Guerra Mundial. Entre todas las aventuras de ese momento, la más lúcida y ambiciosa fue el surrealismo. Examinarlo será dar cuenta, en su forma más extremada y radical, de las pretensiones de la poesía contemporánea.

El programa surrealista —transformar la vida en poesía y operar así una revolución decisiva en los espíritus, las costumbres y la vida social— no es distinto al proyecto de Federico Schlegel y sus amigos: hacer poética la vida y la sociedad. Para lograrlo, unos y otros apelan a la subjetividad: la disgregación de la realidad objetiva, primer paso para su poetización, será obra de la inserción del sujeto en el objeto. La «ironía» romántica y el «humor» surrealista se dan la mano.

El amor y la mujer ocupan en ambos movimientos un lugar central: la plena libertad erótica se alía a la creencia en el amor único. La mujer abre las puertas de la noche y de la verdad; la unión amorosa es una de las experiencias más altas del hombre y en ella el hombre toca las dos vertientes del ser: la muerte y la vida, la noche y el día. Las heroínas románticas, hermosas y terribles como esa maravillosa Carolina de Gunderode, reencarnan en mujeres como Leonora Carrington. Las vicisitudes políticas son también parecidas: entre la reacción bonapartista y la Santa Alianza, Schlegel se entrega a Metternich y otros se refugian en el catolicismo; en dirección opuesta pero no menos negadora de su pasado, frente al mundo burgués y la reacción estalinista, poetas como Aragón y Éluard abrazan esta última. Los otros se dispersan (hasta que el campo de concentración o el manicomio se los tragan: Desnos y Artaud), continúan solos su aventura, acción y creación, como Rene Char o persisten, como Breton y Péret, en busca de una vía que concilie poesía y revolución.

No menos notables son las diferencias. Entre los surrealistas es menos aguda y amplia la mirada metafísica; incluso en Breton —el único con vocación realmente filosófica— la visión es parcial y desgarrada. La atmósfera que envuelve a los románticos es la filosofía alemana; al surrealismo, la poesía de Apollinaire, el arte contemporáneo, Freud y Marx. En cambio, la conciencia histórica de los surrealistas es más clara y profunda y su relación con el mundo más directa y arrojada. Los románticos terminan negando la historia y refugiándose en el sueño; los surrealistas no abandonan la partida —incluso si esto significa, según ocurre con Aragón, someter la palabra a las necesidades de la acción. Diferencias y semejanzas se funden en una circunstancia común: ambos movimientos son una protesta contra la esterilidad espiritual del espíritu geométrico, coinciden con revoluciones que se transforman en dictaduras cesáreas o burocráticas y, en fin, constituyen tentativas por trascender razón y religión y fundar así un nuevo sagrado. Frente a crisis históricas semejantes son simultáneamente crepúsculo y alba. El primero delata la común insuficiencia del absolutismo y del espíritu jacobino; el segundo, el nihilismo último del capitalismo y los peligros del bolchevismo burocrático. No logran una síntesis, pero en plena tormenta histórica levantan la bandera de la poesía y el amor.

Como los románticos, los surrealistas atacan las nociones de objeto y sujeto. No es útil detenerse en la descripción de su actitud, expuesta ya en otro capítulo. Sí lo es, en cambio, subrayar que la afirmación de la inspiración como una manifestación del inconsciente y las tentativas por crear colectivamente poemas implican una socialización de la creación poética. La inspiración es un bien común; basta con cerrar los ojos para que fluyan las imágenes; todos somos poetas y hay que pedirle peras al olmo. Blake había dicho: «all men are alike in the poetic genius». El surrealismo trata de mostrarlo acudiendo al sueño, al dictado del inconsciente y a la colectivización de la palabra. La poesía hermética, de Mallarmé y Valéry —y la concepción del poeta como un elegido y un ser aparte— sufren una terrible embestida: todos podemos ser poetas. «Devolvemos el talento que se nos presta. Habladme del talento de ese metro de platino, de ese espejo, de esa puerta… Nosotros no tenemos talento», dice Breton en el Primer manifiesto. La destrucción del sujeto implica la del objeto. El surrealismo pone en entredicho las obras. Toda obra es una aproximación, una tentativa por alcanzar algo. Pero ahí donde la poesía está al alcance de todos, son superfluos los poemas y los cuadros. Todos los podemos hacer. Y más: todos podemos ser poemas. Vivir en poesía es ser poemas, ser imágenes. La socialización de la inspiración conduce a la desaparición de las obras poéticas, disueltas en la vida. El surrealismo no se propone tanto la creación de poemas como la transformación de los hombres en poemas vivientes.

Entre los medios destinados a consumar la abolición de la antinomia poeta y poesía, poema y lector, tú y yo, el de mayor radicalismo es la escritura automática. Destruida la cáscara del yo, rotos los tabiques de la conciencia, poseído por la otra voz que sube de lo hondo como un agua que emerge, el hombre regresa a aquello de que fue separado cuando nació la conciencia. La escritura automática es el primer paso para restaurar la edad de oro, en la que pensamiento y palabra, fruto y labios, deseo y acto son sinónimos. La «lógica superior» que pedía Novalis es la escritura automática: yo es tu, esto es aquello. La unidad de los contrarios es un estado en el que cesa el conocimiento, porque se ha fundido el que conoce con aquello que es conocido: el hombre es un surtidor de evidencias.

La práctica de la escritura automática se enfrenta con varias dificultades. En primer término, es una actividad que se realiza en dirección contraria a todas las nociones vigentes en nuestro mundo; ataca, señaladamente, uno de los fundamentos de la moral corriente: el valor del esfuerzo. Por otra parte, la pasividad que exige el automatismo poético implica una decisión violenta: la voluntad de no intervenir. La tensión que se produce es insoportable y sólo unos cuantos logran llegar, si es que llegan, a ese estado de pasiva actividad. La escritura automática no está al alcance de todos. Y aun diré que su práctica efectiva es imposible, ya que supone la identidad entre el ser del hombre individual y la palabra, que es siempre social. Precisamente el equívoco del lenguaje reside en esa oposición. El lenguaje es simbólico porque trata de poner en relación dos realidades heterogéneas: el hombre y las cosas que nombra. La relación es doblemente imperfecta porque el lenguaje es un sistema de símbolos que reduce, por una parte, a equivalencias la heterogeneidad de cada cosa concreta y, por la otra, constriñe al hombre individual a servirse de símbolos generales. La poesía, precisamente, se propone encontrar una equivalencia (eso es la metáfora) en la que no desaparezcan ni las cosas en su particularidad concreta ni el hombre individual. La escritura automática es un método para alcanzar un estado de perfecta coincidencia entre las cosas, el hombre y el lenguaje; si ese estado se alcanzase, consistiría en una abolición de la distancia entre el lenguaje y las cosas y entre el primero y el hombre. Pero esa distancia es la que engendra el lenguaje; si la distancia desaparece, el lenguaje se evapora. O dicho de otro modo: el estado al que aspira la escritura automática no es la palabra sino el silencio. No niego la espontaneidad ni el automatismo: son partes constitutivas de la premeditación o inspiración. El lenguaje nos dice —a condición de que lo digamos… Nuestro juicio sobre esta idea será menos severo si la insertamos dentro de la perspectiva histórica del surrealismo. El automatismo es otro nombre de esa recuperación de la conciencia enajenada que postula el movimiento revolucionario. En una sociedad comunista, el trabajo se transformaría poco a poco en arte; la producción de cosas sería también la creación de obras. Y a medida que la conciencia determinase a la existencia, todos seríamos poetas porque nuestros actos serían creaciones. La noche que es un «eterno poema» sería una realidad cotidiana y a pleno sol.

Ahora, tras la segunda Guerra Mundial y los años tensos que la han seguido, puede verse con mayor claridad en qué consistió el fracaso revolucionario del surrealismo. Ninguno de los movimientos revolucionarios del pasado había adoptado la forma cerrada del Partido Comunista; ninguna de las escuelas poéticas anteriores se había presentado como un grupo tan compacto y militante. El surrealismo no sólo se proclamó la voz poética de la Revolución, sino que identificó a ésta con la poesía. La nueva sociedad comunista sería una sociedad surrealista, en la que la poesía circularía por la vida social como una fuerza perpetuamente creadora. Pero en la realidad histórica esa nueva sociedad había ya engendrado sus mitos, sus imágenes y un nuevo sagrado. Antes de que naciese el culto a los jefes, ya habían surgido los guardianes de los libros santos y una casta de teólogos e inquisidores. Finalmente, la nueva sociedad empezó a parecerse demasiado a las antiguas y muchos de sus actos recordaban no sólo el terror del Tribunal de Salud Pública sino las hazañas de los Faraones. Sin embargo, la transformación del Estado obrero de Lenin en inmensa y eficaz burocracia precipitó la ruptura, pero no fue su causa. Con Trotski en el poder las dificultades no habrían sido del todo diferentes. Basta leer Literatura y revolución para darse cuenta de que la libertad del arte también tenía para Trotski ciertos límites; si el artista los traspasa, el Estado revolucionario tiene el deber de cogerlo por los hombros y sacudirlo[53]. El compromiso era imposible, por las mismas razones que habían impedido a los poetas del siglo pasado toda unión permanente con la Iglesia, el Estado liberal o la burguesía.

A partir de esta ruptura, el surrealismo vuelve a ser lo que fueron los antiguos círculos poéticos: una sociedad semisecreta. Es cierto que Breton no ha cesado de afirmar la identidad última del movimiento revolucionario y el poético, mas su acción en el campo de la realidad ha sido esporádica y no ha llegado a influir en la vida política. Al mismo tiempo, no sería justo olvidar que, más allá de este fracaso histórico, la sensibilidad de nuestra época y sus imágenes —singularmente el triángulo incandescente que forman la libertad, el amor y la poesía— son en gran medida una creación del surrealismo y de su influencia sobre la mayor parte de los poetas contemporáneos. Por lo demás, el surrealismo no es una supervivencia de la primera postguerra, ni un objeto arqueológico. En realidad, es la única tendencia que ha logrado llegar viva a la mitad del siglo, después de atravesar una guerra y una crisis espiritual sin paralelo. Lo que distingue al romanticismo y al surrealismo del resto de los movimientos literarios modernos es su poder de transformación y su capacidad para atravesar, subterráneamente, la superficie histórica y reaparecer de nuevo. No se puede enterrar al surrealismo porque no es una idea sino una dirección del espíritu humano. La decadencia innegable del estilo poético surrealista, transformado en receta, es la de una forma de arte determinada y no afecta esencialmente a sus poderes últimos. El surrealismo puede crear nuevos estilos, fertilizar los viejos o, incluso, prescindir de toda forma y convertirse en un método de búsqueda interior. Ahora bien, independientemente de lo que reserve el porvenir a este grupo y a sus ideas, es evidente que la soledad sigue siendo la nota dominante de la poesía actual. La escritura automática, la edad de oro, la noche que es un festín eterno, el mundo de Shelley y Novalis, de Blake y Hölderlin, no está al alcance de los hombres. La poesía no ha encarnado en la historia, la experiencia poética es un estado de excepción y el único camino que le queda al poeta es el antiguo de la creación de poemas, cuadros y novelas. Sólo que este volver al poema no es un simple retorno, ni una restauración. Cervantes no reniega de don Quijote: asume su locura, no la vende por unas migajas de sentido común. El poema futuro, para ser de veras poema, deberá partir de la gran experiencia romántica. ¿Las preguntas que desde hace siglo y medio se hacen los más grandes poetas tienen una respuesta?