LA OTRA ORILLA

El hombre se vierte en el ritmo, cifra de su temporalidad; el ritmo, a su vez, se declara en la imagen; y la imagen vuelve al hombre apenas unos labios repiten el poema. Por obra del ritmo, repetición creadora, la imagen —haz de sentidos rebeldes a la explicación— se abre a la participación. La recitación poética es una fiesta: una comunión. Y lo que se reparte y recrea en ella es la imagen. El poema se realiza en la participación, que no es sino recreación del instante original. Así, el examen del poema nos lleva al de la experiencia poética. El ritmo poético no deja de ofrecer analogías con el tiempo mítico; la imagen con el decir místico; la participación con la alquimia mágica y la comunión religiosa. Todo nos lleva a insertar el acto poético en la zona de lo sagrado. Pero todo, desde la mentalidad primitiva hasta la moda, los fanatismos políticos y el crimen mismo, es susceptible de ser considerado como forma de lo sagrado. La fertilidad de esta noción —de la que se ha abusado tanto como del psicoanálisis y del historicismo— nos puede llevar a las peores confusiones. De ahí que estas páginas no se propongan tanto explicar la poesía por lo sagrado como trazar las fronteras entre ambos y mostrar que la poesía constituye un hecho irreductible, que sólo puede comprenderse totalmente por sí mismo y en sí mismo.

El hombre moderno ha descubierto modos de pensar y de sentir que no están lejos de lo que llamamos la parte nocturna de nuestro ser. Todo lo que la razón, la moral o las costumbres modernas nos hacen ocultar o despreciar constituye para los llamados primitivos la única actitud posible ante la realidad. Freud descubrió que no bastaba con ignorar la vida inconsciente para hacerla desaparecer. La antropología, por su parte, muestra que se puede vivir en un mundo regido por los sueños y la imaginación, sin que esto signifique anormalidad o neurosis. El mundo de lo divino no cesa de fascinarnos porque, más allá de la curiosidad intelectual, hay en el hombre moderno una nostalgia. La boga de los estudios sobre los mitos y las instituciones mágicas y religiosas tiene las mismas raíces que otras aficiones contemporáneas, como el arte primitivo, la psicología del inconsciente o la tradición oculta. Estas preferencias no son casuales. Son el testimonio de una ausencia, las formas intelectuales de una nostalgia. De ahí que, al inclinarme sobre este tema, no pueda dejar de tener presente su ambigüedad: por una parte, juzgo que poesía y religión brotan de la misma fuente y que no es posible disociar el poema de su pretensión de cambiar al hombre sin peligro de convertirlo en una forma inofensiva de la literatura; por la otra, creo que la empresa prometeica de la poesía moderna consiste en su beligerancia frente a la religión, fuente de su deliberada voluntad por crear un nuevo «sagrado», frente al que nos ofrecen las iglesias actuales.

Al estudiar las instituciones de los aborígenes de —Australia y África, o al examinar el folklore y la mitología de los pueblos históricos, los antropólogos encontraron formas de pensamiento y de conducta que les parecían un desafío a la razón. Constreñidos a buscar una explicación, algunos pensaron que se trataba de aplicaciones equivocadas del principio de causalidad. Frazer creía que la magia era la «actitud más antigua del hombre ante la realidad», de la cual se habían desprendido ciencia, religión y poesía; ciencia falaz, la magia era «una interpretación errónea de las leyes que gobiernan la naturaleza». Lévy-Bruhl, por su parte, acudió a la noción de mentalidad prelógica, fundada en la participación: «El primitivo no asocia de manera lógica, causal, los objetos de su experiencia. Ni los ve como una cadena de causas y efectos, ni los considera como fenómenos distintos, sino que experimenta una participación recíproca de tales objetos, de manera que uno entre ellos no puede moverse sin afectar al otro. Esto es, que no puede tocarse a uno sin influir en el otro y sin que el hombre mismo no cambie». Freud, por su parte, aplicó con poco éxito sus ideas al estudio de ciertas instituciones primitivas. C. G. Jung ha intentado también una explicación psicológica, fundándose en el inconsciente colectivo y en los arquetipos míticos universales; Lévi-Strauss busca el origen del incesto, acaso el primer «No» opuesto por el hombre a la naturaleza; Dumézil se inclina sobre los mitos arios y encuentra en la comunión primaveral —o como poéticamente la llama en uno de sus libros: El festín de la inmortalidad— el origen de la mitología y de la poesía indoeuropeas; Cassirer concibe el mito, la magia, el arte y la religión como expresiones simbólicas del hombre; Malinowski…, pero el campo es inmenso y no es mi propósito agotar una materia tan rica y que día a día se transforma, conforme surgen nuevas ideas y descubrimientos.

Lo primero que debemos preguntarnos ante esta enorme masa de hechos e hipótesis es si de verdad existe eso que se llama una sociedad primitiva. Nada más discutible. Los lacandones, por ejemplo, pueden ser considerados como un grupo que vive en condiciones de real arcaísmo. Sólo que se trata de los descendientes directos de la civilización maya, la más compleja y rica que haya brotado en tierras americanas. Las instituciones de los lacandones no constituyen la génesis de una cultura, sino que son sus últimos restos. Ni su mentalidad es prelógica, ni sus prácticas mágicas representan un estado pre-religioso, ya que la sociedad lacandona no precede a nada, excepto a la muerte. Y así, esas formas más bien parecen mostrarnos cómo mueren ciertas culturas, que cómo nacen. En otros casos —según indica Toynbee— se trata de sociedades cuya civilización se ha petrificado, según ocurre con la sociedad esquimal. Por tanto, puede concluirse que, decadentes o petrificadas, ninguna de las sociedades que estudian los especialistas merece realmente el nombre de primitiva.

La idea de una «mentalidad primitiva» —en el sentido de algo antiguo, anterior y ya superado o en vías de superación— no es sino una de tantas manifestaciones de una concepción lineal de la historia. Desde este punto de vista es una excrecencia de la noción de «progreso». Ambas proceden, por lo demás, de la concepción cuantitativa del tiempo. No es eso todo. En la primera de sus grandes obras Lévy-Bruhl afirma que «la necesidad de participación seguramente es más imperiosa e intensa, incluso entre nosotros, que la necesidad de conocer o de adaptarse a las exigencias lógicas. Es más profunda y viene de más lejos». Los psiquiatras han encontrado ciertas analogías entre la génesis de la neurosis y la de los mitos; la esquizofrenia muestra semejanza con el pensamiento mágico. Para los niños, dice el psicólogo Piaget, la verdadera realidad está constituida por lo que nosotros llamamos fantasía: entre dos explicaciones de un fenómeno, una racional y otra maravillosa, escogen fatalmente la segunda porque les parece más convincente. Por su parte Frazer denuncia la persistencia de las creencias mágicas en el hombre moderno. Pero no es necesario acudir a más testimonios. Todos sabemos que no solamente los poetas, los locos, los salvajes y los niños aprehenden al mundo en un acto de participación irreductible al razonamiento lógico; cada vez que sueñan, se enamoran o asisten a sus ceremonias profesionales, cívicas o políticas, el resto de los hombres «participa», regresa, forma parte de esa vasta «society of life» que constituye para Cassirer el origen de las creencias mágicas. Y no excluyo a los profesores, a los psiquiatras y a los políticos. La «mentalidad primitiva» se encuentra en todas partes, ya recubierta por una capa racional, ya a plena luz. Sólo que no parece legítimo designar a todas estas actitudes con el adjetivo «primitivo», pues no constituyen formas antiguas, infantiles o regresivas de la psiquis, sino una posibilidad presente y común a todos los hombres.

Si para muchos el protagonista de ritos y ceremonias es un hombre radicalmente distinto a nosotros —un primitivo o un neurótico—, para otros no es el hombre, sino las instituciones, la esencia de lo sagrado. Conjunto de formas sociales, lo sagrado es un objeto. Ritos, mitos, fiestas, leyendas —lo que llaman con expresión reveladora el «material»— están ahí, frente a nosotros: son objetos, cosas. Hubert y Mauss sostienen que los sentimientos y emociones del creyente ante lo sagrado no constituyen experiencias específicas ni categorías especiales. El hombre no cambia y la naturaleza humana es la misma siempre: amor, odio, temor, miedo, hambre, sed. Lo que cambia son las instituciones sociales. Esta opinión me parece que no corresponde a la realidad. El hombre es inseparable de sus creaciones y de sus objetos; si el conjunto de instituciones que forman el universo de lo sagrado constituye realmente algo cerrado y único, un verdadero universo, aquel que participa en una fiesta o en una ceremonia es también un ser distinto al que, unas horas antes, cazaba en el bosque o conducía un automóvil. El hombre no es nunca idéntico a sí mismo. Su manera de ser, aquello que lo distingue del resto de los seres vivos, es el cambio. O como dice Ortega y Gasset: el hombre es un ser insustancial, carece de substancia. Y precisamente lo característico de la experiencia religiosa es el salto brusco, el cambio fulminante de naturaleza. No es cierto, por tanto, que nuestros sentimientos sean los mismos frente al tigre real y al dios-tigre, ante una estampa erótica y las imágenes tántricas de Tibet.

Las instituciones sociales no son lo sagrado, pero tampoco lo son la «mentalidad primitiva» o la neurosis. Ambos métodos ostentan la misma insuficiencia. Los dos convierten lo sagrado en un objeto. En consecuencia, habrá que huir de estos extremos y abrazar el fenómeno como una totalidad de la cual nosotros mismos formamos parte. Ni las instituciones separadas de su protagonista, ni éste aislado de las primeras. También sería insuficiente una descripción de la experiencia de lo divino como algo exterior a nosotros. Esa experiencia nos incluye y su descripción será la de nosotros mismos[23].

El punto de partida de algunos sociólogos es la división de la sociedad en dos mundos opuestos: uno, lo profano; otro, lo sagrado. El tabú podría ser la raya de separación entre ambos. En una zona se pueden hacer ciertas cosas que en la otra están prohibidas. Nociones como la pureza y el sacrilegio arrancarían de esta división. Sólo que, según se ha dicho, una mera descripción que no nos incluya nos daría apenas una serie de datos externos. Además, toda sociedad está dividida en diversas esferas. En cada una de ellas rige un sistema de reglas y prohibiciones que no son aplicables a las otras. La legislación relativa a la herencia no tiene función en el derecho penal (aunque sí la tuvo en épocas remotas); actos como enviar presentes, exigidos por las leyes de la etiqueta, resultarían escandalosos si fueran practicados por la administración pública; las normas que rigen las relaciones políticas entre las naciones no son aplicables a la familia, ni las de ésta al comercio internacional. En cada esfera las cosas pasan de «cierto modo», que es siempre privativo. Así, debemos penetrar en el mundo de lo sagrado para ver de una manera concreta cómo «pasan las cosas» y, sobre todo, qué nos pasa a nosotros.

Si lo sagrado es un mundo aparte, ¿cómo podemos penetrarlo? Mediante lo que Kierkegaard llama el «salto» y nosotros, a la española, «el salto mortal». Hui-neng, patriarca chino del siglo vil, explica así la experiencia central del budismo: «Mahaprajnaparamita es un término sánscrito del país occidental; en lengua Tang significa: gran-sabiduría-otra-orilla-alcanzada… ¿Qué es Maha? Maha es grande… ¿Qué es Prajna? Prajna es sabiduría… ¿Qué es Paramita?: la otra orilla alcanzada… Adherirse al mundo objetivo es adherirse al ciclo del vivir y el morir, que es como las olas que se levantan en el mar; a esto se llama: esta orilla… Al desprendernos del mundo objetivo, no hay ni muerte ni vida y se es como el agua corriendo incesante; a esto se llama: la otra orilla»[24].

Al final de muchos Sutras Prajnaparamita, la idea del viaje o salto se expresa de una manera imperiosa: «Oh, ido, ido, ido a la otra orilla, caído en la otra orilla». Pocos realizan la experiencia del salto, a pesar de que el bautismo, la comunión, los sacramentos y otros ritos de iniciación o de tránsito están destinados a prepararnos para esa experiencia. Todos ellos tienen en común el cambiarnos, el hacernos «otros». De ahí que consistan en darnos un nuevo nombre, indicando así que ya somos otros: acabamos de nacer o de renacer. El rito reproduce la experiencia mística de la «otra orilla» tanto como el hecho capital de la vida humana: nuestro nacimiento, que exige previamente la muerte del feto. Y quizá nuestros actos más significativos y profundos no sean sino la repetición de este morir del feto que renace en criatura. En suma, el «salto mortal», la experiencia de la «otra orilla», implica un cambio de naturaleza: es un morir y un nacer. Mas la «otra orilla» está en nosotros mismos. Sin movernos, quietos, nos sentimos arrastrados, movidos por un gran viento que nos echa fuera de nosotros. Nos echa fuera y, al mismo tiempo, nos empuja hacia dentro de nosotros. La metáfora del soplo se presenta una y otra vez en los grandes textos religiosos de todas las culturas: el hombre es desarraigado como un árbol y arrojado hacia allá, a la otra orilla, al encuentro de sí. Y aquí se presenta otra nota extraordinaria: la voluntad interviene poco o participa de una manera paradójica. Si ha sido escogido por el gran viento, es inútil que el hombre intente resistirlo. Y a la inversa: cualquiera que sea el valor de las obras o el fervor de la plegaria, el hecho no se produce si no interviene el poder extraño. La voluntad se mezcla a otras fuerzas de manera inextricable, exactamente como en el momento de la creación poética. Libertad y fatalidad se dan cita en el hombre. El teatro español nos ofrece vanas ilustraciones de este conflicto.

En El condenado por desconfiado, Tirso de Molina —o quienquiera que sea el autor de esta obra— nos presenta a Paulo, asceta que desde hace diez años busca la salvación en la austeridad de una cueva. Un día se sueña muerto; comparece ante Dios y aprende la verdad: irá al infierno. Al despertar, duda. El demonio se le aparece en forma de ángel y le anuncia que Dios le ordena ir a Nápoles: allá encontrará la respuesta a las cavilaciones que le atormentan, en la figura de Enrico. En él verá su destino «porque el fin que aquél tuviere, ese fin has de tener». Enrico es «el hombre más malo del mundo», aunque dueño de dos virtudes: el amor filial y la Fe. Ante el espejo de Enrico, Paulo retrocede horrorizado; luego, no sin cierta lógica, decide imitarlo. Pero Paulo nada más ve una parte, la más exterior, de su modelo e ignora que ese criminal es también un hombre de fe, que en los momentos decisivos se entrega a Dios sin reticencias. Al fin de la obra, Enrico se arrepiente y se abandona sin segundos pensamientos a la voluntad divina: da el salto mortal y se salva. Paulo, empecinado, da otro salto: al vacío infernal. En cierto modo se hunde en sí mismo, porque la duda lo ha vaciado por dentro. ¿Cuál es el delito de Paulo? Para Tirso, el teólogo, la desconfianza, la duda. Y más hondamente, la soberbia: Paulo jamás se abandona a Dios. Su desconfianza frente a la divinidad se transforma en un exceso de confianza en sí mismo: en el demonio. Paulo es culpable de no saber oír. Sólo que Dios se expresa como silencio; el demonio, como voz. La entrega libera a Enrico del peso del pecado y le da la eterna libertad; la afirmación de sí mismo pierde a Paulo. La libertad es un misterio, porque es una gracia divina y la voluntad de Dios es inescrutable.

Más allá de los problemas teológicos que provoca El condenado por desconfiado, es notable el tránsito instantáneo, el cambio fulminante de naturaleza que se opera en los protagonistas. Enrico es una fiera; de pronto se vuelve «otro» y muere arrepentido. Paulo, también en un instante, se transforma de asceta en libertino. En otra obra, de Mira de Mescua, El esclavo del demonio, la revolución psíquica es igualmente vertiginosa y total. En una de las primeras escenas del drama, un piadoso predicador, don Gil, sorprende a un galán en el momento en que escala el balcón de Lisarda, su amada. El fraile logra disuadirlo y el mancebo se aleja. Cuando el sacerdote se queda solo, el movimiento de orgullo por su buena acción le abre las puertas del pecado. En un monólogo relampagueante, don Gil da el salto mortal: de la alegría pasa al orgullo y de éste a la lascivia. En un abrir de ojos se vuelve «otro»: sube por la escala que ha dejado el caballero y, al amparo de la noche y el deseo, duerme con la doncella. A la mañana siguiente, Lisarda descubre la identidad del fraile. También a ella se le cierra un mundo y se le abre otro. Del amor pasa a la afirmación de sí misma, una afirmación, por decirlo así, negativa: puesto que el amor se le niega, no le queda sino abrazar el mal. El vértigo se apodera de ambos. De ahí en adelante la acción, literalmente, se precipita. La pareja no retrocede ante nada: robo, matanza, parricidio. Pero sus actos, como los de Paulo y Enrico, no consienten una explicación psicológica. Inútil buscar razones a este fervor sombrío. Libremente, pero también empujados, arrastrados por un abismo que los llama, en un instante que es todos los instantes, se despeñan. Aunque sus actos son el fruto de una decisión al mismo tiempo instantánea e irrevocable, el poeta nos los presenta habitados por otras fuerzas, desaforados, salidos de madre. Están poseídos: son «otros». Y este ser otros consiste en un despeñarse en ellos mismos. Han dado un salto, como Enrico y Paulo. Saltos, actos que nos arrancan de este mundo y nos hacen penetrar en la otra orilla sin que sepamos a ciencia cierta si somos nosotros o lo sobrenatural quien nos lanza.

El «mundo de aquí» está hecho de contrarios relativos. Es el reino de las explicaciones, las razones y los motivos. Sopla el gran viento y se rompe la cadena de las causas y los efectos. Y la primera consecuencia de esta catástrofe es la abolición de las leyes de gravedad, naturales y morales. El hombre pierde peso, es una pluma. Los héroes de Tirso y de Mira de Mescua no tropiezan con ninguna resistencia: se hunden o se elevan verticalmente, sin que nada los detenga. Al mismo tiempo, se trastorna la figura del mundo: lo de arriba está abajo; lo de abajo, arriba. El salto es al vacío o al pleno ser. Bien y mal son nociones que adquieren otro sentido apenas ingresamos en la esfera de lo sagrado. Los criminales se salvan, los justos se pierden. Los actos humanos resultan ambiguos. Practicamos el mal, oímos al demonio cuando creemos proceder con rectitud y a la inversa. La moral es ajena a lo sagrado. Estamos en un mundo que es, efectivamente, otro mundo.

La misma ambigüedad distingue nuestros sentimientos y sensaciones frente a lo divino. Ante los dioses y sus imágenes sentimos simultáneamente asco y apetito, terror y amor, repulsión y fascinación. Huimos de aquello que buscamos, según se ve en los místicos; gozamos al sufrir, nos dicen los mártires. En un soneto que lleva por epígrafe unas palabras de San Juan Crisólogo (Plus ordebat, quam urebat), Quevedo describe los goces del martirio:

Arde Lorenzo y goza en las parrillas;

el tirano en Lorenzo arde y padece,

viendo que su valor constante

crece cuanto crecen las llamas amarillas.

Las brasas multiplica en maravillas

y Sol entre carbones amanece

y en alimento a su verdugo ofrece

guisadas del martirio sus costillas.

A Cristo imita en darse en alimento

a su enemigo, esfuerzo soberano

y ardiente imitación del Sacramento.

Mírale el cielo eternizar lo humano,

y viendo victorioso el vencimiento

menos abrasa que arde el vil tirano.

Lorenzo, quemándose, goza en su martirio; el tirano padece y se quema en su enemigo. Para vislumbrar la distancia que separa este martirio sagrado de las torturas profanas basta pensar en el mundo del Marqués de Sade. Ahí la relación entre víctimas y verdugo es inexistente; nada rompe la soledad del libertino porque sus víctimas se vuelven objetos. El goce de sus verdugos es puro y solitario. No es goce, sino rabia fría. El deseo de los personajes de Sade es infinito porque jamás logra satisfacerse. Su mundo es el de la incomunicación: cada uno está solo en su infierno. En el soneto de Quevedo la ambigüedad de la comunión es llevada hasta sus últimas consecuencias. La parrilla es un instrumento de tortura y de cocina y la transfiguración de Lorenzo es doble: se convierte en guisado y en sol. En el plano moral se repite la dualidad: el triunfo del tirano es derrota; la de Lorenzo, victoria. Y no sólo los sentimientos se mezclan al grado que es imposible saber en dónde acaba el padecimiento y principia el goce, sino que Lorenzo, por obra de la comunión, es también su verdugo y éste su víctima.

Lo divino afecta de una manera acaso más decisiva las nociones de espacio y tiempo, fundamentos y límites de nuestro pensar. La experiencia de lo sagrado afirma: aquí es allá; los cuerpos son ubicuos; el espacio no es una extensión, sino una cualidad; ayer es hoy; el pasado regresa; lo futuro ya aconteció. Si se examina de cerca esta manera de pasar que tienen tiempo y cosas, se advierte la presencia de un centro que atrae o separa, eleva o precipita, mueve o inmoviliza. Las fechas sagradas regresan conforme a cierto ritmo, que no es distinto del que junta o separa los cuerpos, trastorna los sentimientos, hace dolor del goce, placer del sufrimiento, mal del bien. El universo está imantado. Una suerte de ritmo teje tiempo y espacio, sentimientos y pensamientos, juicios y actos y hace una sola tela de ayer y mañana, de aquí y allá, de náusea y delicia. Todo es hoy. Todo está presente. Todo está, todo es aquí. Pero también todo está en otra parte y en otro tiempo. Fuera de sí y pleno de sí. Y la sensación de arbitrariedad y capricho se transforma en un vislumbrar que todo está regido por algo que es radicalmente distinto y extraño a nosotros. El salto mortal nos enfrenta a lo sobrenatural La sensación de estar ante lo sobrenatural es el punto de partida de toda experiencia religiosa.

Lo sobrenatural se manifiesta, en primer término, como sensación de radical extrañeza. Y esa extrañeza pone en entredicho la realidad y el existir mismo, precisamente en el momento en que los afirma en sus expresiones más cotidianas y palpables. Lorenzo se vuelve sol, pero también un atroz pedazo de carne quemada. Todo es real e irreal. Los ritos y ceremonias religiosas subrayan esta ambigüedad. Recuerdo que una tarde, en Mutra, ciudad sagrada del hinduismo, tuve ocasión de asistir a una pequeña ceremonia a la orilla del Jumma. El rito es muy simple: a la hora del crepúsculo un bramín enciende, sobre un pequeño templete, el fuego sagrado y alimenta a las tortugas que habitan las márgenes del río; después, recita un himno mientras los devotos tañen campanas, cantan y queman incienso. Aquel día asistían a la ceremonia dos o tres docenas de fieles de Krisna, cuyo gran santuario se encuentra a unos cuantos kilómetros. Cuando el bramín hizo el fuego (¡y qué débil aquella luz frente a la noche inmensa que empezaba a levantarse frente a nosotros!) los devotos gritaron, cantaron y saltaron. Sus contorsiones y gritos no dejaron de causarme desprecio y pena. Nada menos solemne, nada más sórdido, que aquel fervor desmedrado. Mientras crecía el pobre griterío, unos niños desnudos jugaban y reían; otros pescaban o nadaban. Inmóvil, un campesino orinaba en el agua opaca. Unas mujeres lavaban. El río fluía. Todo continuaba su vida de siempre y las únicas que parecían exaltadas eran las tortugas, que alargaban el cuello para atrapar la comida. Al fin, todo se quedó quieto. Los mendigos regresaron al mercado, los peregrinos a sus mesones, las tortugas al agua. ¿A esto se reducía el culto a Krisna?

Todo rito es una representación. Aquel que participa en una ceremonia es como el actor que representa una obra: está y no está al mismo tiempo en su personaje. El escenario es también una representación: esa montaña es el palacio de una serpiente; ese río que corre indiferente es una divinidad. Pero montaña y río no dejan por eso de ser lo que son. Todo es y no es. Aquellos devotos de Krisna representaban, sólo que con esto no quiero decir que eran los actores de una farsa sino subrayar el carácter ambiguo de su acto. Todo pasa de un modo común y corriente, a menudo de una manera que nos hiere por su agresiva vulgaridad; y al mismo tiempo, todo está ungido. El creyente está y no está en este mundo. Este mundo es y no es real. A veces la ambigüedad se manifiesta como humor: «Un monje preguntó a Unnón: ¿qué es Buda? Un mojón seco», respondió el maestro. El adepto de Zen, por medio de ejercicios de los que no está ausente lo grotesco y una especie de nihilismo circular, que acaba por refutarse a sí mismo, alcanza la súbita iluminación. Un Sutra Prajnaparamita dice: «No predicar doctrina alguna: eso es predicar la verdadera doctrina». Un discípulo pregunta: «¿Podrías tocar un son en un arpa sin cuerdas? El maestro no responde durante un rato y luego dice: ¿Oíste? No, contesta el otro. A lo que el maestro replica: ¿Por qué no me pediste que tocara más fuerte?»[25].

La extrañeza es asombro ante una realidad cotidiana que de pronto se revela como lo nunca visto. Las dudas de Alicia nos muestran hasta qué punto el suelo de las llamadas evidencias puede hundirse bajo nuestros pies: I’m sure I’m not Ada, for her hair goes in such long ringlets and mine doesn’t go in ringlets at all, and I’m sure I can’t be Mabel… besides, she’s she and I’m I and —oh dear, how puzzling it all is! Las dudas de Alicia no son muy distintas a las de los místicos y poetas. Como ellos, Alicia se asombra. Mas ¿ante qué se asombra? Ante ella misma, ante su propia realidad, sí, pero también ante algo que pone en tela de juicio su realidad, la identidad de su ser mismo. Esto que está frente a nosotros —árbol, montaña, imagen de piedra o de madera, yo mismo que me contemplo— no es una presencia natural. Es otro. Está habitado por lo Otro. La experiencia de lo sobrenatural es experiencia de lo Otro.

Para Rodolfo Otto la presencia de lo Otro —y, podríamos añadir, la sensación de «otredad»— se manifiesta «como un misterio tremendum, un misterio que hace temblar»[26]. Al analizar el contenido de lo tremendo, el pensador alemán encuentra tres elementos. En primer término el terror sagrado, esto es, «un terror especial», que sería vano comparar con el miedo que nos produce un peligro conocido. El terror sagrado es pavor indecible, precisamente por ser experiencia de lo indecible. El segundo elemento es la majestad de la Presencia o Aparición: «tremenda majestad». Finalmente, al poder majestuoso se alía la noción de «energía de lo numinoso» y así la idea de un Dios vivo, activo, todopoderoso, es el tercer elemento. Ahora bien, las dos últimas notas son atributos de la presencia divina y más bien parecen derivarse de la experiencia que constituir su núcleo original. Por tanto, podemos excluirlas y quedarnos con la nota esencial: «misterio que hace temblar». Pero apenas reparamos en este misterio terrible, advertimos que lo que sentimos ante lo desconocido no es siempre terror o temor. Muy bien puede ocurrir que experimentemos lo contrario: alegría, fascinación. En su forma más pura y original la experiencia de la «otredad» es extrañeza, estupefacción, parálisis del ánimo: asombro. El mismo filósofo alemán lo reconoce cuando dice que el término «mysterium» debe comprenderse como la «noción capital» de la experiencia. El misterio —esto es «la inaccesibilidad absoluta»— no es sino la expresión de la «otredad», de esto Otro que se presenta como algo por definición ajeno o extraño a nosotros. Lo Otro es algo que no es como nosotros, un ser que es también el no ser. Y lo primero que despierta su presencia es la estupefacción. Pues bien, la estupefacción ante lo sobrenatural no se manifiesta como terror o temor, como alegría o amor, sino como horror. En el horror está incluido el terror —el echarse hacia atrás— y la fascinación que nos lleva a fundirnos con la presencia. El horror nos paraliza. Y no porque la Presencia sea en sí misma amenazante, sino porque su visión es insoportable y fascinante al mismo tiempo. Y esa presencia es horrible porque en ella todo se ha exteriorizado. Es un rostro al que afluyen todas las profundidades, una presencia que muestra el verso y el anverso del ser.

Baudelaire ha dedicado páginas inolvidables a la hermosura horrible, irregular. Esa hermosura no es de este mundo: lo sobrenatural la ha ungido y es una encarnación de lo Otro. La fascinación que nos infunde es la del vértigo. Mas antes de caer en ella, experimentamos una suerte de parálisis. No en balde el tema del petrificado aparece una y otra vez en mitos y leyendas. El horror nos «corta el resuello», nos «hiela la sangre», nos petrifica. La estupefacción ante la Presencia extraña es ante todo una suspensión del ánimo, es decir, un interrumpir la respiración, que es el fluir de la vida. El horror pone en entredicho la existencia. Una mano invisible nos tiene en vilo: nada somos y nada es lo que nos rodea. El universo se vuelve abismo y no hay nada frente a nosotros sino esa Presencia inmóvil, que no habla, ni se mueve, ni afirma esto o aquello, sino que sólo está presente. Y ese estar presente sin más engendra el horror.

El momento central del Bhagavad Gita es la epifanía de Krisna. El dios ha revestido la forma de cochero del carro de guerra de Arjuna. Antes de la batalla se entabla un diálogo entre Arjuna y Krisna. El héroe vacila. Pero no turba su ánimo la cobardía, sino la piedad: la victoria significa la matanza de gente de su misma sangre, ya que los jefes del ejército enemigo son sus primos, sus maestros y su medio hermano. La destrucción de la casta, dice Arjuna, produce «la de las leyes de la casta». Y con ellas, fundamentos del mundo, la del universo entero. Al principio Krisna combate estas razones con argumentos terrestres: el guerrero debe combatir porque la lucha es su «dharma». Retirarse del combate es traicionar a su destino y a lo que es él mismo: un luchador. Nada de esto convence a Arjuna: matar es un crimen. Y un crimen inexpiable, porque engendrará un karma sin fin. Krisna responde con razones igualmente poderosas: abstenerse no ha de impedir que la sangre corra, pero sí llevará a la derrota y a la muerte a los Pandu. La situación de Arjuna recuerda un poco a la de Antígona, sólo que el conflicto del Gita es más radical. Antígona se debate entre la ley sagrada y la de la ciudad: sepultar a un enemigo del Estado es un acto injusto; no enterrar a un hermano, impiedad. El acto que propone Krisna a Arjuna no está inspirado ni en la piedad ni en la justicia. Nada lo justifica. De ahí que, agotadas las razones, Krisna se manifieste. No es un azar que el dios se presente como una forma horrible, pues se trata de una verdadera Aparición, quiero decir, de una Presencia en la que se hacen aparentes —visibles, externas, palpables— todas las formas de la existencia y en primer término las ocultas y escondidas. Arjuna, petrificado, estupefacto, describe así su visión:

Looking upon thy mighty form of many mouths and eyes, of many arms and thighs and feet, of many bellies, and grim with many teeth, O mighty-armed one, the worlds and I quake.

For as I behold thee touching the heavens, glittering, many-hued, with yawning mouths, with wide eyes agleam, my inward soul trembles…

Visnú es la «casa del universo» y su apariencia es horrible porque se manifiesta como una presencia abigarrada, hecha de todas las formas: las de la vida tanto como las de la muerte. El horror es asombro ante una totalidad henchida e inaccesible. Ante esta Presencia, que comprende todas las presencias, bien y mal dejan de ser mundos opuestos y discernibles y nuestros actos pierden peso, se vuelven inescrutables. Las medidas son otras. Krisna resume la situación en una frase: Thou art my tool. Arjuna no es sino una herramienta en las manos del dios. El hacha no sabe qué es lo que mueve la mano que la empuña. Hay actos que no pueden ser juzgados por la moral de los hombres: los actos sagrados.

En la escultura azteca lo sagrado también se expresa como lo repleto y demasiado lleno. Mas lo horrible no consiste en la mera acumulación de formas y símbolos, sino en ese mostrar en un mismo plano y en un mismo instante las dos vertientes de la existencia. Lo horrible muestra las entrañas del ser. Coatlicue está cubierta de espigas y calaveras, de flores y garras. Su ser es todos los seres. Lo de adentro está afuera. Son visibles al fin las entrañas de la vida. Pero esas entrañas son la muerte. La vida es la muerte. Y ésta, aquélla. Los órganos de la gestación son también los de la destrucción. Por la boca de Krisna fluye el río de la creación. Por ella se precipita hacia su ruina el universo. Todo está presente. Y este todo está presente equivale a un todo está vacío. En efecto, el horror no sólo se manifiesta como una presencia total, sino también como ausencia: el suelo se hunde, las formas se desmoronan, el universo se desangra. Todo se precipita hacia lo blanco. Hay una boca abierta, un hoyo. Baudelaire lo sintió como nadie:

Pascal avait son gouffre, avec lui se mouvant.

—Helas! tout est abîme —action, désir, rêve,

Parole! et sur mon poil qui tout droit se relève

Mainte fois de la Peur je sens passer le vent.

En haut, en bas, partout, la profondeur, la grève,

Le silence, l’espace affreux et captivant…

Sur le fond de mes nuits Dieu de son doigt savant

Dessine un cauchemar multiforme et sans trêve.

J’ai peur du sommeil comme on a peur d’un grand trou,

Tout plein de vague horreur, menant on ne sait où;

Je ne vois qu’infini par toutes les fenêtres,

Et mon esprit, toujours du vertige hanté,

Jalouse du néant l’insensibilité.

—Ah! ne jamais sortir des Nombres et des Êtres!

Asombro, estupefacción, alegría, la gama de sensaciones ante lo Otro es muy rica. Mas todas ellas tienen esto en común: el primer movimiento del ánimo es echarse hacia atrás. Lo Otro nos repele: abismo, serpiente, delicia, monstruo bello y atroz. Y a esta repulsión sucede el movimiento contrario: no podemos quitar los ojos de la presencia, nos inclinamos hacia el fondo del precipicio. Repulsión y fascinación. Y luego, el vértigo: caer, perderse, ser uno con lo Otro. Vaciarse. Ser nada: ser todo: ser. Fuerza de gravedad de la muerte, olvido de sí, abdicación y, simultáneamente, instantáneo darse cuenta de que esa presencia extraña es también nosotros. Esto que me repele, me atrae. Ese Otro es también yo. La fascinación sería inexplicable si el horror ante la «otredad» no estuviese, desde su raíz, teñido por la sospecha de nuestra final identidad con aquello que de tal manera nos parece extraño y ajeno. La inmovilidad es también caída; la caída, ascensión; la presencia, ausencia; el temor, profunda e invencible atracción. La experiencia de lo Otro culmina en la experiencia de la Unidad. Los dos movimientos contrarios se implican. En el echarse hacia atrás ya late el salto hacia adelante. El precipitarse en el Otro se presenta como un regreso a algo de que fuimos arrancados. Cesa la dualidad, estamos en la otra orilla. Hemos dado el salto mortal. Nos hemos reconciliado con nosotros mismos.

A veces, sin causa aparente —o como decimos en español: porque sí— vemos de verdad lo que nos rodea. Y esa visión es, a su manera, una suerte de teofanía o aparición, pues el mundo se nos revela en sus repliegues y abismos como Krisna ante Arjuna. Todos los días cruzamos la misma calle o el mismo jardín; todas las tardes nuestros ojos tropiezan con el mismo muro rojizo, hecho de ladrillo y tiempo urbano. De pronto, un día cualquiera, la calle da a otro mundo, el jardín acaba de nacer, el muro fatigado se cubre de signos. Nunca los habíamos visto y ahora nos asombra que sean así: tanto y tan abrumadoramente reales. Su misma compacta realidad nos hace dudar: ¿son así las cosas o son de otro modo? No, esto que vemos por primera vez ya lo habíamos visto antes. En algún lugar, en el que acaso nunca hemos estado, ya estaban el muro, la calle, el jardín. Y a la extrañeza sucede la añoranza. Nos parece recordar y quisiéramos volver allá, a ese lugar en donde las cosas son siempre así, bañadas por una luz antiquísima y, al mismo tiempo, acabada de nacer. Nosotros también somos de allá. Un soplo nos golpea la frente. Estamos encantados, suspensos en medio de la tarde inmóvil. Adivinamos que somos de otro mundo. Es la «vida anterior», que regresa.

Los estados de extrañeza y reconocimiento, de repulsión y fascinación, de separación y reunión con lo Otro, son también estados de soledad y comunión con nosotros mismos. Aquel que de veras está a solas consigo, aquel que se basta en su propia soledad, no está solo. La verdadera soledad consiste en estar separado de su ser, en ser dos. Todos estamos solos, porque todos somos dos. El extraño, el otro, es nuestro doble. Una y otra vez intentamos asirlo. Una y otra vez se nos escapa. No tiene rostro, ni nombre, pero está allí siempre, agazapado. Cada noche, por unas cuantas horas, vuelve a fundirse con nosotros. Cada mañana se separa. ¿Somos su hueco, la huella de su ausencia? ¿Es una imagen? Pero no es el espejo, sino el tiempo, el que lo multiplica. Y es inútil huir, aturdirse, enredarse en la maraña de las ocupaciones, los quehaceres, los placeres. El otro está siempre ausente. Ausente y presente. Hay un hueco, un hoyo a nuestros pies. El hombre anda desaforado, angustiado, buscando a ese otro que es él mismo. Y nada puede volverlo en sí, excepto el salto mortal: el amor, la imagen, la Aparición.

Ante la Aparición, porque se trata de una verdadera aparición, dudamos entre avanzar y retroceder. El carácter contradictorio de nuestras emociones nos paraliza. Ese cuerpo, esos ojos, esa voz nos hacen daño y al mismo tiempo nos hechizan. Nunca habíamos visto ese rostro y ya se confunde con nuestro pasado más remoto. Es la extrañeza total y la vuelta a algo que no admite más calificativo que el de entrañable. Tocar ese cuerpo es perderse en lo desconocido; pero, asimismo, es alcanzar tierra firme. Nada más ajeno y nada más nuestro. El amor nos suspende, nos arranca de nosotros mismos y nos arroja a lo extraño por excelencia: otro cuerpo, otros ojos, otro ser. Y sólo en ese cuerpo que no es el nuestro y en esa vida irremediablemente ajena, podemos ser nosotros mismos. Ya no hay otro, ya no hay dos. El instante de la enajenación más completa es el de la plena reconquista de nuestro ser. También aquí todo se hace presente y vemos el otro lado, el oscuro y escondido, de la existencia. De nuevo el ser abre sus entrañas.

Las semejanzas entre el amor y la experiencia de lo sagrado son algo más que coincidencias. Se trata de actos que brotan de la misma fuente. En distintos niveles de la existencia se da el salto y se pretende llegar a la otra orilla. La comunión, para citar un ejemplo muy socorrido, opera como un cambio en la naturaleza del creyente. El manjar sagrado nos trasmuta. Y ese ser «otros» no es sino en un recobrar nuestra naturaleza o condición original. «La mujer —decía Novalis— es el alimento corporal más elevado». Gracias al canibalismo erótico el hombre cambia, esto es, regresa a su estado anterior. La idea del regreso —presente en todos los actos religiosos, en todos los mitos y aun en las utopías— es la fuerza de gravedad del amor. La mujer nos exalta, nos hace salir de nosotros y, simultáneamente, nos hace volver. Caer: volver a ser. Hambre de vida: hambre de muerte. Salto de la energía, disparo, expansión del ser: pereza, inercia cósmica, caer en el sinfín. Extrañeza ante lo Otro: vuelta a uno mismo. Experiencia de la unidad e identidad final del ser.

Los primeros en advertir el origen común de amor, religión y poesía fueron los poetas. El pensamiento moderno ha confiscado este descubrimiento para sus fines. Para el nihilismo contemporáneo poesía y religión no son sino formas de la sexualidad: la religión es una neurosis, la poesía una sublimación. No es necesario detenerse en estas explicaciones. Tampoco en las que pretenden explicar un fenómeno por otro —económico, social o psicológico— que a su vez necesita otra explicación. Todas esas hipótesis, como se ha dicho muchas veces, delatan el imperialismo de lo particular, característico de las concepciones del siglo pasado. La verdad es que en la experiencia de lo sobrenatural, como en la del amor y en la de la poesía, el hombre se siente arrancado o separado de sí. Y a esta primera sensación de ruptura sucede otra de total identificación con aquello que nos parecía ajeno y al cual nos hemos fundido de tal modo que ya es indistinguible e inseparable de nuestro propio ser. ¿Por qué no pensar, entonces, que todas estas experiencias tienen por centro común algo más antiguo que la sexualidad, la organización económica o social o cualquier otra «causa»?

Lo sagrado trasciende la sexualidad y las instituciones sociales en que cristaliza. Es erotismo, pero es algo que traspasa el impulso sexual; es un fenómeno social, pero es otra cosa. Lo sagrado se nos escapa. Al intentar asirlo, nos encontramos que tiene su origen en algo anterior y que se confunde con nuestro ser. Otro tanto ocurre con amor y poesía. Las tres experiencias son manifestaciones de algo que es la raíz misma del hombre. En las tres late la nostalgia de un estado anterior. Y ese estado de unidad primordial, del cual fuimos separados, del cual estamos siendo separados a cada momento, constituye nuestra condición original, a la que una y otra vez volvemos. Apenas sabemos qué es lo que nos llama desde el fondo de nuestro ser. Entrevemos su dialéctica y sabemos que los movimientos antagónicos en que se expresa —extrañeza y reconocimiento, elevación y caída, horror y devoción, repulsión y fascinación— tienden a resolverse en unidad. ¿Escapamos así a nuestra condición? ¿Regresamos de veras a lo que somos? Regreso a lo que fuimos y anticipación de lo que seremos. La nostalgia de la vida anterior es presentimiento de la vida futura. Pero una vida anterior y una vida futura que son aquí y ahora y que se resuelven en un instante relampagueante. Esa nostalgia y ese presentimiento son la substancia de todas las grandes empresas humanas, trátese de poemas o de mitos religiosos, de utopías sociales o de empresas heroicas. Y quizá el verdadero nombre del hombre, la cifra de su ser, sea el Deseo. Pues ¿qué es la temporalidad de Heidegger o la «otredad» de Machado, qué es ese continuo proyectarse del hombre hacia lo que no es él mismo sino Deseo? Si el hombre es un ser que no es, sino que se está siendo, un ser que nunca acaba de serse, ¿no es un ser de deseos tanto como un deseo de ser? En el encuentro amoroso, en la imagen poética y en la teofanía se conjugan sed y satisfacción: somos simultáneamente fruto y boca, en unidad indivisible. El hombre, dicen los modernos, es temporalidad. Mas esa temporalidad quiere aquietarse, saciarse, contemplarse a sí misma. Mana para satisfacerse. El hombre se imagina; y al imaginarse, se revela. ¿Qué es lo que nos revela la poesía?