LA IMAGEN

La palabra imagen posee, como todos los vocablos, diversas significaciones. Por ejemplo: bulto, representación, como cuando hablamos de una imagen o escultura de Apolo o de la Virgen. O figura real o irreal que evocamos o producimos con la imaginación. En este sentido, el vocablo posee un valor psicológico: las imágenes son productos imaginarios. No son éstos sus únicos significados, ni los que aquí nos interesan. Conviene advertir, pues, que designamos con la palabra imagen toda forma verbal, frase o conjunto de frases, que el poeta dice y que unidas componen un poema[16]. Estas expresiones verbales han sido clasificadas por la retórica y se llaman comparaciones, símiles, metáforas, juegos de palabras, paronomasias, símbolos, alegorías, mitos, fábulas, etc. Cualesquiera que sean las diferencias que las separen, todas ellas tienen en común el preservar la pluralidad de significados de la palabra sin quebrantar la unidad sintáctica de la frase o del conjunto de frases. Cada imagen —o cada poema hecho de imágenes— contiene muchos significados contrarios o dispares, a los que abarca o reconcilia sin suprimirlos. Así, San Juan habla de «la música callada», frase en la que se alían dos términos en apariencia irreconciliables. El héroe trágico, en este sentido, también es una imagen. Verbigracia: la figura de Antígona, despedazada entre la piedad divina y las leyes humanas. La cólera de Aquiles tampoco es simple y en ella se anudan los contrarios: el amor por Patroclo y la piedad por Príamo, la fascinación ante una muerte gloriosa y el deseo de una vida larga. En Segismundo la vigilia y el sueño se enlazan de manera indisoluble y misteriosa. En Edipo, la libertad y el destino… La imagen es cifra de la condición humana.

Épica, dramática o lírica, condensada en una frase o desenvuelta en mil páginas, toda imagen acerca o acopla realidades opuestas, indiferentes o alejadas entre sí. Esto es, somete a unidad la pluralidad de lo real. Conceptos y leyes científicas no pretenden otra cosa. Gracias a una misma reducción racional, individuos y objetos —plumas ligeras y pesadas piedras— se convierten en unidades homogéneas. No sin justificado asombro los niños descubren un día que un kilo de piedras pesa lo mismo que un kilo de plumas. Les cuesta trabajo reducir piedras y plumas a la abstracción kilo. Se dan cuenta de que piedras y plumas han abandonado su manera propia de ser y que, por un escamoteo, han perdido todas sus cualidades y su autonomía. La operación unificadora de la ciencia las mutila y empobrece. No ocurre lo mismo con la de la poesía. El poeta nombra las cosas: éstas son plumas, aquéllas son piedras. Y de pronto afirma: las piedras son plumas, esto es aquello. Los elementos de la imagen no pierden su carácter concreto y singular: las piedras siguen siendo piedras, ásperas, duras, impenetrables, amarillas de sol o verdes de musgo: piedras pesadas. Y las plumas, plumas: ligeras. La imagen resulta escandalosa porque desafía el principio de contradicción: lo pesado es lo ligero. Al enunciar la identidad de los contrarios, atenta contra los fundamentos de nuestro pensar. Por tanto, la realidad poética de la imagen no puede aspirar a la verdad. El poema no dice lo que es, sino lo que podría ser. Su reino no es el del ser, sino el del «imposible verosímil» de Aristóteles.

A pesar de esta sentencia adversa, los poetas se obstinan en afirmar que la imagen revela lo que es y no lo que podría ser. Y más: dicen que la imagen recrea el ser. Deseosos de restaurar la dignidad filosófica de la imagen, algunos no vacilan en buscar el amparo de la lógica dialéctica. En efecto, muchas imágenes se ajustan a los tres tiempos del proceso: la piedra es un momento de la realidad; la pluma otro; y de su choque surge la imagen, la nueva realidad. No es necesario acudir a una imposible enumeración de las imágenes para darse cuenta de que la dialéctica no las abarca a todas. Algunas veces el primer término devora al segundo. Otras, el segundo neutraliza al primero. O no se produce el tercer término y los dos elementos aparecen frente a frente, irreductibles, hostiles. Las imágenes del humor pertenecen generalmente a esta última clase: la contradicción sólo sirve para señalar el carácter irreparablemente absurdo de la realidad o del lenguaje. En fin, a pesar de que muchas imágenes se despliegan conforme al orden hegeliano, casi siempre se trata más bien de una semejanza que de una verdadera identidad. En el proceso dialéctico piedras y plumas desaparecen en favor de una tercera realidad, que ya no es ni piedras ni plumas sino otra cosa. Pero en algunas imágenes —precisamente las más altas— las piedras y las plumas siguen siendo lo que son: esto es esto y aquello es aquello; y al mismo tiempo, esto es aquello: las piedras son plumas, sin dejar de ser piedras. Lo pesado es lo ligero. No hay la transmutación cualitativa que pide la lógica de Hegel, como no hubo la reducción cuantitativa de la ciencia. En suma, también para la dialéctica la imagen constituye un escándalo y un desafío, también viola las leyes del pensamiento. La razón de esta insuficiencia —porque es insuficiencia no poder explicarse algo que está ahí, frente a nuestros ojos, tan real como el resto de la llamada realidad— quizá consiste en que la dialéctica es una tentativa por salvar los principios lógicos —y, en especial, el de contradicción— amenazados por su cada vez más visible incapacidad para digerir el carácter contradictorio de la realidad. La tesis no se da al mismo tiempo que la antítesis; y ambas desaparecen para dar paso a una nueva afirmación que, al englobarlas, las trasmuta. En cada uno de los tres momentos reina d principio de contradicción. Nunca afirmación y negación se dan como realidades simultáneas, pues eso implicaría la supresión de la idea misma de proceso. Al dejar intacto al principio de contradicción, la lógica dialéctica condena la imagen, que se pasa de ese principio.

Como el resto de las ciencias, la lógica no ha dejado de hacerse la pregunta crítica que toda disciplina debe hacerse en un momento u otro: la de sus fundamentos. Tal es, si no me equivoco, el sentido de las paradojas de Bertrand Russell y, en un extremo opuesto, el de las investigaciones de Husserl. Así, han surgido nuevos sistemas lógicos. Algunos poetas se han interesado en las investigaciones de S. Lupasco, que se propone desarrollar series de proposiciones fundadas en lo que él llama principio de contradicción complementaria. Lupasco deja intactos los términos contrarios, pero subraya su interdependencia. Cada término puede actualizarse en su contrario, del que depende en razón directa y contradictoria: A vive en función contradictoria de B; cada alteración en A produce consecuentemente una modificación, en sentido inverso, en B[17]. Negación y afirmación, esto y aquello, piedras y plumas, se dan simultáneamente y en función complementaria de su opuesto.

El principio de contradicción complementaria absuelve a algunas imágenes, pero no a todas. Lo mismo, acaso, debe decirse de otros sistemas lógicos. Ahora bien, el poema no sólo proclama la coexistencia dinámica y necesaria de los contrarios, sino su final identidad. Y esta reconciliación, que no implica reducción ni transmutación de la singularidad de cada término, sí es un muro que hasta ahora el pensamiento occidental se ha rehusado a saltar o a perforar. Desde Parménides nuestro mundo ha sido el de la distinción neta y tajante entre lo que es y lo que no es. El ser no es el no ser. Este primer desarraigo —porque fue un arrancar al ser del caos primordial— constituye el fundamento de nuestro pensar. Sobre esta concepción se construyó el edificio de las «ideas claras y distintas», que si ha hecho posible la historia de Occidente también ha condenado a una suerte de ilegalidad toda tentativa de asir al ser por vías que no sean las de esos principios. Mística y poesía han vivido así una vida subsidiaria, clandestina y disminuida. El desgarramiento ha sido indecible y constante. Las consecuencias de ese exilio de la poesía son cada día más evidentes y aterradoras: el hombre es un desterrado del fluir cósmico y de sí mismo. Pues ya nadie ignora que la metafísica occidental termina en un solipsismo. Para romperlo, Hegel regresa hasta Heráclito. Su tentativa no nos ha devuelto la salud. El castillo de cristal de roca de la dialéctica se revela al fin como un laberinto de espejos. Husserl se replantea de nuevo todos los problemas y proclama la necesidad de «volver a los hechos». Mas el idealismo de Husserl parece desembocar también en un solipsismo. Heidegger retorna a los presocráticos para hacerse la misma pregunta que se hizo Parménides y encontrar una respuesta que no inmovilice al ser. No conocemos aún la palabra última de Heidegger, pero sabemos que su tentativa por encontrar el ser en la existencia tropezó con un muro. Ahora, según lo muestran algunos de sus escritos últimos, se vuelve a la poesía. Cualquiera que sea el desenlace de su aventura, lo cierto es que, desde este ángulo, la historia de Occidente puede verse como la historia de un error, un extravío, en el doble sentido de la palabra: nos hemos alejado de nosotros mismos al perdernos en el mundo. Hay que empezar de nuevo.

El pensamiento oriental no ha padecido este horror a lo «otro», a lo que es y no es al mismo tiempo. El mundo occidental es el del «esto o aquello»; el oriental, el del «esto y aquello», y aun el de «esto es aquello». Ya en el más antiguo Upanishad se afirma sin reticencias el principio de identidad de los contrarios: «Tú eres mujer. Tú eres hombre. Tú eres el muchacho y también la doncella. Tú, como un viejo, te apoyas en un cayado… Tú eres el pájaro azul oscuro y el verde de ojos rojos… Tú eres las estaciones y los mares»[18]. Y estas afirmaciones las condensa el Upanishad Chandogya en la célebre fórmula: «Tú eres aquello». Toda la historia del pensamiento oriental parte de esta antiquísima aseveración, del mismo modo que la de Occidente arranca de la de Parménides. Éste es el tema constante de especulación de los grandes filósofos budistas y de los exegetas del hinduismo. El taoísmo muestra las mismas tendencias. Todas estas doctrinas reiteran que la oposición entre esto y aquello es, simultáneamente, relativa y necesaria, pero que hay un momento en que cesa la enemistad entre los términos que nos parecían excluyentes.

Como si se tratase de un anticipado comentario a ciertas especulaciones contemporáneas, Chuang-tsé explica así el carácter funcional y relativo de los opuestos: «No hay nada que no sea esto; n4 hay nada que no sea aquello. Esto vive en función de aquello. Tal es la doctrina de la interdependencia de esto y aquello. La vida es vida frente a 4a muerte. Y viceversa. La afirmación lo es frente a la negación. Y viceversa. Por tanto, si uno se apoya en esto, tendría que negar aquello. Más esto posee su afirmación y su negación y también engendra su esto y su aquello. Por tanto, el verdadero sabio desecha el esto y el aquello y se refugia en Tao…». Hay un punto en que esto y aquello, piedras y plumas, se funden. Y ese momento no está antes ni después, al principio o al fin de los tiempos. No es paraíso natal o prenatal ni cielo ultraterrestre. No vive en el reino de la sucesión, que es precisamente el de los contrarios relativos, sino que está en cada momento. Es cada momento. Es el tiempo mismo engendrándose, manándose, abriéndose a un acabar que es un continuo empezar. Chorro, fuente. Ahí, en el seno del existir —o mejor, del existiéndose—, piedras y plumas, lo ligero y lo pesado, nacerse y morirse, serse, son uno y lo mismo.

El conocimiento que nos proponen las doctrinas orientales no es transmisible en fórmulas o razonamientos. La verdad es una experiencia y cada uno debe intentarla por su cuenta y riesgo. La doctrina nos muestra el camino, pero nadie puede caminarlo por nosotros. De ahí la importancia de las técnicas de meditación. El aprendizaje no consiste en la acumulación de conocimientos, sino en la afinación del cuerpo y del espíritu. La meditación no nos enseña nada, excepto el olvido de todas las enseñanzas y la renuncia a todos los conocimientos. Al cabo de estas pruebas, sabemos menos pero estamos más ligeros; podemos emprender el viaje y afrontar la mirada vertiginosa y vacía de la verdad. Vertiginosa en su inmovilidad; vacía en su plenitud. Muchos siglos antes de que Hegel descubriese la final equivalencia entre la nada absoluta y el pleno ser, los Upanishad habían definido los estados de vacío como instantes de comunión con el ser: «El más alto estado se alcanza cuando los cinco instrumentos del conocer se quedan quietos y juntos en la mente y ésta no se mueve»[19]. Pensar es respirar. Retener el aliento, detener la circulación de la idea: hacer el vacío para que aflore el ser. Pensar es respirar porque pensamiento y vida no son universos separados sino vasos comunicantes: esto es aquello. La identidad última entre el hombre y el mundo, la conciencia y el ser, el ser y la existencia, es la creencia más antigua del hombre y la raíz de ciencia y religión, magia y poesía. Todas nuestras empresas se dirigen a descubrir el viejo sendero, la olvidada vía de comunicación entre ambos mundos. Nuestra búsqueda tiende a redescubrir o a verificar la universal correspondencia de los contrarios, reflejo de su original identidad. Inspirados en este principio, los sistemas tántricos conciben el cuerpo como metáfora o imagen del cosmos. Los centros sensibles son nudos de energía, confluencias de corrientes estelares, sanguíneas, nerviosas. Cada una de las posturas de los cuerpos abrazados es el signo de un zodiaco regido por el triple ritmo de la savia, la sangre y la luz. El templo de Konarak está cubierto por una delirante selva de cuerpos enlazados: estos cuerpos son también soles que se levantan de su lecho de llamas, estrellas que se acoplan. La piedra arde, las sustancias enamoradas se entrelazan. Las bodas alquímicas no son distintas de las humanas. Po-Chu-I nos cuenta en un poema autobiográfico que:

In the middle of the night I stole a furtive glance:

The two ingredients were in affable embrace;

Their attitude was most unexpected,

They were locked together in the posture of man and wife,

Intertwined as dragons, coil with coil[20].

Para la tradición oriental la verdad es una experiencia personal. Por tanto, en sentido estricto, es incomunicable. Cada uno debe comenzar y rehacer por sí mismo el proceso de la verdad. Y nadie, excepto aquel que emprende la aventura, puede saber si ha llegado o no a la plenitud, a la identidad con el ser. El conocimiento es inefable. A veces, este «estar en el saber» se expresa con una carcajada, una sonrisa o una paradoja. Pero esa sonrisa puede también indicar que el adepto no ha encontrado nada. Todo el conocimiento se reduciría entonces a saber que el conocimiento es imposible. Una y otra vez los textos se complacen en este género de ambigüedades. La doctrina se resuelve en silencio Tao es indefinible e innombrable: «El Tao que puede ser nombrado no es el Tao absolutorio Nombres que pueden ser pronunciados no son los Nombres absolutos». Chuangtsé afirma que el lenguaje, por su misma naturaleza, no puede expresar lo absoluto, dificultad que no es muy distinta a la que desvela a los creadores de la lógica simbólica. «Tao no puede ser definido… Aquel que conoce, no habla. Y el que habla, no conoce. Por tanto, el Sabio predica la doctrina sin palabras». La condenación de las palabras procede de la incapacidad del lenguaje para trascender el mundo de los opuestos relativos e interdependientes, del esto en función del aquello. «Cuando la gente habla de aprehender la verdad, piensa en los libros. Pero los libros están hechos de palabras. Las palabras, claro está, tienen un valor. El valor de las palabras reside en el sentido que esconden. Ahora bien, este sentido no es sino un esfuerzo para alcanzar algo que no puede ser alcanzado realmente por las palabras[21]». En efecto, el sentido apunta hacia las cosas, las señala, pero nunca las alcanza. Los objetos están más allá de las palabras.

A pesar de su crítica del lenguaje, Chuangtsé no renunció a la palabra. Lo mismo sucede con el budismo Zen, doctrina que se resuelve en paradojas y en silencio pero a la que debemos dos de las más altas creaciones verbales del hombre: el teatro No y el hai-ku de Basho. ¿Cómo explicar esta contradicción? Chuangtsé afirma que el sabio «predica la doctrina sin palabras». Ahora bien, el taoísmo —a diferencia del cristianismo— no cree en las buenas obras. Tampoco en las malas: sencillamente, no cree en las obras. La prédica sin palabras a que alude el filósofo chino no es la del ejemplo, sino la de un lenguaje que sea algo más que lenguaje: palabra que diga lo indecible. Aunque Chuangtsé jamás pensó en la poesía como un lenguaje capaz de trascender el sentido de esto y aquello y decir lo indecible, no se puede separar su razonamiento de las imágenes, juegos de palabras y otras formas poéticas. Poesía y pensamiento se entretejen en Chuangtsé hasta formar una sola tela, una sola materia insólita. Lo mismo debe decirse de las otras doctrinas. Gracias a las imágenes poéticas el pensamiento taoísta, hindú y budista resulta comprensible. Cuando Chuangtsé explica que la experiencia de Tao implica un volver a una suerte de conciencia elemental u original, en donde los significados relativos del lenguaje resultan inoperantes, acude a un juego de palabras que es un acertijo poético. Dice que esta experiencia de regreso a lo que somos originalmente es «entrar en la jaula de los pájaros sin ponerlos a cantar». Fan es jaula y regreso; ming es canto y nombres[22]. Así, la frase también quiere decir: «regresar allá donde los nombres salen sobrando», al silencio, reino de las evidencias. O al lugar en donde nombres y cosas se funden y son lo mismo: a la poesía, reino en donde el nombrar es ser. La imagen dice lo indecible: las plumas ligeras son piedras pesadas. Hay que volver al lenguaje para ver cómo la imagen puede decir lo que, por naturaleza, el lenguaje parece incapaz de decir.

El lenguaje es significado: sentido de esto o aquello. Las plumas son ligeras; las piedras, pesadas. Lo ligero es ligero con relación a lo pesado, lo oscuro frente a lo luminoso, etc. Todos los sistemas de comunicación viven en el mundo de las referencias y de los significados relativos. De ahí que constituyan conjuntos de signos dotados de cierta movilidad. Por ejemplo, en el caso de los números, un cero a la izquierda no es lo mismo que un cero a la derecha: las cifras modifican su significado de acuerdo con su posición. Otro tanto ocurre con el lenguaje, sólo que su gama de movilidad es muy superior a la de otros procedimientos de significación y comunicación. Cada vocablo posee varios significados, más o menos conexos entre sí. Esos significados se ordenan y precisan de acuerdo con el lugar de la palabra en la oración. Todas las palabras que componen la frase —y con ellas sus diversos significados— adquieren de pronto un sentido: el de la oración. Los otros desaparecen o se atenúan. O dicho de otro modo: en sí mismo el idioma es una infinita posibilidad de significados; al actualizarse en una frase, al convertirse de veras en lenguaje, esa posibilidad se fija en una dirección única. En la prosa, la unidad de la frase se logra a través del sentido, que es algo así como una flecha que obliga a todas las palabras que la componen a apuntar hacia un mismo objeto o hacia una misma dirección. Ahora bien, la imagen es una frase en la que la pluralidad de significados no desaparece. La imagen recoge y exalta todos los valores de las palabras, sin excluir los significados primarios y secundarios. ¿Cómo la imagen, encerrando dos o más sentidos, es una y resiste la tensión de tantas fuerzas contrarias, sin convertirse en un mero disparate? Hay muchas proposiciones, perfectamente correctas en cuanto a lo que llamaríamos la sintaxis gramatical y lógica, que se resuelven en un contrasentido. Otras desembocan en un sinsentido, como las que cita García Bacca en su Introducción a la lógica moderna («el número dos es dos piedras»). Pero la imagen no es ni un contrasentido ni un sinsentido. Así, la unidad de la imagen debe ser algo más que la meramente formal que se da en los contrasentidos y, en general, en todas aquellas proposiciones que no significan nada, o que constituyen simples incoherencias. ¿Cuál puede ser el sentido de la imagen, si varios y dispares significados luchan en su interior?

Las imágenes del poeta tienen sentido en diversos niveles. En primer término, poseen autenticidad: el poeta las ha visto u oído, son la expresión genuina de su visión y experiencia del mundo. Se trata, pues, de una verdad de orden psicológico, que evidentemente nada tiene que ver con el problema que nos preocupa. En segundo término esas imágenes constituyen una realidad objetiva, válida por sí misma: son obras. Un paisaje de Góngora no es lo mismo que un paisaje natural, pero ambos poseen realidad y consistencia, aunque vivan en esferas distintas. Son dos órdenes de realidades paralelas y autónomas. En este caso, el poeta hace algo más que decir la verdad; crea realidades dueñas de una verdad: las de su propia existencia. Las imágenes poéticas poseen su propia lógica y nadie se escandaliza porque el poeta diga que el agua es cristal o que «el pirú es primo del sauce» (Carlos Pellicer). Mas esta verdad estética de la imagen vale sólo dentro de su propio universo. Finalmente, el poeta afirma que sus imágenes nos dicen algo sobre el mundo y sobre nosotros mismos y que ese algo, aunque parezca disparatado, nos revela de veras lo que somos. ¿Esta pretensión de las imágenes poéticas posee algún fundamento objetivo?, ¿el aparente contrasentido o sinsentido del decir poético encierra algún sentido?

Cuando percibimos un objeto cualquiera, éste se nos presenta como una pluralidad de cualidades, sensaciones y significados. Esta pluralidad se unifica, instantáneamente, en el momento de la percepción. El elemento unificador de todo ese contradictorio conjunto de cualidades y formas es el sentido. Las cosas poseen un sentido. Incluso en el caso de la más simple, casual y distraída percepción se da una cierta intencionalidad, según han mostrado los análisis fenomenológicos. Así, el sentido no sólo es el fundamento del lenguaje, sino también de todo asir la realidad. Nuestra experiencia de la pluralidad y ambigüedad de lo real parece que se redime en el sentido. A semejanza de la percepción ordinaria, la imagen poética reproduce la pluralidad de la realidad y, al mismo tiempo, le otorga unidad. Hasta aquí el poeta no realiza algo que no sea común al resto de los hombres. Veamos ahora en qué consiste la operación unificadora de la imagen, para diferenciarla de las otras formas de expresión de la realidad.

Todas nuestras versiones de lo real —silogismos, descripciones, fórmulas científicas, comentarios de orden práctico, etc.— no recrean aquello que intentan expresar. Se limitan a representarlo o describirlo. Si vemos una silla, por ejemplo, percibimos instantáneamente su color, su forma, los materiales de que está construida, etc. La aprehensión de todas estas notas dispersas y contradictorias no es obstáculo para que, en el mismo acto, se nos dé el significado de la silla: el ser un mueble, un utensilio. Pero si queremos describir nuestra percepción de la silla, tendremos que ir con tiento y por panes: primero, su forma, luego su color y así sucesivamente hasta llegar al significado. En el curso del proceso descriptivo se ha ido perdiendo poco a poco la totalidad del objeto. Al principio la silla sólo fue forma, más tarde cierta clase de madera y finalmente puro significado abstracto: la silla es un objeto que sirve para sentarse. En el poema la silla es una presencia instantánea y total, que hiere de golpe nuestra atención. El poeta no describe la silla: nos la pone enfrente. Como en el momento de la percepción, la silla se nos da con todas sus contrarias cualidades y, en la cúspide, el significado. Así, la imagen reproduce el momento de la percepción y constriñe al lector a suscitar dentro de sí al objeto un día percibido. El verso, la frase-ritmo, evoca, resucita, despierta, recrea. O como decía Machado: no representa, sino presenta. Recrea, revive nuestra experiencia de lo real. No vale la pena señalar que esas resurrecciones no son sólo las de nuestra experiencia cotidiana, sino las de nuestra vida más oscura y remota. El poema nos hace recordar lo que hemos olvidado: lo que somos realmente.

La silla es muchas cosas a la vez: sirve para sentarse, pero también puede tener otros usos. Y otro tanto ocurre con las palabras. Apenas reconquistan su plenitud, readquieren sus perdidos significados y valores. La ambigüedad de la imagen no es distinta a la de la realidad, tal como la aprehendemos en el momento de la percepción: inmediata, contradictoria, plural y, no obstante, dueña de un recóndito sentido. Por obra de la imagen se produce la instantánea reconciliación entre el nombre y el objeto, entre la representación y la realidad. Por tanto, el acuerdo entre el sujeto y el objeto se da con cierta plenitud. Ese acuerdo sería imposible si el poeta no usase del lenguaje y si ese lenguaje, por virtud de la imagen, no recobrase su riqueza original. Mas esta vuelta de las palabras a su naturaleza primera —es decir, a su pluralidad de significados— no es sino el primer acto de la operación poética. Aún no hemos asido del todo el sentido de la imagen poética.

Toda frase posee una referencia a otra, es susceptible de ser explicada por otra. Gracias a la movilidad de los signos, las palabras pueden ser explicadas por las palabras. Cuando tropezamos con una sentencia oscura decimos: «Lo que quieren decir estas palabras es esto o aquello». Y para decir «esto o aquello» recurrimos a otras palabras. Toda frase quiere decir algo que puede ser dicho o explicado por otra frase. En consecuencia, el sentido o significado es un querer decir. O sea: un decir que puede decirse de otra manera. El sentido de la imagen, por el contrario, es la imagen misma: no se puede decir con otras palabras. La imagen se explica a sí misma. Nada, excepto ella, puede decir lo que quiere decir. Sentido e imagen son la misma cosa. Un poema no tiene más sentido que sus imágenes. Al ver la silla, aprehendemos instantáneamente su sentido: sin necesidad de acudir a la palabra, nos sentamos en ella. Lo mismo ocurre con el poema: sus imágenes no nos llevan a otra cosa, como ocurre con la prosa, sino que nos enfrentan a una realidad concreta. Cuando el poeta dice de los labios de su amada: «pronuncian con desdén sonoro hielo», no hace un símbolo de la blancura o del orgullo. Nos enfrenta a un hecho sin recurso a la demostración: dientes, palabras, hielos, labios, realidades dispares, se presentan de un solo golpe ante nuestros ojos. Goya no nos describe los horrores de la guerra: nos ofrece, sin más, la imagen de la guerra. Sobran los comentarios, las referencias y las explicaciones. El poeta no quiere decir: dice. Oraciones y frases son medios. La imagen no es medio; sustentada en sí misma, ella es su sentido. En ella acaba y en ella empieza. El sentido del poema es el poema mismo. Las imágenes son irreductibles a cualquier explicación e interpretación. Así pues, las palabras —que habían recobrado su original ambigüedad— sufren ahora otra desconcertante y más radical transformación. ¿En qué consiste?

Derivadas de la naturaleza significante del lenguaje, dos atributos distinguen a las palabras: primero, su movilidad o intercanjeabilidad; segundo, por virtud de su movilidad, el poder una palabra ser explicada por otra. Podemos decir de muchas maneras la idea más simple. O cambiar las palabras de un texto o de una frase sin alterar gravemente el sentido. O explicar una sentencia por otra. Nada de esto es posible con la imagen. Hay muchas maneras de decir la misma cosa en prosa; sólo hay una en poesía. No es lo mismo decir «de desnuda que está brilla la estrella» que «la estrella brilla porque está desnuda». El sentido se ha degradado en la segunda versión: de afirmación se ha convertido en rastrera explicación. La corriente poética ha sufrido una baja de tensión. La imagen hace perder a las palabras su movilidad e intercanjeabilidad. Los vocablos se vuelven insustituibles, irreparables. Han dejado de ser instrumentos. El lenguaje cesa de ser un útil. El regreso del lenguaje a su naturaleza original, que parecía ser el fin último de la imagen, no es así sino el paso preliminar para una operación aún más radical: el lenguaje, tocado por la poesía, cesa de pronto de ser lenguaje. O sea: conjunto de signos móviles y significantes. El poema trasciende el lenguaje. Queda ahora explicado lo que dije al comenzar este libro: el poema es lenguaje —y lenguaje antes de ser sometido a la mutilación de la prosa o la conversación—, pero es algo más también. Y ese algo más es inexplicable por el lenguaje, aunque sólo puede ser alcanzado por él. Nacido de la palabra, el poema desemboca en algo que la traspasa.

La experiencia poética es irreductible a la palabra y, no obstante, sólo la palabra la expresa. La imagen reconcilia a los contrarios, mas esta reconciliación no puede ser explicada por las palabras —excepto por las de la imagen, que han cesado ya de serlo. Así, la imagen es un recurso desesperado contra el silencio que nos invade cada vez que intentamos expresar la terrible experiencia de lo que nos rodea y de nosotros mismos. El poema es lenguaje en tensión: en extremo de ser y en ser hasta el extremo. Extremos de la palabra y palabras extremas, vueltas sobre sus propias entrañas, mostrando el reverso del habla: el silencio y la no significación. Más acá de la imagen, yace el mundo del idioma, de las explicaciones y de la historia. Más allá, se abren las puertas de lo real: significación y no-significación se vuelven términos equivalentes. Tal es el sentido último de la imagen: ella misma.

Cierto, no en todas las imágenes los opuestos se reconcilian sin destruirse. Algunas descubren semejanzas entre los términos o elementos de que está hecha la realidad: son las comparaciones, según las definió Aristóteles. Otras acercan «realidades contrarias» y producen así una «nueva realidad», como dice Reverdy. Otras provocan una contradicción insuperable o un sinsentido absoluto, que delata el carácter irrisorio del mundo, del lenguaje o del hombre (a esta clase pertenecen los disparos del humor y, ya fuera del ámbito de la poesía, los chistes). Otras nos revelan la pluralidad e interdependencia de lo real. Hay, en fin, imágenes que realizan lo que parece ser una imposibilidad lógica tanto como lingüística: las nupcias de los contrarios. En todas ellas —apenas visible o realizado del todo— se observa el mismo proceso: la pluralidad de lo real se manifiesta o expresa como unidad última, sin que cada elemento pierda su singularidad esencial. Las plumas son piedras, sin dejar de ser plumas. El lenguaje, vuelto sobre sí mismo, dice lo que por naturaleza parecía escapársele. El decir poético dice lo indecible.

El reproche que hace Chuangtsé a las palabras no alcanza a la imagen, porque ella ya no es, en sentido estricto, función verbal. En efecto, el lenguaje es sentido de esto o aquello. El sentido es el nexo entre el nombre y aquello que nombramos. Así, implica distancia entre uno y otro. Cuando enunciamos cierta clase de proposiciones («el teléfono es comer», «María es un triángulo», etc.) se produce un sinsentido porque la distancia entre la palabra y la cosa, el signo y el objeto se hace insalvable: el puente, el sentido, se ha roto. El hombre se queda solo, encerrado en su lenguaje. Y en verdad se queda también sin lenguaje, pues las palabras que emite son puros sonidos que ya no significan nada. Con la imagen sucede lo contrario. Lejos de agrandarse, la distancia entre la palabra y la cosa se acorta o desaparece del todo: el nombre y lo nombrado son ya lo mismo. El sentido —en la medida en que es nexo o puente— también desaparece: no hay nada ya que asir, nada que señalar. Mas no se produce el sinsentido o el contrasentido, sino algo que es indecible e inexplicable excepto por sí mismo. De nuevo: el sentido de la imagen es la imagen misma. El lenguaje traspasa el círculo de los significados relativos, el esto y el aquello, y dice lo indecible: las piedras son plumas, esto es aquello. El lenguaje indica, representa; el poema no explica ni representa: presenta. No alude a la realidad; pretende —y a veces lo logra— recrearla. Por tanto, la poesía es un penetrar, un estar o ser en la realidad.

La verdad del poema se apoya en la experiencia poética, que no difiere esencialmente de la experiencia de identificación con la «realidad de la realidad», tal como ha sido descrita por el pensamiento oriental y una parte del occidental. Esta experiencia, reputada por indecible, se expresa y comunica en la imagen. Y aquí nos enfrentamos a otra turbadora propiedad del poema, que será examinada más adelante: en virtud de ser inexplicable, excepto por sí misma, la manera propia de comunicación de la imagen no es la transmisión conceptual. La imagen no explica: invita a recrearla y, literalmente, a revivirla. El decir del poeta encarna en la comunión poética. La imagen trasmuta al hombre y lo convierte a su vez en imagen, esto es, en espacio donde los contrarios se funden. Y el hombre mismo, desgarrado desde el nacer, se reconcilia consigo cuando se hace imagen, cuando se hace otro. La poesía es metamorfosis, cambio, operación alquímica, y por eso colinda con la magia, la religión y otras tentativas para transformar al hombre y hacer de «éste» y de «aquél» ese «otro» que es él mismo. El universo deja de ser un vasto almacén de cosas heterogéneas. Astros, zapatos, lágrimas, locomotoras, sauces, mujeres, diccionarios, todo es una inmensa familia, todo se comunica y se transforma sin cesar, una misma sangre corre por todas las formas y el hombre puede ser al fin su deseo: él mismo. La poesía pone al hombre fuera de sí y, simultáneamente, lo hace regresar a su ser original: lo vuelve a sí. El hombre es su imagen: él mismo y aquel otro. A través de la frase que es ritmo, que es imagen, el hombre —ese perpetuo llegar a ser— es. La poesía es entrar en el ser.