En páginas anteriores se intentó distinguir el acto poético de otras experiencias colindantes. Ahora se hace necesario mostrar cómo ese acto irreductible se inserta en el mundo. Aunque la poesía no es religión, ni magia, ni pensamiento, para realizarse como poema se apoya siempre en algo ajeno a ella. Ajeno, mas sin lo cual no podría encarnar. El poema es poesía y, además, otra cosa. Y este además no es algo postizo o añadido, sino un constituyente de su ser. Un poema puro sería aquél en el que las palabras abandonasen sus significados particulares y sus referencias a esto o aquello, para significar sólo el acto de poetizar —exigencia que acarrearía su desaparición, pues las palabras no son sino significados de esto y aquello, es decir, de objetos relativos e históricos. Un poema puro no podría estar hecho de palabras y seria, literalmente, indecible. Al mismo tiempo, un poema que no luchase contra la naturaleza de las palabras, obligándolas a ir más allá de sí mismas y de sus significados relativos, un poema que no intentase hacerlas decir lo indecible, se quedaría en simple manipulación verbal. Lo que caracteriza al poema es su necesaria dependencia de la palabra tanto como su lucha por trascenderla. Esta circunstancia permite una investigación sobre su naturaleza como algo único e irreductible y, simultáneamente, considerarlo como una expresión social inseparable de otras manifestaciones históricas. El poema, ser de palabras, va más allá de las palabras y la historia no agota el sentido del poema; pero el poema no tendría sentido —y ni siquiera existencia— sin la historia, sin la comunidad que lo alimenta y a la que alimenta.
Las palabras del poeta, justamente por ser palabras, son suyas y ajenas. Por una parte, son históricas: pertenecen a un pueblo y a un momento del habla de ese pueblo: son algo fechable. Por la otra, son anteriores a toda fecha: son un comienzo absoluto. Sin el conjunto de circunstancias que llamamos Grecia no existirían La Iliada ni La Odisea; pero sin esos poemas tampoco habría existido la realidad histórica que fue Grecia. El poema es un tejido de palabras perfectamente fechables y un acto anterior a todas las fechas: el acto original con el que principia toda historia social o individual; expresión de una sociedad y, simultáneamente, fundamento de esa sociedad, condición de su existencia. Sin palabra común no hay poema; sin palabra poética, tampoco hay sociedad, Estado, Iglesia o comunidad alguna. La palabra poética es histórica en dos sentidos complementarios, inseparables y contradictorios: en el de constituir un producto social y en el de ser una condición previa a la existencia de toda sociedad.
El lenguaje que alimenta al poema no es, al fin de cuentas, sino historia, nombre de esto o aquello, referencia y significación que alude a un mundo histórico cerrado y cuyo sentido se agota con el de su personaje central: un hombre o un grupo de hombres. Al mismo tiempo, todo ese conjunto de palabras, objetos, circunstancias y hombres que constituyen una historia arranca de un principio, esto es, de una palabra que lo funda y le otorga sentido. Ese principio no es histórico ni es algo que pertenezca al pasado sino que siempre está presente y dispuesto a encarnar. Lo que nos cuenta Hornero no es un pasado fechable y, en rigor, ni siquiera es pasado: es una categoría temporal que flota, por decirlo así, sobre el tiempo, con avidez siempre de presente. Es algo que vuelve a acontecer apenas unos labios pronuncian los viejos hexámetros, algo que siempre está comenzando y que no cesa de manifestarse. La historia es el lugar de encarnación de la palabra poética.
El poema es mediación entre una experiencia original y un conjunto de actos y experiencias posteriores, que sólo adquieren coherencia y sentido con referencia a esa primera experiencia que el poema consagra. Y esto es aplicable tanto al poema épico como al lírico y dramático. En todos ellos el tiempo cronológico —la palabra común, la circunstancia social o individual— sufre una transformación decisiva: cesa de fluir, deja de ser sucesión, instante que viene después y antes de otros idénticos, y se convierte en comienzo de otra cosa. El poema traza una raya que separa al instante privilegiado de la corriente temporal: en ese aquí y en ese ahora principia algo: un amor, un acto heroico, una visión de la divinidad, un momentáneo asombro ante aquel árbol o ante la frente de Diana, lisa como una muralla pulida. Ese instante está ungido con una luz especial: ha sido consagrado por la poesía, en el sentido mejor de la palabra consagración. A la inversa de lo que ocurre con los axiomas de los matemáticos, las verdades de los físicos o las ideas de los filósofos, el poema no abstrae la experiencia: ese tiempo está vivo, es un instante henchido de toda su particularidad irreductible y es perpetuamente susceptible de repetirse en otro instante, de reengendrarse e iluminar con su luz nuevos instantes, nuevas experiencias. Los amores de Safo, y Safo misma, son irrepetibles y pertenecen a la historia; pero su poema está vivo, es un fragmento temporal que, gracias al ritmo, puede reencarnar indefinidamente. Y hago mal en llamarlo fragmento, pues es un mundo completo en sí mismo, tiempo único, arquetípico, que ya no es pasado ni futuro sino presente. Y esta virtud de ser ya para siempre presente, por obra de la cual el poema se escapa de la sucesión y de la historia, lo ata más inexorablemente a la historia. Si es presente, sólo existe en este ahora y aquí de su presencia entre los hombres. Para ser presente el poema necesita hacerse presente entre los hombres, encarnar en la historia. Como toda creación humana, el poema es un producto histórico, hijo de un tiempo y un lugar; pero también es algo que trasciende lo histórico y se sitúa en un tiempo anterior a toda historia, en el principio del principio. Antes de la historia, pero no fuera de ella. Antes, por ser realidad arquetípica, imposible de fechar, comienzo absoluto, tiempo total y autosuficiente. Dentro de la historia —y más: historia— porque sólo vive encarnado, reengendrándose, repitiéndose en el instante de la comunión poética. Sin la historia —sin los hombres, que son el origen, la substancia y el fin de la historia— el poema no podría nacer ni encarnar; y sin el poema tampoco habría historia, porque no habría origen ni comienzo.
Puede concluirse que el poema es histórico de dos maneras: la primera, como producto social; la segunda, como creación que trasciende lo histórico pero que, para ser efectivamente, necesita encarnar de nuevo en la historia y repetirse entre los hombres. Y esta segunda manera le viene de ser una categoría temporal especial: un tiempo que es siempre presente, un presente potencial y que no puede realmente realizarse sino haciéndose presente de una manera concreta en un ahora y un aquí determinados. El poema es tiempo arquetípico; y, por serlo, es tiempo que encarna en la experiencia concreta de un pueblo, un grupo o una secta. Esta posibilidad de encarnar entre los hombres lo hace manantial, fuente: el poema da de beber el agua de un perpetuo presente que es, asimismo, el más remoto pasado y el futuro más inmediato. La segunda manera de ser histórico del poema es, por tanto, polémica y contradictoria: aquello que lo hace único y separa del resto de las obras humanas es su trasmutar el tiempo sin abstraerlo; y esa misma operación lo lleva, para cumplirse plenamente, a regresar al tiempo.
Vistas desde el exterior, las relaciones entre poema e historia no presentan fisura alguna: el poema es un producto social. Incluso cuando reina la discordia entre sociedad y poesía —según ocurre en nuestra época— y la primera condena al destierro a la segunda, el poema no escapa a la historia: continúa siendo, en su misma soledad, un testimonio histórico. A una sociedad desgarrada corresponde una poesía como la nuestra. A lo largo de los siglos, por otra parte, Estados e Iglesias confiscan para sus fines la voz poética. Casi nunca se trata de un acto de violencia: los poetas coinciden con esos fines y no vacilan en consagrar con su palabra las empresas, experiencias e instituciones de su época. Sin duda San Juan de la Cruz creía servir a su fe —y en efecto la servía— con sus poemas, pero ¿podemos reducir el infinito hechizo de su poesía a las explicaciones teológicas que nos da en sus comentarios? Basho no habría escrito lo que escribió si no hubiese vivido en el siglo XVII japonés; pero no es necesario creer en la iluminación que predica el budismo Zen para abismarse en la flor inmóvil que son los tres versos de su hai-ku. La ambivalencia del poema no proviene de la historia, entendida como una realidad unitaria y total que engloba todas las obras, sino que es consecuencia de la naturaleza dual del poema. El conflicto no está en la historia sino en la entraña del poema y consiste en el doble movimiento de la operación poética: transmutación del tiempo histórico en arquetípico y encarnación de un arquetipo en un ahora determinado e histórico. Este doble movimiento constituye la manera propia y paradójica de ser de la poesía. Su modo de ser histórico es polémico. Afirmación de aquello mismo que niega: e) tiempo y la sucesión.
La poesía no se siente: se dice. O mejor: la manera propia de sentir la poesía es decirla. Ahora bien, todo decir es siempre un decir de algo, un hablar de esto y aquello. El decir poético no difiere en esto de las otras maneras de hablar. El poeta habla de las cosas que son suyas y de su mundo, aun cuando nos hable de otros mundos: las imágenes nocturnas están hechas de fragmentos de las diurnas, recreadas conforme a otra ley. El poeta no escapa a la historia, incluso cuando la niega o la ignora. Sus experiencias más secretas o personales se transforman en palabras sociales, históricas. Al mismo tiempo, y con esas mismas palabras, el poeta dice otra cosa: revela al hombre. Esa revelación es el significado último de todo poema y casi nunca está dicha de manera explícita, sino que es el fundamento de todo decir poético. En las imágenes y ritmos se transparenta, más o menos acusadamente, una revelación que no se refiere ya a aquello que dicen las palabras, sino a algo anterior y en lo que se apoyan todas las palabras del poema: la condición última del hombre, ese movimiento que lo lanza sin cesar adelante, conquistando siempre nuevos territorios que apenas tocados se vuelven ceniza, en un renacer y remorir y renacer continuos. Pero esta revelación que nos hacen los poetas encarna siempre en el poema y, más precisamente, en las palabras concretas y determinadas de este o aquel poema. De otro modo no habría posibilidad de comunión poética: para que las palabras nos hablen de esa «otra cosa» de que habla todo poema es necesario que también nos hablen de esto y aquello.
La discordia latente en todo poema es una condición de su naturaleza y no se da como desgarradura. El poema es unidad que sólo logra constituirse por la plena fusión de los contrarios. No son dos mundos extraños los que pelean en su interior: el poema está en lucha consigo mismo. Por eso está vivo. Y de esta continua querella —que se manifiesta como unidad superior, como lisa y compacta superficie— procede también lo que se ha llamado la peligrosidad de la poesía. Aunque comulgue en el altar social y comparta con entera buena fe las creencias de su época, el poeta es un ser aparte, un heterodoxo por fatalidad congénita: siempre dice otra cosa, incluso cuando dice las mismas cosas que el resto de los hombres de su comunidad. La desconfianza de los Estados y las Iglesias ante la poesía nace no sólo del natural imperialismo de estos poderes: la índole misma del decir poético provoca el recelo. No es tanto aquello que dice el poeta, sino lo que va implícito en su decir, su dualidad última e irreductible, lo que otorga a sus palabras un gusto de liberación. La frecuente acusación que se hace a los poetas de ser ligeros, distraídos, ausentes, nunca del todo en este mundo, proviene del carácter de su decir. La palabra poética jamás es completamente de este mundo: siempre nos lleva más allá, a otras tierras, a otros cielos, a otras verdades. La poesía parece escapar a la ley de gravedad de la historia porque su palabra nunca es enteramente histórica. Nunca la imagen quiere decir esto o aquello. Más bien sucede lo contrario, según se ha visto: la imagen dice esto y aquello al mismo tiempo. Y aun: esto es aquello.
La condición dual de la palabra poética no es distinta a la de la naturaleza del hombre, ser temporal y relativo pero lanzado siempre a lo absoluto. Ese conflicto crea la historia. Desde esta perspectiva, el hombre no es mero suceder, simple temporalidad. Si la esencia de la historia consistiese sólo en el suceder un instante a otro, un hombre a otro, una civilización a otra, el cambio se resolvería en uniformidad, y la historia sería naturaleza. En efecto, cualesquiera que sean sus diferencias específicas, un pino es igual a otro pino, un perro es igual a otro perro; con la historia ocurre lo contrario: cualesquiera que sean sus características comunes, un hombre es irreductible a otro hombre, un instante histórico a otro instante. Y lo que hace instante al instante, tiempo al tiempo, es el hombre que se funde con ellos para hacerlos únicos y absolutos. La historia es gesta, acto heroico, conjunto de instantes significativos porque el hombre hace de cada instante algo autosuficiente y separa así al hoy del ayer. En cada instante quiere realizarse como totalidad y cada una de sus horas es monumento de una eternidad momentánea. Para escapar de su condición temporal no tiene más remedio que hundirse más plenamente en el tiempo. La única manera que tiene de vencerlo es fundirse con él. No alcanza la vida eterna, pero crea un instante único e irrepetible y así da origen a la historia. Su condición lo lleva a ser otro; sólo, siéndolo puede ser él mismo plenamente. Es como el Grifón mítico de que habla el canto XXXI del Purgatorio: «Sin cesar de ser él mismo se transforma en su imagen».
La experiencia poética no es otra cosa que revelación de la condición humana, esto es, de ese trascenderse sin cesar en el que reside precisamente su libertad esencial. Si la libertad es movimiento del ser, trascenderse continuo del hombre, ese movimiento deberá estar referido siempre a algo. Y así es: es un apuntar hacia un valor o una experiencia determinada. La poesía no escapa a esta ley, como manifestación de la temporalidad que es. En efecto, lo característico de la operación poética es el decir, y todo decir es decir de algo. ¿Y qué puede ser ese algo? En primer término, ese algo es histórico y fechable: aquello de que efectivamente habla el poeta, trátese de sus amores con Galatea, del sitio de Troya, de la muerte de Hamlet, del sabor del vino una tarde o del color de una nube sobre el mar. El poeta consagra siempre una experiencia histórica, que puede ser personal, social o ambas cosas a un tiempo. Pero al hablarnos de todos esos sucesos, sentimientos, experiencias y personas, el poeta nos habla de otra cosa: de lo que está haciendo, de lo que se está siendo frente a nosotros y en nosotros. Nos habla del poema mismo, del acto de crear y nombrar. Y más: nos lleva a repetir, a recrear su poema, a nombrar aquello que nombra; y al hacerlo, nos revela lo que somos. No quiero decir que el poeta haga poesía de la poesía —o que en su decir sobre esto o aquello de pronto se desvíe y se ponga a hablar sobre su propio decir— sino que, al recrear sus palabras, nosotros también revivimos su aventura y ejercitamos esa libertad en la que se manifiesta nuestra condición. También nosotros nos fundimos con el instante para traspasarlo mejor, también, para ser nosotros mismos, somos otros. La experiencia descrita en los capítulos anteriores la repite el lector. Esta repetición no es idéntica, por supuesto. Y precisamente por no serlo, es valedera. Es muy posible que el lector no comprenda con entera rectitud lo que dice el poema: hace muchos años o siglos fue escrito y la lengua viva ha variado; o fue compuesto en una región alejada, donde se habla de un modo distinto. Nada de esto importa. Si la comunión poética se realiza de veras, quiero decir, si el poema guarda aún intactos sus poderes de revelación y si el lector penetra efectivamente en su ámbito eléctrico, se produce una recreación. Como toda recreación, el poema del lector no es el doble exacto del escrito por el poeta. Pero si no es idéntico por lo que toca al esto y al aquello, sí lo es en cuanto al acto mismo de la creación: el lector recrea el instante y se crea a sí mismo.
El poema es una obra siempre inacabada, siempre dispuesta a ser completada y vivida por un lector nuevo. La novedad de los grandes poetas de la Antigüedad proviene de su capacidad para ser otros sin dejar de ser ellos mismos. Así, aquello de que habla el poeta (el esto y el aquello: la rosa, la muerte, la tarde soleada, el asalto a las murallas, la reunión de los estandartes) se convierte, para el lector, en eso que está implícito en todo decir poético y que es el núcleo de la palabra poética: la revelación de nuestra condición y su reconciliación consigo misma. Esta revelación no es un saber de algo o sobre algo, pues entonces la poesía sería filosofía. Es un efectivo volver a ser aquello que el poeta revela que somos; por eso no se produce como un juicio: es un acto inexplicable excepto por sí mismo y que nunca asume una forma abstracta. No es una explicación de nuestra condición, sino una experiencia en la que nuestra condición, ella misma, se revela o manifiesta. Y por eso también está indisolublemente ligada a un decir concreto sobre esto o aquello. La experiencia poética —original o derivada de la lectura— no nos enseña ni nos dice nada sobre la libertad: es la libertad misma desplegándose para alcanzar algo y así realizar, por un instante, al hombre. La infinita diversidad de poemas que registra la historia procede del carácter concreto de la experiencia poética, que es experiencia de esto y aquello; pero esta diversidad también es unidad, porque en todos estos y aquéllos se hace presente la condición humana. Nuestra condición consiste en no identificarse con nada de aquello en que encarna, sí, pero también en no existir sino encarnando en lo que no es ella misma.
El carácter personal de la lírica parece ajustarse más a estas ideas que la épica o la dramática. Épica y teatro son formas en las cuales el hombre se reconoce como colectividad o comunidad, en tanto que en la lírica se ve como individuo. De ahí que se piense que en las dos primeras la palabra común —el decir sobre esto o aquello— ocupa todo el espacio y no deja lugar para que la «otra voz» se manifieste. El poeta épico no habla de sí mismo, ni de su experiencia: habla de otros y su decir no tolera ambigüedad alguna. La objetividad de lo que cuenta lo vuelve impersonal. Las palabras del teatro y de la épica coinciden enteramente con las de su comunidad y no es fácil —excepto en el caso de un teatro polémico, como el de Eurípides o el moderno— que revelen verdades distintas o contrarias a las de su mundo histórico. La forma épica —y, en menor grado, la dramática no ofrecen posibilidad de decir cosas distintas de las que expresamente dicen; la libertad interior que, al desplegarse, permite la revelación de la condición paradójica del nombre, no se da en ellas, por tanto, no se establece ese conflicto entre historia y poesía que más arriba se ha tratado de describir y que parecía constituir la esencia del poema. La coincidencia entre historia y poesía, entre palabra común y palabra poética, es tan perfecta que no deja resquicio alguno por donde puede colarse una verdad que no sea histórica. Es indispensable examinar esta opinión, que contradice en parte todo lo dicho.
Épica y teatro son ante todo obras con héroes, protagonistas o personajes. No es aventurado afirmar que precisamente en los héroes —acaso con mayor plenitud que en el monólogo del poeta lírico— se da esa revelación de la libertad que hace de la poesía, simultánea e indisolublemente, algo que es histórico y que, siéndolo, niega y trasciende la historia. Y más: ese conflicto o nudo de contradicciones que es todo poema se manifiesta con mayor y más entera objetividad en la épica y la tragedia. En ellas, a la inversa de lo que sucede en la lírica, el conflicto deja de ser algo latente, jamás explícito del todo y se desnuda y muestra con toda crudeza. La tragedia y la comedia muestran en forma objetiva el conflicto entre los hombres y el destino y, así, la lucha entre poesía e historia. La épica, por su parte, es la expresión de un pueblo como conciencia colectiva, pero también lo es de algo anterior a la historia de esa comunidad: los héroes, los fundadores. Aquiles está antes, no después, de Grecia. En fin, en los personajes del teatro y de la epopeya encarna el misterio de la libertad y por ellos habla la «otra voz».
Todo poema, cualquiera que sea su índole: lírica, épica o dramática, manifiesta una manera peculiar de ser histórico; mas para asir realmente esta singularidad no basta con enunciarla en la forma abstracta en que hasta ahora lo hemos hecho sino acercarnos al poema en su realidad histórica y ver de manera más concreta cuál es su función dentro de una sociedad dada. Así, los capítulos que siguen tendrán por tema la tragedia y la épica griegas, la novela, y la poesía lírica de la edad moderna. No es casual la elección de épocas y géneros. En los héroes del mito griego y, en otro sentido, en los del teatro español e isabelino, es posible percibir las relaciones entre la palabra poética y la social, la historia y el hombre. En todos ellos el tema central es la libertad humana. La novela, por su parte, según se ha dicho muchas veces, es la épica moderna; asimismo, es una anomalía dentro del género épico y de ahí que merezca una meditación especial. Finalmente, la poesía moderna constituye, como la novela, otra excepción: por primera vez en la historia la poesía deja de servir a otros poderes y quiere rehacer el mundo a su imagen. Sin duda los poemas de Baudelaire no son esencialmente distintos, en la medida en que son poemas, a los de Li-Po, Dante o Safo. Lo mismo puede decirse del resto de los poetas modernos, en cuanto creadores de poemas. Pero la actitud de estos poetas —y la de la sociedad que los rodea— es radicalmente diferente a la de los antiguos. En todos ellos, con mayor o menor énfasis, el poeta se alía al teórico, el creador al profeta, el artista al revolucionario o al sacerdote de una nueva fe. Todos se sienten seres aparte de la sociedad y algunos se consideran fundadores de una historia y de un hombre nuevos. De ahí que, para los fines de este trabajo, se les estudie más bien en este aspecto que como simples creadores de poemas.
Antes de inclinarnos sobre el significado del héroe, parece necesario preguntarse en dónde se ha dado con mayor pureza el carácter heroico. Hasta hace poco, todos hubieran contestado sin vacilar: Grecia. Pero cada día se descubren más y más textos épicos, pertenecientes a todos los pueblos, desde la epopeya de Gilgamesh hasta la leyenda de Quetzalcóatl, que entre nosotros ha reconstruido el padre Ángel María Garibay K. Estos descubrimientos obligan a justificar nuestra elección. Cualesquiera que sean las relaciones entre poesía épica, dramática y lírica, es evidente que las primeras se distinguen de la última por su carácter objetivo. La épica cuenta; la dramática presenta. Y presenta de bulto. Ambas, además, no tienen por objeto al hombre individual sino a la colectividad o al héroe que la encarna. Por otra parte, teatro y épica se distinguen entre sí por lo siguiente: en la épica, el pueblo se ve como origen y como futuro, es decir, como un destino unitario, al que la acción heroica ha dotado de un sentido particular (ser digno de los héroes es continuarlos, prolongarlos, asegurar un futuro a ese pasado que siempre se presenta a nuestros ojos como un modelo); en el teatro, la sociedad no se ve como un todo sino desgarrada por dentro, en lucha consigo misma. En general, toda épica representa a una sociedad aristocrática y cerrada; el teatro —por lo menos en sus formas más altas: la comedia política y la tragedia— exige como atmósfera la democracia, esto es, el diálogo: en el teatro la sociedad dialoga consigo misma. Y así, mientras sólo en momentos aislados los héroes épicos son problemáticos, los del teatro lo son continuamente, salvo en el instante en que la crisis se desenlaza. Sabemos lo que hará el héroe épico, pero el personaje dramático se ofrece como varias posibilidades de acción, entre las que tiene que escoger. Estas diferencias revelan que hay una suerte de filialidad entre épica y teatro. El héroe épico parece que está destinado a reflexionar sobre sí mismo en el teatro, y de ahí que Aristóteles afirme que los poetas dramáticos toman sus mitos —esto es, sus argumentos o asuntos— de la materia épica. La epopeya crea a los héroes como seres de una sola pieza; la poesía dramática recoge esos caracteres y los vuelve, por decirlo así, sobre sí mismos: los hace transparentes, para que nos contemplemos en sus abismos y contradicciones. Por eso el carácter heroico sólo puede estudiarse plenamente si el héroe épico es también héroe dramático, es decir, en aquella tradición poética que hace de la primitiva materia épica objeto de examen y diálogo.
No es muy seguro que todas las grandes civilizaciones posean una épica, en el sentido de las grandes epopeyas indoeuropeas. El libro de los cantos, en China, y el Manyoshu, en el Japón, son recopilaciones predominantemente líricas. En otros casos, una gran poesía dramática desdeña su tradición épica: Corneille y Racine buscaron héroes fuera de la materia épica francesa. Esta circunstancia no hace menos franceses a sus personajes, pero sí revela una ruptura en la historia espiritual de Francia. El «gran siglo» da la espalda a la tradición medieval y la elección de temas hispanos y griegos revela que esa sociedad había decidido cambiar sus modelos y arquetipos heroicos por otros. Ahora bien, si concebimos el teatro como el diálogo de la sociedad consigo misma, como un examen de sus fundamentos, no deja de ser sintomático que en el teatro francés el Cid y Aquiles suplanten a Rolando, y Agamenón a Carlomagno.
Si el mito épico constituye la sustancia de la creación dramática, debe haber una necesaria relación de filialidad entre épica y teatro, según acontece entre griegos, españoles e ingleses. En la epopeya el héroe aparece como unidad de destino; en el teatro, como conciencia y examen de ese mismo destino. Pero la problematicidad del héroe trágico sólo puede desplegarse ahí donde el diálogo se cumple efectiva y libremente, es decir, en el seno de una sociedad en donde la teología no constituye el monopolio de una burocracia eclesiástica y, por otra parte, ahí donde la actividad política consiste sobre todo en el libre intercambio de opiniones. Todo nos lleva a estudiar el carácter heroico en Grecia, porque sólo entre los griegos la épica es la materia prima de la teología y sólo entre ellos la democracia permitió que los personajes trágicos reviviesen como conflictos teatrales los supuestos teológicos que animaban a los héroes de la epopeya. Así pues, sin negar otras epopeyas ni un teatro como el No japonés, es evidente que Grecia debe ser el centro de nuestra reflexión sobre la figura del héroe. Sólo entre los griegos —y en esto radica el carácter excepcional de su cultura— se dan todas las condiciones que permiten el pleno despliegue del carácter heroico: los héroes épicos son también héroes trágicos; la reflexión que sobre sí mismo hace el héroe trágico no está limitada por una coacción eclesiástica o filosófica; y, en fin, esa reflexión se refiere a los fundamentos mismos del hombre y del mundo, porque en Grecia la épica es, simultáneamente, teogonía y cosmogonía y constituye el sustento común del pensamiento filosófico y de la religión popular. La reflexión del héroe trágico, y su conflicto mismo, son de orden religioso, político y filosófico. El tema único del teatro griego es el sacrilegio, o sea: la libertad, sus límites y sus penas. La concepción griega de la lucha entre la justicia cósmica y la voluntad humana, su armonía final y los conflictos que desgarran el alma de los héroes, constituye una revelación del ser y, así, del hombre mismo. Un hombre que no está fuera del cosmos, como un extraño huésped de la tierra, según ocurre en la idea del hombre que nos presenta la filosofía moderna; tampoco un hombre inmerso en el cosmos, como uno de sus ciegos componentes, mero reflejo de la dinámica de la naturaleza o de la voluntad de los dioses. Para el griego, el hombre forma parte del cosmos, pero su relación con el todo se funda en su libertad. En esta ambivalencia reside el carácter trágico del ser humano. Ningún otro pueblo ha acometido, con semejante osadía y grandeza, la revelación de la condición humana.