AMBIGÜEDAD DE LA NOVELA

Se ha dicho muchas veces que el rasgo distintivo de la edad moderna —esta que expira ahora, ante nuestros ojos— consiste en fundar el mundo en el hombre. Y la piedra, el cimiento en el que se asienta la fábrica del universo, es la conciencia. Cierto, no toda la filosofía moderna comparte esta idea. Pero incluso en la que podría parecer más alejada de estas tendencias, la conciencia aparece como la conquista última y más alta de la historia. Aunque Marx no funda al mundo en la conciencia, hace de la historia una larga marcha a cuyo término el hombre enajenado al fin será dueño de sí mismo, es decir, de su propia conciencia. Entonces la conciencia dejará de estar determinada por las leyes de producción y se habrá dado el salto de la «necesidad a la libertad», según la conocida frase de Engels. Apenas el hombre sea el señor y no la víctima de las relaciones históricas, la existencia social estará determinada por la conciencia y no a la inversa, como ahora.

No deja de ser extraño, por otra parte, que las ciencias más objetivas y rigurosas se hayan desarrollado sin obstáculos dentro de estas convicciones intelectuales. La extrañeza desaparece si se advierte que, a diferencia de la antigua concepción griega de la ciencia, la de la época moderna no es tanto una versión ingenua de la naturaleza —o sea una visión del mundo natural tal cual lo vemos— como una creación de las condiciones objetivas que permitan la verificación de ciertos fenómenos. Para los griegos la naturaleza era sobre todo una realidad visible: aquello que ven los ojos; para nosotros, un nudo de reacciones y estímulos, una invisible red de relaciones. La ciencia moderna escoge y aísla parcelas de realidad y realiza sus experiencias sólo cuando ha creado ciertas condiciones favorables a la observación. En cierto modo, la ciencia inventa la realidad sobre la cual opera. La misión final que Marx asigna a la especie humana al final del dédalo de la historia —la autonomía de la conciencia y su posibilidad casi demiúrgica de crear la existencia y modificarla— el hombre moderno la ha realizado en determinados territorios de la realidad. También para el pensamiento científico moderno la realidad objetiva es una imagen de la conciencia y el más perfecto de sus productos.

Ya se postule la conciencia como el fundamento del universo, o se afirme que no podemos operar sobre la realidad exterior si no la reducimos previamente a dato en la conciencia o, finalmente, se conciba la historia como una progresiva liberación de la conciencia de aquello que la determina y enajena, la posición del hombre moderno ante el cosmos y ante sí mismo es radicalmente distinta de la que asumió en el pasado. La revolución de Copérnico mostró que el hombre no era el centro del universo ni el rey de la creación. El hombre quedó huérfano y destronado, mas en aptitud de rehacer su morada terrestre. Como es sabido, la primera consecuencia de esta actitud fue la desaparición de nociones que eran la justificación de la vida y el fundamento de la historia. Me refiero a ese complejo sistema de creencias que, para simplificar, se conoce como lo sagrado, lo divino o lo trascendente. Este cambio no se dio solamente en la esfera de las ideas —si es que puede hablarse de ideas desencarnadas o puras— sino en la zona menos precisa, pero mucho más activa, de las convicciones intelectuales. Fue un cambio histórico y, aún más, un cambio revolucionario, pues consistió en la substitución de un mundo de valores por otro. Ahora bien, toda revolución aspira a fundar un orden nuevo en principios ciertos e inconmovibles, que tienden a ocupar el sitio de las divinidades desplazadas. Toda revolución es, al mismo tiempo, una profanación y una consagración.

El movimiento revolucionario es una profanación porque echa abajo las viejas imágenes; mas esta degradación se acompaña siempre por una consagración de lo que hasta entonces había sido considerado profano; la revolución consagra el sacrilegio. Los grandes reformadores han sido considerados sacrílegos porque efectivamente profanaron los misterios sagrados, los desnudaron y los exhibieron como engaños o como verdades incompletas. Y simultáneamente consagraron verdades que hasta entonces habían sido ignoradas o reputadas profanas. Buda denuncia como ilusoria la metafísica de los Upanishad: el yo no existe y el atman es un engañoso juego de reflejos; Cristo rompe el judaísmo y ofrece la salvación a todos los hombres; Laotsé se burla de las virtudes confucianas y las convierte en crímenes, mientras santifica lo que sus adversarios consideraban pecado. Toda revolución es la consagración de un sacrilegio, que se convierte en un nuevo principio sagrado.

La revolución moderna ostenta un rasgo que la hace única en la historia; su impotencia para consagrar los principios en que se funda. En efecto, desde el Renacimiento —y especialmente a partir de la Revolución francesa, que consuma el triunfo de la modernidad— se han erigido mitos y religiones seculares que se desmoronan apenas les toca el aire vivo de la historia. Parece innecesario recordar los fracasos de la religión de la humanidad o de la ciencia. Y como al sacrilegio no sucedió la consagración de nuevos principios, se produjo un vacío en la conciencia. Ese vacío se llama el espíritu laico. El espíritu laico o la neutralidad. Ahora bien, «ahí donde mueren los dioses, nacen los fantasmas». Nuestros fantasmas son abstractos e implacables. La patria deja de ser una comunidad, una tierra, algo concreto y palpable, y se convierte en una idea a la que todos los valores humanos se sacrifican: la nación. Al antiguo señor —tirano o clemente, pero al que siempre se puede asesinar— sucede el Estado, inmortal como una idea, eficaz como una máquina, impersonal como ellas y contra el que no valen las súplicas ni el puñal porque nada lo apiada ni lo mata. Al mismo tiempo el culto a la técnica gana las almas y reemplaza a las antiguas creencias mágicas. Pero la magia se funda en un doble principio: el universo es un todo en movimiento, presidido por el ritmo; y el hombre está en relación viviente con ese todo. Todo cambia porque todo se comunica. La metamorfosis es la expresión de esta vasta comunidad vital de la que el hombre es uno de los términos. Podemos cambiar, ser piedras o astros, si conocemos la palabra justa que abre las puertas de la analogía. El hombre mágico está en comunicación constante con el universo, forma parte de una totalidad en la que se reconoce y sobre la que puede obrar. El hombre moderno se sirve de la técnica como su antepasado de las fórmulas mágicas, sin que ésta, por lo demás, le abra puerta alguna. Al contrario, le cierra toda posibilidad de contacto con la naturaleza y con sus semejantes: la naturaleza se ha convertido en un complejo sistema de relaciones causales en el que las cualidades desaparecen y se transforman en puras cantidades; y sus semejantes han dejado de ser personas y son utensilios, instrumentos. La relación del hombre con la naturaleza y con su prójimo no es esencialmente distinta de la que mantiene con su automóvil, su teléfono o su máquina de escribir. En fin, la credulidad más grosera —según se ve en los mitos políticos— es la otra cara del espíritu positivo. Nadie tiene fe, pero todos se hacen ilusiones. Sólo que las ilusiones se evaporan y no queda entonces sino el vacío: nihilismo y chabacanería. La historia del espíritu laico o burgués podría intitularse, como la serie de Balzac: Las ilusiones perdidas.

La revolución burguesa proclamó los derechos del hombre, pero al mismo tiempo los pisoteó en nombre de la propiedad privada y del libre comercio; declaró sacrosanta la libertad, mas la sometió a las combinaciones del dinero; y afirmó la soberanía de los pueblos y la igualdad de los hombres, mientras conquistaba el planeta, reducía a la esclavitud viejos imperios y establecía en Asia, África y América los horrores del régimen colonial. La suerte final de los ideales burgueses no es excepcional. Imperios e Iglesias reclutan sus funcionarios y oficiales entre los viejos revolucionarios y sus hijos. Así, el verdadero problema no reside en la fatal degradación de los principios, ni en su confiscación, para uso propio, por una clase o un grupo, sino en la naturaleza misma de esos principios. ¿Cómo puede ser el hombre el fundamento del mundo si el ser que es, por esencia, cambio, perpetuo llegar a ser que jamás se alcanza a sí mismo y que cesa de transformarse sólo para morir? ¿Cómo escapar o trascender la contradicción que lleva en su seno el espíritu crítico y, por tanto, todos los movimientos revolucionarios modernos? Sólo, acaso, una revolución que se fundase en el principio original de toda revolución: el cambio. Sólo un movimiento que se volviese sobre sí mismo, para hacer la «revolución de la revolución», podría impedir la fatal caída en el terror cesáreo o en la mistificación burguesa. Una revolución así haría imposible la transformación del espíritu crítico en ortodoxia eclesiástica, del instante revolucionario en fecha santa, del dirigente en César y del héroe muerto en momia divinizada. Pero esa revolución se destruiría sin cesar a sí misma y, llevada a su extremo, sería la negación del principio mismo que la mueve. El nihilismo sería su resultado final. Así, lo que distingue la revolución de la edad moderna de las antiguas no es tanto ni exclusivamente la corrupción de los primitivos ideales, ni la degradación de sus principios liberadores en nuevos instrumentos de opresión, cuanto la imposibilidad de consagrar al hombre como fundamento de la sociedad. Y esta imposibilidad de consagración se debe a la índole misma del instrumento empleado para derribar a los antiguos poderes: el espíritu crítico, la duda racional.

La crítica racional ha sido siempre un instrumento de liberación, personal o social. Buda se presenta como un crítico de la tradición y pide a sus oyentes que no acepten sus palabras sin antes haberlas examinado. Sólo que el budismo —al menos en su forma primitiva— no pretende explicar los fundamentos del mundo, sino ofrecernos una vía de escape. De ahí la reticencia de Gautama ante ciertas preguntas: «La vida religiosa no depende del dogma de la eternidad del cosmos o de su carácter perecedero… Cualquiera que sea nuestra opinión sobre estos asuntos, h verdad es que nacemos, morimos, envejecemos y sufrimos miseria, pena y desesperación». La doctrina tiende a la extinción del dolor y el mal. Su crítica posee una función precisa: iluminar al hombre, limpiarlo de la ilusión del yo y del deseo. El pensamiento moderno, por el contrario, ve en la razón crítica su fundamento. A las creaciones de la religión opone las construcciones de la razón; sus paraísos no están fuera del tiempo, en la otra vida o en ese instante de iluminación que niega a la corriente temporal, sino en el tiempo mismo, en el suceder histórico: son utopías sociales. En tanto que el mito se sitúa fuera de la historia, la utopía es una promesa que tiende a realizarse aquí, entre nosotros, y en un tiempo determinado: el futuro. Pero las utopías, como hijas del espíritu racional, están sujetas a la crítica racional. Una sociedad que se define a sí misma como racional —o que tiende a serlo— tiene que ser crítica e inestable, pues la razón es ante todo crítica y examen. De ahí que la distancia entre los principios y la realidad —presente en toda sociedad— se convierta en nosotros en una verdadera e insuperable contradicción. El Estado liberal se funda en la libertad de examen y en el ejercicio de espíritu crítico; negar esos principios sería negar su legitimidad histórica y su existencia misma. Nada lo justifica sino ellos. Al mismo tiempo, la realidad es que el Estado y la clase dirigente no vacilan en acudir a la fuerza cada vez que ese espíritu de examen hace vacilar el orden social. De ahí que las palabras cambien de sentido y se vuelvan ambiguas: la represión se hace en nombre de la libertad de examen. En las sociedades antiguas el ejercicio del poder no entrañaba hipocresía alguna, pues sus fundamentos nunca estuvieron a discusión; en cambio, el fundamento del poder moderno es precisamente la posibilidad de discutirlo. Tal es el origen de la doblez y del sentimiento de ilegitimidad que tiñe la conciencia burguesa. Los títulos del burgués para dirigir a la sociedad no son claros; son el fruto de una prestidigitación, de un rápido cambio de manos. La crítica que le sirvió para destronar a la monarquía y a la nobleza le sirve ahora para ocupar su sitio. Es un usurpador. Como una llaga secreta que nada cicatriza, la sociedad moderna porta en sí un principio que la niega y del que no puede renegar sin renegar de sí misma y destruirse. La crítica es su alimento y su veneno.

Al iniciar esta tercera parte de nuestro estudio se apuntó que la función más inmediata de la poesía, lo que podría llamarse su función histórica, consiste en la consagración o transmutación de un instante, personal o colectivo, en arquetipo. En este sentido, la palabra poética funda los pueblos. Sin épica no hay sociedad posible, porque no existe sociedad sin héroes en que reconocerse. Jacob Burckhardt fue uno de los primeros en advertir que la épica de la sociedad moderna es la novela. Pero se detuvo en esta afirmación y no penetró en la contradicción que encierra llamar épica a un género ambiguo, en el que caben desde la confesión y la autobiografía hasta el ensayo filosófico.

El carácter singular de la novela proviene, en primer término, de su lenguaje. ¿Es prosa? Si se piensa en las epopeyas, evidentemente sí lo es. Apenas se la compara con los géneros clásicos de la prosa —el ensayo, el discurso, el tratado, la epístola o la historia— se percibe que no obedece a las mismas leyes. En el capítulo consagrado al verso y la prosa se observó que el prosista lucha contra la seducción del ritmo. Su obra es una batalla consume contra el carácter rítmico del lenguaje El filósofo ordena las ideas conforme a un orden racional; el historiador narra los hechos con el mismo rigor lineal. El novelista no demuestra ni cuenta: recrea un mundo. Aunque su oficio es relatar un suceso —y en este sentido se parece al historiador— no le interesa contar lo que pasó, sino revivir un instante o una serie de instantes, recrear un mundo. Por eso acude a los poderes rítmicos del lenguaje y a las virtudes trasmutadoras de la imagen. Su obra entera es una imagen. Así, por una parte, imagina, poetiza; por la otra, describe lugares, hechos y almas. Colinda con la poesía y con la historia, con la imagen y la geografía, el mito y la psicología. Ritmo y examen de conciencia, crítica e imagen, la novela es ambigua. Su esencial impureza brota de su constante oscilación entre la prosa y la poesía, el concepto y el mito. Ambigüedad e impureza le vienen de ser el género épico de una sociedad fundada en el análisis y la razón, esto es, en la prosa.

El héroe épico es un arquetipo, un modelo. Como arquetipos, Aquiles o Sigfrido son invulnerables; como hombres, están sujetos a la suerte de todo mortal; hay siempre una hendidura secreta en el cuerpo o en el alma del héroe por la que penetran la muerte o la derrota. El talón de Aquiles es el sello de su mortalidad, la marca de su naturaleza humana. Y cuando cae, herido por la fatalidad, recobra su naturaleza divina: la acción heroica es la reconquista de la divinidad. En el héroe pelean dos mundos, el sobrenatural y el humano, pero esa lucha no implica ambigüedad alguna. Se trata de dos principios que se disputan un alma y uno de ellos acabará por vencer al otro. En la novela no hay nada parecido. Razón y locura en don Quijote, vanidad y amor en Rastignac, avaricia y generosidad en Benigna forman una sola tela. No se sabe nunca dónde terminan los celos y empieza el amor para Swan. Por eso ninguno de estos personajes puede ser realmente un arquetipo, en el sentido en que lo son Aquiles, el Cid o Rolando. Épica de héroes que razonan y dudan, épica de héroes dudosos, de los que ignoramos si son locos o cuerdos, santos o demonios. Muchos son escépticos, otros francamente rebeldes y antisociales y todos en abierta o secreta lucha con su mundo. Épica de una sociedad en lucha consigo misma.

Ni Aquiles ni el Cid dudan de las ideas, creencias e instituciones de su mundo. Los héroes de la epopeya están bien plantados en su universo y por eso sus relaciones con su sociedad son las naturales de la planta con la tierra que le es propia. Arjuna no pone en tela de juicio el orden cósmico ni las jerarquías sociales, Rolando es todo fidelidad a su señor. El héroe épico nunca es rebelde y el acto heroico generalmente tiende a restablecer el orden ancestral, violado por una falta mítica. Tal es el sentido del regreso de Odiseo o, en la tragedia, el de la venganza de Orestes. La justicia es sinónimo del orden natural. En cambio, la duda del héroe novelesco sobre sí mismo también se proyecta sobre la realidad que lo sustenta. ¿Son molinos o son gigantes lo que ven don Quijote y Sancho? Ninguna de las dos posibilidades es la verdadera, parece decirnos Cervantes: son gigantes y son molinos. El realismo de la novela es una crítica de la realidad y hasta una sospecha de que sea tan irreal como los sueños y las fantasías de don Quijote. ¿Odette era lesbiana, Gilberta decía la verdad, Matilde amaba a Julián Sorel, Smerdiakov mató al viejo Karamazov? ¿En dónde está la realidad y qué clase de extraño realismo es el de todos estos novelistas? El mundo que rodea a estos héroes es tan ambiguo como ellos mismos.

El tránsito del ideal épico al novelístico puede observarse muy bien en Ariosto y Cervantes. Orlando no es sólo una extemporánea tentativa de poema épico: asimismo es una burla del ideal caballeresco. La perfección de las estrofas, el brillo de las imágenes y lo descomunal de la invención contribuyen a subrayar el tono grotesco. El idealismo de Ariosto es un irrealismo. La verdadera épica es realista: aunque Aquiles hable con dioses y Odiseo baje al infierno, nadie duda de su realidad. Esa realidad está hecha de la mezcla de lo mítico y lo humano, de modo que el tránsito de lo cotidiano a lo maravilloso es insensible: nada más natural que Diómedes hiera a Afrodita en la batalla. En Ariosto todo es irreal. Y como se trata de sentimientos y hechos sublimes, su irrealidad misma los vuelve grotescos. Lo sublime grotesco está cerca del humor, pero no es aún el humor. Ni Hornero ni Virgilio lo conocieron; Ariosto parece presentirlo, pero sólo nace con Cervantes. Por obra del humor, Cervantes es el Hornero de la sociedad moderna. Para Hegel la ironía consiste en insertar la subjetividad en el orden de la objetividad; se puede añadir que se trata de una subjetividad crítica. Así, los más desaforados personajes de Cervantes poseen una cierta dosis de conciencia de su situación; y esa conciencia es crítica. Ante ella, la realidad vacila, aunque sin ceder del todo: los molinos son gigantes un instante, para luego ser molinos con mayor fuerza y aplomo. El humor vuelve ambiguo lo que toca: es un implícito juicio sobre la realidad y sus valores, una suerte de suspensión provisional, que los hace oscilar entre el ser y el no ser. El mundo de Ariosto es descaradamente irreal y lo mismo ocurre con sus personajes. En la obra de Cervantes hay una continua comunicación entre realidad y fantasía, locura y sentido común. La realidad castellana, con su sola presencia, hace de don Quijote un esperpento, un personaje irreal; pero de pronto Sancho duda y no sabe ya si Aldonza es Dulcinea o la labradora que él conoce, si Clavileño es un corcel o un pedazo de madera. La realidad castellana es la que ahora vacila y parece inexistente. La desarmonía entre don Quijote y su mundo no se resuelve, como en la épica tradicional, por el triunfo de uno de los principios sino por su fusión. Esa fusión es el humor, la ironía. La ironía y el humor son la gran invención del espíritu moderno. Son el equivalente del conflicto trágico y por eso nuestras grandes novelas resisten la cercanía del teatro griego. La fusión de la ironía es una síntesis provisional, que impide todo desenlace efectivo. El conflicto novelístico no puede dar nacimiento a un arte trágico.

Épica de una sociedad que se funda en la crítica, la novela es un juicio implícito sobre esa misma sociedad. En primer lugar, según se ha visto, es una pregunta acerca de la realidad de la realidad. Esta pregunta —que no tiene respuesta posible, porque su mismo planteamiento excluye toda contestación— es un ácido que corroe todo el orden social. Aunque el mundo feudal no sale bien parado en la novela de Cervantes, tampoco su época merece la absolución. En Rojo y negro, hay una evidente nostalgia por el mundo heroico y en nombre de esa nostalgia Julián Sorel condena la realidad que lo rodea; mas la figura de Matilde ¿no es también una condenación del pasado? La oposición entre el mundo novelístico y el de la poesía antigua se precisa con mayor claridad en Balzac. Su obra es una réplica a la Divina Comedia. Como ésta, la Comedia humana posee su infierno, su paraíso, su purgatorio y hasta su limbo, Pero el poema de Dante es un canto y así termina: como una alabanza a la creación. Difícilmente puede decirse algo semejante de la obra de Balzac. Descripción, análisis, historia de una clase que asciende, relato de sus crímenes, de sus pasiones y de sus secretas renunciaciones, la Comedia humana participa de la enciclopedia y de la epopeya, de la creación mítica y de la patología, de la crónica y del ensayo histórico, injerto de inspiración e investigación científica, de utopía y crítica. Es una historia mítica, un mito que ha escogido las formas de la historia para encarnar y que termina en un juicio. Un Juicio Final, en el que la sociedad se condena a sí misma y a sus principios. Un siglo más tarde, en las últimas páginas de otra novela, cuando el narrador asiste a una reunión en casa del Príncipe de Guermantes, Proust repite el gesto y vuelve a condenar a la sociedad que había pretendido revivir y contar. La novela es una épica que se vuelve contra sí misma y que se niega de una manera triple: como lenguaje poético, mordido por la prosa; como creación de héroes y mundos, a los que el humor y el análisis vuelven ambiguos; y como canto, pues aquello que su palabra tiende a consagrar y exaltar se convierte en objeto de análisis y a fin de cuentas en condena sin apelación.

Nada más natural que haya sido Francia el lugar de elección de la novela. El francés es el más analítico de los idiomas actuales y en ese país el espíritu moderno encarna con mayor precisión y claridad que en otros. En el resto de Europa parece que la historia ha procedido a saltos, rupturas e interrupciones; en Francia, al menos desde el siglo XVII hasta el primer cuarto del XX, todo parece que fue hecho a su hora: la Academia prepara la Enciclopedia, ésta la Revolución, la Revolución el Imperio, y así sucesivamente. España, Italia, Alemania y la misma Inglaterra no poseen una historia tan fluida y coherente. Esta impresión, por lo demás, sin duda es ilusoria y depende de la peculiar perspectiva histórica de nuestra época. Pero si es ilusorio ver en la historia de Francia el modelo de la evolución de la moderna sociedad occidental, no lo es considerar la novelística francesa como un verdadero arquetipo. Cierto, ¿cómo olvidar a Cervantes y a Pérez Galdós, a Dickens y a Melville, a Tolstoi y a Dostoievski? Mas ningún país ni lengua alguna cuentan con tal sucesión ininterrumpida de grandes novelistas, de Lacios a Proust. La sociedad francesa se ve en esas creaciones y, alternativamente, se diviniza y se examina. Se canta, pero también se juzga y se condena.

La crisis de la sociedad moderna —que es crisis de los principios de nuestro mundo— se ha manifestado en la novela como un regreso al poema. El movimiento iniciado por Cervantes se repite ahora, aunque en sentido inverso, en Joyce, Proust y Kafka. Cervantes desprende la novela del poema épico burlesco; su mundo es indeciso, como el del alba y de ahí el carácter alucinante de la realidad que nos ofrece. Su prosa colinda a veces con el verso, no sólo porque con cierta frecuencia incurre en endecasílabos y octosílabos, sino por el empleo deliberado de un lenguaje poético. Su obsesión por la poesía se revela sobre todo en la limpidez del lenguaje de Los trabajos de Persiles y Sgismunda que él consideraba como la más perfecta de sus obras y en la que abundan trozos que son verdaderos poemas. A medida que son mayores las conquistas del espíritu de análisis, la novela abandona el lenguaje de la poesía y se acerca al de la prosa. Pero la crítica está destinada a refutarse a sí misma. La prosa se niega como prosa. El autor de Madame Bovary es también el de Salambó y de la Leyenda de San Julián el Hospitalario. Los triunfos de la razón son también sus derrotas, según se ve en Tolstoi, Dostoievski, Swift o Henry James. Desde principios de siglo la novela tiende a ser poema de nuevo. No es necesario subrayar el carácter poemático de la obra ríe Proust, con su ritmo lento y sus imágenes provocadas por una memoria cuyo funcionamiento no deja de tener analogías con la inspiración poética. Tampoco es menester detenerse en la experiencia de Joyce, que hace recobrar a la palabra su autonomía para que rompa el hilo del pensamiento discursivo. El mundo de Kafka es una Comedia infernal, donde la Predestinación desempeña el mismo papel que la Gracia en el teatro de Calderón. No sé si D. H. Lawrence y Faulkner son grandes novelistas, pero estoy seguro de que pertenecen a la raza de los poetas. Este regreso al poema es más visible aún en escritores germanos, como Ernst Jünger. En otras obras no es tanto la invasión de la marea rítmica lo decisivo sino la reconquista de la temperatura heroica. Los héroes de Malraux dudan en plena acción —pero no quisieran dudar. Hay una frase de La condición humana que escandalizaba a Trotski: «el marxismo no es una filosofía sino un destino». En ella veo el germen de un teatro futuro pues condensa las contradicciones del espíritu moderno y de la historia que vivimos.

Las mismas tendencias pueden observarse en el teatro contemporáneo. Desde el ocaso del romanticismo, el teatro había caído en la órbita de gravitación de la prosa e Ibsen representa el apogeo de esta dirección. Pero con Strindberg la poesía regresa —y de una manera terrible y fulminante. El último gran dramaturgo de la estirpe crítica fue Shaw y no deja de ser significativo que sus sucesores se llamen Synge, Yeats y Eliot. En ellos, como en García Lorca, el ritmo poético vence a la prosa y el teatro vuelve a ser poesía. En fin, los dos dramaturgos centrales de este período, Paul Claudel y Bertold Brecht, son ante todo y sobre todo poetas. No deja de ser aleccionador que estos dos nombres aparezcan juntos, de una manera casi involuntaria, cuando se piensa en el teatro moderno. Vivos, todo los oponía: estética, filosofía, creencias y destino personal. Y sin embargo, cada uno a su manera niega el mundo moderno; los dos buscan y encuentran en la tradición del Extremo Oriente un sistema de signos que les servirá para transformar el neutro escenario de nuestro teatro en un espacio significativo; ambos, en fin, en sus obras mejores, han logrado esa fusión entre la idea y el acto, la persona y la palabra, en que consiste el carácter ejemplar del gran teatro. Pues el teatro es la prueba del acto por la palabra y de ésta por aquél; quiero decir: es la objetivación del lenguaje en acciones y, asimismo, lo contrario: la palabra ilumina el acto, lo vuelve lúcido, hace reflexionar a la historia. En suma, la lucha entre prosa y poesía, consagración y análisis, canto y crítica, latente desde el nacimiento de la sociedad moderna, se resuelve por el triunfo de la poesía. Y esto es verdad aun en Brecht: el famoso «distanciamiento» no tiende a disolver nuestro juicio sobre la realidad de lo que ocurre en el escenario sino que nos invita a unirnos u oponernos a la acción. Pero la victoria de la poesía es la señal de la extinción de la edad moderna. El teatro y la novela contemporánea no cantan un nacimiento sino unos funerales: el de su mundo y el de las formas que engendró.

La poesía es revelación de la condición humana y consagración de una experiencia histórica concreta. La novela y el teatro modernos se apoyan en su época, incluso cuando la niegan. Al negarla, la consagran. El destino de la lírica ha sido distinto. Muertas las antiguas deidades y la misma realidad objetiva negada por la conciencia, el poema no tiene nada que cantar, excepto su propio ser. El poeta canta al canto. Mas el canto es comunicación. Al monólogo no puede suceder sino el silencio, o una aventura entre todas desesperada y extrema: la poesía no encarnará ya en la palabra sino en la vida. La palabra poética no consagrará a la historia, sino que será historia, vida.