IV

Antes de que pasara una semana Paul Overt encontró a la señorita Fancourt en Bond Street, en una exposición privada de las obras de un joven artista en «blanco y negro», que tuvo la bondad de invitarles a esa irrespirable escena. Los dibujos eran admirables, pero la multitud en un solo saloncito era tan densa que él sintió como si estuviera metido hasta el cuello en un gran saco de lana. Un borde de gente en el límite exterior, curvando hacia delante la espalda y ofreciendo, por debajo de ésta, una resistencia aún más convexa a la resistencia de la presión de la masa, intentaba conservar un intervalo entre sus narices y los relucientes montajes de los dibujos; mientras que el cuerpo central, en la relativa oscuridad proyectada por una ancha pantalla horizontal, colgada bajo la claraboya y dejando sólo un margen a la luz del día, permanecía erguida, densa y vaga, perdida en la contemplación de sus propios ingredientes. Esa contemplación ocupaba especialmente los tristes ojos de ciertas cabezas femeninas, coronadas por sombreros de extraña convolución y plumaje, que se elevaban sobre largos cuellos por encima de los demás. Una de las cabezas, se dio cuenta Paul Overt, era con mucho la más hermosa de la colección, y su inmediato descubrimiento fue que pertenecía a la señorita Fancourt. Su belleza quedó realzada por la alegre sonrisa que le envió a través de los obstáculos circundantes, sonrisa que le atrajo hacia ella tan deprisa como pudo abrirse camino. Había adivinado en Summersoft que lo que menos contenía la naturaleza de ella era el afectar indiferencia; pero, aun con esa idea previa, tuvo nuevo placer al ver que ella no fingía aguardar su llegada con indiferencia. Sonreía tan radiantemente como si quisiera hacerle apresurarse, y tan pronto como llegó al alcance de la voz, ella le dijo, con su voz de alegría:

—¡Está aquí, está aquí, vuelve dentro de un momento!

—Ah, ¿su padre? —respondió Paul, mientras ella le ofrecía la mano.

—Ay no, esto no está en la línea de mi pobre padre. Quiero decir el señor St. George. Me acaba de dejar para hablar con alguien; ya vuelve. Él es quien me trajo; ¿no es algo estupendo?

—Ah, eso le da una ventaja sobre mí: yo no la podría haber «traído», ¿verdad?

—Si hubiera tenido la amabilidad de proponerlo, ¿por qué no usted tanto como él? —preguntó la chica, con una cara que no expresaba ninguna coquetería barata, sino que simplemente afirmaba un hecho.

—Bueno, él es un père de famille. Esos tienen privilegios —explicó Paul Overt. Y luego, rápidamente—: ¿Vendrá usted a ver sitios conmigo?

—¡Lo que usted quiera! —sonrió ella—. Sé lo que quiere decir, que las chicas necesitan tener mucha gente… —Se cortó, para seguir—: Yo no sé, soy libre. Siempre he sido así —siguió—, puedo ir a cualquier sitio con cualquiera. Me alegro tanto de verle —añadió, con una dulce claridad que hizo que la gente a su alrededor se volviera.

—Permítame pagarle esas palabras sacándola de este aplastamiento —dijo Paul Overt—. Seguro que la gente no está contenta aquí.

—No, están mornes, ¿verdad? Pero yo estoy muy contenta, y he prometido al señor St. George quedarme aquí hasta que vuelva. Él se me va a llevar de aquí. Le mandan invitaciones para este tipo de cosas, más de las que quiere. Fue mucha bondad suya invitarme.

—También a mí me mandan invitaciones de esta clase… más de las que quiero. Y ¡si el pensar en usted es suficiente…! —siguió Paul.

—¡Ah, a mí me encantan, todo lo que es vida, todo lo que es Londres!

—Supongo que en Asia no hacen exposiciones privadas. Pero que lástima que este año, en esta fértil ciudad, ya casi se han acabado.

—Bueno, el año que viene estará bien, pues espero que usted piense que vamos a ser amigos siempre. ¡Aquí viene! —continuó la señorita Fancourt, antes que Paul tuviera tiempo de responder.

Él distinguió a St. George en los intervalos de la multitud, y eso quizá le llevó a apresurarse un poco para decir:

—Espero que esto no signifique que tengo que esperar al año que viene para verla.

—No, no; ¿no vamos a encontrarnos en la cena del 25? —contestó ella, con un afán aún mayor que el suyo.

—Eso es casi el año que viene. ¿No hay manera de verla antes?

Ella se quedó mirando pasmada, con toda su claridad:

—¿Quiere decir que usted vendría?

—¡Como un disparo, si tiene la bondad de invitarme!

—¿El domingo, pues, este domingo que viene?

—¿Qué he hecho para que lo dude? —preguntó el joven, sonriendo.

La señorita Fancourt se volvió al instante a St. George, que ahora se había reunido con ellos, y le anunció triunfante:

—¡Viene el domingo, el domingo que viene!

—¡Ah, mi día, mi día también! —dijo el famoso novelista, riéndose hacia Paul Overt.

—Sí, pero no será suyo sólo. Se encontrarán en Manchester Square; hablarán… ¡estarán estupendos!

—No nos encontramos bastante —observó St. George, dando la mano a su discípulo—. Demasiadas cosas, ¡ah!, demasiadas cosas. Pero tenemos que compensarlo en septiembre en el campo. ¿No olvidará que me lo ha prometido?

—Bueno, va a venir el 25; entonces le verá —dijo Marian Fancourt.

—¿El 25? —preguntó St. George, vagamente.

—Cenamos con usted; espero que no se haya olvidado. Él cena fuera —añadió ella alegremente, hacia Paul Overt.

—¡Ah, vaya, sí, es estupendo! ¿Y usted viene? Mi mujer no me lo dijo —dijo St. George a Paul—. ¡Demasiadas cosas, demasiadas cosas! —repitió.

—¡Demasiada gente, demasiada gente! —exclamó Paul, cediendo terreno ante la penetración de un codo.

—No debía decir eso; todos ellos le leen a usted.

—¿A mí? ¡Me gustaría verles! Sólo dos o tres, lo más —contestó el joven.

—¿Ha oído jamás cosa semejante? Él sabe cuánto vale —exclamó St. George, riendo, hacia la señorita Fancourt—. Ellos me leen a mí, pero no por eso les quiero más. ¡Huyamos de ellos, huyamos!

Y salió de la exposición, abriendo paso.

—Me va a llevar al Park —dijo la chica, con exaltación, a Paul Overt, mientras iban por el pasillo que llevaba a la calle.

—Ah, ¿él va allí? —preguntó Paul, sorprendido ante esa idea como inesperada ilustración de las moeurs de St. George.

—Es un hermoso día; habrá mucha gente. Vamos a mirar a la gente, a mirar tipos —siguió la chica—. Nos sentaremos bajo los árboles; pasearemos por el Row.

—Voy una vez al año, por mi trabajo —dijo St. George, que había oído también la pregunta de Paul.

—O con una prima del campo, ¿no me lo dijo? ¡Yo soy la prima del campo! —siguió ella, por encima del hombro, hacia Paul, mientras su acompañante la llevaba hacia un hansom al que había hecho señal. El joven les observó entrar; devolvió, quieto allí, la amistosa sacudida de mano con que se despidió de él St. George, incrustado en el vehículo junto a la señorita Fancourt. Incluso se demoró para ver arrancar al vehículo y perderse en la confusión de Bond Street. Lo siguió con los ojos; era embarazosamente sugerente. «¡No es para mí!», había dicho enfáticamente el gran novelista en Summersoft, pero su modo de conducirse con ella no parecía exactamente en armonía con tal convicción. ¿Cómo se habría podido conducir de modo diferente si ella hubiera sido para él? Una vaga envidia surgió en el corazón de Paul Overt al echarse a andar a pie, solo, y lo más singular es que se dirigía a ambos ocupantes del hansom. ¡Cuánto le habría gustado ir por ahí, por Londres con semejante chica! ¡Cuánto le gustaría ir a mirar a los «tipos» con St. George!

El domingo siguiente, a las cuatro en punto, llamaba a la puerta en Manchester Square, donde su secreto deseo quedó satisfecho al encontrar sola a la señorita Fancourt. Estaba en un cuarto grande, claro, amistoso, lleno, pintado todo él de rojo, tapizado con esas telas extrañas, baratas, floridas, que se dice que provienen de los países del Sur y del Oriente, donde según la leyenda sirven de colchas a los campesinos, y que estaban cubiertas de porcelanas de colores vivos, alineadas en estanterías sin orden, y con muchas acuarelas colgadas, (según supo el visitante) obra de la señorita, conmemorando, con valentía y habilidad, los crepúsculos, las montañas, los templos y palacios de la India. Overt estuvo allí sentado una hora —más de una, dos horas—, y mientras tanto nadie vino. La señorita Fancourt tuvo la bondad de observar, con su generosa humanidad, que era delicioso que nadie les interrumpiera; era tan raro en Londres, especialmente en esa época, que la gente tuviera una buena conversación. Pero afortunadamente ahora, en un hermoso domingo, medio mundo salía de la ciudad, y eso lo hacía mejor para quienes no salían, cuando se comprendían. Ese era el defecto de Londres (uno de dos o tres, la brevísima lista de los que ella reconocía en la pululante ciudad-mundo que adoraba): que había pocas oportunidades buenas para hablar; no se tenía nunca tiempo de llevar las cosas muy allá.

—¡Demasiadas cosas, demasiadas cosas! —dijo Paul Overt, citando la exclamación de St. George unos pocos días antes.

—Ah sí, para él hay demasiadas; su vida es demasiado complicada.

—¿La ha visto usted de cerca? Eso es lo que me gustaría; quizá explicara muchos misterios —siguió Paul Overt.

La chica le preguntó a qué misterios se refería, y él dijo:

—Bueno, peculiaridades de su obra, desigualdades, superficialidades. Para quien lo mira desde el punto de vista artístico, contiene una ambigüedad sin fondo.

—Ah, descríbalo más, es tan interesante. No hay cuestiones más sugestivas. Me gustan tanto. Él cree que es un fracaso, ¡imagínese! —añadió la señorita Fancourt.

—Eso depende de cuál haya sido su ideal. Ah, con sus dotes, debe haber sido alto. Pero mientras uno no sepa qué se proponía realmente consigo mismo… ¿Lo sabe usted, por casualidad? —preguntó el joven, interrumpiéndose.

—Bueno, él no me habla de sí mismo. No puedo conseguirlo. Es demasiado provocador.

Paul Overt estuvo a punto de preguntar de qué hablaban, pero la discreción le contuvo en tal pregunta, y dijo, en vez de eso:

—¿No cree usted que es infeliz en casa?

—¿En casa?

—Quiero decir, en relaciones con su mujer. Tiene un modo mistificador de aludir a ella.

—No conmigo —dijo Manan Fancourt, con sus claros ojos—. Eso no estaría bien, ¿verdad? —preguntó seriamente.

—No mucho; así que me alegro de que no la mencione con usted. Alabarla, podría aburrirla a usted, y no tiene por qué hacer otra cosa. Pero él la conoce a usted mejor que a mí.

—¡Ah, pero él le respeta a usted! —exclamó la chica, con envidia.

Su visitante se quedó absorto un momento, luego se echó a reír.

—¿No la respeta a usted?

—Claro, pero no del mismo modo. Respeta lo que ha hecho usted; me lo dijo el otro día.

—¿Cuando se fueron a mirar tipos?

—Sí, encontramos tantos… ¡tiene un modo de observarlos! Habló mucho de su libro. Dice que es realmente importante.

—¡Importante! ¡Ah, esa grandiosa criatura! —murmuró Paul, risueño.

—Estuvo notablemente divertido, inexpresablemente gracioso, cuando íbamos andando. Lo ve todo, tiene tantas comparaciones, y siempre son exactamente justas. C’est d’un trouvé!, como dicen.

—Sí, con sus dotes, ¡qué cosas debía haber hecho! —observó Paul Overt.

—¿Y no cree usted que las ha hecho?

Él vaciló un momento:

—Parte de ellas, y claro que incluso esa parte es inmensa. Pero ¡podría haber sido uno de los más grandes! Sin embargo, no vengamos ahora a poner reservas. Aun tales como son, sus escritos son una mina de oro.

A esa afirmación, Marian Fancourt respondió ardientemente, y durante media hora la pareja habló de las principales producciones del maestro. Ella las conocía bien, las conocía incluso mejor que su visitante, que quedó impresionado con su inteligencia crítica y con algo amplio y atrevido en el movimiento de su mente. Decía cosas que le sorprendían y que evidentemente venían de ella misma; no eran frases de segunda mano, las colocaba demasiado bien. St. George había tenido razón en cuanto a que ella era de primera clase, en cuanto a que no tenía miedo de desbordarse, de no acordarse de que debía ser orgullosa. De repente se acordó de algo y dijo:

—Me acuerdo de que una vez me habló de la señora St. George. Dijo, à propos de no sé qué, que a ella no le importaba la perfección.

—Eso es un gran delito, para la mujer de un artista —dijo Paul Overt.

—¡Sí, la pobre! —y la joven suspiró, sugiriendo muchas reflexiones, algunas atenuantes. Pero añadió un momento después—: Ah, la perfección, la perfección… ¡cómo debería uno lanzarse tras ella! Ojalá yo pudiera.

—Todo el mundo puede, a su modo —dijo Paul Overt.

—Al modo de él, sí, pero no al modo de ella. Las mujeres están tan estorbadas, tan condenadas. Pero es una especie de deshonor no poder, cuando se quiere hacer algo, ¿verdad? —continuó la señorita Fancourt, dejando caer una línea para entrar en otra, en su rapidez, cosa muy común en ella. Así, aquellos dos jóvenes siguieron sentados en su ecléctico saloncito, discutiendo elevados temas, en la buena estación londinense; discutiendo, con extremada seriedad, el elevado tema de la perfección. Y debe decirse, en excusa de su excentricidad, que estaban interesados en el asunto; su acento era auténtico, su emoción, verdadera; no estaban tomando actitudes uno para el otro ni para nadie más. El tema era tan amplio que encontraron necesario reducirlo: la perfección a que por el momento acordaron limitar sus especulaciones era la perfección de que es susceptible la obra de arte válida. La imaginación de la señorita Fancourt, se echó de ver, había caminado muy lejos en esa dirección, y su visitante tuvo el raro placer de sentir que su conversación era un pleno intercambio. Este episodio habrá vivido durante años en su memoria y aun en su asombro; tuvo esa calidad que la fortuna destila en una sola gota a cada vez; la calidad que lubrifica semanas y meses posteriores. Todavía tiene él una visión de ese salón, siempre que lo desea; el salón claro, rojo, sociable, con las cortinas que, en un golpe de audacia con éxito, tenían la nota de un azul vivo. Recuerda dónde estaban ciertas cosas, el libro abierto en la mesa y el particular olor de las flores puestas a la izquierda, en algún sitio de detrás de él. Esos hechos fueron el margen como quien dice, de una conciencia determinada que nació en esas dos horas y cuya más general descripción sería quizá indicar que le llevó a decirse una vez y otra a sí mismo: «No tenía idea de que hubiera nadie así; no tenía idea de que hubiera nadie así.» Su libertad le sorprendía y le encantaba; parecía simplificar la cuestión práctica. Ella estaba en plan de personaje independiente: una chica sin madre, que había llegado a la veintena de años y que tenía una posición, responsabilidades, y no se sujetaba a las limitaciones de cualquier pequeña señorita. Iba y venía sin el estorbo de una señora de compañía; recibía sola a la gente y aunque carecía por completo de dureza, la cuestión de la protección o el patrocinio no tenía importancia para ella. Daba tal impresión de pureza combinada con naturalidad que, a pesar de su situación tan eminentemente moderna, no sugería ninguna hermandad con la chica «lanzada». Moderna sí que era, en efecto, y a Paul Overt, que amaba el color viejo, el dorado esmalte del tiempo, le hizo pensar con alguna alarma en la emborronada paleta del futuro. No podía acostumbrarse al interés que ella tenía por las artes que a él le importaban; parecía demasiado bueno para ser de verdad; era una aventura tan inverosímil tropezar con tal pozo de comprensión. Uno podría perderse por el desierto fácilmente; eso estaba escrito y era la ley de la vida; pero era una casualidad muy rara tropezar con un pozo cristalino. Sin embargo, si las aspiraciones de ella parecían a veces demasiado extravagantes para ser verdaderas, otras veces le impresionaban como demasiado inteligentes para ser falsas. Eran a la vez nobles y crudas, y, capricho por capricho, le gustaban más que cuanto había encontrado jamás. Era bastante probable que ella las dejara atrás; que las cambiara por la política, o la «elegancia», o la simple maternidad prolífica, como era la costumbre de las chicas mimadas y bien educadas, que escribían y pintorreaban un poco, en una época de lujo y una sociedad de ocio. Notaba que las acuarelas de las paredes del salón en que ella se sentaba tenían principalmente la cualidad de ser naïves, y reflexionaba que la naïveté en el arte es como el cero en un número: su importancia depende de la cifra a que va unido. Pero mientras tanto se había enamorado de ella.

Antes de marcharse dijo a la señorita Fancourt:

—Creí que St. George iba a venir a verla hoy, pero no aparece.

Por un momento supuso que ella iba a contestar: «Comment donc? ¿Vino usted aquí simplemente para encontrarle?» Pero inmediatamente se dio cuenta de qué poco de acuerdo habrían estado tales palabras con ningún elemento de coqueteo que hubiera percibido jamás en ella. Ella sólo contestó:

—Ah, sí, pero no creo que venga. Me recomendó no esperarle. —Luego añadió, riendo—: Dijo que no era justo para usted. Pero creo que me podría arreglar con dos.

—Yo también podría —asintió Paul Overt, estirando un poco la cuestión para tomarlo con humor.

En realidad, su valoración de esas horas era tan completamente la valoración de la mujer que tenía delante, que otra figura en la escena, aun tan estimada como St. George, en aquella ocasión no le habría atraído mucho. Al marcharse se preguntó qué había querido decir el gran hombre con que no era justo para él; y, aún más que eso, si había permanecido ausente por la delicadeza de tal idea. Al emprender su camino, balanceando el bastón, por la soledad dominical de Manchester Square, y con mucha emoción fermentando en el alma, le pareció que vivía en un mundo realmente magnánimo. La señorita Fancourt le había dicho que era inseguro que estuvieran ella y su padre en la ciudad el domingo siguiente, pero que tenía la esperanza de que él la visitara si no se iban. Le prometió hacerle saber si se quedaban en casa, y entonces él actuaría según eso. Después de entrar en una de las calles que salían del Square, se detuvo, sin intenciones definidas, buscando escépticamente un coche de punto. Un momento después vio uno que pasaba rodando a través del Square desde el otro lado y se acercaba casi hacia él. Estaba a punto de hacer una señal al cochero cuando observó que llevaba un pasajero; entonces esperó, al verle disponerse a depositar a su pasajero deteniéndose ante una de las casas. La casa, al parecer, era la que él acababa de dejar; por lo menos dedujo esa consecuencia al ver que la persona que salía del coche de punto era Henry St. George. Paul Overt se apartó rápidamente como si le hubieran sorprendido espiando. Renunció a su coche de punto; prefirió andar; no iría a ningún otro sitio. Le alegraba que St. George no hubiera renunciado del todo a su visita; habría sido demasiado absurdo. Sí, el mundo era magnánimo, y Overt lo pensó también así, cuando, al mirar el reloj, encontró que eran sólo las seis, de modo que pudo felicitar mentalmente a su sucesor por tener todavía una hora para sentarse en el saloncito de la señorita Fancourt. Él mismo podría usar esa hora para otra visita, pero para cuando llegó a Marble Arch, la idea de otra visita se le había hecho incongruente. Pasó bajo aquel alarde arquitectónico y caminó hasta que llegó al Park. Allí siguió andando; emprendió su camino a través de la blanda hierba y salió junto a la Serpentine. Con ojos amistosos observó las diversiones del pueblo londinense, y lanzó una mirada casi estimulante hacia las señoritas que llevaban a sus novios remando por el lago, y a los soldados de la guardia que cosquilleaban tiernamente con sus pieles de oso las flores artificiales de los sombreros domingueros de sus compañeras. Prolongó su meditativo paseo; entró en Kensington Gardens, se sentó en las sillas de a penique, miró los pequeños veleros lanzados al estanque redondo, y se alegró de no tener compromiso para cenar. Con este propósito se refugió, muy tarde, en su club, donde se encontró incapaz de encargar una comida y dijo al camarero que le trajera lo que fuera. Ni siquiera se fijó en qué le servían, y pasó el anochecer en la biblioteca del club, fingiendo leer un artículo en una revista americana. No consiguió descubrir de qué trataba; de modo nebuloso parecía ser sobre Marian Fancourt.

Muy a fines de semana, ella le escribió que no se iba al campo; que se acababa de decidir eso. Su padre, añadía, no era capaz de decidir nunca; se lo dejaba todo a ella. Ella sentía su responsabilidad —tenía que hacerlo— y puesto que se la obligaba, así es como había decidido. No indicaba razones, lo que daba a Paul Overt un campo más abierto para conjeturarlas atrevidamente. En Manchester Square, ese segundo domingo, él consideró menos buena su suerte, pues ella tenía tres o cuatro visitantes más. Pero hubo tres o cuatro compensaciones; la mayor, quizá, era que, al saber por ella que su padre, después de todo, a última hora se había ido al campo solo, la atrevida conjetura de que hablaba yo ahora mismo se hizo un poco más atrevida. Y además su presencia era la presencia de ella, y su cuarto rojo personal estaba ahí y estaba lleno de ella, por muchos fantasmas que pasaran y se desvanecieran, emitiendo sonidos incomprensibles. En último lugar, tuvo el recurso de quedarse hasta que todos llegaron y se fueron, suponiendo que eso le parecía bien a ella, aunque no dio señal especial. Cuando estuvieron solos, le dijo:

—Pero St. George vino, el domingo pasado. Le vi al mirar atrás.

—Sí, pero fue la última vez.

—¿La última vez?

—Dijo que nunca volvería.

Paul Overt miró pasmado:

—¿Quiere decir que desea dejar de verla a usted?

—No sé qué quiere decir —respondió la chica, sonriendo—. En todo caso, no me verá aquí.

—Pero, ¿por qué no, por favor?

—No sé —dijo Marian Fancourt, y su visitante pensó que nunca la había visto más hermosa que al pronunciar esas palabras insatisfactorias.