Cuando salieron de almorzar, el general Fancourt se apoderó de Paul Overt y exclamó:
—Oiga, quiero que conozca a mi chica —como si se le acabara de ocurrir la idea y no hubiera hablado de eso antes. Con la otra mano tomó posesión de la joven y dijo—: Tú lo sabes todo sobre él. Te he visto con sus libros. Ella lo lee todo, ¡todo! —añadió hacia el joven.
La chica sonrió y luego rio hacia su padre. El general se marchó y su hija dijo:
—¿No es delicioso papá?
—Sí que lo es, señorita Fancourt.
—¡Como si yo le leyera a usted porque lo leo «todo»!
—Ah, no me refiero a que diga eso —dijo Paul Overt—. Me cayó bien desde el momento en que habló conmigo. Luego me prometió este privilegio.
—No es por usted por quien lo entiende así, sino por mí. Si se lisonjea usted creyendo que él piense en algo de este mundo que no sea yo, está usted equivocado. Me presenta a todo el mundo. Me cree insaciable.
—Habla usted como él —dijo Paul Overt, riendo.
—Ah, pero a veces quiero —replicó la muchacha, ruborizándose—. Yo no lo leo todo: leo muy poco. Pero le he leído a usted.
—¿Y si fuéramos a la galería? —dijo Paul Overt.
Le gustaba mucho, no tanto por su última observación (aunque desde luego no le era desagradable) cuanto porque, sentada enfrente de él en el almuerzo, le había dado media hora la impresión de su bello rostro. Algo más había recibido él con eso, una sensación de generosidad, de un entusiasmo que, a diferencia de muchos entusiasmos, no era todo maneras. Eso no se echó a perder con la circunstancia de que la comida la había vuelto a poner en contacto cercano con Henry St. George. Sentado éste junto a ella, también estaba enfrente de nuestro joven, quien pudo observar que multiplicaba esas atenciones que su mujer había hecho notar al general. Paul Overt había observado además que a esa señora no la alteraban en lo más mínimo esas demostraciones y que daba plena muestra de un espíritu sin nubes. Ella tenía a Lord Masham a un lado y al otro al dotado señor Mullinar, director del nuevo periódico de la tarde, vivaz y de alta clase, que se esperaba que satisficiera la necesidad, sentida en círculos cada vez mayores, de que el conservadurismo se hiciera divertido, sin convencerse cuando los de otro color político les aseguraban que ya era bastante divertido. Al cabo de una hora pasada en compañía de ella, Paul Overt la consideraba aún más bonita de lo que le había parecido al principio, y si sus profanas alusiones al trabajo de su marido no hubieran seguido resonando en sus oídos, le habría gustado, en la medida en que cabía hablar de eso en relación con una mujer con la que todavía no había hablado, y con quien probablemente no hablaría nunca si dependía de ella. Las mujeres bonitas eran evidentemente necesarias para Henry St. George, y por el momento la señorita Fancourt era la más indispensable. Si Overt se había prometido echarle una mejor ojeada, la oportunidad era ahora la mejor, y traía consecuencias que el joven pensaba que eran importantes. Ya veía algo más en su cara que le parecía aún mejor por no contar su entera historia en los tres primeros minutos. Esa historia iba saliendo fuera conforme uno leía, en pequeñas entregas (era excusable que las comparaciones mentales de Overt fueran algo profesionales), y el texto era de un estilo considerablemente enredado; un lenguaje nada fácil de traducir a simple vista. Había matices de significado en él y una vaga perspectiva de historia que se echaba atrás conforme uno avanzaba. En dos cosas se había fijado especialmente Paul Overt. La primera de ellas era que le gustaba más el rostro del ilustre novelista cuando estaba en reposo que cuando sonreía; la sonrisa le desagradaba (todo lo que podía desagradarle algo de tal origen), mientras que la cara en reposo tenía un encanto que aumentaba en proporción a como se iba quedando completamente en calma. El cambio a la expresión de alegría provocaba por parte de Overt una protesta íntima, que parecía la de una persona sentada ante el crepúsculo y disfrutándolo, cuando traen la lámpara demasiado pronto. Su segunda reflexión era que, aunque en general le desagradaba ver a un hombre de esa edad usando de sus artes para hacerse agradable a una chica bonita, en este caso no le impresionaba la fealdad de la cosa, lo cual parecía probar que St. George tenía mano ligera o el aire de ser más joven de lo que era, o, si no, que la señorita Fancourt mostraba no tener conciencia por su parte de ninguna anomalía.
Overt entró con ella a la galería, y pasearon hasta su extremo, mirando los cuadros, las vitrinas, y la encantadora perspectiva, semejante a la misma galería en su larga claridad, con grandes divanes y viejas butacas como horas de descanso. Un sitio así tenía el mérito adicional de dar mucho que hablar a las personas que entraban en él. La señorita Fancourt se sentó con Paul Overt en un sofá floreado, cuyos almohadones, muy numerosos, eran tensos cubos antiguos, de muchos tamaños, y finalmente dijo:
—Me alegro tanto de tener oportunidad de darle las gracias.
—¿De darme las gracias?
—Me gustó tanto su libro. Creo que es espléndido.
Ella estaba allí sentada sonriéndole, y él nunca se preguntó a qué libro se referiría, pues, después de todo, había escrito tres o cuatro. Eso parecía un detalle vulgar, y ni siquiera se sintió satisfecho por la idea del placer que ella le decía que le había dado —su bella cara luminosa se lo decía—. El sentimiento a que ella apelaba, o en todo caso el sentimiento que provocaba, era algo más amplio, algo que tenía poco que ver con ningún acelerado latir de su propia vanidad. Era admiración en respuesta a la vida que ella encarnaba, la joven pureza y riqueza de algo que parecía implicar que el verdadero éxito era asemejarse a eso, a vivir, a florecer, a ofrecer la perfección de un hermoso tipo, no a forjar fantasías entre dolores de cabeza con la espalda inclinada sobre una mesa manchada de tinta. Mientras sus ojos grises se posaban en él (los separaba un espacio más bien ancho, y la partición de su pelo de matizado color, tan espeso que se atrevía a ser suave, trazaba un libre arco sobre ellos), él casi se sintió avergonzado del ejercicio de la pluma que ella se inclinaba en ese momento a elogiar. Se daba cuenta de que habría preferido gustarle a ella de alguna otra manera. Las líneas de su rostro eran las de una mujer adulta, pero había algo infantil en su tez y en la dulzura de su boca. Sobre todo, era natural; eso ahora era indudable, más natural de lo que había supuesto al principio, quizá a causa de su estética vestimenta, que era convencionalmente anticonvencional, sugiriendo una espontaneidad tortuosa. Él había temido ese tipo de cosas en otros casos, y sus temores se habían visto justificados; aunque era un artista hasta la esencia, la moderna ninfa reaccionaria con las zarzas del bosque prendidas en sus pliegues y un aire como si los sátiros hubieran jugueteado con su pelo, tendía a ponerle incómodo. La señorita Fancourt era realmente más sincera que su atuendo, y la mejor prueba era que supusiera que tales ropas iban bien a su carácter liberal. Iba revestida como una pesimista, pero Overt estaba seguro de que le gustaba el sabor de la vida. Le dio las gracias por su valoración; dándose cuenta al mismo tiempo de que no parecía agradecérselo bastante y que ella le podría considerar ingrato. Temía que ella le pidiera que le explicara algo de lo que había escrito, y siempre se echaba atrás ante eso (quizá con demasiada timidez), pues, a sus propios oídos, la explicación de una obra de arte sonaba presuntuosa. Pero ella le gustaba tanto que sentía confianza de ser capaz a la larga de mostrarle que no era groseramente evasivo. Además resultaba muy seguro que ella no se ofendía fácilmente; no era irritable, se podía confiar en que esperaría. Así cuando él le dijo:
—¡Ah!, no me hable de nada de lo que he hecho, aquí; ¡ahí hay otro hombre, en esta casa, que es la realidad! —cuando lanzó esta breve y sincera protesta, fue con la impresión de que ella no vería en esas palabras ni una falsa humildad ni la ingratitud de un hombre de éxito aburrido de elogios.
—Se refiere usted al señor St. George, ¿no es delicioso?
Paul Overt la miró un momento; en sus ojos había una especie de luz auroral.
—Ay, no le conozco. Sólo le admiro a distancia.
—Ah, tiene que conocerle; él tiene muchos deseos de hablar con usted —replicó la señorita Fancourt, que evidentemente tenía la costumbre de decir las cosas, por rápido cálculo, que darían gusto a la gente. Overt adivinó que ella siempre calculaba que todo era sencillo entre los demás.
—No habría supuesto que supiera nada de mí —dijo Paul, sonriendo.
—Pues sí… todo. Y si no fuera así, yo podría contárselo.
—¿Contárselo todo?
—¡Habla usted igual que la gente de su libro! —exclamó la chica.
—Entonces todos deben hablar igual.
—Bueno, debe ser difícil. El señor St. George me dice que lo es, terriblemente. Yo he intentado y lo he encontrado así. He tratado de escribir una novela.
—El señor St. George no debería desanimarla.
—Usted lo hace mucho más… cuando toma esa expresión.
—Bueno, después de todo, ¿por qué tratar de ser artista? —siguió el joven—. ¡Es una cosa tan pobre… tan pobre!
—No sé qué quiere decir —dijo Manan Fancourt, con cara seria.
—Quiero decir, comparado con ser una persona de acción… con vivir sus obras.
—Pero, ¿qué es el arte sino una vida… si es real? —preguntó la chica—. Creo que es la única, ¡todo lo demás es tan torpe! —Paul Overt se rio, y ella siguió—: Es tan interesante conocer a tanta gente célebre.
—Eso diría yo, pero seguro que no es nuevo para usted.
—Bueno, nunca he visto a nadie así, a nadie: siempre viviendo en Asia.
—Pero, ¿no pulula Asia de personajes? ¿No han administrado ustedes provincias en la India y han tenido rajás cautivos y príncipes tributarios encadenados a su coche?
—Yo estaba con mi padre, después que dejé el colegio para ir allí. Era delicioso estar con él; estábamos juntos y solos en el mundo, él y yo… pero no había nadie de la sociedad que más me gusta. No se oía hablar nunca de un cuadro, nunca de un libro, excepto malos.
—¿Nunca un cuadro? Bueno, ¿no era toda la vida un cuadro?
La señorita Fancourt miró el delicioso lugar donde estaban sentados.
—Nada comparable con esto. ¡Yo adoro Inglaterra! —exclamó.
—Ah, desde luego que no niego que todavía debemos hacer algo con ella.
—No la han tocado, realmente —dijo la chica.
—¿Ha dicho eso St. George?
Había una ligera y, a su parecer, venial intención irónica en esa pregunta, que, sin embargo, la chica recibió muy sencillamente, sin observar la insinuación.
—Sí, dice que no la han tocado… no la han tocado, relativamente —respondió, con seriedad—. Es tan interesante hablando de eso. Escucharle le hace a una desear hacer algo.
—A mí me haría desearlo —dijo Paul Overt, sintiendo fuertemente, en el instante, la sugerencia de lo que ella decía y de la emoción con que lo decía, y qué incentivo podría ser tal discurso en los labios de St. George.
—Ah, usted… ¡como si usted no lo hubiera deseado! Me gustaría oírles hablar juntos —añadió la chica, ardientemente.
—Es muy amable por su parte, pero a él le gustaría todo a su manera. Yo estoy postrado ante él.
Marian Fancourt se puso seria un momento.
—¿Cree entonces que es tan perfecto?
—Nada de eso. Algunos de sus libros recientes me parecen terriblemente extraños.
—Sí, sí… él lo sabe.
Paul Overt miró pasmado:
—¿Que a mí me parecen terriblemente extraños?
—Bueno, sí, o por lo menos que no son lo que debían ser. Me dijo que no los estimaba. Me ha dicho unas cosas tan maravillosas… es tan interesante.
Paul Overt quedó algo trastornado al saber que el hermoso genio de que hablaban se había visto reducido a una confesión tan explícita y que, en su desgracia, se la había hecho a la primera recién llegada; pues aunque la señorita Fancourt fuera encantadora, ¿qué era, al fin y al cabo, sino una chica inmadura encontrada en una casa en el campo? Pero precisamente eso era parte del sentimiento que él mismo acababa de expresar: él se inclinaría completamente ante el pobre gran hombre en pecado, no porque no se diera cuenta claramente de su situación, sino en conjunto porque sí se daba. Su consideración estaba compuesta a medias de ternura por superficialidades que estaba seguro de que St. George juzgaba íntimamente con suprema severidad y que denotaban algún trágico secreto intelectual. Tendría sus razones para su psicología à fleur de peau, y esas razones podían ser solamente crueles, tales que podrían hacerle aún más querido a los que ya le querían.
—Usted provoca mi envidia. Yo le juzgo, discrimino… pero le quiero —dijo Overt, un momento después—. Y el verle por primera vez de este modo es un gran acontecimiento para mí.
—¡Qué importante… qué magnífico! —exclamó la chica—. ¡Qué delicioso reunirles a ustedes!
—El que lo haga usted… eso lo hace perfecto —respondió Overt.
—Él tiene tantas ganas como usted —siguió la señorita Fancourt—. Pero es tan raro que no se hayan conocido.
—No es tan raro como parece. Yo he estado tanto tiempo fuera de Inglaterra… en ausencias repetidas durante todos estos últimos años.
—Y sin embargo, usted escribe sobre ella tan bien como si estuviera siempre aquí.
—Quizás es precisamente el estar lejos. En todo caso, los mejores trozos, sospecho, son los hechos en sitios terribles en el extranjero.
—¿Y por qué eran terribles?
—Porque eran los sitios de curación… donde mi pobre madre se iba muriendo.
—¿Su pobre madre? —murmuró la chica, bondadosamente.
—Íbamos de sitio en sitio para ayudar a que mejorara. Pero nunca mejoró. A la mortal Riviera (¡la odio!), a lo alto de los Alpes, a Argel, y muy lejos —un espantoso viaje— a Colorado.
—¿Y no está mejor?
—Murió hace un año.
—¿De veras? ¡Igual que la mía! Sólo que de eso hace mucho. Algún día tiene que contarme de su madre —añadió.
Overt la miró un momento:
—¡Qué cosas tan apropiadas dice usted! Si se las dice a St. George, no me extraña que esté esclavizado.
—No sé qué quiere decir. No hace discursos ni declaraciones en absoluto… no es nada ridículo.
—Me temo que considere que yo lo soy.
—No, no —contestó la chica, un tanto lacónica—. Él lo entiende todo.
Overt estuvo a punto de decir: «¿Y yo no, verdad?» Pero esas palabras, antes de hablar, se cambiaron en otras ligeramente menos triviales:
—¿Cree usted que él entiende a su mujer?
La señorita Fancourt no contestó directamente a la pregunta, pero tras de vacilar un momento, exclamó:
—¿No es encantadora?
—¡Ni en lo más mínimo!
—Aquí viene él. Ahora tiene que conocerle —siguió la chica.
Un grupito de visitantes se había reunido en el otro extremo de la galería y por un momento se había unido a ellos Henry St. George, que entró vagando desde un cuarto de al lado. Se quedó junto a ellos un instante, al parecer sin entrar en conversación, sino tomando de una mesa una vieja miniatura y examinándola vagamente. Al cabo de un momento pareció darse cuenta de la señorita Fancourt y su acompañante, a lo lejos, con lo cual, dejando la miniatura, se acercó a ellos con el mismo aire de dilación, las manos en los bolsillos, mirando a los cuadros a derecha e izquierda. La galería era tan larga que su recorrido llevó un poco de tiempo, especialmente porque hubo un momento en que se detuvo a admirar el bello Gainsborough.
—Él dice que ella ha sido quien le ha hecho —continuó la señorita Fancourt, en voz algo baja.
—¡Ah, algunas veces él es muy oscuro! —se rio Paul Overt.
—¿Oscuro? —repitió ella, interrogativamente.
Sus ojos se posaron en su otro amigo, y Paul no dejó de notar que parecían irradiar grandes haces de suavidad.
—¡Viene a hablar con nosotros! —exclamó ella, casi sin aliento. Había en su voz una especie de arrebato; Paul Overt se sobresaltó. «Válgame Dios, le quiere tanto como eso… ¿está enamorada de él?» inquirió mentalmente.
—¿No le dije que era sincero? —añadió ella, hacia su acompañante.
—Es la sinceridad disimulada —respondió el joven, mientras el tema de su observación se demoraba ante su Gainsborough—: Se aproxima a nosotros con esquivez. ¿Quiere decir él que ella le salvó quemando aquel libro?
—¿Aquél libro? ¿Qué libro le quemó? —la chica volvió la cara rápidamente hacia él.
—¿No se lo ha contado él, entonces?
—Ni palabra.
—¡Entonces no se lo cuenta todo a usted!
Paul Overt había adivinado que la señorita Fancourt suponía prácticamente que sí se lo contaba. El gran hombre ahora había reanudado su rumbo, acercándose; sin embargo, Overt se arriesgó a la profana observación:
—¡St. George, San Jorge y el dragón, sugiere esa anécdota!
La señorita Fancourt, sin embargo, no lo oyó; sonreía a su amigo que se acercaba.
—¡Es sincero, sí! —repitió.
—Sincero para usted… sí.
La chica exclamó francamente, con alegría:
—Sé que quiere conocer al señor Overt. Serán grandes amigos, y para mí siempre será delicioso pensar que estaba aquí cuando ustedes se conocieron por primera vez y que yo tuve que ver algo con ello.
Sus palabras iban arrastradas por una frescura de intención: sin embargo, nuestro joven lo lamentó por Henry St. George, como lo lamentaba siempre que alguien era invitado públicamente a responder de un modo agradable. Habría estado tan satisfecho de creer que un hombre a quien admiraba profundamente le daba a él alguna importancia, que estaba decidido a no jugar con tal suposición mientras fuera posible que resultara vana. En un solo atisbo a los ojos del perdonable maestro descubrió (teniendo el don de adivinación que correspondía a su talento) que ese personaje estaba lleno de buena voluntad en general, pero no había leído ni palabra de lo que él había escrito. Había en eso un alivio, una simplificación: queriéndole ya tanto por lo que había hecho, ¿cómo podía quererle aún más por haber quedado impresionado por un joven prometedor? Se levantó, tratando de mostrar su comprensión, pero en ese mismo instante se encontró rodeado por el feliz arte personal de St. George, unas maneras cuya esencia estaba en ahuyentar toda falsa posición. Todo ello ocurrió en un momento. Se dio cuenta de que ahora le conocía, de su apretón de manos y de la calidad misma de su mano; de su cara, vista más de cerca y por tanto mejor, de una concesión de seguridad fraternal en general, y en particular de la circunstancia de que él no le caía mal a St. George (al menos, todavía) porque se lo impusiera una chica encantadora pero demasiado desbordada, ya suficientemente valiosa sin tales añadidos. En todo caso, no hubo irritación en la voz con que preguntó a la señorita Fancourt sobre cierto proyecto de un paseo, un paseo de todo el grupo por el parque. Dijo algo a Overt sobre una conversación —«Tenemos que tener una tremenda conversación; hay tantas cosas, ¿verdad?»—, pero Paul se dio cuenta de que esa idea, en el caso presente, no tendría efecto muy inmediato. De todos modos, se alegró muchísimo, incluso después que se arregló el asunto del paseo (los tres pasaron entonces a la otra parte de la galería, donde se trató de ello con varios miembros del grupo), incluso cuando, al salir todos juntos, se encontró durante media hora en comunicación con la señora St. George. Su marido había tomado la delantera con la señorita Fancourt, y esa pareja ya se había perdido de vista. Era el más hermoso vagabundeo para una tarde de verano; un circuito de hierba, de enorme extensión, siguiendo por dentro los límites del parque. El parque estaba completamente rodeado por su vieja tapia, toda moteada de colores, pero muy roja, que les acompañaba pintorescamente todo el camino a su izquierda. La señora St. George le indicó el sorprendente número de acres que quedaban así cercados, junto con otros numerosos datos sobre la propiedad y la familia, y sus demás propiedades: no sabría encarecerle lo suficiente la importancia de que viera sus otras casas. Enumeró los nombres de éstas y entonó variaciones con la facilidad de la práctica, haciéndolos parecer una lista sin fin. Había recibido muy amablemente a Paul Overt cuando se abrió paso hacia ella contándole que acababa de conocer a su marido, y a él le pareció una mujercita tan despierta y acomodaticia que casi se avergonzó de su mot sobre ella a la señorita Fancourt; aunque reflexionó que otras cien personas en cien ocasiones, lo habrían hecho sin duda. En resumen, se sintió mejor de lo que esperaba con la señora St. George, pero eso no le impidió darse cuenta de repente de que ella estaba agotada de fatiga y debía acompañarla de vuelta a la casa por el atajo más corto. No tenía ni la fuerza de un gatito, dijo ella; estaba terriblemente decaída; una situación que Overt había estado demasiado preocupado para percibir; preocupado con un íntimo esfuerzo por averiguar en qué sentido ella podía considerar que era quien había hecho a su marido. Estaba llegando a entrever la respuesta cuando ella le advirtió que debía dejarle, aunque esa percepción era desde luego provisional. Mientras él estaba poniéndose a su disposición para el regreso, la situación sufrió un cambio. Lord Masham de repente apareció, volviendo hacia ellos y les alcanzó, saliendo de los viveros: Overt apenas habría podido decir cómo apareció, y la señora St. George había insistido en que quería que la dejaran sola y no dispersar el grupo. Un momento después, se iba andando con Lord Masham. Paul Overt volvió atrás y se reunió con Lady Watermouth, a quien acabó por mencionar que la señora St. George se había visto obligada a renunciar al intento de seguir adelante.
—No debía haber salido en absoluto —observó la señora, de bastante mal humor.
—¿Tan inválida está?
—Muy mal, desde luego. —Y su anfitriona añadió, con severidad aún mayor:
—¡No debería venir a visitar a nadie!
Él se preguntó qué se implicaba con eso, y al fin dedujo que no era una opinión sobre la conducta de la señora ni su carácter moral; sólo manifestaba que su energía no estaba a la altura de sus aspiraciones.