Me marché de Venecia la mañana siguiente, tan pronto como supe que la anciana no había sucumbido, como temí en ese momento, al choque que yo le había dado —el choque, también puedo decir, que ella me había dado a mí—. ¿Cómo iba a suponerla capaz de salir de la cama por sí misma? No logré ver a la señorita Tita antes de marcharme, sólo vi a la donna, a quien confié una carta para la señora más joven. En esa carta indicaba que estaría ausente sólo unos pocos días. Fui a Treviso, a Bassano, a Castelfranco; di paseos a pie y en coche y miré mohosas iglesias de cuadros mal iluminados y pasé horas sentado fumando en las terrazas de los cafés, con moscas y cortinas amarillas, en el lado de sombra de placitas soñolientas. A pesar de esos pasatiempos, que eran maquinales y sólo por cumplir, apenas disfruté mi viaje; había en mi vida un excesivo sabor de algo desagradable. Había sido diabólicamente lamentable, como dicen los jóvenes, que me encontrara la señorita Bordereau en plena noche examinando el cierre de su buró; y no lo había sido menos el creer durante muchas horas después que con gran probabilidad la habría matado. Al escribir a la señorita Tita intenté minimizar esas irregularidades, pero como ella no me respondió ni palabra, no pude saber qué impresión le había hecho yo. Me amargaba el ánimo que me hubiera llamado bribón publicador, pues ciertamente yo publicaba y ciertamente no había sido muy delicado. Hubo un momento en que quedé convencido de que el único modo de expiar esta última culpa era retirarme por completo al instante: sacrificar mis esperanzas y aliviar para siempre a las dos pobres mujeres de la opresión de mi trato. Luego reflexioné que más valdría probar primero una breve ausencia, pues ya debía darme cuenta (de un modo sin expresar y vago) que si desaparecía completamente, no serían sólo mis propias esperanzas lo que condenaría a la extinción. Quizá bastaría que me mantuviera alejado lo suficiente como para que la anciana creyera que se liberaba de mí. Que deseara liberarse de mí (si yo no me liberaba de ella), ahora no cabía dudarlo: aquella escena nocturna la habría curado de la inclinación a aceptar mi compañía en atención a mis dólares. Me dije que, después de todo, no podía abandonar a la señorita Tita, y continué diciéndolo aun mientras observaba que ella no cumplía en absoluto mi intensa petición (le había dado dos o tres direcciones, en pueblecitos, poste restante) de que me hiciera saber cómo iba saliendo adelante. Habría hecho que me escribiera mi criado, salvo porque él era incapaz de manejar la pluma. Se me ocurrió que había una suerte de desprecio en el silencio de la señorita Tita (a pesar de lo poco despreciativa que había sido siempre), de modo que quedé incómodo y herido. Tenía escrúpulos en cuanto a volver y sin embargo tenía otros en cuanto a no volver, pues quería ponerme en mejor posición. El final de eso fue que volví a Venecia a los doce días; y cuando mi góndola chocó suavemente contra los escalones de la señorita Bordereau, una cierta palpitación en suspenso me dijo que me había hecho mucha violencia para detenerme tanto tiempo.
Había vuelto tan repentinamente que no había telegrafiado a mi criado. Por tanto, no estaba en la estación para recibirme, pero sacó la cabeza por una ventana de arriba cuando llegué a la casa.
—La han puesto en la tierra, a la vecchia —me dijo en el vestíbulo de abajo, mientras se echaba al hombro mi maleta, y sonrió y me hizo un guiño, como si supiera que me agradaría la noticia.
—¡Ha muerto! —exclamé, con una mirada muy diferente hacia él.
—Eso parece, puesto que la han enterrado.
—¿Se acabó todo? ¿Cuándo fue el entierro?
—Anteayer. Pero entierro, apenas puede llamarlo así, signore; era un paseíto aburrido de dos góndolas. Poveretta! —continuó el hombre, al parecer refiriéndose a la señorita Tita. Su idea de los entierros es que eran sobre todo para divertir a los vivos.
Quería saber de la señorita Tita —cómo estaba y dónde—, pero no le hice más preguntas hasta que estuvimos arriba. Ahora que me encontraba con los hechos, los veía muy mal, especialmente la idea de que la pobre señorita Tita habría tenido que arreglárselas sola después del final. ¿Qué sabía ella de los arreglos, de los pasos que dar en tal caso? ¡Poveretta, en efecto! Sólo podía yo tener esperanzas de que el médico la hubiera ayudado y de que no la hubieran descuidado los viejos amigos de que me había hablado, aquel grupito de fieles cuya fidelidad consistía en venir a la casa una vez al año. Sonsaqué a mi criado que dos viejas señoras y un viejo caballero, en efecto, se habían reunido en torno de la señorita Tita y la habían apoyado (habían venido a buscarla en su góndola propia) durante el viaje al cementerio, la islita de tapias rojas al norte de la ciudad, de camino a Murano. Por esos detalles parecía que las señoritas Bordereau eran católicas, un descubrimiento que yo no había hecho, ya que la anciana no podía ir a la iglesia, y su sobrina, en lo que yo percibía, o no iba, o iba sólo a una misa muy temprana en la parroquia, antes que yo me levantara. Ciertamente, incluso los sacerdotes respetaban su encierro: nunca había observado el balanceo del faldón de un curato. Esa noche, una hora después, envié a mi criado con cinco palabras escritas en una tarjeta, para preguntar si la señorita Tita me vería unos pocos momentos. No estaba en casa, donde la había buscado, me dijo cuando volvió, sino en el jardín dando vueltas para refrescarse y cogiendo flores. La había encontrado allí y ella estaría muy contenta de verme. Bajé y pasé media hora con la pobre señorita Tita. Siempre había tenido un aire de luto mohoso (como si llevara viejas ropas de un duelo que nunca se acababa), y en ese aspecto no había cambio apreciable en su aspecto. Pero evidentemente había llorado, llorado mucho —de un modo sencillo, satisfactorio, refrescante, con una especie de sentimiento primitivo y retrasado de soledad y violencia—. Pero no tenía nada del formalismo ni de la autoconciencia de la pena, y casi me sorprendió verla de pie ahí, en el principio del oscurecer, con las manos llenas de flores, sonriéndome con sus ojos enrojecidos. Su cara blanca, en el marco de su mantilla, parecía más larga y flaca que de costumbre. Yo suponía que estaría muy disgustada conmigo; consideraría que yo debía haber estado allí para aconsejarla, para ayudarla; y, aunque yo estaba seguro de que no había rencor en su actitud ni gran convicción de la importancia de sus asuntos, me había preparado para alguna diferencia en sus maneras, algún aire de ofensa, medio familiar, medio distanciado, que dijera a mi conciencia: «¡Bueno, es usted una bonita persona para haber asegurado nada!» Pero la verdad histórica me obliga a declarar que el rostro de Tita Bordereau expresó placer sin reservas al ver al huésped de su difunta tía. Eso me conmovió extremadamente y creí que simplificaba mi situación, hasta que encontré que no era así. Fui tan amable como pude con ella ese atardecer, y paseé con ella por el jardín durante media hora. No hubo entre nosotros ninguna explicación; no le pregunté por qué no había contestado a mi carta. Aún menos repetí lo que le había dicho en ese mensaje; si ella decidía hacerme suponer que había olvidado la posición en que me había sorprendido la señorita Bordereau aquella noche, y el efecto del descubrimiento sobre la anciana, yo estaba muy dispuesto a tomarlo así; le agradecía que no me tratara como si yo hubiera matado a su tía.
Paseamos y paseamos y la verdad es que no ocurrió gran cosa entre nosotros salvo el reconocimiento de su soledad, expresado en mis maneras y en el visible aire que ahora tenía ella de depender de mí, puesto que yo le hacía ver que me tomaba interés por ella. La señorita Tita no tenía nada de ese orgullo que hace a una persona desear conservar al aspecto de independencia; no fingía en lo más mínimo saber entonces qué iba a ser de ella. Renuncié, sin embargo, a tocar especialmente eso, pues ciertamente no estaba dispuesto a decir que yo me haría cargo de ella. Fui cauto; no innoblemente, creo, pues me daba cuenta de que su conocimiento de la vida era tan pequeño que, en su visión sin sofisticación, no habría razón por la que yo no debiera cuidarme de ella, ya que parecía compadecerla. Me dijo cómo había muerto su tía, muy pacíficamente al fin, y cómo luego todo se había hecho por cuidado de sus buenos amigos (afortunadamente, gracias a mí, me dijo sonriendo, había dinero en la casa; y repitió que cuando los italianos le quieren a uno, son amigos para toda la vida), y una vez que entró en eso me preguntó por mi giro, por mis impresiones, por los lugares que yo había visto. Le dije lo que pude, inventándolo en parte, me temo, ya que en mi depresión no había visto mucho; y después de oírme, ella exclamó como si hubiera olvidado a su tía y su tristeza:
—¡Pobre de mí, cuánto me gustaría hacer esas cosas… hacer un viajecito!
Se me ocurrió por el momento que debería proponerle alguna excursión, decirle que la llevaría a donde quisiera; y observé, por lo menos, que se podría arreglar alguna excursión para ofrecerle un cambio; lo pensaríamos, lo hablaríamos. No le dije ni palabra sobre los documentos de Aspern; no hice preguntas en cuanto a lo que hubiera averiguado o lo que hubiera ocurrido por lo demás, respecto a ellos, antes de la muerte de la señorita Bordereau. No era que yo no estuviera sobre ascuas por saberlo, sino que creía más decente no revelar mi ansiedad tan poco tiempo después de la catástrofe. Tenía esperanzas de que ella misma dijera algo, pero no lanzó ni una mirada a ese lado, y eso me pareció natural en ese momento. Después, sin embargo, esa noche, se me ocurrió que su silencio era algo extraño, pues si había hablado de mis idas y venidas, de algo tan distante como Giorgione y Castelfranco, podría haber aludido a lo que fácilmente podía recordar que estaba en mi ánimo. No había que suponer que la emoción producida por la muerte de su tía hubiera borrado el recuerdo de que yo estaba interesado en las reliquias de la señora, y me puse muy nervioso al pensar que su reticencia podía significar muy posiblemente que no se había encontrado nada, sin más. Nos separamos en el jardín (fue ella quien dijo que debía entrar); ahora que estaba sola en sus habitaciones me di cuenta de que (por lo menos, juzgando según ideas venecianas) yo estaba en una situación muy diferente en cuanto a visitarla allí. Al darle la mano y las buenas noches, le pregunté si tenía algún plan en general, si había pensado qué le sería mejor hacer.
—Ah, sí, sí; pero no he decidido nada todavía —contestó, muy animada.
¿Se explicaba su animación por la impresión de que yo me ocuparía de ella?
Me alegré a la mañana siguiente de que hubiéramos descuidado las cuestiones prácticas, pues eso me daba un pretexto para volverla a ver inmediatamente. Había una cuestión muy práctica que tocar. Tenía yo la obligación de hacerle saber formalmente que, desde luego, no esperaba que ella me conservara como huésped, y también mostrar algún interés por su propia situación, por lo que podía tener entre manos a modo de arrendamiento. Pero dio la casualidad de que no estaba destinado a conversar con ella más de un momento sobre esos dos puntos. No le mandé recado; sencillamente bajé a la sala y me puse a dar vueltas por allí. Sabía que ella saldría; pronto advertiría que yo estaba allí. No sé por qué, prefería no estar encerrado con ella; los jardines y las grandes salas me parecían mejores lugares para hablar. Era una mañana espléndida, con algo en el aire que me hablaba de la extinción del largo verano veneciano; una frescura desde el mar que removía las flores del jardín y formaba una grata corriente en la casa, menos cerrada y oscurecida ahora que cuando vivía la anciana. Era el comienzo del otoño, del fin de los meses dorados. Con eso, era el fin de mi experimento, o lo sería dentro de media hora, cuando supiera que los papeles habían quedado reducidos a cenizas. Después de eso no me quedaría más que irme a la estación, pues seriamente (y me di cuenta en la luz de la mañana) no podía demorarme allí para actuar como custodio de un trozo de desvalimiento femenino de mediana edad. Si ella no había salvado los papeles, ¿por qué estaría yo en deuda con ella? Creo que pestañeé un poco al preguntarme cuánto, si los hubiera salvado, tendría que reconocer y, como quien dice, recompensar esa cortesía. Al fin y al cabo ¿no podría eso imponerme el papel de custodio? Si esa idea no me puso más incómodo al dar vueltas por allá, fue porque estaba convencido de que no tenía nada que esperar. Si la vieja no lo había destruido todo antes de caer sobre mí en el gabinete, lo había hecho después.
Le llevó a la señorita Tita más tiempo del que yo había esperado adivinar que yo estaba allí, pero, cuando por fin salió, me miró sin sorpresa. Le dije que la estaba esperando y me preguntó por qué no se lo había hecho saber. Me alegré al día siguiente de haberme refrenado antes de decirle que la había deseado ver si no se lo decía una intuición amistosa; se me convirtió en una satisfacción el no haberme permitido en esa broma más bien tierna. Lo que dije fue virtualmente la verdad; que estaba demasiado nervioso, puesto que esperaba ahora que ella decidiera mi destino.
—¿Su destino? —dijo la señorita Tita, lanzándome una mirada extraña; y al hablarle, noté un raro cambio en ella. Estaba diferente de como había estado la noche anterior; menos natural, menos tranquila. Había llorado el día antes y no lloraba ahora, y sin embargo me pareció menos confiada. Era como si le hubiera ocurrido algo durante la noche, o por lo menos como si hubiera pensado en algo que la turbara; algo, en especial, que afectaba a sus relaciones conmigo, que las hacía más cohibidas y complicadas. ¿Se había dado cuenta, sencillamente, que el hecho de que su tía no estuviera allí alteraba ahora mi posición?
—Quiero decir, sobre nuestros papeles. ¿Hay papeles? Debo saberlo ahora.
—Sí, hay muchos; más de lo que yo suponía.
Me impresionó el temblor de su voz al decírmelo.
—¿Quiere decir que los tiene ahí, y que puedo verlos?
—Creo que no puede verlos —dijo la señorita Tita, con una extraordinaria expresión de ruego en sus ojos, como si la más cara esperanza que tuviera ahora en el mundo fuera que yo no se los quitara. Pero, ¿cómo podía esperar que yo hiciera tal sacrificio después de todo lo ocurrido entre nosotros? ¿A qué había venido yo a Venecia sino a verlos, a llevármelos? Mi placer al saber que seguían existiendo fue tal que, aunque la pobre se hubiera arrodillado rogándome no volver a hablar nunca de ellos, yo habría tratado el asunto como una broma pesada.
—Los tengo, pero no puedo enseñarlos —añadió.
—¿Ni siquiera a mí? ¡Ah, señorita Tita! —gemí, con una voz de infinita queja y reproche.
Ella se ruborizó y las lágrimas le subieron a los ojos; vi que era para ella angustioso tomar esa posición, pero que se le había impuesto un temible sentido del deber. Me hizo sentirme mal el encontrarme enfrentado con ese preciso obstáculo; tanto más, cuanto que me parecía que se me había animado mucho a no tomarlo en consideración. Casi consideraba que la señorita Tita me había asegurado que si no tuviera mayor dificultad que esa…
—¿No querrá decir que le hizo una promesa en su lecho de muerte? Precisamente me consideraba seguro de que no haría usted ese tipo de cosa. ¡Ah, preferiría que ella hubiera quemado los papeles sin más, antes que eso!
—No, no es una promesa —dijo la señorita Tita.
—Pues, por favor, ¿qué es?
Vaciló y luego dijo:
—Trató de quemarlos, pero yo lo impedí. Los había escondido en la cama.
—¿En su cama?
—Entre los colchones. Allí es donde los puso cuando los sacó del baúl. No puedo comprender ahora cómo lo hizo, porque Olimpia no la ayudó. Eso me dice y la creo. Mi tía sólo se lo dijo después, para que no tocara la cama, nada más que las sábanas. Así que estaba mal hecha —añadió la señorita Tita, con sencillez.
—¡Ya me lo imagino! ¿Y cómo trató de quemarlos?
—No trató mucho; estaba demasiado débil, esos últimos días. Pero me lo dijo, me lo mandó. ¡Ah, fue terrible! No pudo hablar desde aquella noche: sólo podía hacer señales.
—¿Y qué hizo usted?
—Los puse aparte. Los encerré bajo llave.
—¿En el secreter?
—Sí, en el secreter —dijo la señorita Tita, volviendo a ruborizarse.
—¿Le dijo que los quemaría?
—No, no se lo dije, con toda intención.
—¿Con intención de complacerme?
—Sí, sólo por eso.
—¿Y qué buena voluntad me ha mostrado si después de todo no me los quiere enseñar?
—Ah, ninguna, ya lo sé… ya lo sé.
—¿Y ella creyó que usted los había destruido?
—No sé qué creía al final. No podría decir… ya estaba demasiado perdida.
—Entonces, si no había promesa y compromiso, no veo qué la ata.
—¡Ah, ella lo odiaba tanto, lo odiaba tanto! Estaba tan celosa. Pero aquí tiene el retrato; puede quedárselo —anunció la señorita Tita, sacando del bolsillo la pequeña imagen, envuelta del mismo modo como la había envuelto su tía.
—¿Puedo quedármela… quiere usted dármela? —pregunté, mirando fijamente, al pasar a mis manos.
—Ah, sí.
—Pero vale mucho dinero… una suma muy grande.
—¡Bueno! —dijo la señorita Tita, aún con su aire extraño.
No sabía cómo entenderlo, pues difícilmente podría significar que quería regatear como su tía. Hablaba como si deseara regalármelo.
—No puedo recibirlo de usted como regalo —dije—, y sin embargo no puedo pagárselo según la idea que tenía la señorita Bordereau sobre su valor. Ella lo valoraba en mil libras.
—¿No lo podríamos vender? —preguntó la señorita Tita.
—¡No lo quiera Dios! Prefiero el retrato al dinero.
—Bueno, entonces quédeselo.
—Es usted muy generosa.
—Usted también.
—No sé por qué lo cree así —repliqué, y lo decía con sinceridad, pues la singular criatura parecía estar pensando en algo muy sutil, que yo no captaba.
—Bueno, usted ha significado una gran diferencia para mí —dijo la señorita Tita.
Miré el rostro de Jeffrey Aspern en el pequeño retrato, en parte para no mirar a mi interlocutora, que había empezado a turbarme, y aun a asustarme un poco; estaba tan consciente de sí misma, tan poco natural. No respondí a esa afirmación; sólo consulté en privado los admirables ojos de Jeffrey Aspern con los míos (eran tan jóvenes y brillantes, tan llenos de visión); le pregunté qué le podría ocurrir a la señorita Tita. Él pareció sonreírme con burla amistosa, como si le divirtiera mi caso. Me había metido en un lío por él, ¡como si él lo necesitara! No me resultó él nada satisfactorio, para el momento en que le acababa de conocer. Sin embargo, ahora que tenía el pequeño retrato en la mano, me daba cuenta de que sería una posesión preciosa.
—¿Es esto un soborno para hacerme renunciar a los papeles? —pregunté un momento después, con malignidad—. Aunque lo valoro mucho, si me viera obligado a elegir, los papeles es lo que preferiría. ¡Ah, pero con mucho!
—¿Cómo puede elegir, cómo puede elegir? —preguntó la señorita Tita con lentitud lamentosa.
—¡Ya veo! Claro que no hay nada que decir, si usted considera insuperable la interdicción que pesa sobre usted. ¡En ese caso, debe parecerle que el separarse de ellos sería una impiedad de la peor índole, nada menos que un sacrilegio!
La señorita Tita movió la cabeza, llena de dolor.
—Lo comprendería si la hubiera conocido. Tengo miedo —tembló de repente—, ¡tengo miedo! Ella era terrible cuando se irritaba.
—Sí, ya vi algo de eso, aquella noche. Estaba terrible. Luego vi sus ojos. ¡Señor, qué hermosos eran!
—¡Los veo, me miran fijos en la oscuridad! —dijo la señorita Tita.
—Está usted nerviosa, con todo lo que ha pasado.
—¡Ah, sí, mucho, mucho!
—No debe preocuparse, ya pasará —dije, bondadosamente. Luego añadí, resignado, pues me pareció que debía aceptar la situación—: Bueno, así es, y no se puede remediar. Debo renunciar.
La señorita Tita, ante esto, mirándome, lanzó un gemido sordo y suave, y yo seguí:
—Sólo habría deseado, por lo más sagrado, que los hubiera destruido; entonces no habría nada más que decir. Y no puedo entender por qué no lo hizo, con sus ideas.
—¡Ah, vivía de ellos! —dijo la señorita Tita.
—Puede imaginarse si eso me hace desear menos el verlos —respondí, sonriendo—. Pero no me deje aquí como si me propusiera en mi alma tentarla a hacer algo bajo. Naturalmente, ya comprenderá que dejo mis habitaciones. Me marcho de Venecia inmediatamente.
Y tomé el sombrero, que había dejado en una silla. Estábamos ahí todavía de pie, algo torpemente, en medio de la sala. Ella había dejado abierta la puerta de sus habitaciones detrás de ella, pero no me había invitado a entrar.
Una especie de espasmo cruzó su cara cuando me vio tomar el sombrero.
—¿Inmediatamente… quiere decir hoy? —El tono de esas palabras era trágico; eran un grito de desolación.
—Oh, no, no mientras pueda serle útil en lo más mínimo.
—Bueno, sólo un día o dos más… sólo dos o tres —jadeó.
Luego, dominándose, añadió con otros modales:
—Ella quería decirme algo… el último día… algo muy especial, pero no pudo.
—¿Algo muy especial?
—Algo más sobre los papeles.
—¿Y lo adivinó usted, tiene alguna idea?
—No, lo he pensado… pero no sé. He pensado muchas cosas.
—¿Y por ejemplo?
—Bueno, que si usted fuera un pariente sería diferente.
—¿Si yo fuera un pariente?
—Si usted no fuera un extraño. Entonces sería igual para usted que para mí. Todo lo mío… sería suyo y usted podría hacer lo que quisiera. Yo no podría impedírselo… y usted no tendría responsabilidad.
Ofreció esa extraña explicación con cierta precipitación nerviosa, como si dijera palabras que había aprendido de memoria. Me dio la impresión de alguna sutileza y al principio no fui capaz de seguirlas. Pero al cabo de un momento su cara me ayudó a verlo mejor, y luego se me hizo la luz en mi mente. Era algo embarazoso y me incliné hacia el retrato de Jeffrey Aspern. ¡Qué extraña expresión había en su cara! «¡Sal de esto como puedas, mi querido amigo!» Me metí el retrato en el bolsillo y le dije a la señorita Tita:
—Sí, se lo venderé para usted. No sacaré mil libras de ningún modo, pero sacaré algo bueno.
Ella me miró con lágrimas en los ojos, pero pareció tratar de sonreír mientras observaba:
—Podemos repartirnos el dinero.
—No, no, será suyo todo. —Luego seguí—: Creo saber lo que quería decir su pobre tía. Quería dar instrucciones de que los papeles debían enterrarse con ella.
La señorita Tita pareció considerar esa sugerencia un momento, tras de lo cual declaró, con impresionante decisión:
—¡Ah, no, eso no le habría parecido seguro!
—Me parece que nada podría ser más seguro.
—Ella tenía la idea de que cuando la gente quiere publicar son capaces… —Y se detuvo, ruborizándose.
—¿De violar una tumba? ¡Pobres de nosotros, qué debe haber pensado de mí!
—¡No era justa, no era generosa! —gritó la señorita Tita con súbita pasión.
La luz que se había hecho en mi ánimo un momento antes aumentó.
—Ah, no diga eso, porque sí que somos una raza terrible. —Luego proseguí—: Si dejó testamento, eso puede darnos una idea.
—No he encontrado nada parecido: lo destruyó. Me quería mucho —añadió la señorita Tita, incongruentemente—: quería que yo fuera feliz. Y si alguna persona era buena conmigo… quería hablar de eso.
Me quedé casi aterrado ante la astucia que inspiraba a la buena señora, una astucia transparente, en realidad, y cosida, como suele decirse, con hilo blanco.
—Esté segura de que no quiso tomar ninguna disposición que me fuera bien a mí.
—No, no a usted, sino a mí. Sabía que me gustaría que usted consiguiera su idea. No porque le importara usted, sino porque pensaba en mí —siguió la señorita Tita, con su inesperada charlatanería persuasiva—. Usted los podría ver, los podría usar.
Se detuvo, al ver que yo entendía el sentido de ese condicional, se detuvo bastante tiempo como para que yo diera alguna señal que no di. Sin embargo, debió darse cuenta de que, aunque mi cara mostrara el mayor cohibimiento que jamás ha mostrado rostro humano, no era de piedra, sino también lleno de compasión. Durante mucho tiempo después me consoló considerar que no pudiera ver en mí el menor síntoma de falta de respeto.
—¡No sé qué hacer; estoy demasiado atormentada, estoy demasiado avergonzada! —continuó, con vehemencia. Luego, apartándose de mí y hundiendo la cara entre las manos, prorrumpió en un torrente de lágrimas. Si ella no sabía qué hacer, se puede imaginar si yo lo sabía mejor. Me quedé allí enmudecido, observándola, mientras resonaban sus sollozos en la gran sala vacía. Un momento después se encaraba conmigo otra vez, con sus ojos inundados.
—¡Se lo daría todo a usted… y ella entendería, donde esté… me perdonaría!
—¡Ah, señorita Tita… ah, señorita Tita! —balbucí, por toda respuesta.
No sabía qué hacer, como digo, pero al azar, emprendí un vago movimiento enloquecido, a consecuencia del cual me encontré a la puerta. Recuerdo que me quedé allí parado y diciendo:
—¡No serviría, no serviría! —pensativo y torpe, grotesco, mientras miraba al otro lado de la sala como si allí hubiera una hermosa vista.
Lo siguiente que recuerdo es que había bajado las escaleras y estaba fuera de casa. Mi góndola estaba allí y mi gondolero, recostado en los almohadones, se puso en pie de un salto al verme. Yo entré de un salto y ante su acostumbrado Dove commanda?, contesté, en un tono que le hizo mirarme pasmado:
—¡A cualquier sitio, a cualquier sitio; saliendo a la laguna!
Me alejó remando y yo seguí allí sentado, postrado, gimiendo suavemente para mí mismo, con el sombrero echado por la cara. En nombre de todo lo ridículo, ¿qué pretendía ella, si no era ofrecerme su mano? ¡Ese era el precio… ése era el precio! ¿Y creía que yo la quería, la pobre vieja ilusa, enloquecida, extravagante? Mi gondolero, detrás de mí, debía verme rojas las orejas mientras yo me preguntaba, bajo la tenda agitada por el viento, con la cara oculta, sin darme cuenta de nada al pasar; me preguntaba si yo había producido despiadadamente su engaño y su ilusión. ¿Creía que le había hecho el amor, aunque fuera para obtener los papeles? Yo no se lo había hecho, no, me lo repetí a mí mismo, una hora, dos horas, hasta que me fatigué, aún sin convencerme. No sé dónde me llevó mi gondolero; flotamos sin objetivo por la laguna, con golpes lentos, infrecuentes. Al fin me di cuenta de que estábamos cerca del Lido, lejos, a mano derecha, de espaldas a Venecia, y le hice dejarme en la orilla. Quería andar, moverme, para quitarme de encima algo de mi desconcierto. Crucé la estrecha franja y llegué a la playa frente al mar; me encaminé hacia Malamocco. Pero al fin me volví a tender en la cálida arena, en la brisa, en la áspera hierba seca. Eso me hizo pensar que yo había tenido mucha culpa, que había jugueteado, sin darme cuenta, pero no por eso menos deplorablemente. Pero no le había dado motivo… claramente no. Yo había dicho a la señora Prest que le haría el amor, pero había sido una broma sin consecuencias y nunca se lo había dicho a Tita Bordereau. Había sido todo lo amable que pude, porque realmente me caía bien, pero ¿desde cuándo eso había llegado a ser un delito, cuando se trataba de una mujer de tal edad y tal aspecto? Estoy lejos de recordar claramente la sucesión de acontecimientos y sentimientos durante ese largo día de confusión, que empleé por entero en dar vueltas por ahí, sin ir a casa, hasta entrada la noche: sólo recuerdo que hubo momentos en que pacifiqué mi conciencia y otros en que la azoté hasta darme dolor. No reí en todo el día… que recuerde: el caso, no importa cómo les pudiera parecer a otros, a mí me parecía poco divertido. Quizá me habría sido mejor notar su lado cómico. En todo caso, tanto si había dado motivo como si no, ni que decir tenía que no podía pagar el precio. No podía aceptar. Por un manojo de papeles en jirones, no podía casarme con una vieja ridícula, patética, provinciana. La prueba de que ella no pensaba que la idea se me ocurriera a mí era el que se hubiera decidido a sugerirla ella misma de ese modo práctico, persuasivo, heroico, en que, sin embargo, la timidez había sido mucho más notable que la osadía, por el hecho de que sus razones parecían venir primero y sus sentimientos después.
Según pasaba el día, llegué a lamentar haber oído hablar de las reliquias de Aspern, y maldije la extravagante curiosidad que había puesto a John Cumnor sobre su rastro. Ya teníamos material de sobra aun sin ellas, y mi situación era justo castigo a la más fatal de las locuras humanas, el que no hubiéramos sabido cuándo detenernos. Estaba muy bien decir que no era ninguna situación consumada, que la salida era muy sencilla, que no tenía más que marcharme de Venecia en el primer tren de la mañana, dejando una nota para la señorita Tita, que le pusieran en las manos tan pronto como yo me alejara de la casa; pues una intensa señal de mi confusión fue que cuando traté de redactar la nota mentalmente por adelantado (la pondría en el papel en cuanto llegara a casa, antes de acostarme) no pude pensar más que «¿Cómo puedo agradecerle la rara confianza que ha puesto en mí?». Eso no iría bien nunca; sonaba exactamente como si después de eso viniera una aceptación. Claro que me podía ir sin escribir ni palabra, pero eso sería brutal y mi intención era evitar las soluciones brutales. Cuando se enfrió mi confusión, me quedé perdido en asombro ante la importancia que había dado a los apretujados jirones de papel de la señorita Bordereau; el pensar en ellos se me hizo odioso y me sentí tan ofendido con la vieja bruja por la superstición que le había impedido destruirlos, como lo estaba conmigo mismo por haber gastado ya más dinero del que podía permitirme, intentando dominar su destino. Volvía la góndola. Sólo sé que por la tarde, cuando el aire estaba encendido por el crepúsculo, me encontré parado ante la iglesia de San Juan y San Pablo, con los ojos levantados hacia la pequeña cara, de mandíbula cuadrada, de Bartolommeo Colleoni, el terrible condottiere, tan sólidamente a horcajadas sobre su enorme caballo de bronce, sobre el alto pedestal donde le mantiene la gratitud veneciana. La estatua es incomparable, la más hermosa de todas las figuras montadas, a no ser que sea mejor la de Marco Aurelio, que cabalga benignamente ante el Capitolio romano. Pero no pensaba yo en eso; sólo me encontraba mirando al capitán triunfante como si tuviera un oráculo en sus labios. La luz de poniente brilla a esa hora sobre toda su hosquedad y lo hace prodigiosamente personal. Pero él seguía mirando lejos por encima de mi cabeza, a la roja sumersión de otro día —había visto descender tantos a la laguna a través de los siglos—, y si pensaba en batallas y estratagemas, eran de cualidad muy diferente de las que yo tuviera que contarle. Él no podía guiarme sobre qué hacer, por mucho que yo mirara arriba. ¿Fue antes de eso o después de eso cuando vagué durante una hora por los pequeños canales, para la continuada estupefacción de mi gondolero, que nunca me había visto tan inquieto y sin embargo tan vacío de propósito, y no podía sacarme más orden que «Vaya a cualquier parte… a todas partes… por todo el sitio»? Me recordó que no había almorzado y expresó por consiguiente con todo respeto la esperanza de que cenaría antes. Él había tenido largos períodos de ocio durante el día, en que dejé la góndola para errar, de modo que no estaba yo obligado a considerarle, y le dije que ese día, por cambiar, no tocaría alimento; un efecto de la propuesta de la señorita Tita, no de muy buen agüero, era que había perdido el apetito por completo. No sé por qué había ocurrido que en esa ocasión me impresionaba más que nunca ese extraño aire de sociabilidad, de parentesco y vida de familia que constituye buena parte del carácter de Venecia. Sin calles ni vehículos, sin ruido de ruedas, ni brutalidad de caballos, y con sus callecitas retorcidas donde se agolpa la gente, donde suenan voces como en los pasillos de una casa, donde los pasos humanos circulan como si rodearan las esquinas del mobiliario y donde los zapatos nunca se desgastan, la ciudad tiene el carácter de un enorme apartamento colectivo, cuyo rincón más ornamentado es la Piazza San Marco, y los palacios y las iglesias, por lo demás, juegan el papel de grandes divanes de reposo, mesas de entretenimiento, extensiones de decoración. Y, no se sabe cómo, ese espléndido domicilio común, familiar, doméstico y resonante, también parece un teatro, con actores taconeando sobre puentes, y, en procesiones vagabundas, tropezando a lo largo de los fondamenta. Cuando uno va en góndola, las aceras que en algunos sitios bordean los canales asumen ante los ojos la importancia de un escenario, puestas ante su mismo nivel, y las figuras venecianas, yendo de un lado para otro contra la desgastada escenografía de sus casitas de comedia, le dan a uno la impresión de miembros de una inacabable troupe dramática.
Me acosté esa noche muy cansado, sin ser capaz de componer una carta para la señorita Tita. ¿Fue ese fracaso la razón por la cual me di cuenta a la mañana siguiente, tan pronto como me desperté, de una decisión de ver otra vez a la pobre señora en cuanto ella me recibiera? Eso tenía que ver con ello, pero lo que importaba más era que durante mi sueño había tenido lugar en mi ánimo una revulsión muy extraña. Me di cuenta de eso casi en cuanto abrí los ojos; me hizo saltar de la cama con el movimiento de un hombre que recuerda que se ha dejado entreabierta la puerta de la casa, o una vela encendida bajo un estante. ¿Estaba aún a tiempo de salvar mis bienes? Esa era la cuestión en mi corazón; pues lo que ahora había ocurrido era que, en la cerebración inconsciente del sueño, había vuelto a una apreciación apasionada de los papeles de la señorita Bordereau; ahora me eran más preciosos que nunca, y mi deseo de poseerlos había adquirido una especie de ferocidad. La condición que la señorita Tita había puesto a su posesión ya no me parecía un obstáculo digno de pensarlo, y durante una hora, esa mañana, mi imaginación arrepentida lo echó a un lado. Era absurdo que no fuera capaz de inventar nada; absurdo renunciar tan fácilmente, y apartarme, desvalido, ante la idea de que el único modo de obtener los papeles era unirme a ella para toda la vida. No me uniría y sin embargo los obtendría. Debo añadir que para cuando mandé recado abajo de si me podía ver, no había inventado ninguna alternativa, aunque tuve para ello todo el tiempo de vestirme. Ese fracaso era humillante, pero ¿cuál podía ser la alternativa? La señorita Tita hizo responder que podía ir: y al bajar las escaleras y cruzar la sala hasta su puerta —esta vez me recibió en el abandonado gabinete de su tía— tenía esperanzas de que ella no creyera que mi recado era decirle que aceptaba su mano. Ciertamente, el día anterior habría reflexionado ella que yo la declinaba.
Tan pronto como entré en el cuarto vi que ella había sacado esa consecuencia, pero también vi algo que no tenía previsto. La sensación de fracaso de la pobre señorita Tita había producido en ella una alteración extraordinaria, pero yo había estado demasiado lleno de mi concupiscencia literaria para pensar en ello. Ahora pude percibirlo: apenas puedo decir cuánto me sobresaltó. Estaba de pie en medio del cuarto con un rostro bondadoso vuelto hacia mí, y su aire de perdón y de absolución la hacía angelical. La embellecía; era más joven; no era una vieja ridícula. Ese truco óptico le daba una especie de claridad fantasmagórica, y mientras seguía siendo víctima de él, oí un susurro en alguna profundidad de mi conciencia: «¿Por qué no, después de todo; por qué no?» Me pareció que estaba dispuesto a pagar ese precio. Sin embargo, aún más claramente que ese susurro, oí la voz de la señorita Tita. Me quedé tan impresionado con el diferente efecto que hacía en mí, que al principio no me di cuenta claramente de lo que decía: luego percibí que me había dicho adiós, que decía algo de que esperaba que fuera muy feliz.
—¿Adiós… adiós? —repetí, con una inflexión interrogativa y probablemente ridícula.
Ella vio que yo no notaba la interrogación, sino que sólo oía las palabras; se había atemperado a aceptar nuestra separación, y caían en su oído como prueba.
—¿Se marcha hoy? —preguntó—. Pero no importa, pues donde quiera que vaya, no le volveré a ver. No quiero verle.
Y sonrió extrañamente, con infinita amabilidad. Nunca había dudado de que yo la había dejado el día antes con horror: ¿cómo podía dudarlo, si yo no había vuelto antes de la noche para contradecir tal idea, ni aun por simple forma? Y ahora tenía la fuerza de alma —la señorita Tita con fuerza de alma era una idea nueva— de sonreírme en su humillación.
—¿Qué va a hacer usted… dónde va a ir? —pregunté.
—Ah, no sé. He hecho la gran cosa. He destruido los papeles.
—¿Los ha destruido? —balbucí.
—Sí, ¿para qué los iba a conservar? Los quemé anoche, uno a uno, en la cocina.
—¿Uno a uno? —repetí, maquinalmente.
—Tardé mucho… había tantos…
El cuarto me pareció dar vueltas cuando lo dijo y por un momento cayó sobre mis ojos una verdadera oscuridad. Cuando pasó, la señorita Tita seguía allí, pero la transfiguración había terminado y había vuelto a cambiarse en una persona de cierta edad, vulgar y gastada. Con esa personalidad habló al decir:
—No puedo quedarme más con usted, no puedo.
Y con esa personalidad me volvió la espalda, como yo había vuelto la mía veinticuatro horas antes, dirigiéndose a la puerta de su cuarto. Allí hizo lo que no había hecho yo al dejarla: se detuvo lo bastante como para lanzarme una mirada. Nunca la he olvidado y a veces sigo sufriendo con ella, aunque no era ofendida. No, no había ofensa, nada duro ni vengativo en la pobre señorita Tita; pues cuando, después, le envié a cambio del retrato de Jeffrey Aspern una suma de dinero mayor de lo que había esperado reunir para ella, escribiéndole que había vendido el retrato, se lo quedó, dándome las gracias; no lo devolvió. Le escribí que había vendido el retrato, pero reconocí ante la señora Prest (la encontré en Londres, ese otoño) que cuelga sobre mi escritorio. Cuando lo miro, mi enojo por la pérdida de las cartas se hace casi intolerable.