VII

El miedo a lo que ese lado de su carácter podría llevarla a hacer me puso nervioso durante varios días. Esperé una indicación de la señorita Tita; casi me imaginaba que tenía la obligación de tenerme informado, de hacerme saber con claridad si la señorita Bordereau había sacrificado sus tesoros o no. Pero como no daba señal, perdí la paciencia y me decidí a juzgarlo con mis propios sentidos en la medida de lo posible. Un atardecer mandé a preguntar si podía hacer una visita a las señoras, y mi criado volvió con noticias sorprendentes. La señorita Bordereau podía ser abordada sin ninguna dificultad; la habían sacado a la sala y estaba sentada junto a la ventana que daba al jardín. Descendí y encontré que era correcta esa descripción: habían sacado sobre ruedas a la señora ante el mundo, y tenía cierto aire, quizá por algún elemento más claro en su atuendo, de estar dispuesta otra vez a conversar con él. El mundo, sin embargo, no había empezado a congregarse en torno a ella: estaba completamente sola y, aunque la puerta que daba a sus habitaciones estaba abierta, al principio no capté ningún atisbo de la señorita Tita. La ventana junto a la cual estaba sentada tenía la sombra de la tarde, y, habiéndose abierto una de las persianas, ella veía el grato jardín donde el sol veraniego había secado para entonces demasiadas plantas: veía la luz amarilla y las largas sombras.

—¿Ha venido a decirme usted que tomará las habitaciones por otros seis meses? —me preguntó, cuando me acercaba, sobresaltándome con algo grosero en su codicia, casi como si no me hubiera dado ya una muestra de ella. El deseo de Juliana de sacar lucro de nuestro conocimiento había sido, como he indicado bastante, una nota falsa en mi imagen de la mujer que había inspirado a un gran poeta versos inmortales; pero tengo que decir aquí claramente que me tocaba concederle un amplio margen de indulgencia. Era yo quien había encendido la impía llama; era yo quien le había metido en la cabeza que tenía medios de sacar dinero. Parecía no haber pensado nunca en eso: había vivido pródigamente durante años, en una casa cinco veces demasiado grande para ella, en un plan que sólo se podía explicar por la presunción de que, aun siendo excesivo, el espacio de que disfrutaba no le costaba casi nada, y que, por pequeños que fueran sus ingresos, le dejaban un margen apreciable para Venecia. Yo había caído un día sobre ella y la había enseñado a calcular, y mi comedia casi derrochadora sobre el tema del jardín me había presentado irresistiblemente como una víctima. Como todas las personas que logran el milagro de cambiar su punto de vista en la vejez, ella se había convertido intensamente; se había aferrado a mi sugerencia con un apretón desesperado y trémulo.

Me invité a mí mismo a tomar una de las sillas que se erguían, a lo lejos, junto a la pared (ella no se había preocupado de si me sentaba o si estaba de pie), y mientras la acercaba a ella, empecé, alegremente:

—¡Ah, querida señora mía; qué imaginación tiene usted, qué alcance intelectual! Yo soy un pobre diablo de literato que vive al día. ¿Cómo puedo tomar palacios por un año? Mi vida es precaria. No sé si dentro de seis meses tendré pan que llevarme a la boca. Por una vez me he regalado; ha sido un inmenso lujo. Pero si se trata de seguir adelante…

—¿Son demasiado caras sus habitaciones? Si lo son, puede tener más por el mismo dinero —respondió Juliana—. Podemos arreglarlo, podemos combinare, como dicen aquí.

—Bueno, sí, puesto que me lo pregunta, son demasiado caras —dije—. Evidentemente, usted me cree más rico de lo que soy.

Ella me miró desde detrás de su barricada.

—Si escribe libros, ¿no los vende?

—¿Quiere decir si la gente no los compra? Un poco… no tanto como yo desearía. Escribir libros, a no ser que uno sea un gran genio (¡y aun entonces!) es el último camino hacia la fortuna. Creo que ya no hay dinero que hacer con la literatura.

—Quizá usted no elige buenos temas. ¿Sobre qué escribe usted? —preguntó la señorita Bordereau.

—Sobre los libros de otros. Soy un crítico, un historiador, en pequeña escala —me preguntaba a dónde quería ir a parar.

—¿Y qué otros, entonces?

—Ah, gente mejor que yo; los grandes escritores principalmente; los grandes filósofos y poetas del pasado; los que han muerto y no pueden hablar por sí mismos.

—¿Y qué dice usted de ellos?

—¡Digo que a veces estaban unidos a mujeres muy listas! —respondí riendo.

Hablaba con gran deliberación, pero al resonar mis palabras en el aire, me parecieron imprudentes. Sin embargo, las arriesgué, y no lo sentí, pues quizá la anciana, después de todo, estaría dispuesta a tratar. Parecía bastante evidente que conocía mi secreto: entonces ¿por qué seguir arrastrando el asunto? Pero ella no tomó como una confesión lo que había dicho yo; sólo preguntó:

—¿Cree usted que está bien hurgar en el pasado?

—No sé qué quiere decir con hurgar; pero ¿cómo podemos llegar a él si no excavamos un poco? El presente tiene un modo muy duro de pisotearlo.

—Ah, a mí me gusta el pasado, pero no me gustan los críticos —declaró la anciana, con su hermosa tranquilidad.

—A mí tampoco, pero me gustan sus descubrimientos.

—¿No son mentira casi segura?

—La mentira es lo que a veces ellos ponen al descubierto —dije, sonriendo ante su tranquila impertinencia—. Muchas veces descubren la verdad.

—La verdad es de Dios, no es del hombre; más vale que la dejemos en paz. ¿Quién puede juzgarla, quién puede decir?

—Estamos terriblemente a oscuras, ya lo sé —admití—, pero si renunciamos a intentarlo, ¿qué pasa con todo lo bueno? ¿Qué pasa con la obra a que me refería, la de los grandes filósofos y poetas? Es toda palabras vanas si no hay nada con que medirla.

—Habla usted como si fuera un sastre —dijo la señorita Bordereau, caprichosamente, y luego añadió de prisa, en tono diferente—: Esta casa está muy bien; las proporciones son magníficas. Hoy quería volver a mirar este sitio. Hice que me sacaran aquí. Cuando llegó su criado, ahora mismo, a ver si yo le recibía, estaba a punto de mandar por usted, a preguntar si no le importaba continuar. Quería juzgar lo que le permito tener. Esta sala es muy grandiosa —continuó, como un subastador, moviendo un poco, según supuse, sus invisibles ojos—. ¿No cree que haya vivido usted muchas veces en tal casa, eh?

—¡No me lo puedo permitir muchas veces! —dije.

—Bueno, entonces, ¿cuánto dará usted por seis meses?

Estuve a punto de exclamar —el aire de tormento en mi cara habría indicado una realidad moral—: «¡No, Juliana; en atención a él, no!» Pero me dominé y pregunté con menos pasión:

—¿Por qué habría de quedarme tanto tiempo?

—Creí que le gustaba —dijo la señorita Bordereau con su arrugada dignidad.

—Yo también creí que me gustaría.

Por un momento, ella no dijo nada, y permití que mis palabras le sugirieran cualquier cosa. Casi esperé que dijera, fríamente, que si estaba decepcionado no hacía falta que siguiéramos la conversación, y eso a pesar de que ahora creía que contaba en su ánimo (de cualquier modo que hubiera llegado allí) con algo que le habría dicho que mi decepción era natural. Pero para mi gran sorpresa acabó por decir:

—Si cree que no le hemos tratado bastante bien quizá podamos descubrir algún modo de tratarle mejor.

Esas palabras me parecieron tan incongruentes que me hicieron reír otra vez, y me excusé diciendo que hablaban como si yo fuera un niño resentido, haciendo pucheros en un rincón, a quien hay que volver a la razón. No tenía ninguna queja que hacer; y nada podía haber superado a la gentileza de la señorita Tita acompañándome unas pocas noches antes a la Piazza. Ante eso, la anciana siguió:

—¡Bueno, la llevó usted mismo! —Y luego, en un tono muy diferente—: Es una chica excelente.

Asentí cordialmente a esa afirmación, y ella expresó la esperanza de que no lo hubiera hecho simplemente por amabilidad, sino de que de veras me pareciera bien. Mientras tanto, yo cada vez me preguntaba más a dónde iba a parar la señorita Bordereau.

—Salvo por mí, hoy día —dijo—, no tiene un pariente en el mundo.

¿Lo decía, al describir a su sobrina como amable y sin cargas, porque deseaba presentarla como un buen partido?

Era absolutamente cierto que yo no podía permitirme seguir con mis habitaciones a un precio de fantasía y que ya había dedicado al asunto casi todo el dinero en efectivo que tenía ahorrado. Mi paciencia y mi tiempo no estaban agotados, pero debería poder recurrir a ellos sólo sobre una base más acostumbrada para Venecia. Estaba dispuesto a pagar a la venerable mujer el doble de lo que habría pedido cualquier otra padrona di casa, pero no estaba dispuesto a pagarle veinte veces más. Se lo dije claramente, y mi claridad pareció tener cierto éxito, pues exclamó:

—Muy bien, usted ha hecho lo que le pedía: ha hecho una oferta.

—Sí, pero no para medio año. Sólo por meses.

—Ah, entonces tengo que pensarlo.

Pareció decepcionada de que no me sujetara a un período, y adiviné que deseaba al mismo tiempo asegurarme y desanimarme; decir, severamente: «¿Sueña usted escaparse con menos de seis meses? ¿Sueña que incluso al cabo de ese tiempo estará sensiblemente más cerca de su victoria?» Lo que estaba más en mi mente era que ella tuviera el antojo de gastarme la broma de hacerme comprometer, cuando en realidad ya hubiera aniquilado los papeles. Hubo un momento en que mi suspensión sobre ese punto fue tan aguda que casi salí con la pregunta, y lo que me contuvo fue una especie de retroceso instintivo (no fuera a ser un error), ante la violencia de ponerme al descubierto. Era una vieja bruja tan sutil que no se sabía dónde estaba uno ante ella. Cabe imaginar si se aclaró el enigma cuando, después que acababa de decir que pensaría mi propuesta, y sin transición formal, sacó del bolsillo, con mano cohibida, un pequeño objeto envuelto en arrugado papel blanco, lo alargó un momento y luego preguntó:

—¿Entiende usted mucho de curiosidades?

—¿De curiosidades?

—De antigüedades, esos viejos cachivaches que la gente paga tan caro hoy día. ¿Sabe usted los precios que tienen?

Creí ver que venía algo, pero dije con aire ingenuo:

—¿Quiere usted comprar algo?

—No, quiero vender. ¿Cuánto me daría por esto un aficionado?

Desenvolvió el papel blanco e hizo un movimiento para sacar de él un pequeño retrato ovalado. Me apoderé de él con una mano cuyo temblor esperé que ella no percibiera, y añadió:

—Sólo me separaría de él por un buen precio.

A primera vista reconocí a Jeffrey Aspern, y me di cuenta muy bien de que me ponía colorado. Pero como ella me observaba, tuve la coherencia de exclamar:

—¡Qué cara tan impresionante! Dígame quién es.

—Es un viejo amigo mío, un hombre muy distinguido en su tiempo. Me lo dio él mismo, pero no quiero decir su nombre, no sea que usted haya oído hablar de él, siendo crítico e historiador. Sé que el mundo va de prisa, que una generación olvida a otra. Estaba muy de moda cuando yo era joven.

Ella quizá estaba sorprendida de mi calma, pero yo lo estaba de la suya; de que tuviera la energía, en su estado de salud y su edad, de desear juguetear conmigo de ese modo sólo para su diversión particular; por el humor de ponerme a prueba y ejercitarse conmigo. Esa, al menos, fue la interpretación que di a que sacara el retrato pues no podía creer que realmente deseara venderlo ni le importara ninguna información que pudiera darle yo. Lo que deseaba era suspenderlo ante mis ojos y ponerle un precio prohibitivo.

—Esta cara regresa hacia mí, me atormenta —dije, dando la vuelta al objeto para mirarlo muy críticamente. Era una obra de arte cuidadosa, pero no suprema, mayor que una miniatura corriente, que representaba un joven de cara notablemente hermosa, con una casaca verde de cuello alto y un chaleco amarillento. Juzgué que la imagen tenía una valiosa calidad de parecido y habría sido pintada cuando el modelo tenía unos veinticinco años. Como todo el mundo sabe, existen otros tres retratos del poeta, pero ninguno de ellos es de fecha tan temprana como esa elegante producción.

—Nunca he visto al modelo, pero he visto otros retratos suyos —seguí—. Usted expresaba dudas de que esta generación haya oído hablar de ese caballero, pero me da la impresión de que es una celebridad para todo el mundo. Ahora, ¿quién es? No puedo localizarle; no puedo ponerle una etiqueta. ¿No era escritor? Seguro que es un poeta.

Estaba decidido a que fuera ella, no yo, quien primero pronunciara el nombre de Jeffrey Aspern.

Mi decisión la había tomado ignorando el carácter extremadamente decidido de la señorita Bordereau, y sus labios no formaron nunca en mis oídos las sílabas que tanto significaban para ella. Desdeñó responder a mi pregunta, pero levantó la mano para recuperar la imagen, con un gesto que, aunque ineficaz, era sumamente perentorio.

—Sólo una persona que lo sepa por sí misma me daría mi precio —dijo, con cierta sequedad.

—¡Ah!, ¿entonces, tiene un precio?

No devolví el precioso objeto; no con propósito vengativo, sino porque instintivamente me aferraba a él. Nos miramos fijamente mientras yo lo retenía.

—Sé lo menos que aceptaría. Lo que se me había ocurrido preguntarle es lo más que podré sacar por él.

Hizo un movimiento, concentrándose, como si en un espasmo de temor de haber perdido su tesoro, fuera a intentar el inmenso esfuerzo de levantarse para arrebatármelo. Al momento se lo volví a poner en la mano, diciendo:

—Me gustaría quedármelo yo mismo, pero con sus ideas, jamás me podría permitir ese lujo.

Ella dio vueltas en su regazo a la pequeña placa ovalada, boca abajo, y creí verla contener el aliento un poco como si tuviera una tensión o un escape. Eso, sin embargo, no le impidió decir, un momento después:

—¿Compraría un retrato de alguien que no conoce, por un artista sin fama?

—El artista quizá no tenga fama, pero está maravillosamente bien pintado —contesté, dándome una razón.

—Es una suerte que se le haya ocurrido decir eso, porque el pintor era mi padre.

—¡Eso verdaderamente hace precioso este retrato! —exclamé, riendo; y puedo añadir que parte de mi risa procedía de mi satisfacción al encontrar que había tenido razón en mi teoría sobre el origen de la señorita Bordereau. Desde luego, Aspern había conocido a la señorita al ir al estudio de su padre como modelo. Dije a la señorita Bordereau que si me confiaba su propiedad por veinticuatro horas, me encantaría buscar consejo sobre ella; pero no respondió a eso, salvo deslizándola silenciosamente en el bolsillo. Eso me convenció aún más de que no tenía sincera intención de venderla mientras viviera, aunque hubiera deseado convencerse de la suma que su sobrina podía esperar obtener en definitiva, si ella se lo dejaba.

—Bueno, en todo caso espero que no lo ofrezca sin avisarme —dije, ya que ella seguía sin responder—. Recuerde que soy un posible comprador.

—¡Querría su dinero primero! —replicó, con inesperada grosería; y luego, como si cayera en la cuenta de que yo tenía justa causa para quejarme de tal insinuación y deseara cortar el asunto, me preguntó de repente de qué hablaba con su sobrina cuando salía con ella de aquel modo por la noche.

—Habla usted como si hubiéramos establecido una costumbre —repliqué—. Cierto que me alegraría de que llegara a ser una costumbre. Pero en ese caso sentiría aún mayor escrúpulo de traicionar la confianza de una dama.

—¿Su confianza? ¿Tiene confianza ella?

—Aquí está… ella misma se lo puede decir —dije, pues la señorita Tita apareció entonces en el umbral del salón de la anciana—. ¿Tiene usted confianza, señorita Tita? Su tía tiene mucho empeño en saberlo.

—¡No en ella, no en ella! —declaró la dama más joven, moviendo la cabeza con una tristeza que no era ni bromista ni fingida—. No sé qué hacer con ella: tiene accesos de horrible imprudencia. Se cansa tan fácilmente, y sin embargo, ha empezado a vagar por ahí, a arrastrarse por la casa.

Y se quedó mirando a su inmemorial compañera como si todos sus años de familiaridad no hubieran hecho más fáciles de seguir sus malignidades, llegado el momento.

—Sé lo que pretendo. No estoy perdiendo la razón. Estoy segura de que te gustaría creerlo así —dijo la señorita Bordereau, con un suspirillo cínico.

—Supongo que usted no ha salido sola hasta aquí. La señorita Tita ha debido echarle una mano —interpuse, con intención pacificadora.

—¡Ah, se empeñó en que la empujáramos, y cuando se empeña! —dijo la señorita Tita, en el mismo tono de temor; como si no cupiera saber qué servicios que ella desaprobaba la obligaría su tía a rendirle a continuación.

—Siempre he conseguido que se hicieran la mayor parte de las cosas que quería, ¡gracias a Dios! La gente con que he vivido me ha seguido el humor —continuó la anciana, hablando desde las grises cenizas de su vanidad.

—Supongo que quiere decir que la han obedecido.

—Bueno, sea lo que sea, cuando la quieren a una.

—Precisamente porque te quiero es por lo que quiero resistir —dijo la señorita Tita, con una risa nerviosa.

—Ah, sospecho que después de esto llevará a la señorita Bordereau al piso de arriba para hacerme una visita —seguí, a lo que respondió la anciana:

—¡Ah, no; puedo vigilarle desde aquí!

—Estás muy cansada; ¡sin duda esta noche estarás mal! —exclamó la señorita Tita.

—Tonterías, querida mía; en este momento me siento mejor que desde hace un mes. Mañana saldré otra vez. Quiero estar donde vea a este listo caballero.

—¿No me vería quizá mejor en su salón? —pregunté.

—¿No quiere decir que usted debería tener mejores ocasiones contra mí? —replicó, observándome un momento a través de su velo verde.

—Ah, ¡no las tengo en ningún sitio! La miro pero no la veo.

—La excita usted terriblemente, y eso no está bien —dijo la señorita Tita, lanzándome una mirada de apelación y reproche.

—¡Quiero observarle, quiero observarle! —siguió la anciana.

—Bueno, entonces, pasemos juntos todo el tiempo posible, no me importa dónde, y eso le dará todas las facilidades.

—Ah, ya le he visto bastante por hoy. Estoy satisfecha. Ahora me voy a casa.

La señorita Tita puso las manos en el respaldo de la butaca de su tía y empezó a empujar, pero yo le rogué que me dejara ocupar su sitio.

—Ah, sí, puede moverme de este modo; ¡no me moverá de otro modo! —exclamó la señorita Bordereau, al sentirse impulsada de modo firme y fácil por el duro y liso suelo. Antes de llegar a la puerta de su habitación me mandó parar, y lanzó una larga mirada final por toda la noble sala—. ¡Ah, es una casa magnífica! —murmuró, tras lo cual la empujé adelante.

Cuando entramos en el gabinete, la señorita Tita me dijo que ahora ella se las podría arreglar, y en ese momento salió la pequeña donna pelirroja al encuentro de su señora. La idea de la señorita Tita era evidentemente volver a meter en seguida a su tía en la cama. Confieso que a pesar de ese apremio fui culpable de la indiscreción de demorarme; me retenía el pensar que estaba más cerca de los documentos que codiciaba: que probablemente estaban guardados en alguna parte, en ese desteñido cuarto insociable. El lugar, en efecto, tenía una desnudez que no sugería tesoros escondidos; no había rincones polvorientos ni esquinas acortinadas, ni macizos armarios ni cofres con abrazaderas de hierro. Además, era posible, incluso quizá era probable, que la anciana hubiera situado sus reliquias en su alcoba, en alguna maltratada caja metida bajo la cama, o en el cajón de algún tocador cojo, donde estuvieran al alcance de su vista bajo la mortecina lámpara nocturna. Sin embargo, escudriñé todos los objetos del mobiliario, toda cobertura imaginable de un tesoro, y me di cuenta de que había media docena de cosas con cajones, y en particular un viejo y alto secreter, con ornamentos de latón, estilo Imperio: un ornamento algo desvencijado pero aún capaz de contener muchos secretos. No sé por qué ese objeto me fascinó tanto, ya que ciertamente no tenía propósito claro de abrirlo con fractura; pero lo miré tan fijamente que la señorita Tita se dio cuenta y cambió de color. Eso me hizo pensar que yo tenía razón y que, no importa donde hubieran estado antes los papeles de Aspern, en ese momento languidecían tras la hosca cerradura del secreter. Era difícil apartar los ojos del oscuro frente de caoba si reflexionaba que un simple panel me separaba de la meta de mis esperanzas, pero recordé mi prudencia y con un esfuerzo me despedí de la señorita Bordereau. Para dar gracia a mi esfuerzo le dije que sin duda le traería una opinión sobre el pequeño retrato.

—¿El pequeño retrato? —preguntó la señorita Tita, sorprendida.

—¿Tú qué sabes de eso, querida mía? —preguntó la anciana—. No hace falta que te ocupes de eso. Yo he fijado mi precio.

—¿Y cuál podría ser?

—Mil libras.

—¡Ah, Señor! —exclamó la pobre Tita, irreprimiblemente.

—¿Es eso de lo que ella le habla a usted? —dijo la señorita Bordereau.

—¡Imagínese: su tía quiere saberlo!

Tuve que separarme de la señorita Tita con esas palabras sólo, aunque me habría gustado enormemente añadir: «¡Por lo más sagrado, véngame a ver esta noche al jardín!»