Una tarde, al bajar de mis habitaciones para salir, encontré a la señorita Tita en la sala: era nuestro primer encuentro en ese terreno desde que yo había llegado a la casa. No fingió estar allí por casualidad; tales artes quedaban ignoradas en su aire directo, torpe, desconfiado. Para que yo estuviera seguro de que me esperaba, me informó de ello y me dijo que la señorita Bordereau deseaba verme; que me llevaría al instante a su cuarto si yo tenía tiempo. Aunque hubiera ido retrasado a una cita de amor, me habría quedado para eso, e indiqué rápidamente que me gustaría visitar a la anciana.
—Ella quiere hablar con usted… conocerle —dijo la señorita Tita, sonriendo, como si ella misma se complaciera en esa idea, y me llevó a la puerta de la habitación de su tía. Yo la detuve un momento antes de abrirla, mirándola con alguna curiosidad. Le dije que era una gran satisfacción para mí y un gran honor, pero que de todas maneras me gustaría preguntar qué había hecho a la señorita Bordereau cambiar tan de repente. La señorita Tita no quedó cohibida por mi pregunta; tenía tantas pequeñas serenidades inesperadas como si dijera mentiras, pero lo extraño de ellas era que, por el contrario, tenían su fuerte en su veracidad.
—Ah, mi tía cambia —respondió—, es algo tan terriblemente aburrido; supongo que está cansada.
—Pero usted me dijo que quería cada vez más que la dejaran en paz.
La pobre señorita Tita se ruborizó, como si me encontrara demasiado empeñado.
—¡Bueno, si no cree usted que quiera verle, yo no lo he inventado! Creo que la gente muchas veces se pone caprichosa cuando son muy viejos.
—Eso es completamente cierto. Sólo quería aclarar si usted le ha repetido lo que yo le dije la otra noche.
—¿Qué me dijo?
—Lo de Jeffrey Aspern… que busco materiales.
—Si se lo hubiera dicho, ¿cree usted que ella habría mandado a buscarle?
—Eso es exactamente lo que quiero saber. Si ella quiere guardárselo para ella, podría haberme mandado a buscar para decírmelo.
—No querrá hablar de él —dijo la señorita Tita. Luego, al abrir la puerta, añadió en voz más baja—: No le he dicho nada.
La anciana estaba sentada en el mismo sitio donde la había visto la otra vez, en la misma postura, con el mismo velo mistificador sobre los ojos. Su bienvenida fue volver hacia mí su cara casi invisible y mostrarme que, aunque no decía nada, me veía claramente. No intenté darle la mano; me daba demasiada cuenta en esa ocasión de que eso estaba fuera de lugar para siempre. Ya estaba bastante advertido de que ella era demasiado sagrada para esa especie de reciprocidad: demasiado venerable para tocarla. Había algo tan sombrío en su aspecto (en parte, por la circunstancia de su velo verde) que, cuando me quedé allí en pie para ser medido, en el acto dejé de sentir ninguna duda en cuanto a que conociera mi secreto, aunque no sospeché en lo más mínimo que la señorita Tita no hubiera dicho la verdad. Ella no me había traicionado, pero el caviloso instinto de la anciana le había valido; me había estado considerando una vez y otra en las largas horas de silencio, y había adivinado. Lo peor es que parecía terriblemente una vieja que, por cualquier cosa, podría quemar sus papeles. La señorita Tita adelantó una silla, diciéndome:
—Este será un buen sitio para que se siente.
Al tomar posesión de ella, pregunté por la salud de la señorita Bordereau, expresando la esperanza de que a pesar del tiempo tan caluroso, fuera satisfactoria. Ella respondió que era suficientemente buena… suficientemente buena: que era una gran cosa estar viva.
—¡Ah, en cuanto a eso, depende de con qué lo compare! —exclamé, riendo.
—No comparo… no comparo. Si comparara, hace mucho debería haber renunciado a todo.
Me agradó pensar que eso fuera una sutil alusión al arrebato que había conocido en compañía de Jeffrey Aspern, aunque era cierto que tal alusión habría estado poco de acuerdo con el deseo, que yo le atribuía, de mantenerlo sepultado en su alma. Con lo que sí estaba de acuerdo era con mi constante convicción de que ningún ser humano había tenido un don social tan delicioso como él, y lo que parecía indicar era que ninguna otra cosa en el mundo era digna de mención si uno pretendía hablar de eso. ¡Pero uno no pretendía! La señorita Tita se sentó junto a su tía, con aire de creer que iba a producirse una conversación muy notable entre nosotros.
—Es por lo de las hermosas flores —dijo la anciana—: nos ha mandado tantas; debería haberle dado las gracias antes. Pero no escribo cartas y sólo recibo a largos intervalos.
No me había dado las gracias mientras las flores seguían llegando, pero se apartaba de su costumbre hasta el punto de mandarme a buscar tan pronto como empezaba a temer que ya no vendrían más. Lo noté: me acordé de qué inclinaciones tan adquisitivas había mostrado cuando era cuestión de sacarme oro, y me alegré íntimamente de la feliz idea que tuve al interrumpir mi tributo. Lo había echado de menos y estaba dispuesta a hacer una concesión para que volviera. A la primera señal de esta concesión, yo sólo podía salir a su encuentro.
—Me temo que últimamente no han recibido muchas, pero volverán a empezar en seguida: mañana, esta noche.
—¡Ah, mándenos algunas esta noche! —exclamó la señorita Tita, como si eso fuera un hecho muy importante.
—¿Qué otra cosa iba usted a hacer con ellas? No es cosa de hombres convertir su cuarto en un cenador —observó la anciana.
—No hago un cenador de mi cuarto, pero me gustan muchísimo las flores, observar cómo son. No hay en eso nada de poco masculino: eso ha entretenido a filósofos, a estadistas retirados; incluso pienso en grandes capitanes.
—Supongo que sabe que las puede vender; las que no use —siguió la señorita Bordereau—. Me parece que no le darían mucho por ellas; sin embargo, podría hacer un buen trato.
—Ah, nunca he hecho un buen trato, como debería saber usted. Mi jardinero se ocupa de ellas y yo no hago preguntas.
—¡Yo haría unas pocas, puedo asegurárselo! —dijo la señorita Bordereau, y fue la primera vez que la oí reír. No me podía hacer a la idea de que esa visión del beneficio monetario fuera lo que más excitaba a la divina Juliana.
—Venga usted misma al jardín y cójalas; venga siempre que quiera; venga todos los días. Son todas para usted —proseguí, dirigiéndome a la señorita Tita y quitando importancia a esta declaración veraz al tratarla como broma inocente—. No puedo imaginar por qué no baja ella —añadí, en referencia a la señorita Bordereau.
—Debe hacerla salir usted; debe subir a buscarla —dijo la anciana, para mi estupefacción—. Esa cosa rara que ha hecho usted en el rincón sería un sitio estupendo para que se sentara ella.
La alusión a mi cenador era irreverente; confirmó la impresión, que ya había recibido, de que había una chispa de impertinencia en la conversación de la señorita Bordereau, un extraño chispeo burlón que debía haber sido parte de su juventud aventurera y que había sobrevivido a pasiones y facultades. Sin embargo, pregunté:
—¿No le sería posible bajar usted misma allí? ¿No le sentaría bien sentarse allí a la sombra, en el aire perfumado?
—Ah, señor, cuando me mueva de aquí no será para sentarme al aire, ¡y me temo que el aire que se mueva a mi alrededor no estará especialmente perfumado! Será una sombra muy oscura, desde luego. Pero eso no será todavía —continuó la señorita Bordereau, astutamente, como para rectificar ninguna esperanza que me llevara a abrigar su valerosa alusión al último receptáculo de su humanidad—. Llevo aquí sentada mucho tiempo y he tenido bastantes cenadores en mis tiempos. Pero no tengo miedo de esperar hasta que me llamen.
La señorita Tita había esperado alguna conversación interesante, pero quizá la encontró menos simpática por parte de su tía de lo que ella había supuesto (considerando que se me había mandado a buscar con una intención cortés). Como para dar a la conversación un giro que pusiera a nuestra compañera a una luz más favorable, me dijo:
—¿No le dije la otra noche que ella me había mandado salir? ¡Ya ve que puedo hacer lo que quiera!
—¿La compadece usted? ¿La enseña usted a compadecerse de sí misma? —preguntó la señorita Bordereau, antes que yo tuviera tiempo de responder a esa apelación—. Tiene una vida mucho más fácil que yo cuando tenía su edad.
—Debe recordar usted que me ha sido posible considerarla a usted bastante inhumana.
—¿Inhumana? Eso es lo que hace cien años solían llamar los poetas a las mujeres. No lo intente; ¡no lo hará usted tan bien como ellos! —declaró Juliana—. No hay ya poesía en el mundo; que yo sepa, por lo menos. Pero no quiero discutir de palabras con usted —prosiguió, y recuerdo muy bien el acento anticuado y artificial que dio a su discurso—. ¡Me ha hecho hablar, hablar! Eso no me va nada bien.
Me levanté ante eso y le dije que no gastaría más su tiempo, pero ella me retuvo para preguntar:
—¿Se acuerda, el día que le vi por lo de las habitaciones, que me ofreció usted usar su góndola?
Y cuando asentí prontamente, impresionado otra vez con su inclinación a aprovechar la situación y preguntándome qué se propondría ahora, ella salió diciendo:
—¿Por qué no saca usted a esa chica y le enseña el sitio?
—Ah, querida tía, ¿qué quieres hacer conmigo? —exclamó la «chica», con un quejoso temblor de voz—. ¡Conozco todo el sitio!
—Bueno, entonces, ¡ve con él de cicerone! —dijo la señorita Bordereau, con un efecto casi de crueldad en su implacable poder de réplica; una incongruente sugerencia de que era una anciana sarcástica, irreverente, cínica—. ¿No hemos oído decir que ha habido toda clase de cambios en todos estos años? Deberías verlos, y a tu edad (no quiero decir que porque seas tan joven), deberías aprovechar las oportunidades que se presenten. Eres lo bastante vieja, querida, y este caballero no te hará daño. Él te enseñará los famosos crepúsculos, si es que todavía tienen lugar; ¿siguen todavía? El sol se ha puesto para mí hace tanto tiempo. Pero eso no es una razón. Además, nunca te echaré de menos; te crees que eres demasiado importante. Llévela a la Piazza; solía ser muy bonita —continuó la señorita Bordereau, dirigiéndose a mí—. ¿Qué han hecho con esa vieja iglesia tan rara? Espero que no se haya derrumbado. Que mire las tiendas; puede llevar algún dinero, puede comprar lo que le guste.
La pobre señorita Tita se había puesto de pie, desconcertada y sin saber qué hacer, y al quedarnos los dos parados ante su tía, ciertamente le habría parecido a un espectador de la escena que la anciana se estaba divirtiendo a nuestras expensas. La señorita Tita protestó, en una confusión de exclamaciones y murmullos; pero yo no perdí tiempo para decir que si me hacía el honor de aceptar la hospitalidad de mi góndola, yo me comprometía a que no se aburriera. O si no le apetecía mucho mi compañía, la góndola misma, con el gondolero, estaría a su servicio; remaba muy bien y ella podía tener plena confianza. La señorita Tita, sin contestar claramente a ese discurso, apartó la mirada de mí, hacia la ventana, como si fuera a llorar; y yo hice observar que, una vez que teníamos la aprobación de la señorita Bordereau, podíamos fácilmente llegar a un entendimiento. Tomaríamos una hora, la que le gustara, uno de los días inmediatos. Al inclinarme ante la señora, le pregunté si tendría la bondad de permitirme verla otra vez.
Por un momento no dijo nada, y luego inquirió:
—¿Es muy necesario para su felicidad?
—Me interesa más de lo que puedo decir.
—Es usted notablemente cortés. ¿No sabe que a mí casi me mata?
—¿Cómo puedo creerlo, cuando la veo más animada y más brillante que cuando entré?
—Eso es mucha verdad, tía —dijo la señorita Tita—. Creo que te sienta bien.
—¿No es conmovedora la solicitud que tenemos todos nosotros de que los demás disfruten? —se burló la señorita Bordereau—. Si me llaman brillante hoy, no sé de qué hablan; nunca han visto una mujer agradable. No traten de hacerme cumplidos; estoy echada a perder —siguió—. Mi puerta está cerrada, pero puede llamar alguna vez.
Y con eso me despidió y salí del cuarto. Se cerró el pestillo detrás de mí, pero la señorita Tita, en contra de mis esperanzas, se quedó dentro. Pasé lentamente a través del salón y antes de emprender el camino escaleras abajo, esperé un poco. Mi esperanza tuvo respuesta; al cabo de un momento, la señorita Tita me siguió.
—Es una idea estupenda eso de la Piazza —dije—. ¿Cuándo quiere ir; esta noche, mañana?
Había quedado desconcertada, como dije, pero yo había percibido ya, y había de observar más de una vez, que cuando la señorita Tita estaba cohibida, no se apartaba de uno ni trataba de escapar (como haría la mayor parte de las mujeres), sino que se acercaba más, como quien dice, con una apelación, pidiendo excusa y aferrándose, para que la pusieran a salvo, para que la protegieran. Su actitud era perpetuamente una especie de plegaria pidiendo asistencia y explicación; y sin embargo, ninguna mujer del mundo podría ser menos comediante. Desde el momento en que uno era bondadoso con ella, ella dependía completamente de uno; la abandonaba su conciencia de sí misma y daba por supuesta la mayor intimidad, esa inocente intimidad que era lo único que podía concebir. Me dijo que no sabía qué se le había metido dentro a su tía; había cambiado tan de prisa, había tenido alguna idea. Respondí que ella debía averiguar qué idea era ésa y entonces hacérmelo saber; iríamos a tomar un helado juntos en Florian y ella me contaría mientras escuchábamos la banda.
—¡Ah, tardaré mucho tiempo en averiguarlo! —dijo, con aire contrito; y no podía prometerme esa satisfacción ni para esa noche ni para la siguiente. Sin embargo, ahora yo tenía paciencia, pues me daba cuenta de que no tenía más que aguardar; y efectivamente, al fin de la semana, un delicioso anochecer después de la cena, ella entró en mi góndola, a la cual, en honor a la ocasión, yo había añadido un segundo remero.
Al cabo de cinco minutos entrábamos en el Gran Canal, ante el cual ella lanzó un murmullo de éxtasis tan fresco como si hubiera sido una turista recién llegada. Ella había olvidado qué espléndido aspecto tenía el gran cauce en un anochecer de verano, claro y cálido y cómo la sensación de flotar entre palacios de mármol y luces reflejadas disponía el ánimo a la charla comprensiva. Avanzamos flotando, y aunque la señorita Tita no expresaba con su aguda voz su satisfacción, noté que se rendía. Estaba más que complacida, estaba en trance; todo aquello era una inmensa liberación. La góndola se movía con lentos golpes, para darle tiempo de disfrutarlo, y ella escuchaba el golpe de los remos, que se hacía más sonoro y más musicalmente líquido al entrar en canales estrechos, como si fuera una revelación de Venecia. Le pregunté cuánto hacía que no estaba en una góndola y respondió:
—Ah, no sé, hace mucho… desde que mi tía empezó a estar enferma.
Este no fue el único ejemplo que me dio de su extrema vaguedad sobre los años anteriores y la línea que separaba el período en que floreció la señorita Bordereau. Yo no me sentía en libertad para tenerla fuera demasiado tiempo, pero dimos un giro considerable antes de entrar en la Piazza. No le hacía preguntas, manteniendo la conversación a propósito apartada de su situación doméstica y de las cosas que yo quería saber; vertí en sus oídos tesoros de información sobre Venecia, describí Florencia y Roma, le discurseé sobre los encantos y ventajas de viajar. Ella se recostaba, atenta, en los hondos almohadones de cuero, volvía los ojos concienzudamente a todo lo que yo le señalaba, y nunca me dijo hasta algún tiempo después que se podía suponer que conociera Florencia mejor que yo, puesto que había vivido allí durante años con la señorita Bordereau. Al fin, preguntó, con la tímida impaciencia de un niño:
—¿No vamos realmente a la Piazza? ¡Eso es lo que quiero ver!
Inmediatamente di orden de ir derechos, y entonces quedamos silenciosos en expectación de la llegada. Sin embargo, como todavía pasó algún tiempo, dijo de repente por su propia iniciativa:
—Ya he averiguado qué pasa con mi tía: ¡tiene miedo de que se vaya usted!
—¿Por qué se le ha metido eso en la cabeza?
—Tiene la idea de que usted no está contento. Por eso es diferente ahora.
—¿Quiere decir que intenta hacer que esté más contento?
—Bueno, no quiere que se vaya; quiere que se quede.
—Supongo que quiere decir usted que a causa de la renta —observé francamente.
La franqueza de la señorita Tita estuvo a la altura de la mía:
—Sí, ya sabe; para que yo tenga más.
—¿Cuánto quiere que tenga usted? —pregunté, riendo—. Debería fijar la suma, para que yo me quede hasta que se llegue a eso.
—Ah, eso no me gustaría a mí —dijo la señorita Tita—. Sería algo inaudito, que usted se molestara de ese modo.
—Pero, ¿y suponiendo que yo tenga mis razones propias para quedarme en Venecia?
—Entonces sería mejor para usted quedarse en otra casa.
—¿Y qué diría de eso su tía?
—No le gustaría nada. Pero yo diría que usted haría bien en renunciar a sus razones y marcharse del todo.
—Querida señorita Tita —dije—, ¡no es fácil renunciar a ellas!
Ella no respondió inmediatamente a eso, pero al cabo de un momento prorrumpió:
—¡Me parece que sé cuáles son sus razones!
—Supongo que sí, porque la otra noche yo casi le dije cuánto deseo que me ayude a llevarlas a cabo.
—No puedo hacerlo sin traicionar a mi tía.
—¿Qué quiere decir con traicionarla?
—Bueno, ella nunca consentiría en lo que usted quiere. Se lo han pedido, le han escrito. La puso terriblemente furiosa.
—Entonces ¿sí que tiene papeles de valor? —pregunté, rápidamente.
—¡Ah, lo tiene todo! —suspiró la señorita Tita, con una curiosa fatiga, una súbita caída en la tristeza.
Esas palabras hicieron latir rápidamente mis pulsos, pues las consideré como prueba preciosa. Durante unos minutos estuve demasiado agitado para hablar, y mientras tanto, la góndola se acercó a la Piazzetta. Cuando desembarcamos, pregunté a mi acompañante si prefería dar una vuelta a la plaza o ir a sentarse ante el café; a lo que contestó que haría lo que me pareciera mejor; sólo que debía volver a recordar qué poco tiempo tenía. Le aseguré que había de sobra para hacer las dos cosas, y dimos la vuelta por las largas arquerías. Su ánimo revivió al ver los brillantes escaparates, y se demoró y se detuvo, admirando o desaprobando sus contenidos, preguntándome qué pensaba de las cosas, teorizando sobre precios. Mi atención se desviaba de ella; sus palabras de un momento antes «¡Ah, lo tiene todo!» resonaban en mi conciencia. Nos sentamos al fin en el concurrido círculo en Florian, encontrando una mesa desocupada entre las alineadas en la plaza. Era una noche espléndida y todo el mundo estaba en la calle; la señorita Tita no podría haber deseado los elementos más prometedores para su retorno a la sociedad. Vi que disfrutaba más de lo que lo decía; estaba agitada con la multitud de sus impresiones. Había olvidado qué cosa tan atractiva es el mundo, y empezaba a darse cuenta de que, sin saber cómo, se lo habían quitado con trampas durante los mejores años de su vida. Eso no la enojaba; pero al mirar toda aquella deliciosa escena, su rostro, a pesar de su sonrisa de agrado, tenía el sofoco de la sorpresa herida. Se quedó callada, como si pensara con secreta tristeza en las oportunidades, para siempre perdidas, que debían haber sido fáciles, y eso me dio la ocasión de decirle:
—¿Quería decir usted hace un momento que su tía tiene un plan de retenerme dejándome entrar de vez en cuando a su presencia?
—Cree que será muy diferente para usted si la ve a veces. Quiere tanto que se quede, que está dispuesta a hacer esa concesión.
—¿Y por qué piensa que me hará bien el verla?
—No sé; cree que es interesante —dijo la señorita Tita, con sencillez—. Usted le dijo que lo encontraba así.
—Sí lo dije, pero no todos lo piensan así.
—No, claro que no; si no, lo intentarían otros más.
—Bueno, si es capaz de hacer esa reflexión, también es capaz de hacer esta otra —seguí— que debo tener una razón especial para no hacer como otros, a pesar del interés que ofrezca ella… para no dejarla sola.
La señorita Tita puso cara de que no era capaz de captar esa proposición tan complicada; de modo que continué:
—Si no le ha dicho usted lo que dije la otra noche, ¿no lo habrá adivinado quizá, por lo menos?
—No sé: es muy suspicaz.
—Pero, ¿no la ha hecho serlo la curiosidad indiscreta, la persecución?
—No, no, no es eso —dijo la señorita Tita, volviendo hacia mí un rostro algo agitado—. No sé cómo decirlo; es por culpa de algo… hace muchísimo, antes de nacer yo… en su vida.
—¿Algo? ¿Qué clase de cosa? —pregunté, como si yo mismo no pudiera tener idea.
—Ah, nunca me lo ha dicho —respondió la señorita Tita, y estoy seguro de que decía la verdad.
Su extremada transparencia era casi provocativa; me pareció entonces que habría sido más satisfactoria si hubiera sido menos ingenua.
—¿Supone que es algo que tenga referencia a las cartas y papeles de Jeffrey Aspern; quiero decir, las cosas que tiene en su posesión?
—¡Seguro que sí! —exclamó mi acompañante, como si ésa fuera una sugestión muy afortunada—. Nunca he mirado ninguna de esas cosas.
—¿Ninguna? Entonces ¿cómo sabe lo que son?
—No lo sé —dijo la señorita, plácidamente. Nunca las he tenido en mis manos. Pero las he visto cuando las sacaba.
—¿Las saca a menudo?
—Ahora no, pero solía hacerlo. Le gustan mucho.
—¿A pesar de que son comprometedoras?
—¿Comprometedoras? —repitió la señorita Tita, como si ignorara el significado de la palabra. Casi me sentí como si corrompiera la inocencia de la juventud.
—Quiero decir que contengan memorias dolorosas.
—Ah, no creo que sean dolorosas.
—¿Quiere decir que no cree que afecten a su reputación?
Ante esto, la cara de la sobrina de la señorita Bordereau tomó un aire peculiar: una especie de confesión de invalidez, una apelación a que la tratara con decencia, generosamente. La había traído a la Piazza, la había puesto entre influencias deliciosas, le había prestado una atención que agradecía, y ahora parecía que le hiciera percibir que todo eso había sido un soborno, un soborno para que se volviera de algún modo contra su tía. Era de naturaleza dócil y capaz de hacer casi todo por agradar a una persona que fuera bondadosa con ella pero la mayor bondad de todas sería no contar demasiado con eso. Era bastante raro, como pensé luego, que no tuviera el menor aire de ofenderse por mi falta de consideración hacia la personalidad de su tía, que habría sido del peor gusto aunque hubiera estado en juego algo menos vital (desde mi punto de vista). No creo que ella lo midiera realmente.
—¿Quiere usted decir que ella hizo algo malo? —preguntó un momento después.
—¡No permita Dios que yo diga tal cosa, ni es asunto mío! Además, si lo hizo —añadí, riendo—, fue en otras épocas, en otro mundo. Pero, ¿por qué no había de destruir sus papeles?
—Ah, los quiere demasiado.
—¿Incluso ahora, cuando puede estar cerca de su final?
—Quizá cuando esté segura de eso sí querrá.
—Bueno, señorita Tita —dije—, eso es exactamente lo que me gustaría que usted impidiera.
—¿Cómo puedo impedirlo?
—¿No podría usted quitárselos?
—¿Y dárselos a usted?
Eso ponía el asunto en toda su crudeza, aunque estoy seguro de que no había ironía en su intención.
—Bueno, quiero decir que podría dejármelos ver y mirarlos despacio. No es para mí; no hay avidez personal en mi deseo. Es sencillamente que serían de un inmenso interés como contribución a la historia de Jeffrey Aspern.
Me escuchó con su actitud habitual, como si mi discurso estuviera lleno de referencias a cosas de que ella nunca había oído hablar, y yo me sentí especialmente como el reportero de un periódico que se abre paso a la fuerza a una casa donde ha muerto alguien. Ese fue especialmente el caso cuando dijo al cabo de un momento:
—Hubo un caballero que le escribió hace tiempo con palabras muy parecidas. También quería los papeles.
—¿Y ella contestó? —pregunté, bastante avergonzado de mí mismo por no tener su rectitud.
—Sólo cuando él escribió dos o tres veces. Se puso furiosa con él.
—¿Y qué dijo?
—Dijo que él era un diablo —respondió la señorita Tita, con sencillez.
—¿Usó esa expresión en su carta?
—Ah, no, me la dijo a mí. Me hizo escribirle.
—¿Y qué dijo usted?
—Le dije que no había papeles en absoluto.
—¡Ah, pobre señor! —exclamé.
—Sabía que sí los había, pero escribí lo que ella me mandó.
—Claro que tenía que hacerlo. Pero espero no pasar yo por un diablo.
—Dependerá de lo que me pida que haga por usted —dijo la señorita Tita, sonriendo.
—¡Ah, si hay una probabilidad de que usted lo piense así, mi asunto está en mal camino! No le voy a pedir que robe por mí, ni aun que mienta, pues usted no sabe mentir, a no ser en el papel. Pero lo principal es esto: evitar que ella destruya los papeles.
—Bueno, no tengo dominio sobre ella —dijo la señorita Tita—. Es ella quien me domina.
—Pero ella no domina sus propios brazos y piernas, ¿verdad? El modo como destruiría sus cartas sería naturalmente quemándolas. Ahora, ella no puede quemar sin fuego, y no puede obtener fuego si usted no se lo proporciona.
—Siempre he hecho todo lo que ella ha pedido —replicó mi compañera—. Además, está Olimpia.
Estuve a punto de decir que Olimpia probablemente era corruptible, pero pensé que era mejor no tocar esa tecla. Así que simplemente pregunté si no se podía manejar a esa fiel doméstica.
—Mi tía puede manejar a todo el mundo —dijo la señorita Tita. Y entonces observé que su vacación se había acabado; debía volver a casa.
Le puse la mano en el brazo, a través de la mesa, para retenerla un momento:
—Lo que quiero de usted es una promesa en general de ayudarme.
—Ah, ¿cómo puedo, cómo puedo? —preguntó, desconcertada y agitada.
Estaba medio sorprendida y medio asustada por mi deseo de que ella tomara parte activa.
—Eso es lo principal; observarla cuidadosamente y avisarme a tiempo, antes que cometa ese horrible sacrilegio.
—No puedo vigilarla cuando me hace salir.
—Eso es muy cierto.
—Y cuando usted sale también.
—Pobres de nosotros, ¿cree que habrá hecho algo esta noche?
—No sé; es muy astuta.
—¿Trata de asustarme? —pregunté.
Me pareció que esa pregunta quedaba bastante respondida cuando mi acompañante murmuró en un tono caviloso, casi envidioso:
—¡Ah, pero ella los quiere mucho, los quiere mucho!
Esa reflexión, repetida con tal énfasis, me dio mucho consuelo, pero para obtener más de ese bálsamo dije:
—Si no piensa destruir los objetos de que hablamos antes de su muerte, probablemente habrá hecho alguna disposición en su testamento.
—¿Su testamento?
—¿No ha hecho testamento a favor de usted?
—Bueno, ¡tiene tan poco que dejar! Por eso le gusta el dinero —dijo la señorita Tita.
—¿Podría preguntarle, puesto que estamos hablando realmente de todo, de qué viven ustedes?
—De algún dinero que llega de América, de un abogado. Lo manda cada trimestre. ¡No es mucho!
—¿Y no habrá dispuesto nada sobre eso?
Mi acompañante vaciló: vi que se ruborizaba:
—Creo que es mío —dijo; y la cara y el acento con que acompañó esas palabras revelaban tanto la falta de costumbre de pensar en sí misma, que casi la consideré encantadora. Inmediatamente añadió—: Pero ella tenía un abogado una vez, hace mucho tiempo. Y vino alguna gente a firmar algo.
—Probablemente eran testigos. ¿Y a usted no le pidieron que firmara? Bueno, entonces —argüí, rápido y lleno de esperanza—, es porque usted es la legataria; ¡le ha dejado todos los documentos a usted!
—Si lo ha hecho así, es en condiciones muy estrictas —respondió la señorita Tita, levantándose rápidamente, mientras ese movimiento daba a sus palabras cierto carácter de decisión. Parecía implicar que el legado iría acompañado de la orden de que los objetos legados hubieran de permanecer ocultos a todos los ojos inquisitivos, y que yo estaba muy equivocado si creía que ella era persona como para desviarse de tan solemne mandato.
—Ah, claro que tendrá que sujetarse a las condiciones —dije, y ella no pronunció nada que mitigara la severidad de esa conclusión. Sin embargo, después, antes mismo de que desembarcáramos ante su puerta, a nuestro regreso, que había tenido lugar casi en silencio, me dijo de repente:
—Haré lo que pueda por ayudarle.
Se lo agradecí; estaba muy bien, por lo que pudiera valer; pero no me impidió recordar esa noche, en una hora de preocupado insomnio, que ahora tenía sus palabras para reforzar mi propia impresión de que la anciana era muy astuta.