36
La sorpresa
Cuando la puerta de la entrada se abrió el primero que pasó fue el tío Gustav, con su inmensa humanidad caminó bamboleando su cuerpo, sonreía como jamás lo había visto sonreír. Mezcla de satisfacción, de orgullo, de ganancia obtenida… como si acabara de cazar algo. Entró sin mirar a las personas que estaban dentro, para él ni Edith ni a Carolina eran visibles, ellas estaban acomodando la mesa del comedor. Después de Gustav entraron dos jóvenes de la India de unos veintitantos años, de piel oscura, vestidos como occidentales de manera informal, con una sonrisa grande de dientes blancos. Entraron inclinando la cabeza y saludando con la palma de las manos junto a la frente.
—Ellos son Rajev y Sujai, me ha costado mucho aprenderme sus nombres —explicó el tío mostrando los dientes alegre y agitando la papada gelatinosa.
—Bienvenidos —dijo la tía Edith, Carolina guardó silencio, si algo había aprendido en sus años en la india, era no hablar con un hombre si este no le dirigía primero la palabra, aunque estuvieran en occidente, prefería seguir las formas.
—Miren, esa es mi sobrina, la que habla su idioma.
Carolina solo sonrió. Gustav dejó la puerta abierta.
—Edith, vamos a salir a comer, el señor Daval nos invitó a un restaurante muy caro.
Carolina vio la cara de resignación de su tía, llevaban horas preparando la comida para la celebración.
—Gustav, llevamos horas preparando la comida, es la celebración de mi tía, ella debería decidir —argumentó Carolina molesta.
Los ojos que puso Gustav fácilmente podían atravesarla, el color le subió al rostro.
—Si el señor Daval dice que vamos a ir a comer con él, no vamos a contrariarlo, y tú no eres nadie para opinar. Antes de que Carolina respondiera, la tía Edith interrumpió tratando de distraer la atención:
—¿Y en dónde está el señor Daval? ¿Nos está esperando en el restaurante?
—Está haciendo una llamada afuera, ya viene. Gustav se asomó por la puerta abierta.
—Vamos Carolina —pidió la tía—, puedo guardar la comida y usarla para mañana, no hay que desaprovechar la ocasión de salir a comer a un buen restaurante.
—No me gusta cómo te trata Gustav… jamás te ha respetado —le dijo Carolina sin bajar el tono de voz. Si ellos querían ir a comer con los socios de-no-le-importaba-donde, que se fueran. Rayder tenía razón, era una locura aguantar al tío. Bastantes años había tenido que soportarlo. Solo le dolía dejar a Edith en esa casa.
Edith tomó del brazo a Carolina y la jaló hacia la cocina.
—Hijita, no te enojes, tienes que entender que tu tío está nervioso…
—Lleva nervioso desde que lo conociste, es un patán y no te mereces que te trate así. No me voy a quedar a aguantarlo. Entiendo que es tu marido, pero yo ya no tengo porque sufrirlo. Y déjame decirte que no estás sola, que ya es tiempo de enfrentarlo y no permitir que te falte al respeto.
—¡Cómo se te ocurre decirme algo así! —casi gritó Edith entre horrorizada y a punto de perder el aliento.
—Piénsalo, no tienes porqué aguantar este trato… y preferiría no ir a la comida con los socios de Gustav.
—No me hagas esto en mi cumpleaños, por favor, Gustav está muy emocionado de que hables con ellos en su idioma.
—No te confundas, tía, yo no te lo estoy haciendo. Yo solo estoy dándome a respetar, no voy a permitir que me traten mal… nunca más. Y si te preocupa lo que van a decir, con gusto yo se los puedo explicar.
Carolina salió de la cocina dispuesta a cruzar unas cuantas palabras con el tío. Pero al llegar a la sala se quedó helada. El corazón comenzó a latirle con fuerza, con demasiada fuerza. Parado junto al tío Gustav estaba Vainavi, el que había irrumpido en su departamento, el que había pagado una gran dote para tenerla como esposa-niña años atrás. Carolina se dio cuenta de golpe de lo estúpida que había sido. Cuán sencillo le debió resultar a Vainavi investigar sobre sus tíos, acercarse a ellos, hacer negocios con Gustav… ¿Por cuánto tiempo habría estado orquestándolo todo?
Cuando Gustav la vio salir de la cocina la presentó a Vainavi.
—Mira, ella es la sobrina que querías conocer.
Vainavi esbozó una sonrisa y comenzó a hablarle en Braj, el dialecto de la India.
—Que sorpresa —exclamó.
—Sé que no es una sorpresa. ¿Quién te dio los datos sobre mis tíos?
—Te pido una disculpa si esto te molestó… me era muy difícil acercarme a ti… solo quería cerciorarme de que estabas bien y decirte que puedo aceptar que ahora tengas una vida aquí.
—Acepto tus disculpas, pero tengo que marcharme… deseo que tus negocios con el señor Gustav resulten muy productivos. Todo sonaba tan diplomático, tan perfecto. Carolina notó el gesto de contrariedad que cruzó por el rostro de Vainavi. Dejó de hablar en Braj y dijo para que todos lo entendieran y lo escucharan.
—Le estoy pidiendo a la señorita Carolina que nos acompañe a la comida para celebrar el cumpleaños de la señora Edith —dijo con dulzura Vainavi. Con demasiada dulzura.
—Claro que vendrá —masculló Gustav.
—Le estoy explicando que debo irme y que siento mucho no poder acompañarlos —replicó Carolina con calma.
—Tu no me vas hacer quedar mal —dijo por lo bajo Gustav—. No tienes idea de lo importante que es para mí este negocio.
—Lo siento mucho, no iré. No iré.
A Gustav se le puso rojo el rostro, se le aceleró la respiración y caminó hacia el salón.
—Carolina, ven por favor —ordenó.
Carolina permaneció de pie, miró su maleta y miró la puerta… igual y era mejor dejar la maleta y mandar por ella después. La tía Edith la tomó por el brazo y la jaló con suavidad.
—Por favor hijita, ven, vamos a platicar un poco.
—No tengo nada que hablar con Gustav —Carolina había dejado de decirle tío.
Pero Edith insistió y la llevó al salón. Entrando cerraron la puerta tras de sí.
—¿No te das cuenta de que me puedes echar a perder el negocio? —gritó Gustav—. El negocio de mi vida, por fin voy a salir de jodido.
—Gustav, no me interesan tus negocios, yo no voy a ir a la comida. A ese tipo lo conozco desde hace tiempo y lo último que quiero es estar sentada en la misma mesa que él… o siquiera subirme a su auto… es peligroso.
—Es solo una comida, yo mismo te llevaré después a donde quieras —suavizó el tono de voz el tío.
—Por favor, Carolina, te lo pido yo —dijo Edith—, no sabes cuán importante es para nosotros… jamás te he pedido nada.
—No me vas a chantajear tía, lo siento en verdad, pero no quiero ir.
—Todo lo que hemos hecho por ti y así nos pagas —reclamó Gustav.
A Carolina empezó a dolerle la cabeza. La tía Edith estaba al borde de las lágrimas, toda la escena era irreal, sacada de una novela televisada.
—Denme tiempo, necesito ir al baño… —dijo Carolina y fue hasta el baño y cerró la puerta con llave, se recargó contra la madera y exhaló con fuerza. Miró la ventana para ver si podía salir por ahí. Jamás aceptaría subirse al automóvil de Vainavi, aunque su tía se pusiera de rodillas.
Carolina sacó el celular y le marcó a Rayder. Esperó un poco y la llamada se perdió… ¿Estaría en el avión? ¡Diantres…! La ventana tenía un enrejado imposible de quitar. Carolina se subió a la taza del baño y se asomó, sujetó los barrotes y los jaloneó, pero nada pasó. En eso sonó su celular.
—Caro ¿me marcaste?
—Sí, sí —a Carolina le dieron ganas de llorar, la voz se le quebró—. Está aquí, en la casa de mis tíos, está aquí…
—Tranquila Carolina, dime, ¿quién está? —preguntó con voz calmada y firme.
—Vainavi…
Rayder guardó silencio por unos instantes.
—¿En dónde estás? —interrogó.
—Atrincherada en el baño, viendo si puedo salir por la ventana.
—No, espera, ¿en qué piso estás?
—Planta baja, pero está enrejada…
Carolina escuchó que Rayder le decía algo a Joshua.
—¿Están tus tíos? —le preguntó Rayder, tratando de sonar lo más sereno.
—Sí, los dos y también Alancito. Vainavi es el socio de Gustav, dice que están construyendo algo y como es el cumpleaños de Edith nos quiere invitar a comer a todos.
—¡No! No puedes ni pensar en subirte a su automóvil.
—¡Eso les estoy diciendo a mis tíos!
—Caro, tranquilízate, en poco tiempo tendré a alguien ahí contigo.
—Rayder tú estás volando en el avión con Joshua y Jacob está en camino en plena carretera. Aquí no hay nadie.
—Nena, tranquila, no es la única gente con la que cuento. Pásame a Gustav, quiero hablar con él ahora.
Carolina respiró hondo.
—Está bien.
—Quédate tranquila, todo saldrá bien… —pidió Rayder. Jamás se había sentido tan impotente.
La chica salió del baño con el celular en la mano y vio que en el salón no estaban ya sus tíos, solo estaba Vainavi sentado en uno de los sillones, mirándola en silencio.
—¿Buscas a alguien? —preguntó.
—¿Dónde están mis tíos?
—Se marcharon, les pedí que se fueran adelantando al restaurante, que yo hablaría contigo y los alcanzaríamos después.
—Eso no es cierto… —murmuró Carolina sorprendida. Le parecía imposible que fueran capaces de dejarla sola con él. La chica corrió a alcanzar la puerta, se iría de ahí en ese instante, no tenía por qué quedarse con Vainavi. La puerta estaba cerrada con llave.
—Dame el celular —exigió el indio poniéndose de pie y caminado hacia ella.
—Tengo a Rayder en la línea, ya le avisé y está en camino… Carolina no pudo terminar la frase, Vainavi le atestó un golpe en la mejilla que la hizo caer, estando en el suelo le quitó el celular y lo apagó.
—Yo sí sé tratar a una mujer como tú —dijo y comenzó a patearla en el suelo, con tanta rabia, con tanto coraje.
«Cuando trae zapatos duele mucho más» reflexionó la chica mientras trataba de protegerse con las manos, haciéndose un ovillo. ¿Por qué le vino este pensamiento? ¿Por qué con zapatos dolía más?
—Por favor, ya no más —suplicó Carolina—, no más.
Vainavi se detuvo, dio unos pasos hacia atrás alejándose, se quitó el saco con calma y fue a sentarse nuevamente en el sillón, observándola.
A Carolina los recuerdos la inundaron de pronto, como una lluvia fría.
Tenía once años y estaba sobre el piso de colores de mosaico. Las manos pintadas de negro con hermosos dibujos, vestía de rojo, un sari rojo con rebordes de oro. Vainavi la estaba pateando con los pies descalzos.
—¡Estúpida! —gritaba—. No puedes invitar a una viuda a un matrimonio, es de mala suerte.
Carolina veía desde el suelo el rostro de una de las esposas de Vainavi, apenas tendría unos quince años y cargaba un bebé de dos años. Se le veía el miedo, el terror reflejado en la mirada. Desde la esquina de la habitación la otra esposa, una chica de más edad, la veía mientras sonreía, mejor ver golpear que ser golpeada. Hacia solo unos minutos la estaban arreglando para la boda, la mayor le pintaba las manos junto con la madre de Vainavi. Carolina había pedido que su amiga del ashram, una viuda, viniera al matrimonio. La suegra le había avisado a su hijo, al hijo de treinta años y más de ochenta kilos de peso, que la niña de once años lloraba porque su amiga no estaba acompañándola.
—¡Deja de llorar! ¡Yo sí se tratar a las mujeres como tú! Después de la ceremonia te voy a enseñar con qué clase de hombre te casaste, para que aprendas a obedecerme Gora shaitaan.
—Por favor, ya no me golpees —suplicó desde el piso y dejó de luchar, soltó el cuerpo y permaneció tendida, hundió el rostro entre las manos. Fue esa actitud la que calmó a Vainavi. Ella pudo ver sus pies descalzos detenerse, después alejarse y salir de la habitación.
Solo fue cuestión de quedarse callada, de tragarse las lágrimas y de esperar pacientemente a que terminaran de arreglarla. Esperar al momento preciso en que la dejaran sola. Unos minutos fueron suficientes para armarse de valor y trepar por la ventana del segundo piso y descolgarse hasta el tejado, arrastrarse por las tejas hasta la barda, gatear sin mirar abajo y llegar a la esquina de la casa, brincar sobre un automóvil que estaba estacionado. Corrió descalza, sin mirar atrás. Corrió sin derramar una sola lágrima, no podía perder tiempo. Corrió vestida como novia, como una niña-novia. Corrió como alma que lleva el diablo, o mejor aún, como alma huyendo del diablo mismo.
Carolina fue hasta el Ashram, el único lugar que conocía seguro. Tuvo la suerte de encontrarse con Shanti, la amiga viuda. Ella robó el dinero del Ashram y subió a un moto taxi con la pequeña. Apenas recordaba el trayecto en el pequeño vehículo, se quedó dormida recargada en las rodillas de su amiga. ¿Qué habrá sido de ella? Después de que la dejó en la puerta de la embajada con uno de los guardias, jamás la volvió a ver o supo algo de ella.