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En casa de Edith
Abrazar a su tía Edith era como abrazar a una niña. Se sentía frágil y desprotegida. Se aferró a su sobrina más de lo normal. Hacía más de cinco años que Carolina no ponía un pie en esa casa, ni en navidades, ni en cumpleaños. Cuando el tío Gustav le «consiguió» estudiar el bachillerato en una ciudad a más de seis horas de distancia le dio el claro mensaje de que la quería lejos.
La casa le pareció diferente, aunque era la misma casa grande y bien cuidada por la tía Edith. Pero ahora no sentía miedo de que la corrieran, de quedarse sola nuevamente. Había superado muchos de esos problemas al entrar a la carrera, al forjarse poco a poco una identidad. Ahora sentía que era su tía la que más sola estaba.
Después del abrazo Carolina jaló la maleta hasta la sala.
—¿Tía, estás bien?
—Claro, feliz de tenerte aquí, vamos a que dejes tu maleta en el cuarto de huéspedes… no hay nadie, Alancito se fue con tu tío Gustav, quiere que aprenda a hacer negocios.
—Te quedaste sola.
—No, ya estás aquí… —y vuelta a abrazarla. Carolina devolvió el abrazo con cariño.
—Anda tía, hagamos algo que te guste para celebrar que mañana es tu cumpleaños, ¿quieres salir a comer? Te gusta la comida italiana, podemos ir a tu restaurante preferido.
—Me gustaría, pero no tengo mucho dinero ahorita, Gustav dice que tenemos que ahorrar porque construir es muy caro. Puedo prepararte algo aquí, lo que se te antoje.
—Yo te invito, tengo dinero, tengo hambre y tengo muchas ganas de que platiquemos tú y yo, como cuando era pequeña, ¿recuerdas?
Claro que la tía recordaba, se le notaba en la mirada y la sonrisa que esbozó en el rostro cansado. Caro la sujetó por el brazo y como si fueran unas chiquillas caminó con ella hacia la puerta de la entrada.