—Ha muerto —dijo.
—¿Cómo? —preguntó Baker.
Helen respondió:
—Esos monstruos la han empujado, lo mismo que a mí, cuando se llevaban a Harold y tratábamos de impedirlo. Ha sido horrible, horrible.
—Ha debido golpearse contra el canto de la mesa y se ha desnucado —opinó Jubal, poniéndose en pie. Se acercó a Ida, que seguía con la mirada fija, ausente de todo.
—Ida, despierta —le ordenó.
La abofeteó con fuerza y ella dobló sus rodillas, echándose a reír y a llorar al mismo tiempo.
—¿Le han hecho algo a ella? —preguntó Baker.
Helen, obsesionada, negó con la cabeza.
Jubal opinó:
—Ha perdido la razón momentáneamente, y no creo que haya modo de serenarla con todo lo que acaba de ocurrir y lo que puede suceder todavía.
—¿Qué te parece si vamos a ver si se puede hacer algo por Harold? —preguntó Baker.
Helen movió la cabeza negativamente, antes de que Jubal pudiera responder.
—Ya nada se puede hacer por él, lo han decapitado. Lo he visto. Está junto al borde de la terraza.
—¿Y dices que se lo llevaron ellos?
Helen respondió a Jubal, tratando de serenarse para que su voz no temblara como todo su cuerpo.
—Venían a buscarlo. Ahora Harold ya será otro de ellos: ya son tres los sujetos poderosos, y así hasta que terminen con todos nosotros, porque volverán, y no hay escapatoria. ¡No se puede salir de este maldito palacete, no se puede, no se puede!
Jubal la cogió por los hombros.
—Calma, Helen, calma —pidió—. Aún no está todo perdido.
—Jubal tiene razón —meditó Baker—. Mientras hay vida, hay esperanza.
—Ellos volverán. Son infernalmente fuertes. No podremos impedir que nos lleven afuera y nos arrojen a esas manos que emergen de la arena para decapitarnos a zarpazos, como fieras.
—Si regresan, les haremos frente —advirtió Jubal.
—¿Con qué? —preguntó Baker—. Yo no he encontrado ningún arma.
Jubal reconoció:
—Yo tampoco, y eso que he estado en la cocina. La verdad es que ella me ha entretenido.
—¿Ella? —repitió Helen, sobresaltada.
—Sí, Erka, la misteriosa mujer.
—Si la hubieras retenido… —se lamentó Baker.
—Imposible. Cuando he intentado hacerlo, se ha apagado la luz y ella ha desaparecido, riéndose de mí.
—Jack, Jack, ¿qué quería Erka? ¿Te ha dicho qué va a ser de nosotros?
Recordó que Erka le había revelado que lo quería como su gran amor, pero prefirió callárselo para que no hubiera malas interpretaciones.
—Me ha contado la historia de los Hijos de Beyrevra.
—¿Y…?
Miró a Helen y luego a Baker. Sentada junto a la pared, descompuesta, Ida seguía riendo y llorando, en su ataque de locura.
—Resumiendo, me ha contado que los sacerdotes que rendían culto a Beyrevra, un ídolo de la antigua India, residieron en este lugar siglos atrás. Fueron decapitados y malditos, pero, según Erka, su dios los mantuvo incorruptos para que sobrevivieran, es decir, para que tuvieran la posibilidad de revivir.
—¿Y para revivir necesitan cabezas humanas?
—Eso es, Baker, cabezas humanas. Es diabólico, pero es así.
—Y Erka, ¿quién es en realidad?
—Según ella misma, una bibliotecaria de Munich. Ahora es la sacerdotisa perpetua del dios del mal Beyrevra.
—Eso es una estupidez —gruñó Baker.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero ella lo cree firmemente, y lo malo es…
—¿Qué, Jack?
—En fin, que parece tener poderes extraordinarios.
—Entonces, ¿ese dios existe?
—No, no puede existir. Existe el mal, nuestra religión lo dice: es Satanás.
—Que en este caso ha adoptado el nombre de Beyrevra —dijo Baker.
—En fin, no podemos darle más vueltas a todo esto. Ya ha habido cuatro muertes. Pese a todo, no puede faltar mucho para el amanecer y estoy seguro de que con el sol del día, todo se verá distinto, sólo hay que esperar un poco.
—¿Cuánto? —inquirió Helen—. Estoy destrozada. No soy capaz de resistir más. De un instante a otro entraré en la locura como Ida —la miró con lastima.
Jubal alzó su mano y miró el reloj de pulsera. Sus pupilas se clavaron en él sin dar crédito a lo que estaba viendo. Su ceño se frunció e, incrédulo, se llevo el reloj al oído para comprobar si funcionaba bien.
—¿Qué pasa, Jubal? —preguntó Baker.
—El reloj funciona y no comprendo cómo puede ser esto, no lo comprendo.
—¿Qué es lo increíble, Jubal?
—Son las doce y quince minutos.
—¿Solo? —preguntó Helen, sobresaltada.
—Eso es lo que marca mi reloj.
Baker miro el suyo y lo corroboró:
—El mío también señala las doce y quince.
—No puede ser. Debe ser ya la madrugada.
—Recuerdo que cuando subimos a bordo de la «Pipper» eran las doce.
—Despegamos, volamos algún tiempo, sobrevino la tormenta y, después, descendimos a este desierto. Más tarde, llegamos a esta casa. Son horas, largas horas, las que han transcurrido. Tendría que ser de día ya.
Baker se quitó las gafas con montura de acero inoxidable y se frotó los ojos cansados. Luego, opinó:
—Ha debido de ser la tormenta magnética. Quizá también ha estropeado nuestros relojes.
—El mío es antimagnético —advirtió Jack.
—Bueno, sólo trataba de hallar una explicación plausible.
—Todos los controles de la «Pipper» se han estropeado —observó Helen—. Los relojes también pueden haberse roto.
—Helen tiene razón.
Jubal, preocupado, empezó a andar directamente hacia la terraza.
—¿Adónde vas? Esos monstruos revividos pueden estar ahí afuera —advirtió Helen, angustiada.
—Quiero ver la luna.
Ya en el umbral de la puerta, Jubal miro al cielo y contempló la gran y redonda luna que iluminaba de forma espectral aquel desierto de arena, en el que soplaba un viento frío y hostigante.
—¿Qué ves en la luna, Jack? —preguntó Helen.
—Que continúa en el mismo sitio. No, no parece cercana la amanecida.
—Han ocurrido ya tantas cosas extrañas esta noche… —dijo Baker—. Una más creo que ya no puede resultarnos nueva.
—Lo que temo es que ellos vuelvan a aparecer y alguien más tenga que morir.
Mirando al infinito de aquel desierto, pero, en el fondo, buceando en el interior de su mente, Jack dijo:
—Tengo una idea.
Baker y Helen le observaron, temerosos de que una balbuciente esperanza pudiera frustrarse de nuevo.
—Hay que regresar a la «Pipper».
—¿Para qué? —preguntó Baker—. Si no funciona…
—Tengo una idea y debe probarse allí.
—¿Cuál es la idea? —inquirió la muchacha.
—Escapar de esta situación.
—Con el avión no podrá ser —insistió Baker.
Por su parte, Helen recordó:
—Hollar la arena significa la muerte.