—¿Cuándo regresarán esos dos? —masculló Harold, molesto frente a las tres mujeres que prácticamente habían quedado a su cargo.
—Cuando encuentren lo que han ido a buscar —replicó Helen, no exenta de cierta frialdad y dureza.
—Sí, ya sé que a las tres les cae bien ese fanfarrón de Jubal.
—Jubal es valiente, y también Baker; todo lo contrario que tú, Harold. Admito que yo soy más que pusilánime, cobarde, pero soy mujer y creo que eso me disculpa algo.
—Tú ya te irás acordando de todo cuando salgamos de esta, Ida. Ahora me echas en cara estupideces, pero luego vendrás tras mis dólares y te daré un puntapié en las posaderas porque ya estoy cansado de ti. ¿Lo oyes? Cansado de ti, sólo eres una basura.
—Antes no me decías que fuera basura y estabas muy interesado en que te acompañara a Europa, y maldita sea por hacerte caso.
—Antes quizá me interesaras algo, pero eso se acabó. Eres como una muñeca. Cuando deja de interesar, se tira y en paz.
—¡Jamás volvería contigo, ni aunque me dieras un millón en oro! —le replicó Ida, furiosa.
—Por menos, por muchísimo menos, vendrías tras de mí. Eres una furcia, tú y todas esas chicas monas que piensan que es fácil pescar a un millonario como yo, que basta con hacer una caidita de ojos. Estúpidas. Menos mal que la vida os da lo que merecéis y os convertís en lo que sois, en lo que tú eres ahora. Te vendes por unos dólares porque ya no hay quien se case contigo.
Ida se echó a llorar, incapaz de seguir replicando a las duras palabras del financiero.
—¡Es usted un miserable! —le acusó Helen.
—Vaya, ya salió la defensora. Pero ¿quién te has creído que eres?
—Una mujer que puede llamarle miserable.
—Bah, sólo eres una secretaria de Embajada. Tengo influencias y no sería difícil hacer que te despidieran, claro que podría cambiar de opinión si me encaprichara de ti. Tú ya me entiendes…
—De modo que quiere cambiar de paisaje.
—¿Por qué no? Tengo mucho dinero.
—Y yo también lo tengo —dijo esta vez Laura—, pero no sé cómo salir de aquí.
—No le hagas caso, Helen. Es un miserable, como tú has dicho. Te prometerá mucho y luego no tendrás nada consistente. Sólo habrás pasado por algunos buenos hoteles y nada más. Harold es de los zorros que hasta cuando hacen un regalo, lo ponen a su nombre por si un día deciden quitártelo.
—No le hagas caso, contigo podría ser distinto.
—Es posible. Claro que primero tendría que comenzar por algo.
—¿Por algo, el qué? —preguntó Harold, ceñudo, suspicaz.
—No sé. Acérquese, por ejemplo.
—Sí, ¿por qué no? Aquí estamos tranquilos, sólo tienen que regresar esos dos fantoches de Jubal y Baker. El peligro está fuera y no aquí dentro.
Harold se acercó a Helen en busca de la primera caricia.
En realidad, aunque Helen era muy bella, más atractiva que Ida y más joven que Laura, lo que en el fondo deseaba era demostrarse a sí mismo que todavía era poderoso, que no estaba en peligro, que aquella situación terminaría y volvería a ser el de siempre. Entonces Jubal, que lo había humillado, pagaría cara su altanería.
Cuando Harold estuvo cerca de Helen, ésta le propinó una inesperada y sonora bofetada que lo puso rojo de ira.
—¡Maldita, tú también eres una zorra!
Rabioso y humillado, se abalanzó sobre Helen, pero ésta, grácil y ligera, supo esquivarlo. La minifalda de su vestido de noche la ayudó, facilitando sus movimientos. No habría podido hacer lo mismo de lucir el vestido de Laura, que le ajustaba las piernas hasta los tobillos y la obligaba a dar pasos cortos que, sin embargo, realzaban la belleza de sus extremidades.
Harold, torpe, cayó panza al suelo. La humillación subió de tono al levantar la mirada hacia Helen. Ésta se rió de él, silabeando:
—Le han llamado cerdo y, la verdad, no es otra cosa. Harold, no es otra cosa.
—¡Maldita sea, me vengaré, me vengaré!
—No hagas más el ridículo, Harold, no es esta la mejor situación —le aconsejó Laura, fríamente.
Se escucharon pasos y todos miraron hacia la puerta que daba al jardín.
—Serán Jubal y Baker, que regresan —dijo Helen.
—¿Por la terraza? —se preguntó Laura, extrañada.
—Quizás han salido por otra parte y han rodeado la casa —opinó Helen.
En aquel momento, aparecieron dos personajes en la amplia puerta que daba a la terraza, dos personajes que les sobrecogieron. La sangre se enfrió en sus venas y el vello de sus respectivos cuerpos se erizó.
Aquellos dos hombres, vestidos con indumentarias de corte hindú, eran altos, de brazos, piernas y manos muy largas, pero sus rostros fueron reconocidos de inmediato.
—¡Es Warner! —chilló Harold, asustado.
—¡Dennis! —exclamó Laura.
Los dos hombres les hablaron, pero lo hicieron en una lengua tan extraña que no pudieron entenderlos. Ni siquiera los timbres de sus voces les recordaban a Warner ni a Dennis. Era como si, teniendo las cabezas de los dos hombres asesinados, fueran ya seres muy distintos.
—¡Warner, Warner! ¿Por qué me miras de esa forma? —balbuceó Harold, asustado.
Estaba todavía en el suelo, ya que su obesidad no le había permitido recuperar la verticalidad con prontitud.
Los dos extraños seres se adelantaron hacia ellos.
Laura dijo:
—Ahora son esos Hijos de Beyrevra o lo que sea.
—¿Un trasplante de cabeza por completo? Parece absurdo, absurdo —gimió Helen, llena de terror, sin dar crédito a lo que tenía frente a sus ojos.
Ida chilló:
—¡Son muertos vivientes!
Harold agrandó los ojos por el pavor que incluso le impedía gritar, al ver que los dos extraños seres se dirigían hacia él.
—¿Qué quieren de nosotros? —les preguntó Laura.
Los dos sujetos volvieron a hablar en su extraña e indescifrable lengua. Inclinándose sobre Harold, lo cogieron por los brazos, alzándolo como si careciese de peso.
—¿Qué vais a hacer conmigo?
No obtuvo respuesta.
Laura y Helen se les acercaron haciendo un esfuerzo sobrehumano para no huir de aquellos seres que olían a cadáver, mientras Ida, llena de pánico, pegaba su espalda contra la pared, queriendo escapar sin saber cómo.
Los dos revividos regresaron hacia la terraza, pero con su presa bien sujeta.
Laura y Helen intercambiaron una mirada. Comprendían que algo grave podía ocurrir y trataron de impedirlo.
—¡Soltadle! —exigió Helen.
—¡Por favor, por favor, no se me lleven! ¡Los cubriré de oro, tengo mucho oro! —suplicaba Harold con tanto terror que era incapaz de luchar, ni siquiera de andar.
Por eso era prácticamente llevado en volandas. Su innata cobardía había inhibido toda la fuerza que pudiera albergar en su cuerpo, y sólo suplicaba. Ya no era el hombre poderoso, rodeado de oro e influencias.
Laura y Helen trataron de sujetar a los dos terroríficos seres que hablaban una lengua que no entendían y que a su vez parecían no comprenderlas a ellas.
Respectivamente, ambos dieron un manotazo y las dos salieron despedidas a derecha e izquierda, terminando en el suelo, mientras Harold ya cruzaba el umbral de la terraza.
Helen se levantó.
—¡No, no quiero morir! —suplicaba Harold, que era arrastrado hacia la arena.
De pronto, aparecieron dos manos largas, blancas, de piel reseca, que se movían ansiosas por coger a su presa.
Harold las miró obsesionado, con verdadero espanto.
Jamás había sospechado que se pudiera sentir tanto terror. Aquello era mil veces peor que estar al borde de un pozo lleno de cobras, al que se iba a caer irremediablemente.
—¡No! —gritó Helen.
—¡Nooo! —chilló Harold, cuando fue alzado en el aire, despegados sus pies del suelo y arrojado fuera de la terraza, sobre la arena, cerca de aquellas manos ansiosas que movían sus dedos como repugnantes reptiles.
Una de las manos lo atrapó por un brazo mientras la otra buscaba su cuello.
Harold lanzó un alarido infrahumano, preagónico, que por fuerza tuvo que acuchillar sonoramente hasta el último de los recovecos del misterioso palacete.
Helen se cubrió el rostro para no ver lo que sucedía.
Ella había tratado de evitar la muerte salvaje y monstruosa de Harold, pero su escasa fuerza física de nada había servido ante aquellos seres.
Retornó corriendo al interior del salón.
Ida estaba en el mismo sitio, con la espalda pegada a la pared, blanca como la cera, con los ojos muy abiertos e incapaz de reaccionar.
Laura se hallaba cerca de la mesa, tendida en el suelo y también con los ojos abiertos.
Helen se le acercó llena de horror, tras presenciar la brutal ejecución de Harold.
—¡Laura, hay que buscar a Jack y a Baker, corren peligro!
Laura no se movió, no contestó.
Helen la miró más fijamente y gritó con todas sus fuerzas. Ya no podía más. Sus nervios estallaron, rotos como las cuerdas de un violín excesivamente tensas.
Baker y Jubal, con las respectivas velas en sus manos, aparecieron casi al mismo tiempo, atraídos por los gritos que habían podido oír hasta en los lugares más recónditos del palacete.
Helen estaba en pie junto a Laura. Ida seguía pegada a la pared, inmóvil, incapaz de reaccionar.
—Helen, ¿qué ha ocurrido? —inquirió Jubal.
—¡Esos monstruos tenían las cabezas de Warner y Dennis!
Jubal y Baker se miraron entre sí, preocupados.
—¿Y Harold? —preguntó Baker.
—Afuera —gimió la muchacha.
Jubal acababa de inclinarse sobre Laura y, despacio, le cerró los ojos.