El palacete era grande. A la luz de la llama de la vela, había visitado diversas dependencias, todas ellas vacías y llenas de polvo.
Olían de una forma extraña, repugnante y, sin embargo, todo estaba seco; no había moho ni humedad en parte alguna. Jack hubiera jurado que, por no haber, no había ni insectos. Era una inexplicable sensación de que allí todo estaba muerto.
Al abrir una puerta, encontró la cocina. Dedujo que allí, posiblemente, hallaría algo que pudiera serle útil, una pala, un hacha, un atizador, algo contundente, como había pedido Baker para poder defenderse contra el ya innegable poder de aquellas manos que emergían de las entrañas del océano de arena. Una mano que podía a arrancar una cabeza humana era demasiado fuerte y peligrosa.
De pronto, la puerta se cerró tras él, aislándole en la cocina. Se volvió al escuchar una risita.
—Erka…
La bella mujer, que vestía una gasa etérea, negra, casi transparente, le sonreía abiertamente.
—¿Asustado?
—Tú sabes que no. ¿Acaso piensas apagar mi vela como has hecho antes con todas las del candelabro?
—Podría hacerlo si quisiera.
—Lo supongo.
—¿Y tú qué explicación le das?
—No sé. Si fuera espiritista, diría que eres una bruja. Si estuviera más versado en parapsicología, diría que…
—¿Soy una persona digna de estudio?
—Quizá.
—Eres sincero.
—Trato de serlo.
—Tú eres distinto a los demás. Vales mucho, Jack. Será mejor que no vuelvas a salir a la arena.
—¿Por qué, acaso temes que muera?
—Sí. Yo también soy sincera, ya lo ves.
—Pues lo siento, pero no podré hacerte mucho caso. Posiblemente salga fuera del palacete.
—No lo hagas. Quizá no pueda protegerte más.
—Tú eres cómplice de los asesinos, ¿verdad?
Ella se le acercó. El movimiento de su cuerpo era muy sensual bajo la gasa mientras se aproximaba al hombre, y no se detuvo hasta quedar frente a él. Alzó sus brazos y le rodeó el cuello, como atrapándolo.
—No son asesinos, Jack.
—¿Y Warner, y Dennis? Los han decapitado.
—Los Hijos de Beyrevra sólo desean revivir, y tienen derecho a ello.
—Erka, todos estamos confundidos con lo ocurrido. Me gustaría conocer algo más sobre los problemas de los Hijos de Beyrevra.
—Si te hablo, si voy respondiendo a tus preguntas, ¿qué me darás a cambio?
—No sé. ¿Qué pides tú?
Ella le mostró su boca, sensual y húmeda.
—Bésame —pidió.
El hombre no deseaba besarla. La veía joven, furiosamente atractiva y, sin embargo, había algo que le obligaba a repelerla. Pero, percatándose de que sólo con ello podría averiguar la verdad, cedió.
Ignoraba hasta qué punto aquella enigmática mujer que vivía en el palacete, ubicado en mitad de un desierto, tenía poderes sobrenaturales.
El beso fue largo, absorbente. Era como si Erka quisiera arrancarle toda la vida con él.
Al fin, cuando la caricia que Jack no deseaba concluyó, el cuerpo de Erka descansaba contra el suyo, como si sus piernas fueran incapaces de sostenerla.
—No me has decepcionado —musitó—. Sabía que tú eras especial, que no eras como los demás, por eso te he estado protegiendo.
—¿Protegiendo?
—Sí, cuando pisabas la arena. Podías haber sido la tercera víctima.
—¿Y tú lo has evitado?
—Sí.
—Bueno, ahora podríamos hablar algo, ¿no?
—Sí, claro que tú podrías mejorarlo si quisieras.
—¿El qué?
—Besarme.
—¿Tan hambrienta estás de un beso?
—De amor con un hombre como tú.
—Creo que, si tardo en regresar, mis compañeros van a preocuparse.
—¿Te gusta alguna de las mujeres que te acompañan?
—¿Es importante?
—Sí.
Jack pensó que si aquella mujer tenía poder para protegerle, posiblemente también lo tendría para empujarle a la muerte, a él o a quien le molestara. Por ello pensó que era preferible negar.
—Tú eres superior a todas.
—Mientes —le dijo, sonriendo.
—Eres distinta. Habría que cerrar los ojos para negar tu belleza.
—Te quedarían las manos para comprobarla.
—Sí, pero ¿quiénes son los Hijos de Beyrevra?
—Eres insistente. Tan felices como podríamos ser tú y yo… Te protegería constantemente.
—¿Y vivir siempre aquí dentro, en este palacete, acaso hay alguna forma de salir de él?
—No soy tan tonta, Jack. Puedo protegerte, pero si te revelo cómo salir de aquí, escaparías. Lo leo en tus ojos.
Pensó en obligarla a hablar, pero se dijo que podía ser un mal paso el intentar dominarla.
No era una mujer normal, ya lo había demostrado, por ello optó por ser cauto. Erka podía ser una zorra extremadamente astuta y, además, con los colmillos muy afilados.
—No se trata de escapar, sino de salir de este palacete.
—¿No te agrada?
—Mentiría si te dijera que sí.
La vela se consumía sobre uno de los mármoles de la cocina, grande y oscura.
Erka seguía reteniendo a Jack por el cuello, apoyando su busto contra él, impidiendo que escapara, ansiosa por hacerlo suyo para siempre.
—Si llegaras a amarme, olvidarías cuanto te rodea. No te importaría otra cosa excepto yo.
—Es posible, pero para que pudiera enamorarme de ti, haría falta buena voluntad por tu parte.
—Está bien. Veo que insistes en que te hable de los Hijos de Beyrevra.
—Sería una demostración de tu consideración hacia mí.
—El principio de mi amor por ti ya lo he demostrado protegiéndote afuera.
—Bueno, eso ya me lo has dicho antes. Ahora podrías contarme algo más sobre esos seres.
—Antes habéis visto uno.
Jubal asintió.
—El rostro era de Warner.
—El rostro y toda su cabeza. Es decir, lo había sido, ahora ya no lo es. Pertenece a uno de los Hijos de Beyrevra.
—Es un poco complicado lo que me cuentas.
—Sería fácil entenderlo si conocieras toda la historia.
—Si hablas, te escucho.
—Los Hijos de Beyrevra se remontan a muchos siglos atrás.
—Beyrevra es un maligno dios hindú, ¿verdad?
—Veo que posees una vasta cultura, Jack. Efectivamente, es un dios que fue temido, siglos atrás, en la India.
—¿Un equivalente a nuestro Satán?
—Sí. Son muchos los que creen que Satán siempre es el mismo a través de los milenios y de las civilizaciones, religiones o sectas que han abundado por millares a lo largo de la historia humana. Beyrevra fue una de las representaciones de Satán o Satán fue una de las representaciones de Beyrevra, eso no importa ahora.
—Lo que importa es que fue un ídolo maligno.
—Por eso lo temían. Tenía gran poder y gobernaba en el mundo, en el cielo y en las estrellas, pero un día se enfrentó a Eswara y éste le abrió la cabeza con su uña, castigándolo a vivir en las tinieblas. Mientras Eswara prodigaba el bien, Beyrevra reinaba en el mal. Él podía aumentar las lluvias, crear epidemias, plagas, secar los ríos, maldecir a los vivos y engullir a los muertos en la negrura de la eternidad, por eso se le temía.
—¿Y se le odiaba?
—Nadie era capaz de expresar odio contra Beyrevra, que castigaba duramente. Cuando su ira arreciaba, resultaba muy difícil de aplacar.
—Imagino que entonces, para calmar sus supuestas iras, se le hacían ofrendas.
—Tú lo has dicho. Se le edificó un templo y se le agasajó para tenerlo contento, para que no proyectara sobre los hombres su infinito poder. Animales, frutas, piedras preciosas, oro y doncellas le eran ofrecidas, y fue entonces cuando aparecieron los Hijos de Beyrevra, que se consagraron a él y al cuidado de su templo.
—Y a quedarse la comida, el oro, las gemas y las doncellas, ¿no?
—Pasaron los años, los siglos. Beyrevra fue protegido por los sacerdotes consagrados a él, quienes obtuvieron el favor de su dios y grandes poderes.
—Con los que, supongo, asustaban al pueblo.
—No seas sarcástico, Jack. Lo que te estoy narrando es muy importante, estás conociendo la historia de los últimos Hijos de Beyrevra.
—Sigue, me interesa la historia. Por lo menos, no carece de exotismo.
—Vinieron malos tiempos. El pueblo de Eswara, el dios bueno, fue atacado por otros pueblos vecinos, por razas distintas, hombres que hablaban otras lenguas y que usaban el alfanje con presteza y sin piedad. El pueblo de Eswara fue muerto y el templo dedicado a Beyrevra, destruido y sus doncellas, raptadas. Los Hijos de Beyrevra maldijeron al pueblo invasor, pero todo quedó lleno de sangre y cenizas. Una de esas grandes matanzas ocurridas en la India y de las que la historia del hombre occidental no tiene ni la más remota idea. Allí han nacido pueblos en medio de las junglas, pueblos que han prosperado y vivido durante siglos y en luchas terribles con otros imperios han sido exterminados, sin que ningún historiador haya encontrado rastro alguno sobre su vida e historia.
—Pero del dios Eswara y del dios Beyrevra sí se han conservado vestigios.
—Sí, quedaron ruinas y unos supervivientes que lograron esconderse en galerías ocultas, bajo los cimientos del templo. Allí esperaron y ayunaron durante tanto tiempo que, cuando salieron a la luz, algunos de ellos ya estaban ciegos.
—¿Y volvieron a reconstruir el templo?
—No. Tomaron una imagen de Beyrevra y emigraron hacia occidente porque su pueblo ya no existía. Seguían conservando el favor y los poderes de su dios y confiaban en que él les ayudaría a fundar otro pueblo que creyera en él para que volviera a ser poderoso.
—Es lógico. Un dios sin pueblo no es poderoso, no es más que un idolillo de museo.
—Idolillos de los que hay a millares, pero Beyrevra conservó la vida de sus sacerdotes.
—Prosigue. Entonces, esos supervivientes se pusieron en marcha hacia aquí, transportando su estatua.
—Su estatua, sus poderes y parte de los tesoros que habían conseguido salvar.
—Eso de los tesoros sí parece interesante.
—Al fin, un día, después de cruzar ríos, páramos, elevadas montañas, hielos y lugares hostiles, donde podían ser atacados por seres que no hablaban su lengua ni creían en su dios, llegaron aquí. Beyrevra les hizo saber que deseaba quedarse en este lugar, donde deberían edificarle un nuevo templo y crear un pueblo fuerte y poderoso, capaz de regresar al punto del cual habían emigrado.
—¿Y se establecieron en este desierto?
—Éste fue el sitio elegido por Beyrevra y aquí se quedaron. No fueron muchos, sólo unos pocos. Los supervivientes comenzaron a labrar la tierra, a poner las semillas para el nuevo pueblo que tenía que crearse. Las gentes de los alrededores conocieron su llegada y les miraron con hostilidad. Cuando averiguaron quiénes eran y los poderes que podían tener, favorecidos y protegidos por Beyrevra, les temieron y se apartaron de ellos. Según cuentan, el propio Beyrevra hacía que los que se acercaban a este lugar murieran en medio de terribles torturas. Nadie osaba acercárseles y, cuando pasaban cerca de aquí, se santiguaban y pedían gracias al Dios de los cristianos, pero un día…
—¿Qué paso?
—Un ejército de cruzados germánicos que debía unirse a otro galo para dirigirse a Tierra Santa por la Mesopotamia, acertó a pasar por aquí y los lugareños les pidieron protección. Más de cien cruzados a caballo, con sus armas, yelmos y corazas, se presentaron en este lugar y capturaron a los Hijos de Beyrevra, quienes fueron torturados antes de confesar su adoración a Beyrevra. En ese momento fueron condenados a muerte por infieles y por rendir culto a un dios del mal.
—¿Ése fue el fin de los Hijos de Beyrevra?
—Las gentes de aquí pidieron a los cruzados que terminaran totalmente con ellos, de forma que su dios del mal no pudiera tomar venganza ni revivirlos. Por ello los decapitaron. Quemaron sus cabezas juntas en un horno hasta convertirlas en cenizas y, más tarde, las esparcieron, mientras sus cuerpos eran sepultados bajo la arena. De este modo, los cruzados germánicos hicieron justicia y la gente de este lugar quedó tranquila. Pero Beyrevra no estaba dispuesto a perecer y decidió proteger a sus hijos en cuanto le fuera posible. Su ira se dejó sentir en los habitantes de la región: epidemias, tormentas, plagas. Fueron años terribles, pero, pese a todo, terminaron olvidándole. Beyrevra no olvidó. Conservó los cuerpos decapitados de sus hijos, incorruptos bajo sus sepulturas de arena, y dormitó al paso de los siglos en espera de conseguir resucitar a sus hijos, quienes le devolverían su poder original. Un día, la directora de una biblioteca de Munich descubrió unos antiquísimos y olvidados documentos que narraban la historia de lo sucedido, y se interesó por ellos. Pasó noches enteras sin dormir, pensando que existía un dios poderoso que resurgiría con gran poder y unos sacerdotes llamados sus hijos que tenían que resucitar.
—¿Y decidió averiguar qué había de cierto en la historia de los legajos?
—Sí. Tras una dificultosa búsqueda, consiguió hallar el lugar sagrado, pero se había transformado, ya no era el mismo. Resultaba tan distinto como sorprendente, pero se dedicó a ello con ahínco y logró encontrar a Beyrevra. Cayó postrada a sus pies y el dios le habló. La consagró su primera sacerdotisa a perpetuidad. Le confirió su poder y sus favores, la inundó de belleza como jamás Venus alguna la tuvo, la dotó para el gran amor que podría otorgar a voluntad y le encomendó la sagrada misión de revivir a sus hijos.
—¿Hijos? ¿Hijas no?
Erka se apartó ligeramente de él y prosiguió:
—Beyrevra había dicho: «Puesto que la cabeza han quitado a mis hijos, nuevas cabezas les serán otorgadas para que revivan, y la gran sacerdotisa se encargará de procurárselas».
—Y esa gran sacerdotisa eres tú, claro.
—Sí, y ellos revivirán por mí. Beyrevra me seguirá favoreciendo siempre con su poder. Soy ya inmortal, eternamente bella, y te he elegido a ti para ser mi primer y gran amor.
—¿Estás loca? De modo que tú eres la que ha organizado esta carnicería, ¿eh?
Jack se le acercó con evidentes intenciones de apresarla, como si cogiéndola a ella pudiera terminar con aquella matanza y con la historia de terror nacida siglos atrás, en algún ignoto lugar de la India.
La llama de la vela se apagó sola, quizá la apagó Erka con sus poderes demoníacos.
Se rió, se rió de él, Jack J. Jubal conocía bien aquella risa tan especial de la bellísima mujer.
Encendió el mechero y la buscó a su alrededor.
—¡Erka, Erka!
La risa sonaba ya lejana. Erka había desaparecido.