—Está muerto, ¿verdad?
A la pregunta de Harold, nada más regresar de la arena, Jubal asintió.
—Sí.
—¿Como Warner? —inquirió Baker.
—Así es.
—¡Dios mío! —exclamó Ida—. Tengo miedo, tengo miedo…
—Basta. Poniéndonos histéricos nada vamos a conseguir.
—¿A quién le tocará el turno ahora? —preguntó Laura—. Primero Warner, después Dennis. ¿Quién les seguirá, quién?
—Dennis ha muerto por salir —puntualizó Baker—. Si se hubiera quedado aquí, no le habría pasado nada. En el palacete estamos protegidos.
—Baker tiene razón, y lo que soy yo, no pisaré esa arena aunque me ahorquen. No me quitarán la cabeza, porque ellos quieren matarnos a todos, sí, a todos.
—Creo que adentro estaremos mejor que aquí afuera; hace frío —observó Jack, siendo el primero en entrar en el salón, iluminado por el candelabro de siete velas.
—Hay que encontrar a esa mujer, a Erka, y exigirle que nos saque de aquí —gruñó el financiero.
Helen movió la cabeza, dubitativa.
—No creo que ella tenga ningún interés en ello. Esa mujer sabe mucho o lo sabe todo.
—¡Pues si está de parte de esos hijos del diablo o lo que sea, la ahorcaremos!
—Vamos, Harold, ¿dónde se cree que está? —le interpeló Jubal con desprecio.
—Estoy en una ratonera y me defenderé como sea.
—Entonces, apártese de nosotros y busque su propia salvación. ¡Vamos, fuera, fuera!
Jubal avanzó, amenazador, hacia él. Harold retrocedió hacia la puerta y, al percatarse de ello, se ladeó pegando su espalda a la pared.
—¡No, no puede obligarme a salir! ¡Sería un asesinato por su parte! ¡No puede golpearme, no se atreverá!
Jack se detuvo frente a él. Siguió mirándolo con desprecio y silabeó:
—Merecería que lo hiciera. Es usted un cerdo y me está dando náuseas. Antes quería marcharse, ahora ya no.
—Lo que no quiero es que me asesinen, que me decapiten. No quiero convertirme en un ser monstruoso como Warner. Todos lo hemos visto. Ya no es él, es un sujeto extraño, quizá un muerto viviente.
—¡Admitámoslo! —gritó Ida—. Hammon se ha convertido en uno de esos Hijos de Beyrevra, es ya uno de ellos, y todos le sucederemos.
—Puede haber suerte para las mujeres —observó Baker—. Quizá sólo quieran cabezas de hombre.
—Debemos admitir que es una posibilidad —aceptó Helen.
—Tal vez yo sea viejo, viejo para ellos —dijo Harold, casi riéndose.
—Vamos, no sea imbécil. Si están muertos, ¿qué más les da que una cabeza sea vieja o joven?
—¡Eso es lo que usted quisiera, Jubal, pero quizá yo tenga suerte como las mujeres!
—Por el momento, no se ha demostrado que las mujeres estén a salvo, por lo que nadie deberá salir.
—Y mientras, ¿qué hacemos?
A la pregunta de Laura, Jubal respondió:
—Podríamos salir afuera y cavar junto a la terraza, justo donde ha aparecido la mano, para ver qué sacamos en limpio.
—Conmigo no cuenten —advirtió Harold, rotundo.
—¿Baker?
—Bueno, pero no vamos a cavar con las manos, ¿verdad? Puede haber cierta profundidad, antes de que encontremos algo. Además, convendría tener algo contundente o cortante para defendernos, ya me entiendes.
—Sí, Baker, en el caso de que algo se mueva abajo.
—Eso es, Jubal.
—Me parece una precaución acertada. Habrá que buscar algo contundente.
Miraron en derredor. Vieron muebles viejos, llenos de polvo, pero nada que les pudiera ser útil.
—Habrá que buscar en otros puntos de la casa —opinó Jubal.
—Es que aquí hay luz y es donde se está mejor —advirtió Laura, mirando con recelo a su alrededor.
—Habrá que buscar la cocina o la carbonera, este tipo de palacetes ochocentistas poseen esas dependencias.
—Yo buscaré por donde sea —dijo Baker—. Después de todo, la casa está tranquila y el peligro parece que se halla en el exterior.
—Bien, Baker. Toma una vela del candelabro, yo cogeré otra y buscaremos por distintos puntos.
Harold pregunto:
—¿Y nosotros?
—Se quedarán aquí, a la luz de las cinco velas restantes. No salgan y no ocurrirá nada. Sólo tendrán que esperar a que regresemos.
—No tardéis —pidió Laura—. Harold no va a defendernos de nada.
Helen, cerca de Jack, musitó:
—Ten cuidado, no te arriesgues. Estás siendo demasiado temerario, hasta ahora.
Jubal se miró en los profundos ojos verdes de Helen y descubrió la sincera preocupación de la joven. No era un sentimiento egoísta, sino todo lo contrario. Laura e Ida buscaban exclusivamente su autoprotección. Helen, en cambio, deseaba que cuidara de sí mismo.
—No te preocupes, volveré. ¿Sabes que eres una chica encantadora?
—Éste no es el mejor momento para halagos —le reprendió con una sonrisa.
—Cualquier momento es bueno para expresar lo que se siente hacia una mujer si se es sincero.
—¿Te estás burlando, Jack? Los hombres como tú pueden burlarse de muchas mujeres.
—Creo que tienes una mala opinión de mí, Helen.
—Quizá sea que no me gusta que todas nos fijemos en ti. Yo soy tan poca cosa, una simple secretaria de embajada.
—¿Y qué puede haber mejor, una mujer con millones que siempre se lo está echando en cara a su marido?
—¿Como Laura?
—¿Hace falta mencionar nombres?
—No, pero ahora ya no habrá reproches. Dennis ha muerto.
—Desgraciadamente, así es.
—Creo que si tú dijeras sí, Laura se casaría inmediatamente contigo.
—¿Cómo lo sabes?
—Se nota, y ella no hace nada por ocultarlo.
—¿Celosa?
—¿Qué estáis cuchicheando tanto, podemos enterarnos? —preguntó la propia Laura, acercándose a la pareja.
—¿Qué ocurre, Laura, acaso crees que tienes derecho a interrogar a todo el mundo?
—¡Jack! —Vio la gravedad del rostro viril y, bajando el tono, sonrió—. Creo que tú y yo tenemos mucho de qué hablar. Ahora, las cosas son distintas.
Helen, molesta por aquella intromisión, y viendo que Laura se aproximaba a Jubal ondulando su cuerpo, ceñido por el atractivo y descarado vestido, preguntó:
—¿Por qué son distintas, porque ha muerto Dennis?
—Helen, será mejor que no intervengas en asuntos que no te conciernen. Tengo muchos amigos en la Embajada y podría hacer que perdieras el empleo, sí, ese empleillo de secretaria con el que te pagas los panties.
—¡Basta! —la atajó Jubal para que no siguiera humillando a Helen.
—Querido, no te enojes; tú y yo siempre nos hemos llevado bien. Ahora, quédate con nosotros y deja que el negro se arriesgue buscando esa pala o lo que sea. Después de todo, no es tan importante cavar ahí afuera.
—Laura, creo que no te das cuenta de que la situación no es distinta. Seguimos en peligro. En cuanto al negro, se llama Baker.
El aludido se hallaba junto a una puerta, dispuesto a desaparecer por ella con una de las velas en la mano. Miró a Laura con pena y luego se alejó.
Jubal eligió otra de las puertas que daban al salón, dejándoles atrás. Antes de que se introdujera por un corredor negro y siniestro, Harold le llamó con la boca reseca:
—¡Jubal!
—¿Qué le ocurre, Harold?
—No tarde.
Jubal sintió lástima por un tipo como aquél, capaz de amasar millones y, en el fondo, un cobarde. Les dio la espalda y se adentró en la oscuridad.