CAPÍTULO VII

Aquel ser se puso en pie. Caminando, se internó en el océano de arena, perdiéndose de vista.

El viento gemía. Siempre debía silbar y ser frío, helado, produciendo una sensación espectral. El pánico cundió en las mujeres.

Ida tuvo convulsiones de miedo y Laura estuvo a punto de desfallecer. Helen se apoyó en Jack y, con voz queda, preguntó:

—¿Qué significa esta aparición?

—No lo sé. El rostro era de Warner.

—A Warner le arrancaron materialmente la cabeza, Jubal, ambos lo vimos.

Jubal suspiró.

—Tienes razón, Baker, le arrancaron la cabeza, pero ésa era la cabeza de Warner.

—¿Sobre otro cuerpo? Porque ese cuerpo no es suyo —farfulló Harold—. ¡No puedo creerlo, no entiendo nada, debo estar loco, loco, loco…!

Jubal le hundió el puño en la boca del estómago y abortó contundentemente la histeria del financiero.

—No hay que perder la calma —gruñó—. Warner en absoluto ha tratado de atacarnos, solo nos ha mirado.

—Es que no era Warner —puntualizó Dennis Hammon—. Tenía su misma cara, pero esa forma de orar o lo que sea, esa indumentaria. Incluso, era más alto y sus manos resultaban más largas.

—Es el muerto, que ha salido de las entrañas de este mar de arena —gimió Ida, temblorosa.

—Vamos, Ida, no hay muertos que revivan —le cortó Helen.

—¡Sí, ahora ya sabemos por qué el muerto le arrancó la cabeza a Warner con sus repugnantes manos! ¡Porque la necesitaba, y ahora ya la tiene!

—No digas barbaridades, Ida. ¿Cómo podría ser la cabeza de uno y el cuerpo de un muerto? —preguntó Helen, tratando de ser consecuente.

—Tenía ropa alrededor del cuello, pero si se la hubiéramos quitado, habríamos visto la unión de la cabeza con el cuerpo que le es extraño. Ese muerto le ha robado la cabeza a Warner para revivir.

Baker opinó con suficiencia:

—Si ese fantástico trasplante se hubiera llegado a realizar, la que mandaría sería siempre la cabeza sobre el cuerpo, y no a la inversa.

—Eso está muy bien, Baker, pero hasta ahora, quien tiene razón es Ida. Ella vio cómo esas extrañas manos atacaban a Warner y lo asesinaban. No la creímos allí, en la «Pipper», pero luego aparece esa Erka y confirma sus palabras. De modo que ahora creo que Ida es quien da en la diana. Ese muerto, que debía conservarse incorrupto bajo la arena, ha tomado la cabeza de Warner.

—Todo eso es absurdo. Ni un niño ansioso por oír historias de terror creería semejante cuento. ¡El cadáver que robó la cabeza de un hombre para volver a la vida!

—Jubal, no te burles —pidió Laura—. Yo también empiezo a creer en todo esto. Ya os dije que esa Erka es muy especial. Ella lo sabe todo y ahora ya hay un muerto resucitado libre, porque aunque tenga el rostro de Warner, para nosotros ya no es Warner. Habla de forma distinta, no nos reconoce, es otro ser al que debemos temer, pues ignoramos lo que puede llegar a hacernos. Con sus manos decapitó a Warner, lo que indica que tiene una fuerza muy superior a la nuestra.

—Parecía pacífico —comentó Jubal, mirando hacia la arena, donde semejaba haberse disuelto aquel nuevo y espectral Warner que tenía el aire de un hindú surgido de las enigmáticas junglas asiáticas, y que cantaba u oraba algo que ellos no entendían, mirando hacia la gran luna que lucía como nunca en el firmamento.

Dennis Hammon, contenido hasta aquel momento, estalló bruscamente:

—¡Hay que escapar de aquí, hay que escapar, escapar!

Echó a correr sobre la terraza, saltando fuera de ella para correr hacia la arena.

—No sé qué debo hacer, si impedírselo o dejar que intente escapar. Quizá él consiga salir de este embrollo tan fantástico en el que hemos caído.

—Pues si él lo consigue, yo también —farfulló Harold resoplando, tembloroso de pavor.

Saltó a la terraza, disponiéndose a correr hacia la arena, cuando hasta ellos llegó claramente un alarido, expresión de agonía y muerte violenta, un alarido que era la última rebeldía de alguien que se negaba a morir y que se elevó por encima de aquel viento que no dejaba de acariciar la arena, alzándola en algunos puntos de forma fantasmal.

Al oír el espeluznante grito, Harold se detuvo tan repentinamente que cayó al suelo cuando, al borde de la terraza, aparecía una mano blanca, larga, de piel reseca, una mano que había surgido de la arena, moviéndose hacia el mosaico rojo de la terraza como si tratara de apresar a Harold.

Éste, desencajado por el pavor, chillaba como un cerdo en el matadero que ve cómo las gargantas de sus congéneres son acuchilladas sin piedad, y la sangre caliente casi le salpica el cuerpo.

El pánico lo inundó de torpeza y fue incapaz de moverse.

Jubal corrió hacia él, levantándolo y obligándole a retroceder, mientras la mano desaparecía bajo las arenas para luego no quedar ni rastro de ella.

El viento seguía ululando y ya no se oían gritos a lo lejos. Todos comprendieron que Dennis Hammon había muerto también.

—¡Todos, todos lo habéis visto! ¡Esa maldita mano, esa mano infernal quería asesinarme!

—Calma, Harold, todavía no está muerto —le cortó Jack J. Jubal.

—Sí, pero podía haber muerto.

—Si no hubiera corrido hacia la arena con el miedo entre las piernas, no habría estado en peligro —le espetó Jack.

—Pero Dennis sí ha muerto, ¿verdad?

La pregunta de Laura Hammon quedó en el aire. Quizá Dennis no le interesara mucho como marido, pero sí como miembro del grupo que formaban.

Muerto él, eran uno menos y, al mismo tiempo, se confirmaba la peligrosidad de aquellas manos en las que no habían creído al principio y que, sin embargo, estaban allí, esperando para asesinarles.

—Lo de Dennis deberíamos ir a comprobarlo.

—Jack, ¿estás loco? No pretenderás ir allí para que te asesinen también, ¿verdad?

—Laura tiene razón —carraspeó Baker—. Caminar hasta aquel lugar es peligroso, y creo que ya sabemos lo que vamos a encontrar.

Ida, estremeciéndose, gritó:

—¡Un cadáver sin cabeza!

—Jack, tú crees que lo habrán, bueno, ya me entiendes… —balbuceó Helen.

—Sólo podría estar seguro si lo confirmara con mis propios ojos.

—¡Sí, lo habrán decapitado como me hubieran decapitado a mí sí me llega a alcanzar esa maldita mano! ¡Hay que tirar algo ahí, vitriolo, fuego, algo que queme al muerto que está escondido traidoramente bajo la arena!

—Harold, le propongo una cosa.

—¿El qué? Jubal, le advierto que yo no vuelvo a pisar esa maldita arena.

—Pues de alguna forma tendremos que salir de este condenado palacete…

—Helen tiene razón, habrá algún medio de salir de aquí. Espero que por la mañana, cuando nazca un nuevo día y el sol lo ilumine todo, veamos esto de otra forma —dijo Jubal.

Baker inquirió:

—¿Dejamos, entonces, de ver lo que le ha ocurrido a Dennis?

—Iré yo —dijo Jubal, resuelto.

Laura, sorprendida, preguntó:

—¿Solo?

—Sí, no creo que nadie desee acompañarme.

—No te vayas —suplicó Helen, con un mundo de angustia en sus pupilas verde esmeralda.

—Si te vas, me suicido —advirtió Ida—. No podría soportar quedarme aquí. Baker también terminaría marchándose y este cerdo llamado Harold sería incapaz de protegerme.

—¿Yo, cerdo? —rugió el financiero—. ¡Maldita, me estás chupando los dólares y encima me llamas cerdo!

Alzó una mano para golpear a Ida, pero la recia diestra de Jack se la sujetó en el aire, mientras con la zurda le descargaba un contundente puñetazo.

—Aquí no se golpea a las mujeres, amigo, y si ella le ha llamado cerdo es porque seguramente lo es. Nadie mejor que ella para saberlo.

Ida prorrumpió en un sollozo y Helen la cogió por los hombros, confortándola.

—¡Ella es una furcia, y a usted, Jubal, lo arruinaré, haré que lo echen de todos los equipos! ¡Soy poderoso, muy poderoso!

—Al diablo su poder, y cállese, no sea que lo levante por los aires y lo arroje a la arena para ver qué pasa.

—¡No será capaz de hacerlo, sería un asesinato, asesinato en primer grado! —chilló, iracundo.

—¿Ve como Ida tiene razón? No deja de chillar como un maldito cerdo —le escupió Jubal.

—Está bien, está bien, usted gana.

Helen suplicó:

—Por favor, no discutamos entre nosotros. Estamos en peligro, un peligro desconocido, inquietante. Sólo falta que nos peleemos.

—Está bien, está bien, no discutiré más, pero usted, Jubal, que es el más fuerte, ¿quiere ser el jefe?

—Yo no quiero ser jefe de nada.

—Sí, el jefe de todos nosotros. Si es el más fuerte, demuestre que puede salvarnos. Salga afuera y si aparece una de esas manos, arránquela, destrócela, patéela.

—Sí, quizá sea lo mejor. Baker…

—¿Qué?

—Si me sucede algo, cuida de que a las mujeres no les ocurra nada, porque nadie va a confiar en Harold. Si tuviera una oportunidad, huiría, dejándonos a todos aquí. Lo malo es que no se atreverá a escapar de este mar de arena que nos rodea.

Antes de que nadie pudiera impedirlo, Jubal cruzó la terraza y saltó a la arena.

—¡Jack! —gritó Helen.

Todos le miraron con estupor, esperando oír de un instante a otro el grito espeluznante que habría de preceder a una muerte violenta y maligna.

El viento seguía silbando y Jubal sintió el frío en todo su cuerpo.

Jamás había sabido lo que era miedo. Sin embargo, aquella situación era diferente y difícil. No sentía miedo, pero miraba de reojo en derredor, esperando que surgiera alguna mano como la que había visto al borde de la terraza, esperando atrapar a Harold.

Avanzaba con los músculos tensos, como un leopardo cerca de su presa, dispuesto a dispararlos, a saltar; los nervios electrizados y los sentidos agudizados para captar cualquier peligro que pudiera surgirle, un peligro desconocido y que nunca se había preparado para repeler, para luchar contra él.

Aquel suelo arenoso era todo lo contrario a lo que él estaba acostumbrado como campeón de hockey sobre hielo, un hielo el que se deslizaba a grandes velocidades, sobre el que sus cuchillas resbalaban, produciendo un ruido similar al de una gran tela tensa al ser rasgada.

La arena era lenta, crujía, se quejaba a cada paso que daba.

Volvió su rostro, cuando acababa de descubrir un cuerpo tendido.

La masa oscura del palacete se distinguía nítidamente, y también la luz que escapaba del salón debido a las velas del candelabro. Gracias a ellas, pudo ver el grupo que formaban Helen, Laura, Ida, Harold y Baker, pero deducía que ellos ya no le podían ver a él.

Mientras se acercaba al cuerpo tendido de Dennis, notaba que la fina arena que levantaba el viento le hostigaba los ojos, le resecaba la nariz y se le pegaba al paladar.

De apretar sus molares entre sí, habría oído el ruido de la arena al ser mascada. Se vio tal como estaba: vestido de smoking y caminando por un desierto desconocido, donde parecía no haber más que arena y hacía bastante frío. No recordaba haber vivido jamás una situación semejante.

Llegó, al fin, junto al cuerpo de Dennis Hammon, que yacía con los brazos abiertos, «boca abajo», pensó, aunque era una forma equivocada de decirlo. Era vientre abajo, pues el cadáver ya no tenía cabeza y, por ende, boca.

Apenas había sangre a su alrededor. La arena, ávida, la había absorbido con rapidez. Había sido decapitado de la misma forma que Warner, y ya nada se podía hacer por él.

—Que Dios se apiade de tu alma —musitó de forma audible—. La muerte te ha cazado vestido de smoking. En el fondo, no deja de ser una forma elegante de morir.

Le dio la espalda e inició el regreso hacia el palacete, sabiendo que, en cualquier instante, podía ser él la siguiente víctima pues, aunque se consideraba fuerte, atlético y buen luchador, dudaba que pudiera hacer nada contra aquellos seres, capaces de decapitar a un hombre con sus manos.