Helen y Laura sentían frío en los pies y sudor en las palmas de sus manos.
Al fin, la luz se hizo de nuevo dentro del gran salón, un salón polvoriento, sucio por un abandono que podía tildarse de secular. Las siete velas del candelabro despidieron su luz fantasmal y oscilante.
—Bueno, creo que la luz nos hace bien a todos —suspiró Jubal.
—Esa mujer ha desaparecido —indicó Baker.
—Sí, se ha marchado —musitó Helen.
Por su parte, Laura escrutó, con temor y desafío a la vez, la escalera.
—Podría jurar que es Erka. No entiendo por qué es más joven y hermosa, no lo entiendo, pero es ella.
—No comprendo cómo se han apagado las velas —masculló Harold—. Aquí dentro no ha penetrado ninguna ráfaga de aire.
—Bueno, yo tengo nociones de parapsicología y…
Ida, ya levantada, más dueña de sí, preguntó sin dejarle terminar:
—Eso es como espiritismo, ¿verdad?
—Pues no —aclaró Baker.
Jubal puntualizó:
—En realidad, lo que hace la parapsicología es descubrir científicamente, y también por lógica, los pretendidos misterios del espiritismo.
—Exacto. La parapsicología no acepta los misterios, sólo quiere hechos que se puedan probar.
—¿No hay misterios? Entonces, ¿qué son esas supuestas manos que han surgido de debajo de la arena y que han asesinado a mi sobrino Warner?
—Eso es obra de espíritus —se lamentó Ida, temblando.
—Calma, creo que debemos razonar un poco —pidió Jubal.
—Jack, hay algo que es evidente. Warner ha sido asesinado; y puede que luego le siga otro de nosotros. Esa enigmática mujer lo ha dicho.
—Helen, tranquilízate, todavía no ha muerto nadie más.
—¿A qué hemos de esperar para estar seguros? —preguntó Harold—. ¿A que a otro de nosotros le arranquen la cabeza? Porque Baker ha dicho que a mi sobrino lo habían decapitado.
Baker miró a Jubal, como pidiéndole disculpas, y luego dijo:
—Sí, su cabeza ha desaparecido.
—Se la han cortado. Pero ¿con qué? —preguntó Laura.
—Más parece que se la han arrancado de un zarpazo o algo por el estilo. Lo que haya sido tiene una fuerza extraordinaria —apuntó Jubal.
—Pues lo que soy yo, no piso más esa maldita arena. Después de todo, aquel cacharro de avión ya no sirve para nada.
—Será mejor que razonemos para hallar la clave de todo esto, de nuestra situación.
—La mujer es Erka, ella misma lo ha admitido —insistió Laura.
—Ha admitido que es Erka, pero no la Erka que tú dices, Laura —objetó Dennis.
—Debemos aceptar que se le parece y que se llama Erka, un nombre que puede heredarse familiarmente.
Tras las palabras de Jubal, Helen preguntó:
—¿Como el camafeo del símbolo cabalístico?
—Correcto.
—Jubal, ¿buscas un problema de cuarta dimensión?
A la pregunta de Baker, Laura inquirió, aturdida:
—¿Podéis hablar claro de una condenada vez?
—Bueno, creo que el que más o el que menos ha oído hablar de transportarse en el tiempo —gruñó Baker.
—¿Eso que daban por la tele del túnel del tiempo? —preguntó Harold.
—Algo así, pero más científicamente. Algunas teorías matemáticas avanzadas, y no digamos de otras ciencias, admiten que el ser humano puede trasladarse al futuro sin dejar de ser él mismo.
—No creo que éste sea el camino, Baker —corrigió Jubal—. Nuestra avioneta no ha alcanzado altísimas velocidades para poder llegar a esas teorías matemáticas que diferencian el transcurso del tiempo entre los que están de viaje por el cosmos y los que se quedan en la Tierra.
—Entonces, no sé qué explicación darle —gruñó Baker, decepcionado.
Helen preguntó:
—¿Lo que queréis decir es que estamos en el futuro de nuestro tiempo?
—O en el pasado —agregó Baker.
Harold sentenció:
—Yo no lo creo.
—Pues yo lo creo todo —dijo Ida.
Por su parte, Jubal movió la cabeza negativamente.
—No sé, no sé. Podría resultar que esta Erka fuera la tatarabuela de la Erka que nosotros conocemos o su tataranieta.
—En esas teorías absurdas, me inclino más por el futuro, porque, que yo sepa, el Danubio no ha desaparecido en ninguna ocasión desde que fue edificado el palacete —concretó Laura.
—Yo creo que este problema es más complicado que todo eso —expuso Jubal, con fría sinceridad.
—No hay duda de que las velas las ha apagado Erka para desaparecer en la oscuridad —opinó Baker.
—¿Y cómo lo ha hecho, sin tocarlas ni soplar? —preguntó Helen.
—Baker puede explicarte lo que está admitido en parapsicología, que una persona paranormal puede apagar velas a distancia o mover cuadros. Eso está aceptado por más de veinte cátedras universitarias de todo el mundo, pero nada tiene que ver con el espiritismo ni con el ocultismo, del cual muchos se aprovechan para lucrarse a costa de los incautos.
—Si Erka posee esas facultades, puede haber apagado las velas a distancia —afirmó Baker.
—Y si tiene ese poder, está por encima de nuestras posibilidades —concretó Harold, molesto.
—Eso está todavía por demostrar —dijo Jubal—. No hay que desesperar ni perder la razón. Posiblemente esto último sea lo que ella pretende. Quizá, si salimos afuera y caminamos por la arena, no haya manos que quieran cogernos para arrancarnos la cabeza.
—Yo no voy a someterme a esa prueba —advirtió Harold.
Ida se estremeció, antes de musitar:
—Y yo tampoco.
—Bueno, creo que, de momento, ya hemos hecho la prueba de caminar por la arena en grupo y nada ha sucedido. Ya habrá tiempo para probar en solitario cuán peligrosas son esas supuestas manos que emergen de la arena.
—¡No son supuestas, son reales! —insistió Ida.
—Está bien, reales, aunque parezca increíble. Por lo que veo, debemos aceptar lo increíble como normal a partir de ahora.
—Yo no puedo creer en muertos que resucitan —aclaró Baker.
—¡Pues yo sí! —gritó Ida.
—Baker tiene razón, hay que darle una explicación a todo, por mucho que nos cueste, y quien esté muerto ya no va a resucitar, a menos que nos hallemos en el instante del juicio final. Alguien dijo que había que cuidarse de los vivos y no de los muertos, que éstos ya no se mueven.
—Sí, pero son muy pocos los que se atreven a pasar la noche solos en el cementerio —replicó Harold.
—El miedo es más debido a su propia imaginación que a los muertos en sí —repuso Jubal.
—Eso es correcto —asintió Baker—. Claro que a mí me gustaría saber quiénes son los Hijos de Beyrevra.
—Debe de ser algo diabólico —apuntó Laura.
—Bueno, creo recordar que Beyrevra es un demonio de la mitología hindú o algo por el estilo, es decir, un dios del mal, supongo que equivalente a Satán.
—Entonces, ¿los que están muertos y pretenden revivir son idólatras de ese Beyrevra, sinónimo de Satán? —preguntó Ida.
—Si aceptamos que existen esos seres que quieren revivir, sí, claro que tendríamos que averiguar muchas cosas más, porque no es lógico que, si están muertos, puedan moverse. Si quieren resucitar es que están muertos y, si están muertos, no pueden desear nada.
—Su razonamiento es un axioma, Jubal, pero yo quisiera estar volando ahora con la «Pipper», lejos de aquí —gruñó el financiero—. No sé cómo acepté la maldita idea de darnos un paseíto sobre el cielo nocturno de Viena.
Dennis Hammon, sintiéndose culpable, replicó:
—Al diablo, no pueden echarme la culpa a mí. Yo no sabía que podíamos venir a parar a un lugar como éste, ni yo ni nadie.
—No se tratará de una estúpida broma vuestra, ¿verdad? —pregunto Ida, mirando a Dennis Hammon y a Laura.
—Ojalá fuera una broma. Estamos en un palacete que yo alquilé, pero que ahora es distinto, con un ama de llaves a la que contraté y que, siendo la misma, según creo, parece la propietaria, ha rejuvenecido espectacularmente y nos habla de unos muertos que idolatraban a un ser maligno, a un ídolo del mal, y que quieren revivir. ¡Qué más quisiera yo que fuera una broma! Si no temiera que me ocurriese lo mismo que a Warner, saldría corriendo sin mirar atrás.
—¿Y quién nos garantiza que aquí dentro nos encontremos a salvo? —preguntó Harold.
De pronto, escucharon una voz que les resulto extraña y que comenzó a cantar, alargando y modulando las vocales en una melopeya lastimera o de oración que recordaba en mucho a los cantos árabes, aunque nada tuviera que ver con ellos. También podía asemejarse a las plegarias de los indios americanos. Era difícil discernirlo, ya que nadie conseguía descifrar lo que se decía en aquella especie de oración que alguien entonaba mirando a la reluciente y redonda luna.
Quedaron quietos, a excepción de Jack J. Jubal que, temerariamente, según todos opinaron, anduvo hacia la puerta para ojear en la terraza. Allí debía de estar el ser que oraba.
Baker y Helen le siguieron, y luego los demás, hasta terminar todos agrupados frente al umbral.
Afuera, junto al borde de la terraza, pudieron ver a un hombre ataviado con extrañas vestiduras asiáticas.
Con las rodillas clavadas en la arena, dirigía sus letanías hacia la luna.
—¡Oiga! —le interpeló Jubal—. ¿Entiende nuestro idioma?
Aquel ser dejó de cantar. Todavía arrodillado, giró la cabeza, iluminado tan sólo por aquella gran luna que hubiera permitido leer un libro sin otra luz adicional.
—¡Es Warner! —gritaron al unísono Ida, Laura, Harold y Helen, mientras el miedo les hacía retroceder hacia el interior del palacete.