Los siete pares de ojos quedaron clavados en la figura femenina que descendía los peldaños con el candelabro en la mano.
Vestía una especie de túnica larga de gasa negra, que tenía algo de etéreo y que dejaba traslucir una curva y sensual belleza.
Descendió hasta el pie de la escalera y les sonrió con una sonrisa fría, algo cínica, que no mermaba su gran belleza.
—Bienvenidos a todos —les dijo con acento más eslavo que germánico.
—¡Jubal, es Erka, juraría que es Erka! —denunció Laura.
—¡Cállate! —pidió Dennis—. No puede ser Erka, esta mujer es más joven.
—Parecen muy preocupados. En la casa están a salvo —les dijo la hermosa y extraña mujer.
Jubal descubrió que el único adorno que portaba encima la desconocida era un camafeo de azabache orlado de perlas y en cuyo centro había un símbolo cabalístico de oro y diminutos rubíes.
—¿Podría decirnos quién es usted?
—¿Por qué? Yo podría hacerles la misma pregunta. Sin embargo, creo que tienen problemas y les recibo en mi palacete para que se guarezcan en él.
—¿Cómo, cómo se llama usted? —preguntó Laura, nerviosa, adelantándose unos pasos para verle mejor el rostro.
—Erka, Erka es mi nombre. Creo que será suficiente, ¿no?
—¡Dennis, te lo he dicho, es Erka! ¡Ya lo habéis oído todos, es el ama de llaves! —gritó Laura.
No pudiendo resistir más, Ida se desplomó quedando inconsciente. Helen y Baker se inclinaron sobre ella.
—Parece que no se sienten ustedes bien. ¿Le ha ocurrido algún percance a la señora?
—Señorita —corrigió Harold, carraspeando pese a las circunstancias—. Sólo tiene una crisis nerviosa.
—Si me siguen, les acompañaré a las habitaciones para que puedan descansar.
—Yo no me muevo de aquí —advirtió Harold.
—Yo tampoco, hasta que se explique. ¿Por qué ha cambiado tanto la casa, cómo ha conseguido rejuvenecerse de esta forma? ¡Vamos, dígalo! —exigió Laura.
—Creo que pierde usted la elegancia con tantos gritos y preguntas, señora. Quizá se deba a que su linaje no es de los más selectos.
Dennis prorrumpió en una súbita carcajada.
—Te está bien empleado.
Jubal se acerco a Erka y los ojos de ambos se encontraron. Había un desafío en ellos que no escapó a ninguno de los dos.
—Su rostro es limpio y terso como pétalos de rosa.
—Es usted muy amable, caballero.
—Llámeme Jack, es más corto. Ahora, sé que voy a sorprenderla, que puedo decirle algo que incluso le disguste, pero le pido disculpas de antemano.
—¿Por qué? ¿Piensa pedirme algo?
—Sí.
—Son ustedes mis huéspedes, se cobijan bajo los techos de mi casa y no puedo ser mala anfitriona, de modo que pida.
—¿Me permite tocarle el rostro?
—¿Mi rostro? —sonrió irónica—. ¿Y qué piensa conseguir con ello?
—No lo sé, pero quisiera tocarla, si no le molesta.
—Adelante, Jack, toque mi rostro.
Ida recobraba el conocimiento. Laura y Helen observaron a Jack e, instintivamente, ambas sintieron celos de aquella bellísima pero espectral mujer.
Jubal pasó las yemas de sus dedos por la faz de Erka. Después, por su cuello y por la nuca. Acarició con finísimo tacto tras las orejas y al fin, apartó las manos.
—¿Ya está satisfecho?
—Sí.
—Qué lástima. Es agradable sentirse acariciada por las manos de un hombre de su talla, pero dígame, ¿qué buscaba?
—No lo sé. Quizá usted lo sepa mejor que yo.
—Cuando acarician a una mujer, todos los hombres buscan lo mismo.
—Usted sabe que éste no ha sido mi caso.
—No es la Erka que tú dices, Laura —gruño Dennis Hammon.
—Sí lo es. Si no, ¿qué hace ese camafeo sobre su pecho?
—¿Se refiere a este camafeo? Es un recuerdo de familia que yo heredé.
—Convenga que, para vivir en esta casa, hay mucho polvo, señora —observó Baker.
Erka esbozó un mohín displicente.
—Sí, el palacete siempre ha estado algo descuidado, pero es que no hay servicio.
—No me diga que es usted la única habitante —se asombró Jubal.
—¿Tendría eso mucha importancia?
—Todo es tan extraño… El palacete es el mismo, pero ¿dónde está el río? —inquirió Laura.
—¿Qué río? —preguntó Erka.
—El Danubio, ¿qué río va a ser?
—Afuera sólo hay arena, mucha arena. Todo un desierto de arena, millas y millas que no tienen fin.
—¿Y cómo ha llegado usted hasta aquí, acaso tiene un vehículo todoterreno? —preguntó Harold, más interesado en escapar de aquella situación que en contemplar la belleza de aquella mujer que la gasa semitransparente no conseguía ocultar por entero.
—Ignoro lo que quiere decir.
—Pues algo tendrá que entender —prosiguió Harold—. Ésta es una situación anómala.
Dennis Hammon explicó:
—Una tormenta magnética nos ha desorientado y hemos aterrizado en este desierto. No funciona la radio ni nada. Ignoramos dónde estamos y no sabía que al sur de Austria o al norte de Yugoslavia o Hungría hubiera un desierto como éste.
—En ese caso, creo que lo mejor será que tomen posesión del palacete, ya que no es fácil salir de aquí.
—¿Qué trata de decirnos? —preguntó Jubal—. ¿Acaso ésta es la única casa en muchas millas a la redonda?
—Exactamente.
Harold pregunto:
—¿Y qué clase de fieras hay que han asesinado a mi sobrino?
—¡No han sido fieras, han sido unas manos! —puntualizó Ida, que había recobrado el conocimiento.
—No le haga mucho caso, está bajo un fuerte shock por lo ocurrido —indicó Helen.
—¿Y por qué no habría de hacerle acaso, si lo que dice es cierto?
Todos quedaron como petrificados contemplando a la enigmática y bella Erka.
Ida soltó una carcajada histérica y luego gritó:
—¿Lo veis, lo veis? ¡No estoy loca, no estoy loca!
Jubal se le acercó de nuevo, clavando sus ojos en los de Erka, tratando de bucear en el fondo de sus pupilas.
—¿No se trata de una broma?
—No, ninguna broma. Están sepultados bajo la arena y su única esperanza de revivir es… Bueno, ya lo irán conociendo.
—Ahora —exigió Jubal, cogiéndola por el brazo.
—Noto la presión de su mano en mi carne. Otra mujer quizá diría que la lastima; en cambio, a mí me agrada notar su fuerza masculina. Hace tanto tiempo que no tengo cerca a un hombre como usted…
Jack la soltó. Erka era ferozmente bella, deslumbrantemente atractiva como un gigantesco electroimán de miles de vatios de potencia.
Sin embargo, había algo en ella que hacía que Jack sintiera náuseas, como si oliera mal, como si debajo de toda aquella belleza anatómica hubiera algo podrido, difícil de describir, algo que le obligaba a rechazarla; todo lo contrario de lo que le ocurría junto a Helen.
—Entonces, ¿es verdad que existen esas manos bajo la arena que tratan de asesinar a quien sea atrapado? —pregunto Dennis Hammon, tan perplejo como si a su alrededor comenzaran a aparecer seres de otros tiempos, de otros mundos.
—De momento, ya es una suerte para ustedes haber llegado hasta el palacete faltando uno solamente. El peligro está en todas partes. Las manos ansiosas de revivir pueden salir en cualquier punto, como si todo estuviera sembrado de trampas, y será inútil que alguien piense en marcharse de aquí. Este lugar es el oasis en el desierto de los Hijos de Beyrevra.
—¿Los Hijos de Beyrevra, quiénes son ellos? —preguntó Jubal.
—Sí, y queremos saber qué han hecho con la cabeza de nuestro amigo Warner —preguntó Baker, ansioso por descorrer las cortinas del misterio que los engullía.
Harold, asustado, balbució:
—¿La cabeza, que le han quitado la cabeza?
De pronto, todas las velas del candelabro se apagaron bruscamente, sumiéndolos en la oscuridad.
Erka comenzó a reír, primero levemente y luego con más fuerza, hallando ecos hasta en el último recoveco de aquel misterioso palacete, donde ni las ratas deberían esconderse.