—¿Qué le ocurre, Harold, no se interesa por lo sucedido a su sobrino? —inquirió Jubal con acritud.
—Yo no tengo la culpa de que haya muerto —gruñó el financiero.
Baker observó:
—Se ha quedado sin secretario.
—Pero ¿dónde nos hallamos? —preguntó Laura, desconcertada.
—La verdad es que no lo sé. No funciona la radio y todos los baremos están estropeados. Ha debido de ser a causa de la violentísima tormenta magnética.
—A no mucha distancia parece haber una casa, o algo que se le asemeja, y una luz, indicativa de que alguien está dentro.
Todos miraron a Jubal, interrogantes.
—Salir afuera es peligroso —manifestó Harold.
Ida movió la cabeza negando obsesivamente.
—¡Yo no salgo, yo no salgo!
—Calma, afuera no hay nada.
—Si nada es un hombre muerto… —comentó Helen.
—Bueno, sí hay un peligro, pero ignoramos cuál. Sin embargo, cuando hemos salido Baker y yo, no hemos sido atacados, por lo que pienso que a todos juntos no nos atacarán.
—¿Está proponiendo ir a esa casa que dice que ha visto?
A la pregunta de Harold, Helen observó:
—Creo que si hay alguien en esa casa, lo mejor es ir a visitarlo y nos dirá cuanto deseemos saber acerca de nuestra insólita situación.
—Nos evitaríamos correr riesgos si pudiéramos llegar con el aparato hasta la casa —propuso Dennis Hammon.
—Pues, ¿a qué esperas, estúpido? Ponlo en marcha.
—¡Laura, ya estoy harto de que me insultes!
—Pues si estás harto, te muerdes la lengua. Ya sabes de quién es el dinero y sin él no se te abrirán tantas puertas, de modo que cierra la boca como te decía mi padre.
Dennis apretó los labios con rabia y masculló entre dientes:
—Algún día te acordarás de todas estas humillaciones, palabra.
El trabajo de Dennis Hammon tratando de poner la «Pipper» en marcha fue inútil.
—Creo que habrá que ir a pie.
Las palabras de Helen no sentaron bien a todos.
Por su parte, Jubal aceptó:
—Lo mejor será ir hasta la casa y allí intentaremos solventar el problema en que nos hallamos.
—Yo voy contigo —dijo Baker.
—Pues yo no salgo de aquí. Dentro del aparato se está bien —masculló Harold.
—Si hace frío afuera, el interior del aparato no tardará en enfriarse también —advirtió Dennis—. Los motores no funcionan y no nos proporcionarán el calor necesario para ahuyentar el frío.
—Yo también me voy con ellos —decidió Laura Hammon importándole muy poco la resolución que tomara su marido.
Harold, con un gruñido, preguntó:
—No nos van a dejar solos a Ida y a mí, ¿verdad?
—Vamos, ¿por qué no añade el cadáver de su sobrino a la lista? Si quiere quedarse, puede hacerlo, Harold, aquí nadie está obligado a nada, pero hay que ser consecuentes y aceptar que la avioneta no sirve para nada en estos momentos y la ayuda tiene que llegarnos del exterior —dijo Jubal.
—¿Y si viene la fiera a asesinarnos como a Warner?
—Cuantos más seamos, mejor podremos defendernos de un supuesto ataque.
—No es una fiera, es algo monstruoso, son manos que surgen de la arena —insistió Ida con el pánico electrizando sus nervios.
La observaron con cierta compasión. Ida había sufrido un fuerte shock, todos estaban convencidos de ello. El propio Jubal había cavado en la arena sin encontrar ningún vestigio de nada.
—No temas, Ida, todos iremos juntos —le dijo Helen situándose junto a ella.
—No puedo evitarlo. Temo que en cualquier instante se remueva la arena y aparezca una de esas manos asesinas.
—Tenías que haberte quedado en un sanatorio psiquiátrico allá en Estados Unidos —masculló Harold.
Abandonaron el aparato. El viento seguía silbante y frío. En algunos puntos se levantaba una ligera nube de fina arena y salvo aquel silbido, se palpaba un silencio agobiante.
—La casa está en aquella dirección —señaló Jubal poniéndose a la cabeza del grupo que cerraba Baker.
—Yo no veo ninguna luz —gruñó Dennis Hammon.
—Antes sí la había —insistió Baker—. Yo la he visto y Jubal también.
—Sí, por eso vamos hacia aquel lugar —indicó Jack J. Jubal.
A cada paso que avanzaban, quedaba una huella claramente impresa en el suelo arenoso, pero apenas se habían alejado de ellas unas yardas, las huellas se borraban.
Ida y Harold eran los que miraban con más obsesión en derredor. De pronto, Ida gritó:
—¡Allí, allí hay una mano que surge de la arena!
—Yo veo algo —balbució Harold, temblando.
Todos buscaron con la mirada, pero aquel viento que parecía empujarles hacia la casa levantó más arena y no les permitió ver nada.
Jubal señaló la mansión, indicando:
—Será mejor que prosigamos. Puede que se levante una tormenta de arena y lo pasemos peor. No sabemos dónde estamos ni qué nos rodea.
—¡No me creéis, la he visto, juro que la he visto! —casi suplicó Ida para que la creyeran.
Se fueron acercando a la mole de la casa, una casa grande, un palacete tan sólo iluminado por la luna, más brillante que nunca, que parecía seguirles atentamente.
—Dennis, esta casa me recuerda algo —expresó Laura dubitativa.
—No digas tonterías. Seguro que no hemos estado aquí jamás.
Subieron por una escalinata que daba a una amplia terraza cuyo suelo crujía por tener arena también.
—¿Hay alguien ahí? —inquirió Jubal con voz potente.
No obtuvo respuesta.
—Parece abandonada —observó Helen.
—Antes hemos visto luz.
—Sería un espejismo —replicó Harold, incrédulo.
—Lo mejor será refugiarnos en la casa —pidió Ida mirando atrás con recelo, temiendo que de un instante a otro se les apareciera algo horrible por monstruoso y desconocido a un tiempo.
—Bien, veamos si se puede entrar.
La puerta cedió con facilidad. El interior del palacete estaba oscuro como la boca de un lobo. Jubal encendió su mechero.
A la luz de la llama, observaron a su alrededor. Había muebles negros, llenos de polvo y telarañas, muebles ajados, casi espectrales.
—Si no hubiera visto la luz, yo mismo juraría que esta casa está deshabitada —opinó el propio Jubal.
—¡Dennis, Dennis!
—¿Qué te ocurre, Laura? No te irás a poner histérica tú ahora, ¿verdad?
—¡Dennis, este palacete lo conozco!
—¿Que lo conoces, de qué? No sabía que hubieras estado aquí jamás antes de esta noche.
—Pero, Dennis, ¿es que no te das cuenta?
—¿Y de qué he de darme cuenta?
Se produjo una gran tensión general. El mechero de Jubal se recalentó excesivamente y se apagó, dejándoles a todos a oscuras. Harold, nervioso, se apresuró a encender el suyo de oro que falló cuatro o cinco veces antes de conseguir prender la llama, fallos quizá debidos más a su nerviosismo que al mechero en sí.
—¡Éste es el palacete!
—Sí, ya vemos que es un palacete.
—¡Es que se trata del que hemos alquilado nosotros, el que acabamos de dejar atrás!
Harold dio un respingo al quemarse y se apagó la llama de su mechero. Baker se apresuró a suplirlo con una caja de fósforos.
—¿Te has vuelto loca, Laura? ¿Cómo va a ser este nuestro palacete si lo hemos dejado atrás, bien iluminado y limpio? Fíjate, fíjate en estos muebles. —Pasó su mano por encima de uno de ellos—. Están llenos de polvo, hace años que no se han limpiado.
—Todo lo que quieras, pero éste es el palacete que hemos dejado atrás —insistió Laura, mientras a Ida le castañeteaban los dientes y el paladar se le resecaba.
—Parece como si nos hubiéramos vuelto todos locos —masculló Harold.
—Hay una cosa concreta: Warner ha muerto, su cadáver ha quedado junto al avión.
—También hay algo concreto: junto a nuestro palacete discurría el Danubio y aquí sólo hay arena, mucha arena, querida —comentó Dennis, hiriente y sarcástico.
—¡Ya lo sé, ya lo sé, creo que me volveré loca, pero esta casa es la que hemos dejado!
Jubal opinó:
—Por lo menos, la casa se parece.
—Sí, yo también lo creo así —corroboró Helen.
—Pudiera ser que hubiese un palacete gemelo —aceptó al fin Dennis Hammon—. Lo mismo que ahora se construyen millones de apartamentos idénticos, pudiera ser que hace siglos, el mismo arquitecto hubiera edificado dos palacetes iguales. Pero no puede ser el mismo, porque el nuestro tiene mucho césped y el río al lado, y eso no se cambia en minutos u horas.
—Dios mío, no entiendo nada —gimió Laura, al borde de una crisis nerviosa.
—De momento, lo que nos haría falta es encontrar algo con que iluminarnos permanentemente —dijo Baker.
—Del techo cuelga una lámpara con velas —observó Jubal—. Habrá que descenderla para prenderles fuego a los cabos.
—Querida, ¿no te das cuenta ahora de que no es nuestro palacete? Éste ni siquiera tiene electricidad.
De pronto, por la amplia escalinata que bajaba al salón, apareció un candelabro de siete velas iluminándola. Todos quedaron en suspenso, esperando y temiendo a la vez. El palacete no estaba deshabitado.