Jack J. Jubal cogió por las axilas a Ida, subiéndola de nuevo al aparato.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Helen.
—A Warner, Dios mío, Dios mío… Ha sido horrible, horrible.
Jack J. Jubal se asomó a la portezuela del aparato, descubriendo a Warner por el lado de popa, tendido en el suelo, inmóvil.
—¡No, no salgas, te matarán a ti también, a ti también! —chilló Ida, convulsionada, temblándole los labios y con ojos obsesionados tras lo que acababa de ver y que su razón rechazaba.
—Cuidado, Jubal, afuera puede haber alguna bestia peligrosa, quizá es eso lo que nos quiere advertir Ida —observó Baker.
Harold gruñó:
—Yo no salgo, no quiero que ninguna fiera me destroce.
—A bordo no tengo ninguna pistola. Si alguien lleva alguna encima…
Jubal miró a Dennis Hammon y negó con la cabeza.
—Me temo que no poseemos más armas que nuestras manos.
—En la caja de herramientas puede haber un destornillador. Para rechazar a una fiera, a un lobo, me imagino que servirá.
—¡Escuchadme, escuchadme! —exigió Ida. Cuando hubo acaparado la atención de todos, casi sin aliento, fallándole la voz y doliéndole la garganta, gimió—: ¡No, no ha sido una fiera, no ha sido un lobo, ojalá lo fuera!
—¿Qué ha sido entonces? —preguntó Jubal.
—Vamos, Ida, haz un esfuerzo, tú lo has visto todo —pidió Baker.
—No lo vais a creer, pero han sido unas manos, unas manos grandes y cadavéricas que han brotado de debajo de la arena. Han cogido a Warner por los pies y luego, tras arrojarlo al suelo, otra mano también salida de la arena lo ha asesinado, dándole un zarpazo en el cuello como si fuera una fiera satánica surgida del mismísimo infierno.
—Está loca —masculló Harold—. No entiendo cómo se me ocurrió traerla a Europa.
—Será porque satisfacía sus caprichos, lo cual no resultará nada fácil.
—Diga, Jubal, ¿quién se ha creído que es?
Jubal cogió al obeso Harold por las solapas de su smoking y lo levantó en el aire.
—¿Y usted quién se ha creído que es?
—¡Suélteme!
Lo dejó caer de nuevo en su asiento.
—Laura, Helen, cuidad de Ida. Lo mejor sería darle un calmante.
—A bordo tengo whisky y pastillas para el mareo, nada más —dijo Dennis Hammon.
—Pues es muy poco para llenar un botiquín de urgencia —le replicó Jubal, agrio.
—Ida, creo que has tomado demasiado champaña y luego la tormenta en el vuelo te ha trastornado —observó Laura.
—¡No, yo las he visto, he visto cómo asesinaban a Warner!
—Una cosa es cierta —concretó Jack J. Jubal—. Warner está ahí afuera, tendido, y hay que ver lo que le ha pasado.
—Yo no salgo —masculló Harold, pese al parentesco que le unía a Warner—. Parece que afuera hace frío.
—Creí que usted era partidario de abandonar el aparato.
—Eso era cuando estábamos en vuelo. Ahora este cacharro está detenido y no ofrece ningún peligro.
—Bien, saldré yo a ver lo que hay afuera.
—¡No, no, te asesinarán a ti también! Son manos salidas del infierno, de debajo de la arena. ¡Es como si los muertos resucitaran!
—Calma, Ida, los muertos no resucitan. Eso sólo son fantasías.
—Yo te acompaño, Jubal.
Jack observó al hombre de color y respondió:
—Bien, Baker, vamos afuera.
Ida los contempló con espanto, como si los viera vivos por última vez.
El viento seguía silbando, frío y hostil, casi espectral.
Jack miro hacia Warner, que seguía tendido sobre la arena, cerca de la rueda que sostenía la popa de la avioneta.
—La verdad es que hay algo extraño, anormal. No sé qué es, pero lo siento y parece maligno.
—Vamos, Baker, tú eres un hombre avanzado. No creerás en vudú o algo por el estilo, ¿verdad?
—No, pero hay muchas cosas extrañas en nuestro mundo que todavía no se han podido aclarar. Están en todas las religiones, en todos los países y en todos los tiempos.
—¿Has asistido últimamente a algún seminario de parapsicología?
—Bueno, sé algo, pero no creo que me haya dejado influir hasta tal punto. Sin embargo… —De súbito, quedó como cortado—. ¡Jubal!
—Calma, Baker, estoy viendo lo mismo que tú.
—Le, le, le falta la…
—Sí, la cabeza. Lo han decapitado y, al parecer, no de una forma limpia.
El cuerpo de Warner, vestido de smoking y tendido en el suelo, ofrecía un aspecto macabro al faltarle la cabeza por completo, como arrancada con garfios de acero.
Por el cuello había brotado casi toda la sangre de su cuerpo y ésta había sido absorbida rápidamente por la arena sin extenderse la mancha.
Baker y Jubal miraron en derredor. Incomprensiblemente, la cabeza de Warner no aparecía por parte alguna, ni por detrás de la rueda, y no había árboles, piedras ni arbustos tras los que pudiera estar oculta.
—No sé si Ida ha bebido mucha champaña o no, pero hay que aceptar que este asesinato, además de inesperado, ha sido brutal y desconcertante —gruñó Baker, mirando la arena con suspicacia.
Movió sus pies como temeroso de que surgiera de nuevo una de las manos asesinas.
—Hay que cubrir el cadáver, antes de que lo vean las mujeres o esto se va a poner muy feo.
—Sí, iré a ver si a bordo tienen una manta.
Baker se acercó a la portezuela donde estaba Dennis. Éste preguntó:
—¿Cómo está Warner?
—Muerto. Hace falta una manta.
—Si está muerto, ¿para qué diablos necesita una manta? —gruñó Dennis.
—No seas siempre tan estúpido, Dennis. Si te he pedido una manta, dámela.
—Es que no sé si hay, ahora buscaré.
—Yo le ayudaré a buscar —se ofreció Helen.
—Sí, ayúdame, porque este aparato, en fin, todavía no lo tengo muy por la mano.
—Aquí, aquí hay una manta —descubrió Helen, en unos compartimientos situados en la popa, donde también había paracaídas.
Baker se hizo con la manta y se la pasó a Jubal, quien cubrió el cadáver con ella. Después, miró a su alrededor. El viento seguía frío, hostil. A lo lejos, donde semejaba terminar el brillo espectral de aquella arena, se veía como una gran sombra.
La luna era lo suficientemente clara como para poder moverse en la arena sin dificultad alguna.
Jack se inclinó junto al cadáver decapitado de Warner y comenzó a remover la arena con sus manos.
—Jubal, ¿qué haces? —le preguntó Baker, que estaba fuera del aparato, pero cerca de la escalerilla de aluminio articulado que permitía subir a bordo.
—No sé, busco algo.
—No creerás en lo que ha dicho Ida, ¿verdad? —dijo Baker, acercándose con cierto temor.
—Yo no soy supersticioso, Baker, pero tú ¿tampoco lo crees?
—Bueno, trato de ser lógico, y la lógica me dice que aquí ha habido un asesinato. Que en brevísimo tiempo ha sido decapitado un hombre y su cabeza ha desaparecido. Quienquiera que lo haya hecho no es un ser normal. No es fácil arrancar una cabeza salvo que sea con un buen sable o una guillotina.
—Las formas que han quedado marcadas en la base del cuello indican más bien que ha sido como el zarpazo brutal de una fiera. Un león, por ejemplo, arrancaría una cabeza de esa forma. Le basta un solo y efectivo zarpazo para decapitar a un hombre.
—Sí, un león y aquí hay mucha arena. Podemos estar junto al límite de la sabana africana.
—Sería una buena hipótesis, Baker, pero no podemos estar en África. Nos hallamos en Europa.
—En Europa también hay quienes cuidan leones, es decir, tienen criaderos de leones que luego exportan a la mismísima África. Los hay en Francia e Inglaterra.
—Sí, pero hubiéramos oído el rugido del león. El rugido de un león, bronco y fuerte, se puede oír a mucha distancia, y más en un lugar como éste donde no hay prácticamente obstáculos para la onda sonora. Tampoco hay huellas de animal alguno en la arena.
—Por eso buscas debajo de la arena, porque crees en lo que ha dicho Ida, ¿verdad? —preguntó Baker quitándose las gafas para escrutar mejor, buscando la verdad.
—Por el momento, regresemos al interior del aparato y allí decidiremos, pero aguarda.
—¿Qué pasa? —preguntó Baker, asustado.
—Mira allá, al fondo, aquella masa oscura.
—Sí, sí la veo.
—¿No observas una luz débil, como de una vela o similar?
—Sí, creo que allí hay una luz como tú dices. Sí, hay una luz —dijo ahora con más seguridad.
—Alguien sostiene esa luz o, por lo menos, la ha encendido. Eso es lógico, ¿no?
—Sí, muy lógico, pero creo que nos hemos metido en un lío que no tiene nada de lógico y que ha comenzado trágicamente.
—Sí, y la cabeza de un compañero muerto ha desaparecido.