CAPÍTULO II

—Por favor, Baker, siéntate delante —pidió Laura Hammon al hombre de color, tratando de esta forma de quedar sentada junto a Jack J. Jubal.

Pero, al interponerse Harold y su acompañante Ida, no pudo evitar que Jack se acomodara junto a Helen y ella hubo de hacerlo junto al afectado y silencioso Warner, quedando éste en la portezuela.

—¿Todos preparados? —preguntó Dennis Hammon, alzando la voz.

Los motores roncaban, seguros y potentes. Jubal observó:

—Los motores debían estar calientes hace rato. Ahora corremos peligro.

—No hay cuidado. Esta mañana los he probado y no están fríos —denegó Dennis con la alegría propia de quien lleva en su sangre más alcohol del que debiera—. Además, estoy probando los magnetos de los motores y funcionan a la perfección. Será un vuelo perfecto, ya lo veréis, perfecto.

—Menos mal que hay focos iluminando la explanada —comentó Baker, observándolos a través de sus gafas oscuras con montura de acero inoxidable que no solía quitarse nunca.

—Cuando pensamos en transformar esta explanada en campo de aterrizaje particular, hice instalar los focos que lo iluminan, si no como el aeropuerto Kennedy de Nueva York, sí lo suficiente como para no cortar el césped con las hélices de la «Pipper».

—No hables tanto y pon tu juguete en marcha —pidió Laura, molesta.

Jubal miró a Helen y preguntó.

—¿Se marea en vuelo?

—Bueno, no me he mareado nunca y he venido por el aire desde Estados Unidos.

—Sí, pero esto no es un reactor que sube a treinta mil pies y permanece quieto como si estuviera aparcando en el aeropuerto. Este aparatito va a bailar, y más viendo la alegría que lleva dentro su piloto. Es más, opino que es una imprudencia emprender este vuelo.

—¿Tú sí sientes miedo?

—Jubal no es miedoso, querida, es sólo precavido, y cuando es él quien hace su voluntad, diría que arriesgado y temerario. Lo que ocurre es que no se fía de Dennis. Si pilotara él, creo que emprendería el vuelo en medio de una tormenta aun fallándole los motores.

—Ahora veréis lo que es bonito. Os haré unos pases por la ciudad de Viena, que puede que hasta los periódicos de la mañana se hagan eco de ello.

—¿Por qué, querido, por despertar a toda la ciudad con el ronquido de los motores de tu juguete?

—Abrochaos los cinturones, que esto se pone en marcha.

—En el fondo, es muy infantil —suspiró Laura. Pasó su mano hacia el asiento delantero donde se hallaba Jubal y le palpó el pecho, ante una mirada de reojo de Helen—. Jack, querido, ¿tienes tabaco?

—Si hubieras acertado a dar con el bolsillo, habrías podido cogerlo tú misma.

Le entregó el cigarrillo y ella, tras ponérselo en los labios, pidió:

—Fuego, por favor.

Por encima del asiento, Jack le ofreció la llama de su encendedor. Ella se inclinó hacia delante, de forma que mostró al máximo la esplendidez de su busto.

—Gracias, Jack. Espero que no te aburras con este paseo nocturno, tú, tan acostumbrado a la violencia del hockey sobre hielo. Es fascinante cuando, lanzado como un ariete por la pista, arremetes contra los contrarios.

—Creo, Laura, que nos divertiremos con este vuelo. No será aburrido para nadie.

La «Pipper» avanzó, alzando el morro para despegar excesivamente alto, por lo que produjo gritos entre bromas y temores.

La avioneta particular se elevó por encima del bosque y, rápidamente, pudieron contemplar la belleza del plateado Danubio bajo sus pies.

—Qué bonito resulta de noche y a esta altura —observó Ida.

—Claro que sí, en un reactor apenas se ve nada —dijo Dennis—. Lo emocionante es volar en pajarracos como éste.

La avioneta acusó baches de aire y también la poca seguridad que Dennis Hammon tenía aquella noche en las manos.

Harold no tardó en quejarse, pidiendo:

—Por favor, Dennis, endereza este trasto y hazlo navegar más horizontal o como sea, que se me están revolviendo las tripas.

—¡¡Yupiiiiii, vamos abajo!!

El aparato semejó entrar en barrena. La propia Laura comenzó a palidecer y gritó:

—¿Estás loco? ¡Nos vas a matar!

El único que fumaba con tranquilidad era Jack J. Jubal. La propia Helen lo comentó:

—Y creíamos que era el que iba a tener miedo.

—Verá, Helen, el miedo es producido por lo desconocido que nos puede afectar de una forma u otra. Cuando se sabe lo que va a suceder, no hay por qué temer. Yo, al subir en la «Pipper» y ver a Dennis, ya sabía lo que iba a pasar. Ahora sólo hay que aguantar. Es como estar sentado en el sillón de un dentista. Si sabes que no queda otro remedio que arrancarte la muela, no sirve de nada asustarse. Mejor ponerle buena cara.

—¡Eh, Hammon, parece que tenemos un frente nuboso delante de nosotros! —exclamó Baker.

—Qué extraño. He tomado el parte meteorológico antes de la fiesta y no había tormenta alguna en quinientas millas a la redonda.

Antes de que pudieran evitarlo, la «Pipper» se había introducido en el área de la inesperada tormenta.

Comenzó a relampaguear a su alrededor y los truenos zarandearon el aparato como una hoja seca azotada por el viento de otoño en un día desapacible.

—Ahora sí que nos vamos a divertir —rezongó Jubal.

—¡Dennis, no seas estúpido y regresemos al palacete si no quieres matarnos a todos! —gritó Harold.

A él, por naturaleza, no le agradaban siquiera las atracciones de los parques de diversión. Su pie jamás había hollado el recinto de Disneylandia, pese a estar orgulloso de su americanismo.

—Es una tormenta magnética violentísima —gruñó Dennis, preocupado.

—Vamos, vuelve a casa —pidió Laura—. Con esta tormenta no veremos nada en ninguna parte.

—¿Necesitas una mano? —preguntó Jubal desde su butaca.

El anfitrión de aquella fiesta que parecía iba a terminar mal observaba, asustado, los baremos del panel de mandos. Todo giraba enloquecido.

El altímetro lo mismo marcaba cero que treinta mil pies, por lo que no podía fiarse de él. Nada funcionaba bien y la brújula giraba en ambas direcciones, según era sacudida la «Pipper» en una dirección u otra, a voluntad de las fuertes corrientes de viento.

—¡Es como un tornado, no hay lluvia, pero los relámpagos abundan como hormigas en un hormiguero!

—¡Nos vamos a matar! —aulló Harold.

En una de las sacudidas, Ida gritó histérica. El pánico había cundido a bordo del bimotor.

Jubal se levantó de su asiento. Helen, a su lado, preguntó:

—¿Adónde va?

—Creo que a Dennis le hace falta ayuda.

Se acercó al diplomático, diciéndole con determinación:

—Hay que salir de esta tormenta.

—¿Cómo? ¿Es que estás ciego, no ves todos los controles? Se han vuelto locos. Nos hallamos en el ojo de una tormenta magnética y ha estropeado todos los baremos. Estamos perdidos.

—Sí, ya veo y será mejor que te levantes.

—¡Si dejo los mandos, el aparato se va a estrellar!

—Y si no los dejas, también.

—¿Acaso piensas pilotar tú?

—¿Por qué no? He llevado otros cacharros. No eran tan bonitos como tu juguete, pero creo que podré sacarlo de este embrollo en que lo has metido.

—¡Dennis, no seas estúpido y deja a Jack que tome el mando! —chilló Laura.

Aturdido, pálido, con deseos de vomitar, Dennis Hammon soltó las manos y antes de que Jubal consiguiera sentarse en el sillón de pilotaje, el bimotor entró en barrena.

El color, habitualmente negro de la piel de Baker, ahora aparecía más blanquecino. Ida chillaba con la máxima fuerza que le permitían sus pulmones y demostró tener un agudo en su garganta capaz de impresionar al mismísimo Hitchcock.

Harold se había puesto enfermo y Laura se hallaba presa de un ataque de nervios que le impedía hablar; sus dientes castañeteaban. Mientras, Warner había abandonado su butaca y era zarandeado de un lado a otro de popa, mientras buscaba a tientas un paracaídas que le diera la oportunidad de salvación.

Helen se contenía. Sin embargo, la crispación de sus manos delataba su inquietud. Al tomar Jubal el mando de la «Pipper», se tranquilizó algo. Le tenía más confianza, aunque no hubiera sabido decir por qué, ya que jamás lo había visto volar.

Cuando el aparato se hallaba ya en barrena y parecía ir a estallarse contra alguna parte desconocida, pues ignoraban si tenían montañas o llanos a sus pies, Jack consiguió alzar de nuevo la proa, mientras la luz de los relámpagos, cegadora y centelleante, iluminaba el interior del avión y los truenos continuaban sacudiéndolo.

Jack giró noventa grados y, como pudo, trató de sostener la «Pipper», sujetarla para que no fuera juguete de la tormenta, la cual fue disminuyendo en intensidad.

Todas las comunicaciones intentadas por radio fueron inútiles. Estaban perdidos en el cielo, en la noche y en algún lugar desconocido al sur de Austria o entre las fronteras de Yugoslavia y Hungría.

—¡Ahí, ahí está la luna de nuevo! —gritó Baker—. ¡Lo consiguió, lo consiguió!

En efecto, habían salido de la tormenta, pero bajo ellos no estaba ya el Danubio. No había bosques, no había montañas.

—¡Dennis! —llamó Jubal.

—¿Qué quieres, que te felicite yo también?

—No, lo que deseo es que llames a alguna parte para podernos orientar. Parece que no funciona nada, ni siquiera el medidor de carburante que llevamos a bordo.

—¿Quieres decir que en cualquier momento podemos quedarnos sin gasolina? —preguntó Laura, asustada.

—Eso pregúntaselo a tu marido.

—Creo, creo que llené los tanques.

—Con el champaña que te has tragado, a lo mejor lo has llenado de agua —gruñó Harold.

—¡Basta! —exigió Jubal—. El asunto no está para bromas y usted, Harold, tápele la boca a su amiguita. No nos hacen falta sus aullidos en noche de luna llena.

Dennis Hammon, ya con el aparato estabilizado, se acercó a proa.

—¿Qué quieres?

—Toma el asiento de Baker y trata de comunicarte con algún lugar. Vamos, hay que tomar una determinación. No sabemos si sólo se han estropeado los aparatos…

Se detuvo. En aquel instante, uno de los motores comenzó a fallar.

—¿Qué sucede ahora? —inquirió Harold.

—Creo que nos hemos quedado sin un motor y tendremos más dificultades. Antes de despegar ya les dije que sería una noche divertida.

—El otro motor tampoco va fino —advirtió Dennis, preocupado.

—En ese caso, no queda otro remedio que aterrizar antes de que tal decisión la tome la propia «Pipper» sin tenernos en cuenta.

Tras aquella observación, Jack J. Jubal, que se había fijado en un llano que adquiría un color algo extraño con el reflejo de la luna, pero que no ofrecía obstáculos contra los cuales estrellarse, hizo descender la avioneta, arriesgándose a tomar tierra con un solo motor.

—Sujetaos los cinturones y aplastad las caras contra las rodillas, protegiéndoos la frente con los brazos. Esto se pone feo.

Dando tumbos, el bimotor se posó sobre el suelo arenoso. El tren de aterrizaje dejó los surcos a su paso. Al fin, el aparato quedó quieto y el motor, en silencio. Jack J. Jubal desconectó el sistema eléctrico de la aeronave para impedir cualquier posibilidad de incendio.

—¡Lo ha conseguido, lo ha conseguido! —gritó Baker.

—Bah, yo también lo hubiera hecho —rezongó Dennis Hammon.

—Estúpido, tú eres el que nos ha metido en este lío. ¿Dónde estamos ahora? —preguntó Laura.

—Esto parece un desierto. Si no fuera una barbaridad, diría que es el Sahara, aunque también puede ser el Gobi o Mesopotamia.

—No digas tonterías, Jubal, apenas hemos volado una hora. Seguimos en Europa.

—Sí, en Europa, pero ¿en qué dirección? No hay nada a bordo que funcione. A ver si consigues algo a través de la radio.

Dennis Hammon intentó establecer contacto, pero pronto desistió de lograrlo.

—Tampoco funciona. No es nuestra noche de suerte.

—¿Quién ha dicho que no? —terció Baker, animoso—. Estamos vivos, ¿o no?

—Yo voy fuera —indicó Warner.

—Yo también, necesito salir de este trasto antes de que reviente.

Warner abrió la portezuela y observó que había un viento frío y silbante que se deslizaba sobre la arena formando ligeras ondulaciones.

Mientras, a bordo, Helen observaba a Jubal con admiración. Ambos descansaban en sus respectivas butacas.

Ida fue tras Warner, ansiosa de sentirse sobre suelo seguro y firme.

Warner caminó por la arena, junto al aparato. Súbitamente, la arena se removió junto a él, surgiendo de sus entrañas una mano humana grande, larga, blanca y reseca a un tiempo, una mano que Warner no vio hasta que le sujetó por el tobillo, tirando de él con tal fuerza que cayó derribado.

Ida, que acababa de ver lo sucedido, quedó aterrada, con los ojos a punto de saltar de sus cuencas, ante aquel hecho tan insólito como satánico.

—¿Eh, qué pasa? —preguntó Warner al caer al suelo cuando otra porción de arena se removía, apareciendo otra mano semejante a la anterior que se engarfió en su cuello como una infernal y letificante zarpa.

Warner lanzó un grito infrahumano, un grito de terror y muerte, un grito que heló la sangre en las venas de todos.

Ida se llevó las manos a la cara ante lo que acababa de presenciar, como si quisiera arrancarse los ojos para no volver a ver jamás algo tan terrorífico y demoníaco. Chilló, chilló como jamás pensó que podría hacerlo, hasta que sus cuerdas vocales no dieron más de sí.