La luna grande, redonda, luminosa, bruñía la superficie del Danubio, arrancándole destellos que Helen comparó con las burbujas de un dorado champaña francés.
El grupo de norteamericanos se hallaba en el recoleto palacete que el matrimonio Hammon había adquirido al sur de Viena. Dennis Hammon era agregado cultural de la Embajada norteamericana en Viena.
—¿Qué os parece el palacete? —preguntó, sin soltar la copa de boca ancha que él mismo se encargaba de llenar apenas descendía el nivel de la bebida.
—Es maravilloso —comentó Ida, una de las invitadas a aquella fiesta íntima—. Laura, siempre has sido una mujer afortunada.
Laura, la esposa de Dennis Hammon, era una mujer sofisticada en el vestir. Su cabello era abundante, platinado, y su sonrisa semejaba eterna, pero entre irónica y sarcástica. Su mirada parecía cansada y ausente, a excepción de cuando se clavaba en Jack J. Jubal, otro de los invitados, que bebía poco, se dejaba llevar menos por el ambiente y permanecía casi silencioso.
Jack J. Jubal destacaba en altura. Inspiraba fuerza, pero no pesadez. Su tórax era amplio y poderoso, sus perfiles de rostro, bien definidos. Ojos fríos y cabello lacio, azabache y sin brillo.
Jack J. Jubal había asistido a la reunión a instancias repetidas de Laura Hammon, la anfitriona que vestía un traje de noche hasta los pies, negro y brillante como el propio Danubio. Carecía de tirantes y mangas, y el escote era más que generoso. Laura alardeaba de un turgente y atrayente busto.
Aquella mujer sabía sacar partido de su «sexy». Su cuerpo era ondulado y jamás estaba quieto, aunque sus movimientos resultaban casi imperceptibles.
Jack J. Jubal, entre los asistentes a la fiesta, se había fijado especialmente en Helen, secretaria de la Embajada.
Tenía ocho años menos que Laura Hammon y cabellos negros, abundantes y ojos verde esmeralda.
Laura había reparado en las buenas relaciones existentes entre Jubal y Helen. Por ello, en más de una ocasión, durante la velada, había tratado de minimizar a Helen ante Jubal, soportándolo la joven con calma.
El suficiente y muy pagado de sí mismo Harold, un sujeto empírico en el mundo de los negocios, y en los que había obtenido muchos dólares, grasa y unos soplos cardíacos que le hacían fruncir el ceño, temiendo un posible infarto, comentó:
—No me dirás que esto lo pagas con el dinero de tu salario como agregado cultural de la Embajada, ¿eh, Dennis?
—Lo importante no es cómo se consigue, sino lo que se tiene —rió Dennis Hammon, bebiendo otro sorbo de champaña.
Laura, sonriendo frente a su copa, aclaró lo que ya todos sabían:
—Cuando se quiere llegar a alguna parte en el mundo de la política, es bueno casarse con una mujer rica.
—Sí, y nada mejor que con la hija de un chatarrero —agregó Hammon, irónico, pero molesto en el fondo.
—Un chatarrero que ha perdido la cuenta de los millones que posee —completó Harold. Él valoraba el mundo mucho más por el signo del dólar que por la cultura, la elegancia o el prestigio del talento.
—¿Y nuestro deportista no dice nada, Jack J. Jubal, el más agresivo de los delanteros de hockey sobre hielo norteamericano? —preguntó Laura Hammon.
—Me limito a admirar.
—¿El qué? —interrogó abiertamente—. ¿La belleza viva o la belleza muerta?
—Confieso que la belleza viva me atrae más, pero no dejo de admirar lo que es hermoso por artístico. Supongo que éste es un palacete barroco, del siglo dieciocho.
—Por todos los diablos, Jubal, me asombras —exclamó Dennis Hammon.
—¿Por qué? —preguntó su propia esposa—. ¿Creías que los deportistas de éxito como Jack sólo tienen fibra y músculos?
—Bueno, no debo atacar a los deportistas. Yo también lo soy, ya sabéis que me gusta volar, volar muy alto… ¡Ruuuuummmm!
—Sí, por eso le he comprado una «Pipper» de ocho plazas, así se distrae. Es como comprarle juguetes a un niño. Jack, ¿te gustaría que una mujer te regalara un avión?
Todos miraron al fuerte, duro y a la vez frío Jack J. Jubal. Éste hizo girar el champaña dentro de su copa mediante un ligero movimiento de su diestra.
—Mis juguetes los escojo yo, y no suelen ser muy ambiciosos; por eso no tiene que comprármelos nadie.
—Ya lo han oído, Jubal no tiene ambición, pero sí orgullo. Por eso no llegará a ninguna parte.
—Creo que ha llegado ya, está en pleno éxito, y la mitad del mundo conoce su nombre —observó Helen, saliendo impulsivamente en su defensa.
Laura, molesta por la intervención de la joven secretaria, objetó:
—Lo que quiere decir Dennis es que, cuando ya no sea imprescindible en el equipo nacional de hockey sobre hielo, dejará de ser una estrella. El Jubal que todos conocemos será olvidado para convertirse en un don nadie.
—Pero ahora está ganando bastante dinero —dijo Harold, siempre práctico.
Ida, la pizpireta trigueña, muy bien redondeada, que acompañaba al financiero a todas partes, sin ocultar a nadie que aceptaba su dinero y todo lo que él quisiera pedirle, suspiró.
—Ya me gustaría tener el dinero que debe de poseer Jubal en el Banco.
—Bah —despreció Dennis Hammon—. Cuando su estrella se apague tendrá que montar una cafetería o un comercio de deportes en cualquier ciudad de nuestra querida Norteamérica. ¿De dónde eres, Jack?
—De Texas, y no pienso instalar ninguna cafetería ni comercio de deportes, por si te interesa saberlo.
—Vaya, el hermético y orgulloso deportista Jubal es tejano. ¿Quién lo diría? Tenía entendido que los tejanos son muy parlanchines y pagados de sí mismos, aunque quizá en esto último no me hayas defraudado totalmente.
Baker, colega de Dennis en la Embajada, un hombre de color, con abundante cabello rizado y que usaba gafas oscuras con montura de acero inoxidable, viendo que la fiesta podía agriarse, comentó:
—Hace rato que no escuchamos buena música y junto al tocadiscos he visto unos excelentes long-plays.
—Escoge el que más te agrade y anima la reunión, Baker. Confiamos en tu buen gusto —le dijo Laura.
Mientras Baker se dirigía al tocadiscos, Ida, curiosa, se acercó más a Laura para preguntar:
—¿Es cierto que este palacete tiene encantamiento? Me refiero a fantasmas o algo por el estilo.
—Para un norteamericano que alquila o compra una casa en la vieja Europa, si le dicen que tiene fantasmas o encantamiento se convierte en una irresistible golosina. Claro que de ello nos podría hablar mejor Erka, nuestra ama de llaves.
Del tocadiscos comenzó a brotar música de blues de Nueva Orleans.
Ida, muy interesada, hizo una doble petición:
—Baker, baja el volumen. —Volvió su rostro hacia Laura y añadió—: ¿Puedes pedirle a tu ama de llaves que nos cuente algo? ¡Es tan excitante!
—Tonterías —gruñó Harold, que estaba despuntando un costoso cigarro habano comprado en México, capital federal—. A los norteamericanos nos toman por tontos y con el cuento del Medioevo, los fantasmas y otras zarandajas, nos roban los dólares. Lo que es a mí, no van a quitarme un solo dólar por un hierro oxidado o una piedra gastada, aunque me juren y perjuren que encierra un espectro.
La elegante y sofisticada Laura tiró de la ancha cinta que pendía de la pared ante la excitación de Ida, que palmoteó.
—Es divertido, como en las películas. En vez de pulsar un timbre eléctrico, se estira de una cinta y en alguna parte de la casa suena una campanilla. Luego, el ama de llaves, austera y maligna, aparece por la puerta.
En aquel instante se abrió la puerta que daba a las dependencias de servicio y en ella apareció Erka. Todas las miradas convergieron en su figura.
Erka no defraudó.
Su cabello estaba severamente peinado y no ocultaba sus canas. Su rostro, casi cincuentón, resultaba duro. Sus ojos eran insondables como una sima. Vestía de negro y como único adorno se permitía un camafeo de azabache, ribeteado con pequeñas perlas. En su centro, dos motivos en oro y diminutos rubíes. Formaban un símbolo que a Jubal le pareció cabalístico.
—¿Llamaban los señores? —preguntó con su voz profunda.
—Sí, Erka —dijo Laura—. Verá, es que mis invitados están ansiosos por conocer la historia del encantamiento de este palacete.
El ama de llaves no parpadeó. Escrutó a los presentes uno por uno, mientras de fondo y a bajo volumen seguía sonando el blues.
—¿Qué encantamientos, señora?
—Pues los que me contó a mí, esa historia que me explicó sobre esta casa —aclaró Laura Hammon, algo nerviosa.
—Disculpe la señora, pero no recuerdo haberle contado historias de encantamientos espectrales, ni nada por el estilo.
—¿Que no me las contó?
Dennis rió por lo bajo.
—¿Lo ves, Laura? Ya te dije que estás llena de fantasías. Deseas tanto alardear de riqueza que hasta compras fantasmas que no existen.
—¡Estúpido! —espetó. Luego, se apresuró a sonreír forzadamente para no perder la compostura y se volvió hacia el ama de llaves—. Recuerde. Estoy segura de que me explicó algo.
—No sé, señora Hammon. Si usted misma me quisiera hacer memoria, aunque yo no creo haber contado nada fantasmal porque nada sé.
—Era, era, bueno, no recuerdo nada…
Ida, defraudada, comentó:
—Qué raro. Cuando a una le cuentan historias de fantasmas, espectros o cosas por el estilo, no las olvida y más si se refieren a su propia casa.
—Será el champaña —replicó, molesta.
—Sí, querida, será que has bebido demasiado —rezongó su marido, deseoso de vengarse por las humillaciones anteriores.
—Está bien, puede retirarse.
—Como ordene la señora.
Jubal descubrió un destello de ironía en los ojos de ordinario impenetrables de aquella enigmática austríaca que desapareció tras la puerta.
—Es una mentirosa —barbotó Laura—. Me contó algo que ahora no entiendo por qué no consigo recodar. Si no fuera porque la contraté junto con la casa, la despediría hora mismo.
—¿Y no puedes despedirla? —preguntó el propio Dennis Hammon.
—No. Si no la contrataba a ella como ama de llaves, la casa no podía alquilarse. Es una cláusula condicionante que me obliga a soportarla.
—Bueno, ya que no hay hechizos, os propongo algo divertido —dijo Hammon.
Ida se apresuró a inquirir:
—¿Y qué será?
—Un vuelo sobre la Viena nocturna, siguiendo el curso del Danubio. Veremos los puentes iluminados, sus calles. Volaremos bajo. La noche es espléndida y será un espectáculo que recordaréis siempre.
—¿Volar esta misma noche, un paseo nocturno sobre Viena? ¡Qué maravilloso! —aplaudió—. Iremos, ¿verdad, Harold?
—Ida, si no fueras tan caprichosa, todo iría mejor entre los dos —protestó el financiero.
—Creo que debo marcharme ya. Hay bastantes kilómetros hasta Viena por la carretera —dijo Jubal.
—Tú vendrás con nosotros, ¿verdad, Helen? —preguntó Dennis Hammon.
—¿Yo? Es que… —dudó.
—No irás a negarte.
—Hay ocho plazas y somos ocho precisamente —observó Laura—. A mí me parece divertido y tú, Jack, no puedes marcharte ahora. Total, será un paseo y a la vuelta, en tu coche, podrás regresar a Helen a Viena.
Jack J. Jubal comprendió lo que Laura buscaba con aquella observación.
—Quizá sí podría ser un paseo nocturno agradable si tu marido no hubiera bebido excesivamente.
—¿Me acusas de estar ebrio? —preguntó Dennis, frunciendo el entrecejo.
—Calma, Dennis, calma —pidió Laura—. Lo que sucede es que la cantidad de bebida que puede tomarse es muy distinta para un deportista que para un diplomático que está obligado a asistir a muchas recepciones.
—Supongo que habrá algún paracaídas a bordo y todos estaremos de acuerdo en cedérselo al pusilánime Jack J. Jubal, el campeón del hockey sobre hielo.
Jubal descubrió una velada súplica en los ojos verdes de Helen Miller. Bebió un sorbo de su champaña y accedió:
—Está bien, podemos marchar. Disfrutaremos de ese paseo sobre la Viena nocturna. Con el champaña de Dennis, hasta puede que bailemos un vals de Strauss en el cielo. Después de todo, si hay una sanción del Gobierno austríaco por hacer el loco sobre la bella e histórica ciudad, recaerá sobre Dennis Hammon.
—Pues en fila. Afuera está la «Pipper». Muy divertido, de smoking los hombres y con traje de noche las mujeres. Será un vuelo muy elegante. Ni el mismísimo Strauss lo hubiera soñado —exclamó Warner, afectado secretario y sobrino de Harold, el financiero.
Mientras salían de la casa al jardín, a no mucha distancia, sobre la explanada cubierta de recortado césped que terminaba en la margen del río, descubrieron la «Pipper».
Lo que no vieron fue al ama de llaves, que se hallaba tras una ventana, confundiéndose con la oscuridad. Les observaba sarcástica, burlona. No era un destello como el que había advertido Jubal, sino una completa burla, pues Erka, la enigmática y severa Erka, comenzó sonriendo para terminar en una histérica carcajada que llegó a los oídos de cuantos se dirigían a la avioneta.
Dennis, encogiéndose de hombros, comentó:
—Vamos, será uno de esos discos tan raros que compra Laura con su esnobismo exacerbado.
Laura no le hizo el menor caso. Su pie se dobló en la hierba y, para no caerse, se cogió del brazo de Jack J. Jubal, al que sonrió, diciéndole dulcemente:
—Cogida de ti, seguro que no vuelvo a caer. ¡Eres tan fuerte!