10

Tati decía que aquel verano era asqueroso. Cada dos días, o como máximo tres, una tormenta atronaba a lo lejos, sin soltar siquiera el alivio de un chaparrón. Se la sentía en el fondo del aire, en algún lugar hacia el Morvan. La atmósfera estaba cargada. A menudo los rayos de sol parecían pintados al óleo. Luego el trueno estallaba en las cuatro esquinas del horizonte y el agua del canal se rizaba, las hojas de los castaños temblaban, las faldas de las chicas en bicicleta se hinchaban, caían algunas gotas de agua, como a disgusto, y la grisalla, las corrientes de aire y la bruma podían durar horas.

La primera vez que pasó era domingo y aquella vez Jean se había reído, casi alegremente.

Por la mañana aún lució el sol, y, tras ocuparse de los animales, se había instalado en la habitación de Tati. Hechos recientes le parecían tener ya el encanto de los recuerdos, como si supiera que nunca más se repetirían. Por ejemplo, el primer domingo, cuando, después de desayunar, se sentaron en el umbral, al borde de la carretera, Tati en un sillón de mimbre, él en una silla con asiento de paja, a horcajadas. Él fumaba la pipa del viejo Couderc que había limpiado con aguardiente.

—¡Hoy hace ocho días que me metí en cama! —afirmó ella mirando el agujero oscuro que formaba la puerta en la casa blanca de Françoise.

Él también miró. Observó que en el campo las casas siempre tienen la puerta abierta.

«Si no», pensó, «no tendrían luz, las ventanas son tan pequeñas…».

A aquella hora, Félicie debía de estar vistiéndose para ir a misa. Estaba seguro de que se lavaba en la cocina, donde ponía la palangana de agua jabonosa en el suelo para lavarse los pies. El bebé también estaría por el suelo, sucio, como siempre. Eugène, el domingo y sólo el domingo, como si durante la semana estuviera demasiado ocupado, trabajaba en su huerta. En cuanto al abuelo, esperaba su turno para que le lavaran y vistieran de negro, con la corbata blanca y los zapatos con cinta elástica.

¿Era por él por quien Félicie se había comprado o hecho un vestido nuevo? Era un vestido verde manzana. Al salir de su casa, enseguida miró hacia la ventana abierta. Debía de ver la cabeza de Tati en primer plano. ¿Distinguiría a Jean en la penumbra?

Se alejó por el camino de sirga. Tati observó a Jean, que simuló pensar en otra cosa, y suspiró.

La gente, que no sabía que iba a haber tormenta, se disponía a pasar un domingo como otro cualquiera. Algunos se instalaban a lo largo del canal, y otros, con una mochila a la espalda, se alejaban en bicicleta.

—Hubieras podido matar un pollo —dijo Tati de pronto—. Esta semana la vida no ha sido muy alegre para ti.

En la casa donde se criaban pollos jamás se comían, porque preferían venderlos. Tati lo pensó.

—La gente te dirá que soy avara. Es que no saben lo que es pasarse la vida de criada de otros. Si hubiese ido comprándome ropa como esa mujerzuela hoy no tendría ni un céntimo y correría el peligro de…

Félicie ya había desaparecido; ya hacía rato que su vestido verde había sido devorado por las dos hileras de verdor que se reunían en el horizonte. Pero Tati la seguía con el pensamiento. ¿Quizá con el pensamiento de Jean?

Y ahora se oían voces en el camino.

—¡Vaya! Ha pasado el autocar —señaló ella.

Luego aguzó el oído.

—Me parece… Sí. Es la voz de Amélie.

No tardaron en ver a la familia en el puente, el padre con su canotier, el hijo vestido de marinero y Amélie, que llevaba un paquete de pastelería como si fuera un tesoro. El chico se giró. Sin dejar de mirar al frente, su madre le dio una sacudida, sin duda prohibiéndole que mirase hacia aquella casa.

Iban a casa de Françoise. El viejo estaba listo, lavado, bruñido, y le metían una pipa en la boca, le sentaban fuera —parecía que lo clavasen— bajo un rayo de sol. La única que seguía sucia era Françoise. Hizo visera con la mano, vio que llegaba la familia y debió de gritar:

—¡Ya son las once!

Después de lo cual se precipitó a su casa, donde recogió las cosas desordenadas de la primera habitación.

—¡Antes no se veían nunca! —señaló Tati—. Desiré se toma por un intelectual. Desprecia a Eugène y su mujer. Pero con tal de conspirar contra mí…

Pusieron la mesa afuera. Desiré, que se había sacado la chaqueta, y cuya camisa lanzaba destellos blancos, ayudaba a Françoise, pero la mesa era ancha y les costaba sacarla por la puerta. Félicie volvió de misa y lanzó una mirada a la ventana. Llevaba una flor roja prendida en su vestido nuevo.

Desplegaron un mantel. Trajeron sillas.

—Ha matado un conejo —dijo Tati, que no perdía detalle.

Y mientras se comían el conejo, fingían estar muy ocupados, pero no podían dejar de echar miradas furtivas hacia la ventana. Sólo Eugène usaba su navaja para comer. Amélie trajo un enorme pastel de crema.

En el momento en que, no sin orgullo, lo cortaba, los primeros rizos se deslizaron sobre el agua, y, de golpe, el follaje se puso a temblar hasta el punto de que se desprendían hojas. El mantel se hinchó. Comenzaron a caer gotas.

Jean rio alegremente. Era divertido verles levantarse, ver a Amélie rescatar el pastel, a Desiré, que no sabía qué hacer y buscaba la chaqueta que se había dejado dentro.

Durante toda la tarde cayó una lluvia fina y tuvieron que quedarse en la cocina, sentados en semicírculo ante la puerta. A las cinco se fueron Amélie, su marido y el niño. Les habían prestado un viejo paraguas bajo el que se apretujaban, las cabezas inclinadas contra el viento.

—¿Vendría Félicie, a pesar de todo?

A lo lejos se oyeron petardos, luego detonaciones, y a veces la brisa traía la música de un organillo.

—Me había olvidado de que hoy es la fiesta mayor —murmuró Tati, lanzando una breve mirada a Jean—. Debe de haber un tiro al blanco, tiovivos, un entoldado con músicos para bailar…

¿Por eso Félicie permanecía tanto rato en la puerta, mirando hacia la casa? Acabó por echarse sobre los hombros un viejo impermeable con capucha y se dirigió al pueblo. Iba a bailar. ¿Esperaba que Jean la siguiera?

En lugar de eso, chapoteó en el barro espeso del corral, donde todo estaba empapado, y apenas acabó de ocuparse de los animales, cuando miraba con rencor el lugar donde Félicie hubiera debido venir a encontrarse con él, Tati le llamó; se había convertido en una especie de manía, una obsesión:

—¡Jean! ¡Jean!, ¿qué estás haciendo?

Hubo más petardos en la noche mojada. Él los oyó desde la cama. Incluso vio los resplandores que, probablemente, serían de unos pobres fuegos artificiales, y le pareció oír la extraña música de una trompeta, un violín y un piano.

Desde aquel día no pasaron cuarenta y ocho horas seguidas sin que tuviesen alguna tormenta. Para empezar, al tiempo le costaba recuperarse. El cielo permanecía glauco, el agua del canal, turbia. Las hojas se secaban poco a poco. Un día la atmósfera amanecía más diáfana. Parecía que el verano iba a volver, y de repente, hacia mediodía o hacia las tres, se dejaba oír el fragor del trueno en lontananza.

Félicie vino aquel lunes. Ya no llovía, pero había estado lloviendo todo el día. El heno olía con fuerza. Jean estaba de mal humor.

—¿Fuiste a bailar? —le preguntó tanteándola en la sombra—. ¿A qué hora volviste?

—No sé, pasada la medianoche.

—¿Con quién bailaste?

—Con todos los chicos.

—¿Y no hiciste nada más?

Ella rio, sin responder. Él era desgraciado. Ella no se daba cuenta del precio que pagaba por ella.

—¿Estás celoso? No hay motivo…

Ofrecía sus labios húmedos. Desde que la poseyó como en sueños, ya no había repetido el sencillo placer del primer abrazo. ¡Había sido tan natural! Ahora, elegían un lugar. Félicie se acomodaba.

—Espera. Ahí. Ahora, ven. No me aprietes tanto…

Un día, Zézette le había dicho suspirando: «¡Mira que tengo suerte! Yo quería hacerme con un golfo, y resulta que eres un Otelo».

—¡Porque era celoso! ¡Porque cuando salían juntos no la dejaba pagar! ¡Porque se empeñaba en mantenerla aunque no podía!

—¿No hiciste nada con nadie, ayer? —preguntó a Félicie en un murmullo.

—¡Claro que no! ¿Por qué?

¿Se había cansado ya de venir a verle cada tarde a las ocho? Al día siguiente le preguntó:

—¿De verdad vas a quedarte aquí mucho tiempo?

—¿Por qué? —dijo él.

Intercambiaban tan pocas palabras…, y sin embargo aún eran demasiadas, porque no encajaban.

—No lo sé. A mí me gustaría más vivir en la ciudad, o en algún suburbio de París. Un pequeño apartamento de tres habitaciones, en un sitio tranquilo. Un trabajo en que se cobre cada sábado.

¿Era una invitación? Él no respondía. Todo le irritaba, todo le angustiaba, incluso ciertos detalles inesperados:

—No, déjame. Hoy no podemos.

¿No era precisamente entonces la ocasión para que se acurrucase en sus brazos, y permanecer con las mejillas juntas en la oscuridad, cuchicheando?

—Tengo que regresar. Si mañana no me ves, es que mi padre…

El médico vino a ver a Tati y le miró a él como si le extrañase que siguiera allí.

—¿Ha mejorado?

Se encogió de hombros.

Y durante todo el día, Jean arrastraba por el barro los zuecos de Couderc, que le venían grandes. Todo estaba empapado, viscoso. Se ensuciaba uno sin hacer nada. Para ir a cambiar las vacas de sitio, se echaba un saco por la cabeza y los hombros. Y muy raramente veía a Félicie en el marco de la puerta, mientras que, en cambio, Françoise siempre estaba plantada allí.

Tati, en la cama, se preocupaba. No podía estarse una hora sin verle, y en cuanto entraba le miraba intensamente, como queriendo leer en su cara el anuncio de la catástrofe.

—¿Te aburres? No estás hecho para el campo, ¿verdad?

—Al contrario, nunca había sido tan feliz.

Decía esto con una voz lúgubre, porque ya no era verdad.

—¿Sabes qué pienso a veces? No te enfades, pero hubiera sido mejor para los dos que fueses un yugoslavo de veras. ¿Te acuerdas? Te pregunté si eras francés. Te tomé por un yugoslavo o algo por el estilo. Cuando me dijiste quién eras no me lo creí.

Daba vueltas a la misma idea.

—Qué raro que tu padre no haya venido.

Luego, recelosa:

—¿Estás seguro de que no ha venido? Le he escrito a un notario, en Vierzon; encontré la dirección en un diario, para preguntarle qué hay que hacer para la casa.

Exactamente como Zézette, que, una hermosa noche, le había anunciado: «He visto un piso».

¡Y él tuvo que alquilarlo! ¡Y aquel piso había sido como el punto de partida de lo que había pasado, porque el mismo día había tenido que pedir dinero prestado! «Será nuestra casita, como tú querías». «Sí, será nuestra casita».

¡Félicie soñaba con un piso de tres habitaciones en la ciudad!

Durante todo el santo día, Tati tramaba planes para alejar a Françoise y Félicie para siempre. Y él iba y venía entre cosas que ya sólo tenían el valor del recuerdo, el calendario, la estufa que encendía cada mañana, la mesa con la luz que caía de la ventana en cuadritos pequeños, y los retratos de Couderc y su difunta mujer, y…

¡Hubiera sido tan sencillo! Hubieran vivido aquí los tres, o mejor los cuatro, contando al bebé. El bebé no le molestaba. No le importaba de quién fuese. Formaba parte del decorado tal como lo concebía. ¡Y el viejo Couderc también, si era necesario! ¿Por qué no?

Vivirían así, todos juntos, ocupándose de las gallinas y los conejos, de que naciesen los pollos, de cortar hierba, sembrar verduras.

Tati gritaría, como tenía por costumbre: «¡Jean! Trae carbón». Y él iría al cobertizo a buscarlo. «¡Jean! No queda leña».

Y él partiría leña, con el hacha que, al principio, manejaba con temor. Vería a Félicie jugando en la hierba con el bebé y diciendo, a cuatro patas: «¡Cuidado! El lobo feroz…, el lobo feroz… ¡El lobo feroz!».

La risa del bebé. La de su madre al levantarse de la hierba, con el delantal azul y el pelo rojo despeinado, pecas alrededor de los ojos.

«¡Amaos mucho, pichoncitos!».

De vez en cuando, a la húmeda hora de la siesta, Tati subiría a su habitación seguida del viejo Couderc, a quien concedería felicidad como se da un azucarillo a un perro.

El jueves, Félicie no vino y él se quedó solo en la cochera durante un cuarto de hora largo. En cuanto subió, Tati comprendió que no tenía el aspecto habitual.

—¿De dónde vienes, Jean?

—Del huerto.

—¿Qué estabas haciendo?

—No lo sé.

¡Tenía aires de culpable, precisamente el día en que no lo era! Y aquel día era el que ella elegía para mostrarse desconfiada. La ventana estaba abierta.

La tormenta que seguía atronando no había refrescado el aire, pero de vez en cuando un soplo de viento hinchaba la cortina, hacía humear la lámpara.

—¿Estás seguro de que estabas solo?

—Sí.

—¿Por qué no te sientas? Te pasa algo, ¿verdad? ¿Es porque tu padre no viene a verte?

—No.

—¿Te has cansado de cuidarme?

—Le aseguro que…

—¿Te aburres?

—No.

—¿Es por Félicie?

Su mirada se aguzaba y Jean no lograba parecer natural.

—Confiesa que no piensas más que en Félicie. ¡Eso es! Lo he notado. Y ella anda rondándote. ¡Es maligna! En vez de pasar por el puente, donde sabe que la vería, pasa por la puerta de la esclusa y así no puedo saber adónde va. ¿Félicie estaba contigo en el huerto?

—No, se lo juro.

—Porque voy a decirte una cosa. Escucha. Esto no tendría que decírtelo. El otro día te confesé que tengo ahorros y te dije adrede dónde están escondidos. No se lo hubiera dicho ni a René.

¡Claro, claro! Él ya sabía que casi era más importante para ella que René. En cierto sentido lo había relevado, con algunas funciones más.

—Pues bien, si te hubieras ido llevándote el dinero… No te enfades. Ni siquiera se te ocurrió, ya lo sé. Pero si lo hubieras hecho, no sé si te hubiese guardado rencor. Aun ahora, si me dijeses: «Tati, me aburro. Tengo que irme».

Fue rápido. Vio cómo se le hinchaba la garganta. Su enfermedad la hacía fea. Aún fue más fea cuando todos sus rasgos se agitaron y se puso a llorar con muecas de niño.

—No, no me hagas caso. ¡Venga, dame un pañuelo! Si, si quieres irte…

Pero su rostro volvía a endurecerse bajo las lágrimas y ella se incorporaba en la cama.

—Sólo hay una cosa que no te perdonaría nunca, que no permitiré nunca, y es que tú y esa chica a la que detesto… Sabes, Jean, si me hicieras eso… Cuando pienso que durante toda mi vida esa gente me ha…

No encontraba palabras lo bastante fuertes.

—No sé lo que haría. Pero aunque esté clavada a la cama, creo que encontraría fuerzas para levantarme y…

Se arrancó mechones de pelo, llena de rabia, de impotencia.

—Si fueras a la ciudad a ver a otra, para divertirte. ¡Pero Félicie! ¿No me respondes?

—No.

—¿La amas?

—No.

Estaban solos en la casa, en la habitación donde pasaban corrientes de aire. Desde el otro lado del agua podía vérseles. ¿No había nadie que les observase? ¡Félicie no había venido!

En la casa de la fábrica de ladrillos estarían todos acostados. Debía de hacer calor. Eran cuatro respirando en dos habitaciones muy pequeñas, y la respiración de Eugène era fuerte, cargada de alcohol.

—Sí.

Dijo «sí» después de decir «no». Era consciente de haber realizado un acto de importancia capital. Dijo «sí» porque ya no tenía el coraje de negar, de representar la comedia, de acostarse y, solo en la cama, sudar frío como cada noche a la espera de lo inevitable.

—¡Jean! ¿Qué has dicho?

Era evidente que el hombre no estaba en sus cabales. Estaba demasiado tranquilo, la mirada ausente.

—¡Jean! ¿La amas?

—Sí.

—¿Y te has acostado con ella?

—Sí.

Y sonrió tímidamente, como para presentar excusas.

—¡Jean! No es posible. Dime que no es verdad. ¡Jean!

Se libró de las mantas. Se le veían las vendas. Él nunca había visto la mancha de animal tan marcada en su cara.

—¡No te vayas, Jean! ¡Escucha! Tengo que explicarte. Tienes que decirme. ¿Cómo ha podido pasar?

¿Por qué se excitaba tanto? ¿Acaso él se excitaba? ¡Estaba lúcido, perfectamente lúcido! Veía hasta el último detalle de la habitación, y la cortina que se hinchaba, como si hubiera alguien detrás; se levantó para bajar la mecha de la lámpara porque humeaba.

—En la cochera, con los conejos.

—Escucha, Jean, voy a arrodillarme. ¿Me oyes? Me arrastraré a tus pies. Sé que soy una vieja, un viejo animal que no puede esperar… Pero si tú supieras… Durante toda mi vida…

Estaba de rodillas en el suelo.

—No me mires así. Escucha.

¿Cómo la miraba? Serenamente. Más serenamente que nunca.

—Sólo prométeme que no te verás con ella nunca más. Les forzaré a irse. Encontraré la manera de hacer que se vayan.

«El condenado a muerte será…».

Él tuvo una sonrisa desvaída.

—¿Por qué sonríes? ¿Tan ridícula soy? Haré todo lo que quieras. Te daré… ¡Escucha! El dinero que te decía… ¡Cógelo! ¡Para ti! ¿Qué he dicho? No sonrías…

No sonreía. El labio se plegaba por sí solo. Al contrario, estaba triste. O más bien sombrío.

Ya que así estaban las cosas, aceptaba lo inevitable. Ella había acabado por agarrarle de la pierna y seguía arrastrándose por el suelo, mientras él creía oír recitar: «Los hombres condenados a trabajos forzados se encargarán de los trabajos más penosos; arrastrarán una bola…».

—¡Jean! Prefiero morir antes que…

—¡Claro! ¡Claro! ¡Sólo había que hacerlo! Lo sabía desde hacía tiempo. ¡Estaba previsto! ¿Y no era lo más sencillo?

«Todo homicidio con premeditación o precedido de emboscada será calificado de asesinato…».

No lo había premeditado. ¡No era culpa suya! Y no había emboscada…

—Me duele, Jean. Ayúdame a levantarme, a acostarme. Sea como sea tienes que comprender. Desde que cumplí los catorce…

¿Y él?

—¿Qué estás buscando? ¡Jean! Me das miedo. ¡Jean! Mírame. Dime algo.

—¿Qué?

—No lo sé. Je… ¡Jean!

Había encontrado el martillo, el martillo que trajo cuando Tati se trasladó a aquella habitación y tuvo que desclavar los estantes de la frutería.

—¡Jean! Te lo suplico.

¿De qué serviría? ¡Sería volver a empezar! ¡Siempre volviendo a empezar! Estaba harto.

—¡Estoy harto! ¡Harto! ¡Harto! —aulló de repente—. ¿Me oyes? ¿Me oís todos? ¡Estoy harto!

Quizás había golpeado cuatro o cinco veces el cráneo ya dolorido cuando, delante de la inerte Tati, se preguntó si en casa de Françoise le habrían oído gritar. Se acercó a la ventana, con el martillo en la mano. Vio que la casa de la fábrica de ladrillos estaba a oscuras.

Llovía. Tati aún se movía un poco. Mantenía los ojos abiertos. Con fastidio, golpeó dos o tres veces más, y luego, cogiendo la almohada, se la puso sobre la cara.

Le temblaban un poco las rodillas. Sentía la garganta seca, un vacío en el pecho.

Ahora conocía el Código. Casi le hizo sonreír, y recitó a media voz el artículo 304, el famoso artículo que tanto dio que hacer al abogado Fagonet.

«Si el asesinato va precedido, acompañado o seguido por otro crimen, comportará la pena de muerte».

Esta vez no tendría que mentir. A no ser que cogiera el dinero escondido en el vientre del maniquí de costurera.

¿Quién sabe? Quizá le pondrían en la misma celda.

En una ocasión, Zézette fue a visitarle al locutorio. ¿Vendría Félicie?

Dejó la lámpara encendida, bajó la escalera en la oscuridad y tanteó en la chimenea buscando cerillas. Su mano encontró la pipa de Couderc. Tenía ganas de fumar. Pero primero tenía que beber. Tenía sed. Tenía hambre.

Prendió luz. Se fijó en que la pesa de cobre del reloj casi había recorrido su trayecto, y la remontó cuidadosamente.

¡Así seguiría funcionando ocho días seguidos!

Cortó una loncha de jamón, abrió el armario para coger pan y frunció el ceño al creer oír ruido arriba.

¡No! ¡Estaba bien muerta!

¡Se acabó!

Sólo tenía que comer, beber la botella de vino blanco, fumar la pipa del viejo y esperar…

Fuera la lluvia caía, crepitaba sobre las hojas, dibujaba círculos en el canal. A horcajadas en su silla con asiento de paja, miraba al frente y a veces pronunciaba palabras a media voz.

—Les diré que ella lo hizo adrede. ¡Porque lo hizo adrede! Desde el primer día…

Él iba caminando por la carretera, a pleno sol, con una sombra pequeña a sus pies, y daba zancadas de la sombra de un árbol a la sombra de otro árbol, entre rombos de sol.

Alzó el brazo al paso de un coche que no se detuvo. ¡Le daba lo mismo! Luego llegó el grueso autocar rojo que resoplaba en la cuesta. Y Tati aguzó la mirada…

De pronto se levantó. Acababa de pensar en algo. Abrió la puerta del patio. Se levantaba un día sin brillo. Y ahora se acercaba a la incubadora, de donde le llegaba un piar. Los pollitos habían nacido. Algunos apenas asomaban de las cáscaras rotas y otros daban los primeros picotazos a su cárcel.

—A Tati le hubiera alegrado.

¿Era vino blanco lo que había bebido? En la mesa había dos botellas, las dos vacías. La segunda era la botella de aguardiente.

—Tengo que ir a avisar a Félicie. Será ella quien…

Cayó, se hundió, durmió.

Y, hacia las seis, cuando llegaron los gendarmes en bicicleta, avisados por una Françoise preocupada por el silencio de la casa donde sólo las vacas mugían y coceaban en el establo, tardaron un rato en descubrirlo, echado junto al barreño en el que cada mañana preparaba la comida de las gallinas.

Dormía, con una mosca en la mejilla, y sus labios, hinchados como los de un niño, como los labios de Félicie, se entreabrían para dejar pasar un aliento que apestaba a alcohol.

Le despertaron a puntapiés en la cara y en las piernas. Hizo una mueca, abrió los ojos, reconoció a los gendarmes.

—¡Ah! Sí —dijo, haciendo un esfuerzo para levantarse. Luego suplicó:

—No me peguen.

Y finalmente, de pie, vacilando sobre sus piernas:

—Estoy cansado. ¡Estoy tan cansado!