Un segundo, dos segundos más y empezaba a sospechar vagamente que era un sueño. Intentaba seguirlo hasta el final, no oír las gotas de agua que iban cayendo una por una del queso blanco en forma de pellejo. De mala gana, abrió los ojos a los dos vidrios rectangulares, azul pizarra, del tragaluz bajo el que estaba acostado.
Durante un largo rato permaneció como atontado, sin fuerzas, a la vez malhumorado y aún tembloroso de éxtasis. Lo más extraordinario era la presencia de Tati. Les miraba enlazarse como miraba a las gallinas o los conejos, con una sonrisa feliz, animosa, diciéndoles: «Amaos mucho, pichoncitos».
Imposible precisar dónde sucedía aquello. No era en una habitación. Tampoco en la cochera. Había tanta luz que parecía que fuese en pleno firmamento, y el pulso batía al ritmo de una música invisible, como si cien violines quisieran exaltar a los amantes.
Se preguntó si en su sueño Tati tenía la mancha de pelos en la mejilla y no pudo acordarse ni de su ropa, sólo que llevaba algo rosa eléctrico como su camisón. En cuanto a Félicie, se apretaba contra él con pasión.
Los párpados le picaban como si estuvieran llenos de lágrimas. De repente, sintió que aquello volvía, que la angustia se infiltraba en su pecho, iba a llenarlo con una marea de dolor.
—Dios mío, haz que…
A veces hablaba así en la cama, sin mucha convicción, cuando se sentía como un niño pequeño.
—¡Haz que pueda dormirme! Haz que no tenga más pesadillas.
Era demasiado tarde, lo sabía: «El condenado a muerte…».
¡No! Aquello ya no le espantaba. Quedaba ya muy lejos. Instante a instante, fue recuperando la lucidez, hasta el punto de que no pudo permanecer acostado y se sentó en la cama, con los ojos abiertos.
¿Qué hubiera pasado hace un rato, cuando estaba en la cochera con Félicie, si hubiera entrado el padre de ella? ¿Y si Tati, a pesar de su enfermedad y sus furúnculos, hubiera bajado con sus pantuflas silenciosas?
¿Qué le diría a Félicie cuando volviera a verla? ¿Quién sabe? ¿Volvería la noche siguiente? Ya no podía pasar sin ella. Así que, inevitablemente, un día u otro…
Recordó un minuto de su vida, un minuto que, por su ligereza, se parecía a la época en que salió de la cárcel. Fue en verano. Los exámenes se acercaban. Las ventanas de la clase estaban abiertas. El profesor de inglés se había encogido de hombros. Jean chasqueó los dedos.
«Bueno, ¿qué quiere? No necesita pedirme permiso para salir, porque le considero inexistente». «Quiero irme a casa. Me siento enfermo».
No estaba seguro de tener mucha fiebre, pero había decidido estar enfermo. A solas, cruzó el patio grande y por decenas de ventanas abiertas se escapaban las voces de profesores y de alumnos. En la calle, un tranvía le rozó. Antes de volver a casa, fue a comer helados en la tienda de Pitigrilli, tres helados uno tras otro, a pesar de la fiebre.
Poco le faltó para dejar los libros en la acera. Ya no importaban. No volvería a clase. No se presentaría a los exámenes.
Cuando salió de la cárcel también fue a comer helados. Le habían dado dinero, doscientos francos y pico, no sabía muy bien por qué. Cogió un autocar. Durmió en una ciudad, luego en otra, y nada le ataba a nada, nada de lo que hacía tenía peso ni importancia.
La casa de Tati era el decorado de un juego. Él miraba el viejo calendario como se mira una ilustración antigua. Olía los buenos olores, el de la cocina, el del establo. Hacía esto y aquello, sin darse prisa, encender el fuego, moler el café, ordeñar las vacas, amasar la comida de las gallinas.
Y a las ocho, en la oscuridad de la cochera…
A solas en la cama, sonreía con amargura. La vida real, las complicaciones, volverían a empezar, y, como siempre, la suerte se cebaría en él. Estaba seguro.
Tan seguro como en París, cuando conoció a Zézette y entró en su piso por primera vez.
Volvió a acostarse, no logró dormir, se levantó, y, descalzo, caminó alrededor del granero una docena de veces preguntándose si, debajo de él, Tati dormía.
Estaba terriblemente cansado. No sólo por el pasado o el presente, sino por todas las complicaciones que preveía; ya sentía nostalgia de los días que acababa de vivir. Estaba lúcido. Sólo dos veces, dos veces en toda su vida, había experimentado aquella paz inocente: la vez que se puso enfermo y dejó de pensar en la escuela como en una realidad; luego, aquí, aquella mañana, mientras caminaba a grandes zancadas hacia el pueblo y esperaba con las comadres tras la camioneta del carnicero.
—¡Jean! ¡Jean!
Se dio cuenta de que le llamaban; no sabía dónde estaba, no se daba cuenta de que tenía que levantarse; al contrario, se hundía más en un luminoso sueño matinal. Y de repente, la puerta se abrió.
—Señor Jean…
Una voz extranjera. Una mujer a la que apenas había visto, la que vivía en la casita de la cerca azul al borde del camino. Era joven, pero le faltaban dos dientes en la parte frontal de la boca y aquello la desfiguraba.
—Es para que me dé los huevos y la mantequilla…
Le miró salir de la cama, en un rayo de sol. Era tarde. Era la primera vez que se despertaba tan tarde, porque sólo había conciliado el sueño al amanecer.
Fue a ver a Tati.
—¿No has oído que te llamaba?
—Discúlpeme. He dormido muy profundamente.
—Corre, dale los huevos y la mantequilla. Acompáñala al autocar.
Se sentía pesado, pastoso. Siempre aquella sensación vaga de inquietud, quizá de angustia. Miraba en torno como preguntando de dónde partiría el golpe.
—¿Es grave lo que tiene Tati?
—Sí. No sé…
El sendero bordeado de avellanos olía a bosque húmedo. Seguía intentando recuperar jirones de su sueño. ¿Se extrañaría Félicie de no verle? Tenía que apresurarse a ordeñar las vacas e ir a atarlas fuera. No tenía fuerzas para preparar café. Se contentaría con un vaso de vino blanco para aclararse la boca.
Ayudó a la mujer a subir los cestos al autocar rojo y lo miró alejarse estúpidamente.
Cuando llevó las vacas al prado, Félicie estaba a la puerta, con el bebé en brazos, y le pareció que le dirigía una señal. Se giró hacia la ventana. Allí estaba Tati, con sus cabellos canosos cayendo en grandes mechones sobre el camisón.
¡Con lo fácil que sería vivir como en su sueño! Bastaría…
—¿Subes, Jean?
No sabía que el cartero, que el sábado daba la ronda más temprano que de costumbre, ya había pasado.
El cartero había llamado, se había metido escaleras arriba.
Ahora, Tati tenía una carta en la mano.
—¡Entra! He recibido noticias de René. ¿Quieres leer?
Ella también estaba preocupada. Él no tenía ganas de leer. Cogió el papel por cortesía, un papel escrito con una caligrafía de párvulo y muchas faltas:
«Querida mamá:
El cerdo del cabo ha encontrado otra excusa para enjaularme y esto va a seguir igual hasta el día que reviente. Los demás tienen una mujer en París o en provincias que les mandan hasta miles de francos al mes, y así pueden untar a los suboficiales».
—¡Siempre dinero! —suspiró Tati—. Cada vez que me escribe es para pedirme, y no sirve de nada. ¿Por qué no te sientas? Parece que estés pensando en otra cosa. ¿Tú no has recibido ninguna carta?
Volvió a su primera idea:
—Todo lo que he hecho lo he hecho por él, he vivido como una esclava, me he privado de todo. Para que un día no se tenga que ver desnudo en la vida. Y a veces pienso que…
Era extraño: el día en que Jean estaba hundido, ella también estaba triste, y a punto de llorar.
—Tengo dinero ahorrado. Está escondido en casa. Hay más de lo que creen. Veintidós mil francos —le miraba de frente, esperando que reaccionase, pero él escuchaba sus palabras sin prestarle atención, sin tratar de entenderlas—. Veintidós mil francos que he ahorrado céntimo a céntimo, desde el día en que entré aquí. ¡Les robaba a todos! Trampeaba, pillaba un franco aquí, un franco allá. Bueno, pues poco antes de que le pasase aquello a René. ¿Me escuchas, Jean?
Él pareció despertar, vio al viejo Couderc rondando a las vacas.
—No sé por qué te cuento esto. Quizá porque nunca he podido decírselo a nadie. René estaba borracho. Volvió muy tarde, pasada la medianoche. Quería irse a América del Sur. Seguro que sus amigos le metieron la idea en la cabeza. «Dame el dinero», me decía, «a ti no te sirve para nada, mientras que yo…». Yo no quería. Intenté calmarle: «Bébete una taza de café, René. No estás en tus cabales». «¿Crees que estoy borracho?», me respondió. «Te repito que quiero tu dinero y luego, esta misma noche, me iré». Se puso a registrar la casa. Hablaba solo. Renegaba. Yo no me atrevía a salir de mi habitación, y él volvió: «Dime inmediatamente dónde escondes la pasta». Y lo creas o no, Jean, me pegó. Aquella noche temí lo peor. Pensé que era capaz de matarme.
»Logré sacarle de la habitación y encerrarme con llave. Al bajar, se cayó por la escalera y al día siguiente tenía un chichón en la frente.
Él sabía que no le contaba todo aquello porque sí. Le miraba con demasiada atención, como cuando tenía una idea entre ceja y ceja.
—No paran de castigarle, y no sé si algún día volverá.
Él comprendió vagamente. Todo aquello significaba: «Mientras que tú estás aquí y no te irás».
Ella suspiró y le pidió un vaso de agua. Fue a buscarla al pozo para que estuviera más fresca.
—Quédate un ratito conmigo. Esta mañana no hay que hacer nada urgente. Desde que estoy en cama me paso las horas pensando. He tenido que esperar a cumplir cuarenta y cinco años para pasarme días enteros en la cama. Antes, enferma o no, trabajaba como un animal. ¿En qué piensas?
—En nada…
—¿No te arrepientes?
—¿De qué?
—Ya sabes qué quiero decir, sobre los veintidós mil francos; adivina dónde están.
Se estremeció. No quería seguir escuchándola. Tenía la desagradable impresión de que quería tentarle.
—Duermes muy cerca de ellos. Con sólo que tendieras la mano mientras duermes. El maniquí. ¿Sabes? Si desenroscas la peana verás un hueco dentro. Allí.
¡Bueno! ¿No había hecho bien al despertarse en plena noche, antes de que terminase aquel sueño tan hermoso? ¡Aquello seguía! ¡Aquello se reanudaba!
—Voy a decirte lo que se me ha ocurrido. Es sobre la casa. Si no estás de acuerdo, no me enfadaré. ¡Escucha!
Lanzó una mirada hacia la fábrica de ladrillos.
—¡Siéntate! Cuando estoy acostada no soporto ver a nadie de pie. Me pareces demasiado alto. Coge el sillón. ¡Sí! Acércate… ¿Qué te pasa esta mañana? Pareces enfadado. ¿Te doy asco? ¡Pronto me curaré, ya verás! No te preocupes. No pienso morirme ahora. ¿Cuánto crees que me darían por esta casa en subasta pública?
—No lo sé.
—Con la tierra y los animales se pondría en ciento veinte mil. Y recuerda que una tercera parte es mía, por lo menos cuando Couderc se muera, porque soy su nuera y me casé bajo régimen de comunidad de bienes. Así que es como si tuviera cuarenta mil francos míos. ¿Me sigues?
—Sí.
—Cuarenta mil y veintidós mil hacen sesenta y dos mil. Más de la mitad del precio de la casa. Ahora supón que pido un préstamo del Crédito Financiero, o una hipoteca sobre el resto. Sé que es difícil.
Ahora iba con más prudencia, con guiños ansiosos, penetrantes.
—Si alguien me avala.
Él seguía sin comprender.
—Tú me has dicho que nunca tocaste la legítima de tu madre. No es asunto mío, tienes todo el derecho. Si te enfadas, dímelo y me callo.
—¡No me he enfadado!
—Tú te quedarías con las escrituras hasta que yo lo haya pagado todo. Así que no arriesgas nada. Escucha lo que sigue. He estado pensando mucho, ¿sabes?, y soy tan lista como cualquiera. En el mercado, cuando compré la incubadora, todas se rieron. Pero espera a que vean los resultados… Aquí hace falta terreno. Pero si al mismo tiempo que compramos la casa compramos la fábrica de ladrillos…
Él se estremeció y miró hacia la casita con el tejado rosa.
—En primer lugar —prosiguió ella— nos libramos de Françoise y su camada. Tendrían que largarse, porque aquí todos les conocen y no encontrarían de qué comer. Nos quedaríamos con la fábrica de ladrillos por cuatro cuartos. Pásame la revista que está encima de la cómoda.
Era una revista agrícola. Ella le enseñó páginas enteras de publicidad sobre gallinas de raza y pollitos.
—Compramos una incubadora grande donde quepan mil huevos a la vez. En vez de vender los pollos en el mercado los enviamos por toda Francia, en cajitas de cartón. Mira: estas son las cajas…
—Ya veo.
—No te pido que me respondas ahora mismo. Tómate tiempo para pensarlo. ¿De verdad no te molesta que te haya hablado de este asunto? He pensado que el día que tu padre venga a verte… De momento ellos no se atreverán a hacer nada. Mientras yo esté en cama y guarde las apariencias, tendrán demasiado miedo de que los denuncie. ¡Mira! ¡Ya está otra vez fastidiando ante mi ventana!
Se reclinó y vio a Félicie, que paseaba contoneándose por el camino de sirga, con el bebé en brazos. Parecía una niña jugando a muñecas, una niña mocosa que se divierte fastidiando a las personas mayores. Miraba a su tía con la nariz en alto y una sonrisa satisfecha, y cuando Jean se asomó parpadeó dos o tres veces para darle los buenos días.
—No la mires —dijo Tati—. ¡Se creerá que estás enamorado de ella! Se pega a los pantalones como una perra en celo. ¿Qué te pasa?
—¡Nada!
—¿Es por lo que acabo de decir?
—No.
—¿Por mis proyectos para la casa?
—No, sólo estoy cansado.
Cansado, nervioso, ansioso, enfermo, a la espera de lo inevitable. Tati era incapaz de comprender. Y sin embargo, ella también tenía antenas.
—¿Te interesa esa…?
—¿Quién?
—Ya lo sabes, Félicie.
—¡Ya le he dicho que no!
¿Qué demonio la llevaba a hablar continuamente de Félicie? ¿No se daba cuenta de que no le dejaba pensar en nada más?
Enfurecido, bajó a partir leña. Casi tuvo ganas de cortarse la mano para ver qué pasaría. Habría que llamar al médico y quizá llevarle al hospital. ¿Quién vendría a socorrerle, con Tati en la cama?
Fue a cambiar las vacas de sitio. Félicie vino a rondarle y él creyó que iba a dirigirle la palabra, aunque Tati no les perdía de vista. Casi deseó que aquella noche no viniese. Y al mismo tiempo quería que viniese. Se torturaba como por placer.
—¡Jean!
—Sí, ya voy.
—Piensa que has de ir a casa de Clémence a recoger los cestos y el dinero.
Fue. Hizo todo lo que le pedían. Recogió hierba para los conejos, limpió las jaulas de las palomas y echó estiércol en los fresales. Tati era capaz de llamarle justo a las ocho. ¿Iría él entonces? No le llamó, y se quedó casi decepcionado.
Ya eran las ocho y cinco cuando se dirigió hacia el huerto y encontró a Félicie sentada tranquilamente en una vara de la carreta.
«Se pega a los pantalones como una…», había dicho Tati.
Deseaba hablarle, sentarse a su lado, rodearle la cintura con el brazo. Lo mejor hubiera sido pasearse los dos juntos a lo largo del canal, cogidos del brazo, escuchando las ranas y respirando la paz del crepúsculo.
Dijo, sin pensar:
—Has venido…
Y apenas la había rozado cuando ella se dejaba ir entre sus brazos, su boca húmeda pegada a la de él.
Se sentía incómodo. Ella estaba inerte, como desmayada, a la expectativa. Estaban justo en el mismo lugar que la víspera. Él pensó que quizá su padre la había seguido, que Tati era capaz de bajar…
Ella cerró los ojos. Él tenía en los labios el sabor de su saliva y respiraba su olor de pelirroja.
Entonces, resignado, se tumbó sobre ella. Ella lanzó un suspiro, un suspiro de niño. Se quedó envarada. Le clavaba los dedos en las muñecas, tratando de hundirle las uñas en la piel.
—¡Me haces daño! —susurró ella.
¡La víspera lo habían hecho con una facilidad tan maravillosa! Y ahora él estaba torpe, y sin deseo. Le molestaban los conejos que se agitaban junto a sus cabezas. Y la paja que crujía, y los gritos que llegaban de una gabarra amarrada en la esclusa y donde una familia de marineros estaba tomando el fresco.
—¿Ha dicho algo mi tía? —preguntó Félicie después del silencio que siguió a la cópula.
—No.
—Debe de sospechar algo. Por la forma en que me sigue con la mirada todo el día.
Se levantó, satisfecha, quizá no del todo.
—¿Piensas quedarte con ella?
—No sé.
—Tengo que volver. Mi padre puede…
Volvió sobre sus pasos para darle un beso en la mejilla. Gimieron los goznes de la verja. Él levantó la cabeza y se sorprendió al ver que el cielo no era más que una estrella.
Estaba tan cansado que se sentó sobre la vara de la carreta mientras Tati, intranquila, se levantaba, arrastrando sus gordas piernas y sin dejar de llamar:
—¡Jean! ¿Dónde estás?
Con una palmatoria en la mano, se metió en la escalera. A él le sorprendió ver un rayo de luz bajo la puerta de la cocina, pero no sacó ninguna conclusión. Estaba lejos, muy lejos, en un mundo casi sideral. Corrientes invisibles le arrastraban, lo empujaban aquí y allá. Como restos de un naufragio que flotan en el mar. Avanzaba. Retrocedía. Por un instante la marea le reunía con Félicie. Se agarraba a ella. Se trababa con ella.
Ya le parecía sentir corrientes contrarias.
—¿Qué estás haciendo, Jean?
Tati suspiró de alivio al verle solo.
—Pensaba que te habías ido. Es una obsesión. Me parece que me sentaría aún peor que si René…
No quiso concluir lo que le parecía una blasfemia.
—¿No entras?
—Sí.
—Ayúdame. Estoy más débil de lo que creía.
Por la noche, desprendía un olor de cama, de carne enferma, de medicina.
¡Cuando se bajó del autocar, a pleno sol, fue tan maravilloso! ¡Y cuando descubrió la casa, con todas las atenciones que exigía y que ocupaban el día entero!
—Qué tontería. He pensado que no estabas solo. No sé lo que hubiera hecho. Soy…
Ahora la marea le devolvía a la cocina, luego a la estrecha escalera por la que llevaba a Tati hasta la alcoba cuyas persianas cerraba.
Finalmente, se veía obligado a subir al granero donde sabía que no conciliaría el sueño y que sería invadido por sus terrores mientras que Félicie, tranquila y satisfecha…
Seguro que al dormir le colgaba un brazo de la cama, el pecho estaría fuera de las mantas, y estaba convencido de que de vez en cuando se le dibujaba una sonrisa en el rostro, como un rizo en el agua, y que sus labios se agitaban sin emitir sonido alguno.