Primero la mujer de luto, digna y desdeñosa, luego la del colmado, con el cuello envuelto en guata térmica. Aquella mañana se había quedado afónica.
Luego venía el turno de Félicie. Había otras, que salían de las casas por todas partes y se acercaban a la camioneta del carnicero. Se tomaban su tiempo. Muchas balanceaban el vientre hacia delante, como las ocas, e iban masticando algo mientras se acercaban.
Al abatirse, la puerta trasera de la camioneta mostraba una especie de tienda, con sus piezas de carne colgada, su balanza, sus pesos de cobre, los rectángulos de papel marrón colgados de una cuerda.
—¿A quién le toca?
Entre clienta y clienta, el carnicero daba un toque de corneta y miraba al fondo del pueblo para asegurarse de que todo el mundo le había oído.
Habían vuelto a caer unas gotas de lluvia, pero ya no llovía. Félicie vino en zuecos, con un mantón rojo sobre el delantal azul, y en la mano llevaba una bolsa de hule.
Al ver que Jean se acercaba a la camioneta, lanzó una sonrisita. Era muy típico de él no darse cuenta: era extraño. Tanto por él mismo como por el menor detalle de su persona o de sus gestos.
Llegaba a grandes zancadas. Se daba prisa, porque había visto a Félicie al final del camino de sirga. No llevaba sombrero e iba muy despeinado. No se había afeitado. Era más bien delgado y su rostro recordaba bastante al de un Cristo.
No caminaba como todo el mundo. Parecía no ir a ninguna parte. Sus brazos pendían. Con sus alpargatas, no hacía ruido alguno y su paso parecía más ágil. La mancha azul del pantalón. La mancha blanca de la camisa que había lavado y no planchado.
Y a él le parecía muy natural estar allí, esperar su turno, lanzar de vez en cuando una mirada a Félicie, luego darse la vuelta con timidez.
—Ocho francos cincuenta, guapa. ¿Y tú, jovencita?
—Carne para el cocido. Sólo una libra. ¿A cuánto está?
—A cuatro francos la libra.
Sorprendido, Jean miraba el pequeño pedazo de carne negruzca, sólo piel y hueso.
—Cinco francos.
Y ella, sencilla y firme:
—Sólo quiero cuatro francos. Quíteme un trozo.
Tenía las dos monedas de dos francos preparadas en la palma de la mano. Pagó, rozó a Jean con la mirada y se alejó en dirección al canal haciendo sonar sus zuecos.
—¿Y usted, joven?
—Un bistec.
—¿Para cuántas personas?
—Para una persona.
—Lo querrá grande, claro.
—Pues sí…
Tenía prisa. Miraba a Félicie, que se alejaba, sin darse cuenta de que las comadres le miraban a él como si fuese un animal exótico.
—Ocho francos…
Aquello le sorprendió. Ocho francos por su bistec y sólo cuatro por la carne de cocido que iban a comer en casa de Félicie, donde estaban su padre, su madre y el viejo Couderc.
—Se olvida el cambio.
—¡Ah, sí! Perdón.
—No hay de qué.
Como no se atrevía a correr, no alcanzó a Félicie hasta mitad del camino. En sentido contrario venía una gabarra remolcada por un asno, y quien guiaba al asno era una niña, pequeñita.
Debían de haber atado el timón, porque en el puente no se veía a nadie. El canal era recto, con sólo una cinta de cielo entre el ramaje de dos hileras de árboles. Y, aparte del jumento y la niña, no había ni un alma.
—¿Por qué corría? —preguntó Félicie sin girar la cabeza hacia él, cuando ajustó el paso al de ella, y se oía su agitada respiración.
—No corría.
No tenía nada que decirle. Sentía un loco deseo de estar a su lado, pero nunca había pensado que le diría esto o aquello. Mientras caminaba contemplaba su perfil y se daba cuenta de que tenía los labios gruesos, como hinchados, lo que le daba un aire reflexivo o enfadado. También tenía la piel muy blanca, muy fina, como todas las pelirrojas, y sus orejas eran minúsculas.
A ella no le molestaba ser escrutada así. Caminaba a su paso y habían recorrido ya doscientos metros en silencio, cuando le preguntó, como en conclusión de sus pensamientos:
—¿Qué le retiene en casa de mi tía?
Él no tuvo que pensar ni un segundo. Él mismo se sorprendió de la rapidez de su respuesta, porque nunca se había planteado francamente aquella pregunta.
—Creo que es la casa.
Y ella, después de otro silencio:
—No sé qué tendrá de extraordinario esa casa. Todo el mundo la quiere. Mi madre, mi tía Amélie.
—¿Y usted?
—¿Yo? A mí me da lo mismo.
Y, cuando llegaban a la esclusa, subrayó:
—¡Vaya! En casa de mi tía hay alguien.
—¿A quién ha visto?
—Se ve la sombra de un coche en el camino. Mejor será que se dé prisa.
En efecto, había un automóvil. Jean no lo reconoció y se quedó inquieto. Al entrar en la cocina tropezó con un hombre que acababa de lavarse las manos y le reconoció. Era el médico de Saint-Amand.
—No sabía que vendría usted esta mañana —se excusó.
—No vengo por usted.
—¿Cómo está Tati?
—Mal.
Debía de ser así con todos sus pacientes. Sentía satisfacción al decir cosas desagradables y en esos momentos sus ojos brillaban detrás de sus gafas engastadas en oro.
—¿Está muy mal?
—Muy mal. De hecho…
Ordenaba su maletín.
—Tengo que preguntarle si piensa quedarse aquí.
—Pero ¿por qué?
¿No recordaba un poco, en un tono más despectivo, a la pregunta de Félicie?
—No es asunto mío. Aunque en cierto sentido sí que lo es. La señora Couderc tiene que guardar cama varias semanas y necesita que la cuiden. Creo saber que aparte de usted no hay nadie en la casa y que no está en muy buenas relaciones con su familia. Si un día u otro usted tiene que irse, tendré que tomar disposiciones, hacer que la trasladen al hospital. Más vale que me responda con franqueza. ¿Piensa usted cuidarla el tiempo que sea necesario?
—Naturalmente.
—No será muy agradable.
—No me importa.
—¡Bien!
Y se sentó a la mesa para redactar una receta.
—¿Corre peligro?
—Puede morir. Volveré dentro de dos o tres días.
El médico subió a su coche sin despedirse. Jean corrió al primer piso y se detuvo un momento en el rellano para borrar cualquier huella de emoción.
—¡Entra! —dijo la voz de Tati—. ¿Qué te ha dicho?
—Nada. Es un hombre que no habla mucho.
—Tengo para rato, ¿verdad?
—Que no; dentro de unos días estará como nueva.
—¿Por qué mientes? Hay que ver cómo sabes mentir, ¿verdad?
—Le juro…
—No jures, Jean, o nunca más te creeré. En primer lugar, me ha confesado que tenía para semanas, y además, desde aquí oigo todo lo que se dice en la cocina. ¿De verdad que te quedarás?
—Pues claro. De verdad.
—Sabes que no va a ser agradable cuidar de mí. Ayer me salieron furúnculos por todo el cuerpo, creo que es la menopausia ¿comprendes? La sangre. Mira el termómetro. Lo ha mirado pero no me ha dicho qué marca.
—Treinta y nueve.
—¿Has comprado carne?
—Sí, un bistec.
—¿Te has encontrado con alguien?
—No.
—¿No has visto a Couderc? ¿Ni a Félicie?
Él notaba que no le creía. Y se repetía la misma pregunta bajo forma diferente:
—A veces me pregunto qué te retiene aquí.
No se atrevió a responder, como había hecho con Félicie: la casa. Prefirió sonreír a Tati y balancearse de una pierna a la otra.
—Hace un momento, cuando llegó el coche, pensé que era tu padre. Casi estaba contenta de que tú estuvieses fuera. Luego oí que alguien iba y venía por la cocina y echaba agua en una palangana. Yo no podía bajar. Esperaba, con la garganta seca. Lo que me extraña es que el viejo aún no haya venido a merodear por aquí. Seguro que se pasan todo el día vigilándole. ¿Te has ocupado de la incubadora?
—De todo. Una coneja ha parido y hay otra que está empezando a hacer su nido.
—¿Félicie no ha intentado hablar contigo?
¿Por qué le obligaba a mentir como un niño?
—No, se lo aseguro.
—¿Sabes lo que vas a hacer? Aquí me consumo de impaciencia. La habitación de René no se usa desde que se fue. La ventana da sobre el canal. Basta con subir una cama de hierro. ¿Podrás subir una cama?
—Sí.
—En el armario de la escalera encontrarás un colchón y una almohada.
—¿De verdad quiere cambiar de dormitorio?
Sabía que era para vigilarle a él y a Félicie. Su alcoba era más grande, más luminosa. Además, daba sobre el corral y sobre el jardín, de modo que, acostada, podía ver a sus animales.
—¡Date prisa!, cuando esté todo listo me avisas.
No esperó a que la avisara. Se acercó, con los pies desnudos, envuelta en una manta. La habitación, que se había usado como despensa de fruta, tenía estanterías en todas las paredes.
—Coge un martillo y unas tenazas. Sacarás los estantes. Y trae la mesita de noche de mi habitación. Mira…
Y por la ventana abierta, le señalaba al viejo Couderc, que merodeaba tímidamente alrededor de sus dos vacas.
—Vendrá, y tú le dejarás pasar sin decirle nada. Procura que suba y yo me encargo de impedirle que vuelva a casa de Françoise. Ve a buscar el martillo y las tenazas.
Aunque no se quedaba tranquila ni un momento, al menor esfuerzo se ponía a sudar.
—¿Félicie no ha ido a comprar carne?
—Me parece que la he visto…
—Antes me has dicho que no la habías visto.
—No me he fijado.
Arrancó los estantes. En la tapicería, en el lugar de los clavos, quedaron unos agujeros.
—Empuja la cama más cerca de la ventana, para que pueda ver su casa. De todas formas, mientras yo esté enferma no podrán hacer nada. ¡Mira! Couderc me ha visto.
En efecto, el viejo había levantado la cabeza y permanecía allí, inmóvil, junto a las dos vacas.
—Ya puedes bajar, Jean. Ya es hora de que te prepares la cena. Yo sólo tengo derecho a leche y un caldo de verdura.
Se pasó el día pensando en Félicie, y en parte fue por culpa de Tati, porque sentía que ella también pensaba en ella todo el rato. Cuando cambiaba las vacas de lugar, apenas se atrevía a mirar hacia la casa de la fábrica de ladrillos, porque Tati, desde su ventana, le vigilaba.
Al principio, Félicie no se dio cuenta. Con el bebé en brazos, se acercó a Jean y le vio clavar la estaca. ¿Iba a hablarle, en el momento en que alzó la cabeza, siguió su mirada y descubrió a su tía en la ventana?
Encogiéndose de hombros, se alejó. ¿Creería que a él Tati le daba miedo?
—¿Qué te había dicho yo? Estaba segura de que se pondría a rondarte. Hace igual con todos los hombres.
Y él se esforzaba por no responder: «Miente usted, Tati… Lo dice para asquearme. Pero aunque fuera verdad, poco me importaría».
Tati se había hecho traer un bastón que tenía siempre apoyado en la cama. Cuando necesitaba algo, golpeaba el suelo con él. Si él estaba fuera, gritaba con la voz chillona de las madres cuando llaman a sus hijos: «¡Jean!, ¡Jean!».
Y a él le molestaba, porque Félicie lo oía.
—¿Sabes quién acaba de llegar en bicicleta a su casa, Jean? Mira. La bicicleta se ha quedado apoyada en la pared. Es Amélie. Ha venido por noticias. Debe de estar preguntándose qué pienso hacer. ¡Mira! Sale al umbral.
Entre las dos casas, la grande de Tati y la pequeña de Françoise, habría doscientos metros a vuelo de pájaro. Françoise miraba la ventana de Tati. Tati miraba a Françoise.
—A saber si se atreverá a venir aquí.
Amélie vino, en equilibrio inestable sobre la bicicleta, que no debía de usar a menudo.
—Ojalá se cayera al canal. Quédate, Jean. Esa es capaz de aprovechar que estoy en cama para…
—¿Estás ahí, Tati? —gritó una voz en la cocina.
—¡Como si no supiera que estoy aquí!
—¿Puedo subir?
—¡Sube, vaca! —gruñó Tati entre dientes.
—¿Pero qué me cuenta Françoise? ¿Que estás mal? ¿Que el médico ya ha venido dos veces? ¿Dice que es la sangre?
Tati no la invitó a sentarse y siguió mirando a su cuñada a los ojos.
—¿Cómo te las apañarás para cuidarte sola? Me dicen que papá ha decidido vivir en casa de Françoise. Hay que reconocer que es natural que prefiera vivir en casa de una de sus hijas.
—Dame un vaso de agua, Jean…
—Françoise y yo nos preguntamos qué hay que hacer, ¿no te parece que estarías mejor en una clínica que en esta casa grande donde puede entrar cualquiera mientras duermes? Ya sé que no te gusta la idea, pero si yo estuviera en tu lugar…
—No estoy sola.
—¡Por ahora! ¿Pero quién te asegura que de repente no lo estarás? Un buen día estarás ahí, esperando, y el pajarito habrá volado. Y será una suerte si no se lleva algunos recuerdos.
—¡Jean!
—Sí.
—Échala de casa, ¿quieres?
—Ya me voy yo sola. ¡En fin! Ya estás advertida. Ahora, si te pasa algo, ya sabes de quién será la culpa. Papá me ha pedido que le lleve…
—No te ha pedido nada. ¡Jean! Que no entre en las habitaciones y que no coja nada.
—No dejarás a nuestro pobre padre sin una camisa…
—¡Échala, Jean! Me fatiga, coge mi bastón. Sin contemplaciones.
—¡Adiós, querida!
—Eso, adiós.
Y volvieron a ver pasar a Amélie por el camino de sirga, de regreso a casa de Françoise.
—¿Qué te había dicho, Jean? Intentan sacarme de esta casa por todos los medios. Si se me ocurriese salir aunque fuera sólo por una hora, se meterían aquí y me cerrarían la puerta en las narices. ¿Qué miras?
—Nada.
Ella siguió su mirada, y vio a Félicie a la puerta de su casa. Comprendió que el instante anterior su mirada y la de Jean se habían unido a través del espacio.
—Júrame que entre vosotros dos no hay nada.
—Lo juro.
—Júrame que no la amas.
—No la amo.
Pero aquella misma noche se convenció de lo contrario. No hacía más que pensar en ella. Era casi pueril. Como un niño que busca la forma de eludir el colegio, tramaba planes para citarse con ella sin que Tati les viera.
Trabajando con los conejos descubrió la ventana en el muro de la cochera. No era una ventana propiamente dicha, porque no había cristales. Era un agujero en el muro, protegido con dos barrotes. Para llegar hasta él había que subirse a algo, y puso dos conejeras una sobre la otra y se aseguró de que resistían su peso.
Así, se encontraba debajo y un poco a la izquierda de Tati, y por más que ella vigilase el canal, no podía verle.
Se quedó allí más de una hora, en el crepúsculo. Había refrescado y Félicie había vuelto a ponerse el mantón rojo, pero en el atardecer azulado, el rojo parecía más suntuoso que por la mañana.
Se paseaba, quizás adrede para encontrarse con él. No llevaba a su hijo. Sabía que su tía estaba a la ventana, pero aún ignoraba dónde estaba Jean.
Entonces, él pasó una mano entre los barrotes y la agitó, sin pensar ni por un instante que aquello podía ser ridículo. Ella vio la mano. Él se convenció de que la había visto, porque se detuvo. Tuvo la impresión de que sonreía, con una sonrisita a la vez divertida y satisfecha.
Luego, casi inmediatamente, dio media vuelta y volvió a su casa, caminando lentamente, balanceando el cuerpo, no sin agacharse para arrancar una brizna de hierba y masticarla.
—¡Gracias, Jean! ¿No te doy asco? ¡A que no es bonita, una mujer! ¿No te parece raro que tu padre aún no haya venido?
—No vendrá.
—Yo creo que sí vendrá.
¡Pobre Tati! La casa se había convertido en su fortaleza, y la alcoba, con la ventana siempre abierta sobre el canal, en su torre de vigía. Permanecía alerta de la mañana a la noche, espiaba los ruidos, se estremecía cada vez que oía un coche en la carretera, se preguntaba si el coche entraría en el camino de los avellanos; luego, cuando por un instante ignoraba dónde estaba Jean, escuchaba el silencio con la angustia de que nada lo rompiera.
—¿Dónde estabas?
—Binando las patatas. Esta mañana he visto que el esclusero le echaba un producto a las suyas.
—Con las nuestras también habría que hacerlo. ¿Sabrás? Acaba de llegar alguien a casa de Françoise. Alguien a quien no conozco. Y Couderc ha estado a punto de cruzar el puente. Ganas no le faltaban. Françoise lo ha frenado justo a tiempo. ¿Has visto a Félicie?
—No.
—Debe de haber venido a pasear por aquí, porque ha cruzado la esclusa. Desgraciadamente, no puedo asomarme a la ventana. ¿Hace un cuarto de hora no estabas hablando con alguien?
—No.
Era cierto. No había hablado con nadie. Pero Félicie había estado paseándose por el camino, ya no al otro lado del agua, donde Tati podía seguirla con la mirada, sino por el camino que pasaba ante la casa. Y Jean estaba detrás de los barrotes. Le había mostrado las dos manos, menos dos dedos. ¿Lo habría comprendido? También le había señalado, insistentemente, la verja que estaba a la izquierda de la casa y de la que había retirado la cadena y el candado.
Desgraciadamente, aquel día, a las ocho de la noche, Tati, que parecía misteriosamente advertida, requirió cuidados. Él ni siquiera llegó a saber si Félicie había venido a pasearse junto a la verja. Si lo había hecho, ¿qué habría pensado?
Él vivía con ella de la mañana a la noche. Llevaba su imagen, su idea, a través de la casa, de los patios, el jardín, el establo, con las gallinas y junto a la incubadora. Sobre todo le hechizaba aquel labio abultado y su forma de doblar el cuerpo cuando llevaba al niño en brazos.
—¿Qué estás haciendo, Jean?
—¡Nada! Con los conejos.
Siempre estaba con los conejos, para mirar por el agujero de la pared, y otra vez aquel día, y al día siguiente, enseñó ocho dedos de las manos con una insistencia que debía de resultar cómica.
¿Le había entendido? ¿Se reiría de él? Al volver a casa, ¿no le diría a su madre: «Me ha vuelto a hacer señales. Creo que está volviéndose loco»?
¡Y Tati, que, cada vez que subía a su habitación, buscaba su mirada, como para encontrar alguna huella! ¿Qué clase de huellas podía tener en los ojos?
—Pensaba que el sábado fueses al mercado en mi lugar, pero me da miedo quedarme sola en casa. Llamaré a Clémence, la que vive a la derecha del camino. Ya sabes, la casita con la cerca azul. Si su cuñada está mejor, ella llevará los huevos y la mantequilla.
Quería ver si él se sobresaltaba, si manifestaba despecho o malhumor, porque eso significaría que tenía una cita en el pueblo con Félicie.
Pero esta sucedió en un momento que ella no había calculado, y en condiciones que tampoco Jean imaginaba. Cuando mostraba sus ocho dedos entre los barrotes, no sabía qué pasaría si Félicie venía a las ocho. Sólo sabía que era el momento más dulce del día, de una dulzura casi triste, cuando el canal se adormecía, la sombra engastaba las cosas y el mantón rojo cobraba tanto valor en el azul y el violeta de la noche naciente.
A sus pies, en las cajas, los conejos daban brincos ruidosos, y de vez en cuando una gallina cambiaba de sitio en un palo del gallinero.
Ignoraba a qué día estaban. Acababa de comer, solo en la cocina. Desde el pie de la escalera le gritó a Tati:
—Voy a ver si los animales necesitan algo.
Entró en el huerto, entre las patatas, y de repente vio a Félicie de pie, a menos de un metro de él.
Le había estado esperando. Él no le veía los ojos, sólo su silueta. Ella no decía nada. Él tampoco dijo nada, y, con toda naturalidad, como si lo hubieran decidido mucho tiempo atrás, la tomó en sus brazos y pegó su boca a la de ella.
Ella no opuso la menor resistencia. No se sorprendió. En cuanto el brazo se cerró en torno a ella, se relajó y bajo el beso sus labios permanecían dócilmente entreabiertos.
El primer pensamiento de Jean fue que no podían quedarse allí, de pie entre las patatas, y la atrajo suavemente hacia el cobertizo, sin un objetivo preciso y sin hablar. Luego volvió a besarla y vio que tenía los ojos cerrados, el cuello de una blancura irreal.
Se hubiera dicho que desde el principio de los tiempos estaba decidido que se encontrasen aquella noche, en aquel lugar, y que no tendrían nada que decirse, que se reconocerían y que sólo tendrían que cumplir su destino.
En aquel momento Jean ni siquiera supo en qué lecho la tendía: era heno preparado para los conejos. Y ella permaneció inerte, mientras él buscaba su carne. Sus piernas desnudas estaban frías. Sólo encontró un poco de calor muy arriba de las piernas, y entonces, de un solo golpe, sin pensarlo, con una facilidad de ensueño, la poseyó.
Ella apretó los dientes. A unos centímetros de sus cabezas se agitaban los conejos. En un rincón, la lámpara de la incubadora difundía una luz amarillenta, como la llamita del sagrario en la vasta oscuridad de una iglesia.
Ella agitó la cabeza para advertirle que sus labios pegados a los suyos la impedían respirar, y era tan conmovedor como un pájaro palpitante en la mano, que hace tímidos esfuerzos por escapar.
Luego se envaró de una sacudida y al instante siguiente todo su cuerpo se relajó.
Entonces él balbuceó:
—¡Félicie!
Notaba que había abierto los ojos, que le miraba, quizá con cierta sorpresa, y que intentaba soltarse. Ella se levantó y se sacudió la ropa para hacer caer las briznas de paja que no podía ver en la oscuridad. Y, aguzando el oído, mientras él permanecía a su lado sin saber qué hacer, murmuró:
—Creo que te llaman.
Fueron las únicas palabras que pronunció aquella noche. Cuando iba a alejarse, él la cogió de la mano. Ella se la entregó, pero no debía de sentir la misma necesidad de aquel gesto, y aún le pareció más asombroso que le rozase la punta de los dedos con los labios y balbucease:
—Gracias…
En la casa se oía ruido. Era Tati, que daba golpes en el suelo con el bastón.
—¿Estás ahí, Jean?
—¡Ya voy!
Quiso mirarse en el trozo de espejo de la cocina, pero la lámpara aún no estaba encendida.
—¿Qué estás haciendo?
—Voy.
Subía la escalera pasándose las manos por la cara como para poner sus rasgos en su sitio.
—¿Qué hacías? Alumbra.
—Estaba con los conejos.
Y retiraba el cristal del quinqué, sacaba mecha, frotaba una cerilla. Sus dedos aún temblaban un poco.
—Me ha parecido que alguien andaba por abajo. Parecía que andasen de puntillas.
No respondió.
—¿No has visto a nadie?
—No.
—¡Si supieras qué miedo tengo, Jean! Te aburro, ¿verdad? Acabarás por odiarme…
—Que no…
—Sólo pensar que una mujer… Sobre todo esa Félicie.
¿Por qué en aquel preciso momento hablaba de Félicie? Estaba muy roja. Al anochecer siempre le subía la fiebre y su cara parecía más gorda. Él miraba la mancha en el rostro como de piel de animal…
—No sé qué es lo que haría, pero…
El cuerpo de Jean dibujaba una gran sombra en la pared, una sombra que casi alcanzaba el techo, y en el papel pintado se veían los agujeros que había hecho al arrancar los estantes del frutero.
—¿No te aburres?
—No.
—¿Crees que serás capaz de quedarte aquí mucho tiempo?
—¡Pues claro!
—Eso es lo que no comprendo. Cuando te vi venir por la carretera casi lo esperaba, porque te tomé por un extranjero, una especie de yugoslavo, y esa gente, lejos de su país, necesita encontrar un sitio…
Se interrumpió y él no se dio cuenta.
—¿No me escuchas?
—Sí.
—¿Qué estaba diciendo?
—Hablaba usted del yugoslavo.
Y, sonriendo a los ángeles, le dio las buenas noches, subió a tientas a su buhardilla y se echó vestido en la cama.